Mi nuevo post en “Vano Oficio” contesta una pregunta innecesaria y casi irrespondible:...
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Los artistas y sus protestas. En el escenario de los premios Goya, los que no son ni de la ceja ni del bigote afilaron sus discursos contra la eficiente injusticia que se desploma sobre los lomos de la penuria. Unos los aplauden mientras otros critican que una gala televisada y pagada con dinero público se entretenga con la mierda de las cañerías. Maribel Verdú denunciando un sistema quebrado que ha acabado con las casas, las ilusiones, el futuro e incluso la vida. O Candela Peña, revelando con dramática plasticidad la muerte de su padre en precario… Como rumor de fondo, el sablazo del IVA, que desertiza las pocas salas de cine que quedan y enrarece la oferta y la demanda teatral, los conciertos, el arte… Qué ingenuas esas pretensiones morales de que la reivindicación política no debería blandir espadas desde las tribunas de la cultura, como si esta debiera contentarse con dar saltitos de bufón justo cuando tantas zarzas dificultan su propia supervivencia. Como la piratería. Como los parásitos. Así se titula el último libro de Robert Levine, premio Ibercrea: Parásitos. Cómo los oportunistas digitales están destruyendo el negocio de la cultura. Porque las primeras reivindicaciones en los Goya se centraron en su gravamen fiscal como artículo de lujo. Pero las segundas, las que pronunció bien alto González-Macho, poseen incluso mayor calado: el de impedir que la creación artística de uno pueda ser pirateada en nombre de la libertad de todos. En la última edición de Arco (con 250 benditos galeristas extranjeros) la panorámica estética protesta calmadamente. La experiencia humana, de nuevo el yo hipermoderno, cristaliza más que nunca en las paredes de la feria. Escribe Berger en su Fama y soledad de Picasso -reeditado ahora por Alfaguara y que hace veinte años espantó a los ingleses- que toda pintura establece un “diálogo entre la presencia y la ausencia”. Ahí está el “no hay tiempo” de Pello Irazu, o el “ya basta hijos de puta” y cuatro piedras con agujeros de bala, de Teresa Margolles o el activismo rural de Campadentro. No quedan demasiados rastros de la idealización del pasado. “El arte es reflejo de los tiempos, claro, pero los artistas no son cronistas ni periodistas; cuentan con su propia experiencia. A través de la obra de artistas turcos, por ejemplo, entiendes la singularidad de ser o no ser árabe, o de la de Ai Weiwei alcanzas un nuevo matiz de más de la censura en China”, me cuenta su director, Carlos Urroz. Sin duda es un triunfo, en las antípodas de los piratas y los parásitos: artistas que, más allá de la proclama, crean sus propios proyectos, que a la vez alimentan su obra convirtiendo el arte no sólo en fin, sino también en medio para mejorar el mundo. (La Vanguardia)
Vayan estos versos de Virgilio a ti que siembras y plantas sin miramiento. Es para decirte que Walter Scott, hombre inesperado, los recordaba en su correspondencia, cuando estaba retirado en su finca de Abbotsford:
Iam quae seminibus iactis se sustulit arbos
tarda venit seris factura nepotibus umbram.
Un árbol que medra de semilla caída
Crece despacio para ti, pero dará sombra a tus descendientes
Dará sombra a tu seguida, como dicen aquí.
Santiago Roncagliolo Imposible no pensar en Pedro Camacho cuando leemos la sinopsis de Oscar y las...
Iván Repila Siempre hay que estar atento a las recomendaciones literarias. El Facebook se ha...
"La sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque". Así describe Nueva York, en una prosa poética escrita hace más de cien años, Rubén Darío, sujeto ya entonces a la fascinación no exenta de repudio que la Gran Manzana ha ejercido en los literatos, sobre todo los que viajan a ella desde otros países. García Lorca es en nuestra lengua un ejemplo clave de ello, gracias a la sublimación surrealista de ‘Poeta en Nueva York', y en especial al poema titulado ‘New York Oficina y denuncia', donde leemos estos versos: "Debajo de las multiplicaciones / hay una gota de sangre de pato. / Debajo de las divisiones / hay una gota de sangre de marinero. "
La obsesión de los números, de la sangre, del dinero. Nueva York esconde mucho más que un apogeo del capitalismo y la violencia, y todo queda reflejado en ‘Geometría y angustia. Poetas españoles en Nueva York', la muy completa antología de Julio Neira que acaba de publicar la colección Vandalia. Cuatro nombres fundamentales jalonan las trescientas páginas de la selección: Juan Ramón Jiménez, Lorca, José Hierro y el ‘raro' y fascinante José María Fonollosa, que saluda así a la ciudad: "No hay nada bueno en ti. Por eso te amo". Juan Ramón, como un niño, se deslumbra, en su maravilloso ‘Diario de un poeta recién casado' de 1917, ante los mareantes anuncios luminosos de Broadway: el cerdo que saluda con su sombrerito de paja, la botella que despide su corcho colorado, la "pantorrilla eléctrica, que baila sola y loca, como el rabo separado de una salamanquesa". Hierro, que le dedicó monográficamente su último gran libro, ‘Cuaderno de Nueva York', figura con varios poemas, aunque yo echo en falta su magistral ‘Oración en Columbia University'; él cierra la antología de Neira con una despedida de encendido amor y acre resentimiento: "Sé que no me echarás de menos".
