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Tigre joven, viejo león

El recuerdo de dos memorables conciertos de piano. ¿Cómo dos pianistas pueden tocar tan admirablemente y de forma tan distinta?

Lang Lang es un joven pianista que ha irrumpido en las altas esferas de la música clásica como una tromba. Explosivo, mediático, dominador de al menos cinco idiomas, las discográficas y las salas de concierto lo han entronizado como el nuevo valor del piano que acerque la gran tradición europea del siglo XIX al público del siglo XXI.

Y además – como parte central de su leyenda, su encanto y su misterio – es chino. Nació en 1982 en la ciudad de Shenyang. Su formación se realizó en su país, que está emergiendo como semillero de violinistas, cellistas, pianistas y directores. Ninguno tomó por asalto la imaginación de occidente como Lang Lang, desde que reemplazó a último momento al prestigioso André Watts tocando el primer concierto de Tchaikovsky, lleno de brío y dificultades. Los críticos pronto destacaron su estilo explosivo, su vitalidad y brillantez, su técnica tan depurada que parecía tocar como si fuera fácil.

Parte de su embrujo tiene que ver con la forma en que a tan temprana edad ha conseguido hacerse un sólido lugar entre los pianistas occidentales. Pero otro ingrediente importante es su mirada a su país asombroso y al pasado. En sus conciertos cultiva, innova y rescata parte del milenario legado musical de China. Ha colaborado con el más importante compositor chino de la actualidad, Tan Dun, y en sus conciertos mezcla con desparpajo y éxito las obras canónicas de Beethoven, Mendelssohn o Schumann con temas tradicionales chinos.

Conocí el asombroso arte de Lang Lang en un disco de versiones de temas chinos llamado Dragon Songs (canciones del dragón), donde lo acompaña la Orquesta Sinfónica de China, dirigida por Long Yu. Era el encuentro de dos poderosas tradiciones musicales de la mano de un jovencito sin miedo ni complejos, que representaba para sus admiradores todo lo que su país tenía de pujante y sorprendente.

Busqué videos suyos en Youtube, y me encontré con dos escenas aparentemente contradictorias: en una, un Lang Lang bullicioso, pleno de una energía juvenil que lo desbordaba, jugaba con una pieza endiabladamente compleja de Rachmaninov. Si no fuera tan joven parecería pedante. Sus dedos se mueven sobre el teclado como posesos, canta, ríe, bromea con la cámara, todo al mismo tiempo.

El segundo fragmento lo muestra como alumno aplicado, sosegado, reverencial. Está recibiendo una clase del legendario pianista, director, pedagogo y humanista argentino-israelí Daniel Barenboim. Ante un público entregado, Lang Lang aprende a armar, desarmar y volver a armar una sonata de Beethoven. El joven prodigio toca las notas con una facilidad pasmosa; Barenboim le explica el drama, el peso, la lógica profunda que se esconde detrás de cada línea melódica. El famoso discípulo se muestra receptivo, humilde, y al mismo tiempo tan seguro de su arte que no teme mostrarse al público dubitativo, tanteante, novato en manos de un maestro mayor.

*          *          *

Hacía tiempo que quería ver a Lang Lang. Me surgió un viaje a Madrid para ver una ópera en el Teatro Real. La función era un sábado a la noche, y el domingo a la mañana, Lang Lang tocaba el Concierto para piano No. 2 de Chopin con la Orquesta Nacional de España.

El Auditorio Nacional de Madrid es una caja de madera, sobria y cuadrada, con buena acústica y rodeada, en esos hermosos conciertos matutinos, por ventanales que reflejan la luz de primavera y el verde de los árboles de un tranquilo barrio residencial, mientras los viejos abonados, con sus mejores y modestas galas, toman un café con cruasán y conversan en voz baja. Hay muchos jubilados, muchas parejas mayores aferradas a la música clásica como a un mundo cerrado de calma y orden para enfrentar el bullicio y el caos incomprensible de la vida moderna.

El concierto está estructurado, con originalidad y coherencia, como un díalogo entre oriente y occidente. Tras unas piezas del compositor inglés Benjamín Britten, provenientes del ballet El príncipe de las pagodas, con sonidos de gamelán indonesio y osadas armonías orientales, se retira la orquesta, unos orondos señores de traje abren un espacio en el centro del escenario, desciende un gran rectángulo – donde en la primera pieza se erguía el director Leonard Slatkin, y pocos minutos más tarde vuelve a emerger con un reluciente piano de cola Steinway.

