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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Federalismo y libertad

A favor de un referéndum o consulta pero en contra de la independencia. Esta es la posición de Victoria Camps, catedrática de Ética de la Universidad de Barcelona, entrevistada por Carles Capdevila, director del diario Ara este pasado sábado. Como Pere Navarro, Martín Rodríguez Sol o Francisco Rubio Llorente ("el único jurista de prestigio español que dice que es posible, dentro de la Constitución actual, permitir que Cataluña haga un referéndum"), Camps piensa que hay que buscar una salida para que se exprese la voluntad de los catalanes sobre el futuro de sus relaciones con España. No ofrece dudas su posición contra la independencia: es anacrónica y propia de un pensamiento decimonónico, algo que no le impide manifestarse a favor de considerar la opinión de los ciudadanos, la premisa para que una unión federal sea libre.

Felipe González quiere que también se le consulte: la libertad sobre el mantenimiento de la unión deben ejercerla todos los ciudadanos españoles. Aceptemos la idea de Camps de que no se trata del derecho a decidir, un eufemismo sin correspondencia legal. Aceptemos la bien fundada reserva sobre la validez para Cataluña de un derecho de autodeterminación que Naciones Unidas reserva solo para territorios coloniales. Aceptemos que no somos ni queremos ser Kosovo, por más que se empeñen el diario Abc y Soraya Sáenz de Santamaría. ¿Alguien puede impedir a los catalanes que a partir de ahora expresen sus preferencias una y otra vez, con el voto a partidos independentistas en las elecciones y la expresión de sus preferencias por esta opción en las consultas informales del tipo que sea, encuestas incluidas, a las que se les convoque? Incluso en un hipotético referéndum en el que voten todos los españoles, ¿será posible desatender la lectura regionalizada de los resultados, por más que arrojen una voluntad diametralmente contraria respecto al resto de España?

La democracia es, entre otras cosas, un sistema de gobierno que parte del consentimiento de los gobernados. ¿Durante cuánto tiempo puede gobernarse España sin el consentimiento mayoritario de la población catalana? No hace falta hacer consulta alguna para darse cuenta de que más pronto que tarde lo que hay que hacer es sentarse a dialogar en vez de seguir alimentando el divorcio con amenazas y reproches de un lado y de otro. Camps, Navarro, Rubio Llorente y Martínez Sol quieren buscar la más pequeña rendija que pueda ofrecer el sistema constitucional español para ofrecer una salida legal a la necesidad de expresión de la voluntad catalana sobre el futuro. Y no por el derecho a decidir, sino por algo más serio: el principio democrático. Rajoy, Gallardón, Torres Dulce y Sánchez Camacho quieren taponar cualquier rendija legal que permita expresar la voluntad de los catalanes. Se supone que desde la buena fe unionista, pero alimentando directamente el secesionismo, como lo alimentó el recurso del PP contra el Estatuto y luego los magistrados del Consitucional con su voto a favor de la sentencia. La única forma de defender la federación en el siglo XXI y en Europa es obtener las condiciones para dilucidar la cuestión en libertad. Y solo hay un camino para hacerlo: abrir un diálogo entre los dos gobiernos, tal como han pedido y votado los socialistas catalanes en Madrid y en Barcelona. No es lo mismo que propugnar una declaración unilateral de independencia, o incluso y como paso previo una igualmente unilateral declaración de soberanía, pues no sirven a la libertad ni tampoco impugnan efectivamente la actual forma de unión: nadie va a hacer caso y mucho menos reconocer en España, en Europa y en la comunidad internacional, una soberanía y una independencia proclamadas unilateralmente y fuera de la ley.

Las ventajas del diálogo son obvias, pues permite regresar al punto de partida, antes de que todo empezara a descomponerse, incluyendo la negociación fiscal inicialmente descartada. Solo con sentarse a hablar se abre de nuevo la agenda y se ofrece una nueva oportunidad al federalismo, que podrá ganar posiciones ante la opinión pública. Por eso el independentismo más febril quiere limitar el diálogo a la estricta negociación de la consulta sobre la independencia y lo exige cuanto antes, para recibir así el anhelado portazo en las narices, mientras está todavía abierta la ventana de oportunidad que ofrece la crisis.



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18 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cristina Iglesias: Arte de habitar

 

 

 

“Metonimia,” la magnífica muestra de Cristina Iglesias (San Sebastián, 1956) en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, se despliega  como una estrategia de ocupación: demuestra la premisa central de su arte (la aventura de morar) en su varia ocurrencia. Si “morar” en su etimología clásica implica “habitar” y al mismo tiempo “construir morada”, la exploración de esas raíces verbales que son rizomáticas ha dado al trabajo de esta artista excepcional, reconocida ya internacionalmente por la seriedad de su talento, un lugar en el imaginario contemporáneo hecho de fronteras vencidas, ciudades desurbanizadas, sistemas ecológicos precarios, y abismos de exclusión. Como si respondiera al extravío de la casa como origen del economos, la artista parece devolvernos el pensamiento transparente de una forma salvada de la destrucción. Impecablemente, sus formas no aluden a la precariedad de la morada actual, pero recobran su fuerza y su aliento originales, esa parte más humana del espacio más natural.