Al lado de esos grandes poetas el libro incluye muchos más, unos todavía jóvenes y otros, vivos y muertos, de muy reconocida trayectoria, como Gimferrer, Luis Alberto de Cuenca, García Montero, Benítez Reyes, Gamoneda, García Baena, Pérez Estrada, Celso Emilio Ferreiro, Alberti, Cernuda, Salinas o Carmen Martín Gaite, representada por su largo poema ‘Todo es un cuento roto en Nueva York', sugestiva evocación del itinerario urbano de una "mujer perdida por Manhattan".
‘Geometría y angustia' está dividido en capítulos temáticos, y mi favorito es el que precisamente se titula ‘La ciudad del cheque', en homenaje, que aquí reitero, a Darío. En esa parte destacan para mi gusto dos poemas de signo marcadamente social muy distintos entre sí. Al modernista Emilio Carrere le espanta la "Ciudad mala, ciudad fría, / insensible a la agonía / y al hambre de los demás", calificándola de "sierva del talonario" y de "ciudad rica y decadente / bien roída por el diente / de Satanás". Menos truculenta, pero no menos acusativa se muestra Concha Zardoya (1914-2004) en su muy percutiente ‘En esta gran ciudad hay catedrales' (1983), composición de ecos lorquianos que desarrolla en forma de letanía el motivo del ceremonial económico: "las misas, calculadas puntualmente, / celébranse a compás de las ganancias". Esa estampa de Nueva York no ha perdido vigencia.
Leer una primera novela cuarenta y tantos años después de que fuera escrita y cuando su autor ha desarrollado desde entonces una carrera tan fructífera (dieciocho o veinte novelas) como exitosa (una treintena de los más importantes premios literarios, millones de libros vendidos en todo el mundo) tiene para el lector un atractivo adicional. Es muy probable que haya leído algunas de las novelas escritas y publicadas después por ese mismo autor, y es posible también que haya buscado por su cuenta información adicional, desde entrevistas con él y ensayos sobre él hasta las opiniones de otros grandes y afamados escritores. O sea que la lectura tardía de esa primera novela no será inocente. Y de ahí la ventaja añadida.
Americana se publicó en 1971, cuando DeLillo tenía ya treinta y cinco años y no había hecho todavía nada relevante con su vida, salvo leer con mucha atención a buenos maestros (fundamentalmente Joyce, Faulkner y Hemingway ) y ver mucho cine, sobre todo europeo (Bergman, Antonioni, Truffaut o Godard) y oriental, que en los años sesenta y setenta del siglo pasado quería decir fundamentalmente cine japonés (Kurosawa y compañía). Otra importante ocupación de sus años previos a la escritura fue su prolongada estancia en una de las agencias de publicidad más sofisticadas del mundo, con sede en la Quinta Avenida, como debe ser.
DeLillo tardó cinco años en escribir Americana, pero luego se resarció de tan prolongada inversión porque entre 1971 y 1978 publicó seis novelas. DeLillo renegaría más tarde de su primer intento serio de escribir y se preguntó qué vieron en esa novela los dos jóvenes editores que le ayudaron a escribirla, aunque quedó tan poco satisfecho del trabajo final que la revisó a fondo en 1989, cuando ya era un triunfador.
Sepa el lector no advertido que Americana no se parece mucho a lo que se dice de ella en las reproducciones de las cubiertas y los extractos copiados de éstas que circulan por Internet. Todos ellos explican el contenido como un viaje a la América profunda en busca de sus raíces y es cierto, y casi podría decirse que es lo que da entidad al libro, pero el viaje en cuestión ocupa apenas el último tercio de la novela. Antes ha habido una primera parte que transcurre íntegramente en una cadena de televisión y que (hoy, en la distancia) guarda un curioso parecido con la serie de televisión Madmen, que va de ejecutivos publicitarios y no de ejecutivos televisivos, pero da lo mismo porque los personajes y los escenarios son intercambiables, así como las luchas por el poder y los celos o la persecución implacable y generalizada de las secretarias, ya sean las propias o las de otros departamentos pero que acaban invariablemente en un sofá o en la moqueta. Todo ello bien empapado en whisky. No recuerdo ahora mismo cómo estaba en aquellas fechas el surtido de historietas sobre ejecutivos y secretarias pero todo lo que cuenta DeLillo al respecto hoy suena a conocido.