Los señores abren ceremoniosamente la tapa del piano y la pestaña de las teclas, e instalan las sillas – casi la mitad de asientos que para Britten – alrededor del instrumento rey.

Los músicos se sientan, se abre la puerta lateral y sale una figura juvenil, con paso seguro pero cara de no estar todavía instalado del todo en la fama y la expectativa que despierta su arte. Lang Lang tiene la cabeza redonda como un muñeco feliz, los pelos negros como incrustados en el craneo, las manos huesudas y nerviosas, la espalda recta, la apostura teatral.

Se posa elegante en el taburete, dándome la espalda. Tiene, como había previsto, el primer plano de su cabeza bamboleante, su mano derecha y su espalda inquieta. Con su factura clásica, el segundo concierto de Chopin empieza con una introducción orquestal donde se presentan y comienzan a desarrollar los dos temas que protagonizarán el primer movimiento, Maestoso. La espalda del joven maestro se mueve al viento de la música, y cuando aparece, cristalino, preciso, juguetón su piano, es como pidiendo permiso para jugar también.

Me doy cuenta de lo teatral que es su forma de tocar, la manera en que se mueve nerviosa, inquieta su mano derecha sobre el pantalón mientras toca la orquesta, la forma en que su cabeza marca el ritmo y se tira para atrás en las efusiones románticas.

En el segundo movimiento, un Larghetto más dulcemente melancólico que triste o dramático, las teclas cantan con libertad, y queda claro quién sigue a quién. El veterano Slatkin, apostado en su podio detrás de la tapa abierta del piano, pega la oreja a las decisiones rítmicas de su estrella y ordena con la batuta a la orquesta que le sigan. De cualquier manera, es poco lo que tiene que decir la orquesta en este movimiento lento.

Para el final, Allegro vivace, el joven intérprete se calza el casco, se sube a la moto y arremete con un despliegue tal de velocidad y precisión que el asombro se palpa en el ambiente. Una de las claves de la diferencia que trae Lang Lang es la pulsión rítmica, que nunca pierde, ni siquiera en las más complejas elucubraciones armónicas de Chopin, que en este concierto (segundo en numeración pero el primero que compuso, en 1829, a los 19 años) todavía andaba tratando de demostrar que dominaba las técnicas compositivas del momento. Y también quería lucirse, porque, al igual que Liszt y Brahms, escribía su música para piano para tocarlo en los conciertos en los que esperaba cimentar su doble fama de ejecutante y compositor.

Llega el momento excitante de la cadenza. Se detiene la orquesta y el solista tras unos segundos de tomar aire para lanzarse a dar volteretas sin red, retoma, recrea, reinventa los temas del tercer movimiento, y juega con algunos anteriores, baja el ritmo y se pone lírico, echando la cabeza para atrás, lo acelera y se pone heroico, encorvado como si todo su cuerpo fuera el pico de un águila agresiva, para finalizar con una mirada y una sonrisa de labor cumplida al director, quien marca la última entrada de la orquesta.

No hay tiempo para saborear ese segundo en que la última nota se pierde en el silencio. El público enardecido aplaude, bate palmas con ritmo, grita bravo.

Como estoy en la primera fila, en el rincón de la izquierda, soy el único en la sala que percibe una escena pequeña, privada y reveladora. En la última fila de los violines, una joven instrumentista, rubia y frágil de tan delgada, toma el violín y el arco entre los dedos de su mano derecha y acercó la izquierda para aplaudir la interpretación del solista. Al pasar a su lado tras su última tanda de aplausos, lo mira a los ojos y le lanza un ‘bravo’ enfocado y pequeño, casi susurrado, casi como un piropo pero sin más connotación – al menos eso creo percibir – que el emocionado, sincero homenaje de un músico a otro.

*          *          *

Todavía con el asombro por el arte atlético del joven maestro, dos días más tarde trepo las empinadas escaleras de un auditorio único y absurdo. El Palau de la Música Catalana, en el corazón del área medieval barcelonesa, entre callejuelas sin luz ni veredas, es al mismo tiempo el más hermoso y el más kitsch de los auditorios.