 

El Museo se transforma en habitable (crece por dentro) y su generosa arquitectura, por fin, se evidencia pluridimensional.  Tratándose de la escultura, construcciones, e intervenciones en el paisaje de una artista en la plenitud feliz de su talento, esta ocupación del museo es del todo suya. Primero, porque devuelve la sala geométrica a la fluidez interna que corre a lo largo de su trabajo: sus arroyos, fuentes, jardín acuático y módulo sumergido son momentos del agua elocuente. Y, segundo, porque el espectador es conducido entre habitaciones de encaje metálico, citas de la piedra y la corriente, y muros y ventanas donde se abre la incertidumbre de la vista al enigma de lo mirado.  La obra de Cristina Iglesias está incontaminada por la presencia del sujeto, lo que hace de cada espectador el primer visitante de un mundo revelado.

 

Estas habitaciones acaban de ser hechas, aunque vienen de lejos, y debemos aprender a habitarlas. Sugieren un breve laberinto del espectador en una red mediadora. Y penden o flotan  encima de nosotros como esquemas en pos de su lugar. No nos llegan de la memoria sino del olvido: de pronto las reconocemos,  y nos abren su espacio tramado por la luz visionaria que prodigan. Nos percatamos de nuestra poca capacidad habitacional: somos seres de morar difícil, más duchos en deshabitar.  La artista nos persuade a volver al comienzo de nuestra historia entre casas, cuartos, umbrales, espejos, que reconocemos aunque ya no estamos allí; como si en ese tránsito hubiésemos aprendido a imaginar la forma primaria de la casa en construcción. De esa casa somos casi propietarios, hay algo suyo que nos pertenece. Estas construcciones elegantes en su geometría e intrigantes en su entramado, remiten a la ciudad primaria, que inventaron las mujeres cuando decidieron afincar junto al primer migrante muerto. Al centro de la casa futura arde el fuego del hogar.

 

Estas formas arcaicas son, sin embargo, de hoy.  Están hechas de lo más moderno: las materias de la mezcla, como si el arte fuera la casa virtual donde las culturas tejen los nobles materiales de su tránsito. No postulan, sin embargo, la genealogía de la casa sino su conceptualización: un pensamiento sobre la forma hospitalaria. Se trata de una forma onírica: remite al sueño juvenil de añadirle habitaciones de consolación a la casa familiar. Pero la figura humana no está en este espacio, liberado de la voluntad occidental de asimilar el campo, imitar la metrópli, recargar el decorado. Irónicamente, la reinvención del espacio habitable desarrolla la idea de nuestra ausencia. Precisamente, se trata de concebirnos como transeúntes,  que comprueban las formas puras como materia de la nueva ciudad.

 

Los espectadores de esta exhibición lucimos ligeramente anacrónicos; paseamos sin referencias a mano, en un liviano arrebato. Vi a una señora que desplazaba una gran sonrisa, aprobando las habitaciones como si ya fueran suyas.  De pronto, damos a un breve jardín, donde un supuesto arroyo, como la cita de un río, fluye entre plantas y rocas. Vi a unos jóvenes que tocaban el agua fotografiándose unos a otros, bautizados. Se trata, claro, de un arte que no nos devuelve nuestra imagen.  No quiere ser gratificante, nos deja libres.

 

Quizá la obra de Cristina Iglesias sigue la lógica del espacio acuático: donde está el agua parece estar el centro de su mundo de objetos  lustrales. Son metonímicos (nombran con otro nombre) e inquietan tanto el museo como el espacio público. Intervienen distintos cruces históricos, como el jardín del Museo Real de Bellas Artes, de Amberes; pero también  espacios naturales, como el Mar de Cortés en la Baja California, un milagro ecológico donde la obra de cemento y hierro forma parte ya del coral submarino. Su próxima obra es una escultura en el bosque brasileño.  Cada uno de sus proyectos es la elaborada sintaxis que articula  el  arte de estar aquí.  Si en sus comienzos su lenguaje postulaba la imagen del dolmen, del ámbito originario, hoy se desplaza entre el agua, la habitación aérea y las puertas arbóreas.  Su puerta de hierro en el Museo del Prado parece decirnos que el arte es una sobrenaturaleza viva que se abre para reconocernos en su historia.

 

Caminar entre estas obras, recorrer sus paisajes icónicos, es un acto ritual. Su arte es el de la perplejidad acogida. Reconocemos el papel ceremonial del espectador que aprende a mirar como quien pregunta por si mismo. Camina uno haciendo una figura de vuelta.