En la segunda parte se narra la infancia y adolescencia de un joven blanco y de clase media que vive con su familia en Old Holly, un vecindario situado al norte de Nueva York y que es y no es parte de la gran ciudad. También suenan conocidas muchas de las situaciones que se describen. Salvo por la voz narradora, pues se trata del mismo David Bell al que hemos conocido como futura estrella de la televisión, esta continuación no tiene la menor relación estructural con la primera y la tercera parte, en el sentido de que si faltara cualquiera de ellas el lector no tendría la sensación de estar leyendo un texto amputado.
Y por fin llega el famoso viaje. Vuelve a ser el mismo narrador y alguno de los personajes ya han asomado antes, pero aquí cumplen otra función y podrían llamarse de otra forma y no se notaría el cambios. Aquí ya se reconocen algunos de los temas (patologías de la América actual) que luego trató con más profundidad, en Los nombres, Ruido de fondo (White Noise en el original) y Libra. Tenía a su disposición las dos grandes explosiones narrativas de las carreteras Lolita (1955) y En el camino (1957), pero DeLillo andaba buscando sus propios recursos narrativos y prefirió adentrarse en los caminos y solventar las encrucijadas por sí mismo. Y es aquí donde entra la supuesta ventaja de leer un texto mucho después de que el autor haya completado gran parte de su trayectoria literaria. DeLillo es más bien acumulativo y sus novelas surgen más por superposición de personajes y situaciones que por el desarrollo de unos y otras. En Americana, esa acumulación se produce por bloques que no se comunican, como si fuesen pétreos, mientras que en Los nombres, por poner un ejemplo de narración no bien estructurada, los flujos narrativos se entrecruzan y se vigorizan mutuamente, aunque muchas veces dejan la sensación de que el autor ha olvidado algunas de las promesas que hizo al principio. Pero da lo mismo. El discurso (entonces como ahora) es tan fuerte que no importan las promesas o las proyecciones de futuro. Es como un presente continuo.
Americana
Don DeLillo
Seix Barral
Es la figura del momento, y quizás de la época. Cada partido tiene los suyos. Sobran chantajistas y faltan líderes, he ahí la cuestión. No hay escándalo político sin chantaje. No hay crisis institucional sin un chantajista como mínimo. A veces los hay a puñados, en competencia, pugnando por imponer la fuerza de su extorsión sobre la fuerza de extorsión de los otros.
El combustible del chantaje suele ser el resentimiento, además del interés material, que suministra un considerable consuelo al resentido cuando se ve satisfecho. El problema es que la satisfacción jamás termina cuando el chantaje funciona y seguirá alimentando el resentimiento y por ende su cura chantajista. Ya se sabe que el buen chantaje no tiene fin y puede llegar a convertirse en toda una forma de vida, rapaz y parásita a la vez, por supuesto.
Habrá que estudiar a fondo al chantajista, ave carroñera que prolifera y sobrevuela en las crisis como si fueran las ruinas y los despojos después de la batalla. Es una especie muy propia de las épocas turbulentas o revolucionarias como la nuestra, cuando el chantajista tiene el campo y margen que falta en las épocas de estabilidad y de orden. El rey, el Papa, el presidente del Gobierno, el empresario poderoso, todos se encuentran de pronto con su correspondiente chantajista que quiere explotar sus debilidades. Que existen, claro está. Que son abundantes. Que pueden procurarles la ruina súbita, por supuesto.
Pero el chantaje también prueba la fortaleza de los poderosos. Un buen dirigente es el que sabe distinguir el mal menor a la hora de escoger entre dos opciones nefastas. En eso consiste casi siempre la decisión de un gobernante: elegir en la gradación del mal. El chantajista rinde un servicio a la sociedad porque pone a prueba directamente el temple y el carácter de sus dirigentes, puesto que calibra la calidad de su capacidad de decisión cuando deben decidir sobre su propio destino.
El dirigente chantajeado deberá escoger entre someterse obedientemente al chantajista y perder su libertad, puesto que entrará en una historia de nunca acabar de chantajes cada vez más osados e intensos; o resignarse a que el chantajista ejecute su amenaza, a riesgo de perder quizás el poder mismo. Es evidente que este último es el mal menor, puesto que ya no podrá proseguir el chantaje. No hay signo más inequívoco de la falta de liderazgo que la proliferación del chantaje.