La lámpara central como una cruza entre un vitral psicodélico en amarillos y rojos y una teta de luz. Las paredes con azulejos mareantes, recargados pero siempre originales, y al fondo del escenario, unas musas de yeso enrevesadas con banderas y escudos catalanes celebran el triunfo de la patria (Catalunya), el arte, la prosperidad económica y una época de oro (fines del siglo XIX) disfrazada de recuperación de otra época soñada (la medieval). Viniendo de las austeras paredes de madera blanca, las líneas rectas y el formalismo nórdico del Auditorio Nacional de Madrid, este palacio de celebración de la identidad imaginada de su público es el absoluto opuesto.

¿Estará el pianista de hoy también en el extremo opuesto del joven chino del domingo?

Maurizio Pollini es la personificación del gran intérprete del Viejo Mundo. Nació en 1942, a los 18 años ganó el Concurso Chopin de Varsovia. Desde entonces, ha actuado con todos los grandes directores – o tal vez mejor dicho, los grandes directores actuaron con él – y muchos de sus discos son legendarios, versiones insuperables de las grandes obras del repertorio troncal del piano clásico, de Mozart a Prokofiev.

Pero el maestro también se ha implicado mucho en tocar, promocionar y grabar obras contemporáneas, y ha ganado un público nuevo para compositores como Luigi Nono, Pierre Boulez o Karlheinz Stockhausen, que estaban arrinconados a salas alternativas e intérpretes especializados.

Mi disco preferido de Maurizio Pollini fue uno de los primeros long plays que compré. Ahora que lo pienso, Lang Lang nunca grabó un disco de 33 revoluciones por minuto, porque cuando empezó a tocar ya no existían. Con lo lindos que eran, con esas grandes tapas cuadradas, con reproducciones de pinturas o fotos de los intérpretes, esos discos de Deutsche Gramophon, la casa en la que grababa – y todavía graba – Pollini, la que ahora se ha actualizado con una nueva camada de estrellas. Entre los primeros, Lang Lang.

Son casi 30 años de escuchar discos de Pollini, de viajar con ellos, de pasar alegrías y tristezas acompañado de sus grabaciones, y por fin, al final de su ilustrísima carrera, lo voy a escuchar en vivo.

*          *          *

Desde la segunda fila del último piso del Palau de la Música, tengo que sentarme en el borde de la silla y asomarme entre las cabezas de los de adelante para ver al gran pianista, que entra lento, tranquilo y saluda con breves movimientos de cabeza el aplauso del público que atiborra la sala. Se sienta al piano y comienza sin pausa con la primera parte, todo Robert Schumann, puro espíritu romántico.

A Chopin dedicó Pollini la segunda parte del concierto. Una balada de tristeza contenida, un scherzo juguetón, un preludio de complejidad arquitectónica, cuatro mazurcas de fuerte pulsión rítmica, y, para coronarlo todo, la Gran Polonesa Brillante.

Es siempre una sensación de pureza religiosa el compartir una gran sala llena de amantes de la música donde se siente el silencio, la concentración, las respiraciones acompasadas mientras se esparce por el aire el sonido de un piano solo. A lo lejos, en el escenario despojado, el viejo artista se vuelca sobre el instrumento y contempla sus manos, como si fueran de otro, mientas los dedos pulsan las teclas con sobrenatural delicadeza.

No hay espectáculo, efecto ni búsqueda del asombro en la forma de tocar de Pollini. Suena el destilado de muchos años de frecuentar estas piezas. Los silencios me impactan, parece como si estuviera eligiendo, pensando hacia dónde ir, decidiendo un camino y descartando otros.

Al final, los segundos de tomar aire antes de lanzarse al aplauso que identifican a los públicos entregados a fondo a lo que están escuchando. Y el enrojecerse las manos aplaudiendo, y Pollini surgiendo dieciocho veces, a saludar y, en cinco ocasiones, a regalarnos una mano de bises de Chopin.

*          *          *

Salgo a la noche de luces y tráfico del centro de Barcelona y camino por Vía Laietana en dirección al metro. Es recién en la calle cuando logro juntar las percepciones de mi mañana con Lang Lang y mi noche con Pollini.

Cuando toca el joven artista chino el cuerpo me tira hacia delante y se me abre la boca de admiración y vértigo. Con el viejo maestro italiano, en cambio, el impulso es el opuesto: cerrar los ojos y tirarme para atrás, para flotar en algún espacio ingrávido del alma.