  

Hay que agradecer la altura y profundidad de las salas del Museo Reina Sofía, que en los últimos tiempos se nos ha hecho visita obligada. Se diría que el Guernica de Picasso ha requerido mejorar la compañía. En este regreso uno coincide con grandes amistades: los maravillosos cuadros y objetos de los artistas de la vanguardia abstracta, de la coleccion Patricia Phelps de Cisneros; y las conmovedoras imágenes de la protesta latinoamericana de los años 80. En este Museo unas puertas dan a otras, actualizándonos la genealogía. Las salas de Cristina Iglesias se abren con goce geométrico, en un despliegue de progresión figurativa. Esta muestra nos invita a intervenir, cada quien desde su umbral salvado, en las construcciones que propone su arte de habitar con asombro. 

 

 

 

 




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18 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La guerra de los drones

Capturado en la frontera de Irak con Siria, el sargento Nicholas Brody pasa ocho años como prisionero de Al-Qaeda, sometido a toda suerte de torturas físicas y psicológicas. Un día, Abu Nazir, el feroz comandante de los terroristas, decide rescatarlo y convertirlo en profesor de inglés de su hijo. Brody no tarda en ganarse la confianza de su alumno y entre los dos se establece una relación de cariño al margen de la guerra. Hasta que, durante un bombardeo con aviones teledirigidos, el pequeño Issa pierde la vida. Devastado, Brody se transforma en agente de Abu Nazir, decidido a que el gobierno de Estados Unidos pague por sus crímenes.

            La incursión de los drones en Homeland -paradójicamente, Barack Obama ha declarado que se trata de su serie de televisión favorita- anticipó una de muchas escenas semejantes en la vida real. A mediados de 2012, Salem Ahmed bin Alí Jabed se atrevió a lanzar un severo discurso contra Al Qaeda en una mezquita de Jashamir, en el este de Yemen. Un par de días después, accedió a reunirse con dos miembros de la banda terrorista, quienes habían insistido en hablar con él; para protegerse, el clérigo acudió acompañado por su primo, un oficial de policía. Según el New York Times, un misil teledirigido incineró a los cinco mientras discutían bajo una palmera, así como a un camello que permanecía atado cerca de ellos.

            Durante su primera campaña, Obama prometió acabar con los abusos aprobados por su predecesor tras la caída de las Torres Gemelas: los interrogatorios mejorados -incluido el waterbording-, el envío clandestinos de prisioneros a terceros países, el limbo legal de Guantánamo y la falta absoluta de derechos de los llamados "combatientes ilegales". Cinco años después, el presidente en efecto terminó con las torturas y las entregas ilegales, pero en cambio no logró cerrar Guantánamo, donde quedan más de cien internos que no han sido sometidos a juicio y, arrogándose un poder mayor que el de cualquier otro líder democrático, determinó que él mismo, sin intervención de las cortes o del Congreso, podía ordenar la ejecución extrajudicial de miles de supuestos terroristas con la opacidad propia de una dictadura.

            No es ésta la primera traición de Obama hacia sus electores -durante su mandato se han llevado a cabo más expulsiones de mexicanos ilegales que durante todos los años de Bush Jr.-, pero sí la más grave: quien fuera celebrado por haber devuelto al mundo a la vía de la legalidad y el respeto a los derechos humanos, y fuera recompensado incluso con el Premio Nobel de la Paz, se comporta ahora como un tirano. El apelativo no resulta desmedido: ninguna democracia puede tolerar que un solo hombre pueda dictaminar la vida o la muerte de una persona sin que ésta sea sometida a un proceso judicial. Los asesinatos a sangre fría de Jabar y su primo, así como de decenas de civiles y cientos de supuestos terroristas en Yemen, Pakistán y Afganistán resultan indefendibles por más que el gobierno estadounidense se escude en la supuesta "amenaza inminente" que éstos representan. Según el Bureau of Investigative Journalism, entre 2500 y 3500 personas han muerto en ataques de drones, incluyendo entre 500 y 1000 civiles y entre 170 y 200 niños.

            Al parecer los "martes de terrorismo" el presidente Obama se reúne con John O. Brennan, su principal asesor en la materia -ahora elevado al rango de director de la CIA-, y otros oficiales, quienes le presentan las pruebas sobre cada sospechoso. A continuación él decide, en solitario, quienes deben ser objeto de esos "asesinatos selectivos" copiados de la política antiterrorista israelí. Como señaló el representante Rand Paul durante las arduas sesiones de confirmación de Brennan, todo ello sin informar al Congreso o a la opinión pública, como si se tratase de un antiguo monarca. En muchos casos, los ataques de los drones -un término designa a un tipo de abejorro- ni siquiera han ido dirigidos contra los combatientes, sino contra los clérigos que llaman a la yihad, como Anwar Al-Aulaqi, el imán estadounidense ultimado en Yemen en septiembre de 2011 (días más tarde, su hijo adolescente también fue asesinado "por error").