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15 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El precio del arte

La fórmula maestra para saber si una obra de arte es una obra maestra consiste en preguntar el precio. No es necesario, ni orientativo contemplar la obra de arte, admirarla o rechazarla. El arte ha perdido su propia naturaleza y ha sido sustituida por la naturaleza contable del dinero. Que el objeto supuestamente artístico nos hable o no, nos emocione o nos deje indiferente es irrelevante si el estímulo parte  de la obra en sí. Lo que posee elocuencia y capacidad de estremecimiento importante es su cotización.

Igualmente, la vieja idea de que el arte comportaba una íntima comunicación entre artista y receptor ha perdido tanto sentido  como ha ganado en cursilería puesto que la obra no habla por sí o, en ciertos casos, posee una mordaza circunstancial, dependiendo de las modas. Quien habla y cuenta es la institución del mercado. Cuenta numéricamente y  le concede tanto existencia como expresividad.

De este modo  no cabe ya hablar de artistas honestos o deshonestos, auténticos  o falaces, genios o tipos vulgares.  Todo ese mundo en que se apuntalaba el valor del arte ha  ido perdiendo sentido y sensibilidad. Lo significativo de la obra es su precio y, obviamente, tanto más cuanto más alto es.

De este modo, como suele ser habitual, las obras de arte pueden ser tratadas con el lenguaje deportivo de los records seas en  las pujas o en las estimaciones de los expertos. Son así susceptibles de componer una lista de hits puesto que pueden ser colocadas unas tras otras como en la  Liga o en la Premier. El nivel del precio es semejante a un imaginario nivel de excelencia secreta.

¿Quien tiene la clave? El mercado la tiene gradualmente  desde hace tiempo puesto que es una norma común que los cuadros de unos u otros artistas se vendan con mayor o menor tarifa según los centímetros de tela que se expendan.

Esta cuantificación que operó más o menos discretamente y en  y en atención a las medidas de lienzo, ha dado un salto hacia la visibilidad de la cantidad tanto como a la invisibilidad de la cualidad. La cuantificación ha desbordado la tradicional condición estética hasta hacerse  una estética  de lo mercantil. De este modo la idea actual de arte se enrosca en sí misma y se desprende finalmente del objeto a la manera que sucede en otros campos  del "capitalismo de ficción". El precio de la obra llega a ser tan alto que multiplica el deseo del cuadro. O bien, llega a ser un  precio tan desorbitado que alcanza a ser capaz de elevar la obra al orden de lo catastrófico o lo sobrenatural. Fuera de órbita, fuera de la razón, fuera de la estética, el arte constituye hoy la manifestación más perfecta del fin del mundo conocido. Un paso más y casi cualquier cosa es crecientemente intangible, inefable e irreal. Concretamente en el caso del arte se ha consumado el fenómeno de su disipación total  y la ocupación de su sede, supuestamente inalienable, por el proverbial anuncio de la nueva y más alta tasación. ¿Comprar buen arte? ¿Quién se atrevería a hacerlo si no el objeto no tuviera un precio de millones de euros? ¿Si no valiera tanto que desorbitara la trayectoria del valor?



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15 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La lechera y la política de la oscuridad

Es un secreto a voces. Si hasta hace poco emprendíamos rumbo desconocido, ahora ya estamos camino de ninguna parte. La hoja de ruta se ha descompuesto. Quienes pretendían encabezar la marcha y conducirla a buen puerto se han quedado sin brújula y sin mapa, mientras pretenden disimular con la ficción de que todo sigue los planes previstos. La improvisación se ha impuesto en el día a día y la ocultación cuando no la tergiversación se han convertido en los instrumentos reconocidos de Gobierno. Así es como resultan los liderazgos compartidos, fruto del adelanto electoral y de la amarga victoria de Artur Mas, que le dejó a merced de Oriol Junqueras.

Creíamos que este Gobierno se dedicaba a hacer dos cosas a la vez, ambas contradictorias, como soplar y sorber; es decir, obtener mayores márgenes de déficit y liquidez del Gobierno central para salir de la parálisis actual y, a la vez, marchar decididamente hacia la consulta soberanista. Pero con la constitución del Consejo Asesor para la Transición Nacional nos damos cuenta de que ya son tres las cosas incompatibles entre sí que quiere hacer el Gobierno: soplar, sorber y comer. Procurar por el corto plazo de las arcas maltrechas, conseguir la consulta y apresurarse a adelantar faena, es decir, preparar desde ahora el Estado independiente.