            Tras los atropellos cometidos por George W. Bush, jamás imaginamos que el paladín de los demócratas -acusado por los sectores más reaccionarios de su país de ser un socialista- sería capaz de comportarse de manera aún más atroz: empleando esas naves que carecen de piloto finge que sus manos no se encuentran manchadas de sangre. ¿Quién hubiese podido imaginar que Obama terminaría convertido en un halcón peor que Cheney o Rumsfeld? Hoy más que nunca, la democracia estadounidense reniega de sí misma: si incluso el presidente más progresista que ha tenido el país en décadas es capaz de semejantes despliegues de fuerza y arrogancia, ¿qué esperanzas nos quedan de que la legalidad internacional al fin se recupere?

 

Twitter: @jvolpi

 

 



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17 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Maquiavelo en el Vaticano

La mayor ambición debe revestirse con los ropajes del total desprendimiento. El programa, las alianzas, los argumentos, la propaganda, deben ir más allá de la discreción hasta alcanzar el silencio absoluto. Solo caben la piedad y la fe. El funcionamiento de los mecanismos del poder y de las complejas escaleras que conducen a la cima pertenece a una gramática universal, pero en ningún otro lugar se dan con tanta pureza, tanta resolución y también tanto silencio. Solo llega quien convence al mundo de que ha renunciado a todo y ha matado hasta la última bacteria de vanidad en su interior.

Hay campañas electorales, hay el equivalente a las primarias en los partidos, incluso hay algo similar al supermartes de las elecciones estadounidenses, según han señalado los periodistas encargados de informar sobre el acceso a ese poder espiritual, que es tan puro y perenne como terrestre y tangible. Pero siempre se dan en forma de señales débiles, guiños apenas interpretables, sobrentendidos que solo una larga experiencia permite descodificar rápidamente.

El tiempo tiene una función indispensable en la decantación de las ambiciones y en su realización. No pasa en vano y los príncipes aspirantes lo tienen tasado, primero por su edad avanzada, y luego por la jubilación obligatoria impuesta en tiempos recientes. Pero la envergadura del cetro universal al que se aspira también exige unas ansias de poder de largo y profundo vuelo y una disposición al sacrificio y a la renuncia como único camino para alcanzar la más alta recompensa. Hay que saber apostar desde muy joven y aguantar la espera en una ascesis para muchos insoportable: son los que van cayendo por el camino, incapaces de resguardar sus pasiones de la vista de los otros.

La fortuna juega sus cartas. El monarca muere o renuncia inesperadamente, abriendo el camino a los príncipes aspirantes que hayan sabido mantenerse preparados y sepan leer los signos del tiempo. Es el lenguaje funcional del maquiavelismo, que se da aquí como en todas partes, pero queda públicamente anulado y encapsulado en el fuero más interno, donde la ambición debe llegar al grado cero antes de investir los ropajes blancos del poder infalible y máximo. Ahí está el secreto litúrgico para echar una mano: esos hombres se comportarán como tales en sus peleas por alcanzar la magistratura máxima, no hay otra forma de hacerlo, pero deberán acomodar sus manejos y tratos a la exigencia ceremonial de una opacidad sin fisuras, encerrados a cal y canto.

Ningún imperio ha conseguido ni siquiera emular esa escenografía soberbia de la sucesión en el poder. Ni en su solemne pompa litúrgica, ni en su oscurantismo, ni en la emoción popular de romanos y peregrinos agolpados en la plaza de San Pedro. Será quizás porque responde a la paradoja de que en el espíritu eclesial el poder se despliega a la vez como cero y como absoluto.



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16 de marzo de 2013
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II. Ascenso a los altares

Sin duda el comandante Chávez, gracias a esa eternidad que sólo crea la magia de las mentes, entrará en el santoral no oficial al que pertenece el doctor José Gregorio Hernández, el médico entregado a los pacientes pobres, y muerto a una edad parecida, frente a cuyo retrato se enciende veladoras y se elevan plegarias porque, además, desde esa eternidad alimentada por la devoción se quedó haciendo milagros en beneficio de los suplicantes.
Para pasar a los altares populares habrá sido necesaria en vida el aura del carisma, que empieza por el magnetismo personal, por la memoria para recordar nombres, por el don de la oratoria que electriza porque polariza, mandando a la hoguera a los adversarios. No quedaría en el alma colectiva donde se engendra el mito alguien que pronunció en vida discursos aburridos y monocordes, que no cantó y bailó en las tarimas, que no sabía de memoria las tonadas llaneras, que no desafió gallardamente al gigante de siete leguas.
Pero sobre todo, al caudillo muerto se le recuerda como uno recordaría a su propio padre, bondadoso, dispuesto a extender la mano para colmar de dones a sus partidarios, y al mismo tiempo decidido a castigar a los díscolos enviándolos a las llamas del infierno. Síganme los buenos. La patria que el caudillo ofrece como panacea sólo da cobijo a los fieles seguidores.

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15 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Con lo esbelta que era yo

Este himno eclesial del año mil, cuando era universal convención que todo se iba a pique, anticipa el qué fue de tanto galán, qué fue de tanta invención, qué de las nieves de antaño, y con lo esbelta que era yo:

 

Audi tellus, audi magni maris limbus,

Audi omne, quod vivit sub sole,

Huius mundi decus et gloria

Quam sint falsa et transitoria,

Ut testantur haec temporalia,

Non in uno statu manentia.

Nulli valet regalis dignitas,

Nulli valet corporis quantitas.

Nulli artium valet profunditas,

Nulli magnae valent divitiae,

Nullum salvat genus aut species,

Nulli prodest auri congeries.

Transierunt rerum materies,

Ut a sole liquescit glacies.

Ubi Plato, ubi Porphyrius;  

Ubi Tullius aut Virgilius;

Ubi Thales, ubi Empedocles

Aut egregius Aristoteles;

Alexander ubi rex maximus;

Ubi Hector Troiae fortissimus; 

Ubi David rex doctissimus;

Ubi Salomon prudentissimus;

Ubi Helena Parisque roseus —

Ceciderunt in profundum ut lapides:

Quis scit, an detur eis requies.

Sed tu, Deus, rector fidelium,

Fac te nobis semper propitium,

Quum de malis fiet iudicium.

 

 

Oiga la tierra, cintura del amplio mar,

Oigan todos cuantos viven bajo el sol,

Cuán falsos y perecederos son

Ornato y gloria de este mundo,

Cómo trascienden sus eventos

Que en ninguno hay duración.

Nada aprovecha dignidad regia,

Nada, del cuerpo magnitud

Nada, en artes profundidad,

Nada, en riquezas cantidad.

A nadie salvan género ni especie,

A nadie sirve el oro amontonado.

Pasó la sustancia de las cosas,

Como hielo derretido al sol.

¿Dónde están Platón y Porfirio?

¿Qué fue de Tulio y Virgilio?

¿Dónde para Tales, dónde Empédocles,

O el famoso Aristóteles?

¿Dónde está el gran rey Alejandro?

¿Dónde Héctor, de Troya el más fuerte?

¿Dónde David, rey sapientísimo?

¿Qué fue de Salomón el prudentísimo?

¿Qué de Helena y Paris rosado?

Como piedras cayeron al hondón,

Quién sabe si descansarán en paz.

Pero tú, Dios, rector de fieles,

Sé siempre para nosotros propicio,

Cuando en cosa de males se falle el juicio.

 

 

 



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15 de marzo de 2013
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La condena al mal contingente

En alguna ocasión he evocado aquí el libro de Max Pohlenz La libertá greca en el que se recuerda el vínculo entre la condición del ciudadano y la asistencia al teatro, siendo los esclavos los únicos que estaban a priori excluidos de lo que en la representación trágica se dirime.
La cuestión es de total actualidad en un momento en que parece que nuestra atención está exclusivamente canalizada hacia el mal contingente, mal del que la sociedad constituye la matriz en lugar de servir de contrapunto.
Es abrumador que no quepa detenerse en lo que de inevitablemente trágico tiene la condición humana, y es duro corolario de ello el que tampoco quepa la exaltación y la fiesta. Ensombrece el alma el que sólo quepa enfrentarse a la miseria empírica, que una sociedad mínimamente sana hubiera conseguido relativizar. Ensombrece el alma que no haya forma de confrontarse a los retos auténticamente esenciales que tiene el hombre. Ensombrece el alma que las artificiosas querellas generadas por un sistema social mutilador de lo humano excluyan del horizonte ese "problema total de la existencia" al que se refiere Marx al final de los Manuscritos del 44.

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14 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El tamaño de un papa

Si Wojtyla fue el papa del final del siglo XX, Ratzinger no ha sido el papa del tercer milenio, es decir, la personalidad mundial que corresponde a la extensión, el peso demográfico y la fuerza del catolicismo en el mundo en transformación geopolítica del siglo XXI. Él mismo reconoció en su libro entrevista con el periodista alemán Peter Seewald, que "no estaba hecho para ser el primero y llevar la responsabilidad del conjunto", y de ahí que se identificara como "un sencillo y humilde trabajador en la viña del Señor". "Además de los grandes papas también son necesarios los papas pequeños, que aportan su parte", remachó en su razonamiento.

Su gesto mayor es el de su partida, que traza una línea de conducta para la gerontocracia cardenalicia y señala cómo debe ser su sucesor: con fuerzas para asumir la tarea compleja que corresponde a la máxima autoridad espiritual de los católicos, pero también al jefe de un Estado que cuenta internacionalmente y a la cabeza de una vasta administración romana y mundial de muy difícil gobierno. "Si un papa llega a la conclusión clara de que física, psíquica o mentalmente no puede continuar hasta el final el mandato, tiene el derecho e incluso la obligación de dimitir", le dijo a Seewald.

El cardenal Angelo Sodano, decano del colegio cardenalicio y ex secretario de Estado (equivalente de primer ministro) de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, que no participa en el cónclave, también dio alguna indicación sobre el nuevo papa el martes, en la homilía de la misa Pro Eligendo Summo Pontifice. Son señales débiles, surgidas de un mundo de silencios y sobrentendidos, sujetas por tanto a la discutible interpretación de la multitud de periodistas y comentaristas que se concentran en la Roma sin papa del cónclave. Según uno de ellos, Robert Moynihan, director de la revista Inside the Vatican, Sodano dio una visión que acentúa "el papel del papado y de la Iglesia en su relación con otros Gobiernos e instituciones en llevar la paz y la justicia en el mundo", con un mayor peso en la acción política que en la espiritual. Para John Allen, biógrafo de Benedicto XVI y corresponsal del periódico estadounidense National Catholic Reporter, la idea central de esta sucesión pontificia es la de gobernanza, tras ocho años de desgobierno eclesial, en contraste con la idea de continuidad, especialmente doctrinal, que presidió el papado de Ratzinger y este mismo señaló en su homilía programática de la apertura del cónclave.

Si atendemos a estas señales leves, estamos en la pista de un papa de tamaño superior, en la búsqueda de una personalidad fuerte, capaz de poner orden en el caos doméstico, hacerse visible en el mundo y elevar su voz sobre el ruido de la globalidad desordenada y desgobernada en la que los católicos tienen más peso demográfico que influencia organizada y efectiva, tres tareas en las que Ratzinger fracasó. No es fácil ni está claro que el colegio de esos 115 ancianos electores haya acertado en la tarea. Bergoglio puede dar la sorpresa que muchos esperan, y algunos datos hay en esta dirección, como son sus formas de vida sencillas y alejadas de la pompa tradicional entre los príncipes de la iglesia. Tiene además la edad adecuada para un papado corto y con una abdicación a tiempo que confirmaría la nueva costumbre. Pero a primera vista también aparece como la segunda opción derrotada en 2005 por Ratzinger que ha sabido retener a sus electores por sentido corporativo. El excelente conocedor de los pasillos vaticanos que es Juan Arias reconocía el pasado domingo en estas mismas páginas la ausencia de grandes figuras, en perfecta correlación con lo que también sucede en el mundo político. Pero, a la vez, este cónclave ha sido el de la emergencia del catolicismo extraeuropeo, de forma que los focos de los medios de comunicación han ido a buscar esta personalidad excepcional entre los cardenales americanos, africanos e incluso asiáticos, una pléyade de personajes poco conocidos mundialmente, sometidos estos días al escrutinio público, tanto de sus biografías como de su carácter y su capacidad para encabezar la Iglesia católica. La fumata blanca de ayer ha venido a corroborar esta tendencia con uno de los candidatos extraeuropeos más profundamente europeos, por origen, formación y también sus posiciones conservadoras.

La fascinación que ejerce el papado, y sobre todo una circunstancia tan nueva y extraordinaria como la sucesión en vida del anterior papa, han convertido el cónclave en una elección con mayor atractivo mediático que cualquier otra en el mundo secular. Es una paradoja más de las muchas que rodean a la Iglesia, con su brillante liturgia del secreto y del misterio en un mundo que exige transparencia y claridad. Todo ello contribuye a crear expectativas dentro y fuera de la Iglesia, que se suman así a los retos internos y externos que esperan al nuevo pontífice y le obligarán a adoptar una visión más global y actualizada del catolicismo si quiere ser ese papa todavía inédito que corresponde al tercer milenio.



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13 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La dignidad de la belleza

Antes de llegar al concierto por la radio del taxi escuché las últimas noticias que, en lo substancial, con algunas añadiduras y cambios nominales, eran tan idénticas a las antiguas como dos gotas de agua: un día más el lodazal desbordado cubría la vida pública con una mezcla, ya tediosa, de veneno, corrupción y resentimiento. De hecho esta circunstancia se ha convertido en algo tan cotidiano que una capa viscosa parece estar aprisionándonos de manera inexorable, de modo que por todas partes domina una atmósfera de pesadez vital. En el mejor de los casos tenemos la impresión de que, colectivamente, costará liberarnos de este aprisionamiento; en el peor, cuando se cruzan los augurios más negros, la prisión viscosa se nos aparece como irreparable.

Pero en el concierto todo cambió, o yo cambié de tal manera que las informaciones vomitadas por la radio del taxi se convirtieron en irreales, mientras lo único real era la escena que tenía ante mis ojos y la música que penetraba en mis oídos. El concierto que acababa de iniciarse no era solemne ni corría a cargo de una célebre orquesta, aunque en muchos sentidos, era más importante que un concierto suntuoso interpretado por una orquesta de postín: el acto al que asistía era la clausura del 175 aniversario del Conservatorio del Liceo y estaba anunciada la intervención de alumnos de este centro. La primera parte del programa consistía en canciones de Giuseppe Verdi y Richard Wagner, en tanto que la segunda estaba dedicada al Idilio de Sigfrido, del segundo de estos compositores.

Cada canción fue ofrecida por un cantante y un pianista distintos, hasta sumar un buen número de participantes. El nivel medio era verdaderamente sobresaliente y, por el mismo aspecto físico de los intérpretes, era fácil comprender que en aquel conjunto de jóvenes talentos reunidos por el Conservatorio estaban presentes estudiantes de diversas nacionalidades, unidos por el afán de vigor y de belleza. A mí me resultaba curioso que, en mi ánimo, a medida en que se sucedían las interpretaciones, se iba desvaneciendo aquella sensación de viscosidad moral, cuyo último reflejo habían sido las informaciones escuchadas en el taxi, por las calles de Barcelona, camino del Auditori. Cada uno de aquellos jóvenes, con sus voces espléndidas, actuaban como un antídoto frente al envenenamiento de la vida colectiva en el que todos, aun involuntariamente, estábamos implicados. No sé si aquellas interpretaciones eran mejorables, dada la juventud de los actuantes, pero de lo que no tengo ninguna duda era que poseían una capacidad suprema para romper el sortilegio de modo que, mientras se realzaba la dignidad de lo bello, se desnudaba la abyección de lo mezquino y lo corrupto.

 

Probablemente sin saberlo, y sin preguntárselo, lo que aquellos jóvenes ponían de relieve era que hay, en efecto, un sendero para romper el círculo vicioso en el que creemos encontrarnos: y ese sendero no es otro que la obra bien hecha por parte de quien se siente verdaderamente responsable de lo que hace. No importa, desde luego, tanto el tramo del camino en que nos encontramos cuanto la voluntad y el esfuerzo por llegar a la meta.

Para que una cantante interprete admirablemente las wagnerianasMignonne y Adieux de Marie Stuart, o bien Perduta ho la pace y Il misterio de Verdi, se necesita una concatenación de energías que acaban siendo una exaltación de la vida. En el fundamento, por supuesto, se halla el propio esfuerzo creativo de los compositores. Desde esta perspectiva la elección del programa no podía ser más adecuada, no sólo porque coincida este año el bicentenario del nacimiento de ambos compositores sino porque, rivales en todo, Verdi y Wagner también rivalizaron en el descomunal impulso creativo que sostuvo sus obras. Uno y otro sirven como perfectos ejemplos para desmentir el igualitarismo en la mediocridad que otorga igual valor a lo que es fruto del tesón y el riesgo y a lo que es la mera consecuencia de la comodidad y la apatía.

Sobre los cimientos de las composiciones se alzan luego, a menudo como edificios invisibles, prolongadas jornadas de aprendizaje y ensayo, en las que los dedos que golpean las teclas o las delicadas cuerdas vocales son sometidos a un severo proceso de ajuste y perfeccionamiento. Únicamente al final de este proceso, en ocasiones durísimo, aflorará la obra bien hecha. Para que lleguen a nosotros esas maravillosas voces, angélicas o demoníacas, cómicas o trágicas, que transcriben melódicamente la existencia humana, ha sido necesario acumular horas de trabajo y sacrificio, aunque asimismo de alegría y satisfacción, que culminan en el goce supremo de la obra bien hecha. Lo que apreciamos no es sino la resplandeciente punta del iceberg que se apoya sobre la montaña sumergida de los esfuerzos realizados.

Este es el camino de la creación, en la música y en cualquier otro campo en el que el hombre asuma dignamente su responsabilidad. Y me pareció que, en alguna medida, las jóvenes voces que se escuchaban en el Auditori eran la reivindicación de ese camino. El camino opuesto, sobre el que había oído hablar una vez más en la radio del taxi, al trasladarme al concierto, ya lo conocemos: es el camino de la depredación. No sólo lo conocemos sino, como si hubiésemos aceptado un sórdido encantamiento, parecemos, en cuanto comunidad, no ser capaces de seguir ningún otro. Cuando hablamos de la rapiña y de la corrupción moral del presente deberíamos estar en condiciones de hurgar en las raíces de nuestro actual desconcierto. ¿Cómo podríamos esperar hoy una sociedad moralmente aceptable cuando ayer nos decantábamos completamente por el botín fácil e inmediato? Nos inclinamos, como una ley general, por la depredación frente a la creación. Ésta, tal como demostraban los jóvenes cantantes del conservatorio, requiere la lentitud, el aprendizaje, la lucha y un sentimiento de respeto que desemboca en la belleza de la obra realizada; aquélla, por el contrario, ofrece el consumo instantáneo, la rentabilidad inmediata, la indiferencia ante la sordidez e, inevitablemente, como si el depredador acabara devorándose a sí mismo, la apatía moral.

Lo que ahora se dibuja en el horizonte, y en cierto modo se abate sobre nosotros, es un difuso sentimiento de vergüenza por no haber ofrecido casi resistencia a la depredación, acompañado por un sentimiento no menos vergonzoso de impotencia. El taxista que me conducía al Auditori iba comentando lacónicamente las noticias que transmitía la radio de su vehículo. Era un hombre de mediana edad, afable, que, en lugar de lamentarse, se limitaba a constatar su desánimo: "son los responsables de todo lo que pasa"; "nosotros somos los culpables"; "no sabemos cómo salir de esta"; "no saldremos de esta". Una espiral progresivamente fatalista. Sin embargo, era realmente amable y me despidió con el deseo de que disfrutara de la música.

Y así lo hice. En la segunda parte de la velada la Orquesta de Cámara del Conservatorio, compuesta por músicos tan jóvenes como los cantantes que habían intervenido en la primera parte, interpretó el Idilio de Sigfrido. Es, creo, una obra que consigue su extraordinaria sugestión a través de una enorme complejidad compositiva. Frente a ella la joven orquesta tuvo la capacidad de resolver notablemente el desafío. No era difícil intuir el trabajo oculto, las numerosas horas de ensayo que permitían apreciar aquella vigorosa filigrana sonora. Si las voces individuales de la primera parte reclamaban la atención sobre la labor personal, la interpretación de la orquesta ofrecía una buena metáfora sobre el valor de la energía compartida. La música de Wagner, con sus refinados despliegues, llenaba el aire del auditorio de esa singular sensación de dignidad que el hombre alcanza a través de la belleza y que, al cabo, en medio de las mayores penurias es una afirmación de la vida.

Quizá por eso, antes del aplauso que debía premiar la actuación de los jóvenes músicos, hubo una brevísima pausa, un instante de respeto, el reconocimiento de que lo mejor de la existencia humana siempre se ha nutrido de ese fervor que acompaña a la auténtica creación. Algo que, desde luego, los depredadores, que han alimentado lo peor de aquella existencia, nunca comprenderán.

El País, 10/3/2013 



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13 de marzo de 2013
Blogs de autor

Los ricos también ríen

A los ricos de verdad siempre les ha gustado pasear un perfil discreto. Mostrar su querencia por los gustos sencillos, aunque debajo del abrigo escondan un forro de visón. Son esos personajes que la ficción se ha ocupado de reflejar cómo pueden permitirse disfrazarse un día con harapos para sentir la adrenalina que les produce un aparente extravío, y también para poner a prueba al prójimo. Nada tienen que ver con los millonarios ostentosos, los que antes que ser necesitan parecer, y que creen que el estatus hay que demostrarlo con distintivos que vistan su identidad borrosa y produzcan una admiración, obscena, pero admiración al fin y al cabo. De la misma forma que ser espléndido no es lo mismo que ser generoso, tener una gran fortuna no siempre equivale a tener buen gusto, ni a convertir la exquisitez en dogma de vida. Ahí está Carlos Slim, el hombre más rico del mundo, según la lista anual que Forbes acaba de publicar, que vive en un adosado con las paredes desconchadas y las marcas de las obras de arte que ha cedido a los museos, según cuentan quienes han estado en su casa. Y que sirve a sus invitados bizcochos de sus restaurantes Sanborns con plásticos en lugar de plata. Poco se puede añadir de la anónima normalidad ya casi legendaria de Amancio Ortega, el tercer millonario del top ten de fortunas actuales, con su eterna camisa Oxford y sus zapatos Castellanos, cuya mayor excentricidad conocida es la de reventar el motor de su Porsche. También figura el austero Li Ka-Shing, presidente del Holding Cheung Kong, conocido por los suyos como Superman por haber construido su emporio con sudor y sin bachillerato. Y por lucir un rudimentario reloj Seiko del cual nunca se separa. Algunos incluso se permiten ser románticos, como Warren Buffett, el oráculo de Obama, que pasó días sin comer por amor a su ex mujer. Cierto es que los filántropos concienciados como Bill Gates viven en casas que aprovechan la temperatura de la tierra, aunque haga frío. Gestos austeros que Gates combina con caprichos como exponer el Codex Leicester, un cuaderno de Leonardo Da Vinci, en su mansión. “Los negocios son mi forma de hacer arte”, manifestó Donald Trump. Puede que tuviera razón, porque de esta lista de especies protegidas lo reseñable no son las excentricidades de hastiados hombres de costumbres caras, sino el hecho de que, mientras los pobres son cada vez más pobres, las máximas fortunas del mundo han crecido 800 billones de dólares en el último año. En plena debacle de la clase media, los mercados de valores están de nuevo en auge, y el estatus de millonario alcanza techos tan inalcanzables que ni una mala camisa ni unos zapatos polvorientos pueden disimular. (La Vanguardia)

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13 de marzo de 2013
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El Boomeran(g)
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