Todo es fácil para quienes se creen su propio cuento de la lechera. Conseguir una amplia mayoría parlamentaria y social para conseguir una consulta, tal como se propugna en la declaración del Parlament del 13 de marzo, que obtuvo 104 votos sobre 125 con el apoyo del PSC, les parece compatible con tirar millas para preparar el Estado independiente tal como se le ha encargado al Consell de la Transició Nacional. Lo mismo sucede con la declaración de soberanía del 23 de enero, 85 votos a favor, con el PSC en contra, y que se sitúa en la campaña en favor de la independencia y no en la celebración de la consulta.

Para la lechera se trata de matices sin importancia. Es lo mismo que sucede con el diálogo entre Madrid y Barcelona. Lo hemos pedido desde el primer día, se defiende la lechera. Sí, pero con líneas rojas bien claras, para que nadie se engañe sobre la mala voluntad española, aclaran los socios de Esquerra. No son matices, mal le pese a la cándida lechera soberanista, sino que forman parte del incomprensible debate sobre el sexo de los ángeles a que se somete a la opinión catalana, acompañado de duchas turcas: hoy tendemos puentes, ahora se han roto y a las pocas horas volvemos a negociar, todo en la más absoluta penumbra informativa, sin explicaciones nítidas y con abundante ración retórica y sentimental.

El estado de emergencia, enunciado por el propio presidente, debería obligar a una tregua, al menos en la palabrería y en la gestualidad; sobre todo, para concentrar los esfuerzos en la salida del estado catatónico de las finanzas catalanas. Las declaraciones de Alicia Sánchez Camacho, aun sin llegar a la heroicidad de soñar en un voto diferenciado en Madrid sobre la fiscalidad catalana, dibujan el consenso social y político más amplio posible sobre la necesidad de un acuerdo fiscal este mismo 2013, cumpliendo el calendario legal de renegociación. Para la lechera soberanista esto es alta traición. Hay que seguir la hoja de ruta sin faltar ni a una sola cita, aunque al día siguiente cada gesto tartarinesco venga desmentido por los hechos y por las negociaciones en la penumbra.

Acaba de pasar por Barcelona Stéphane Dion, el político quebequés y canadiense que inventó la política de la claridad, al que no quieren escuchar ni unos ni otros porque apoya, de un lado el derecho a decidir, pero del otro argumenta con suficiente solvencia que la separación es una desgracia irreversible. Aquí, en Barcelona y en Madrid, se lleva la política de la confusión y de la oscuridad. Confusión entre las necesidades inmediatas y los objetivos a medio y a largo plazo, que lleva a la pirueta circense de hacer a la vez tres cosas incompatibles. Oscuridad en la argumentación y en la negociación, fruto del oscurantismo de unos y de la ceguera voluntaria de los de más allá. La lechera, mientras tanto, sigue soñando, antes de darse de bruces con el suelo.



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15 de abril de 2013
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¿Quién está en el jurado?

Qué relación mantenemos los seres humanos con la autoridad cuando, a día de hoy, tan a menudo se acusa su desprestigio? Falta de autoridad moral, política, intelectual, se dice, en un juicio apresurado acerca de la precariedad de mentores en un tiempo confuso. Pero en cambio, ¿por qué proliferan los jurados en todos los formatos, como si el verdadero valor no fuera el de aquello que se juzga sino el de los nombres de quienes los forman? Se trata de un fenómeno en pleno auge y más cuando el prestigio es un valor mutante que se ampara más en lo formal que en lo real. No importa tanto que los improvisados jueces sean los más preparados, ni siquiera los que se respaldan en el rigor y la experiencia, sino aquellos que gritan más o ríen mejor. Sólo los que barren en empatía, los malhumorados, o las personalidades histriónicas valen. La telegenia -y la esclavitud del share, el minuto de oro- lo domina todo en aras de la espectacularización. No basta con hacer una buena serie, un buen libro o un buen programa de televisión si no se logra levantar polvareda. Incluso hablar de buen gusto parece anacrónico, porque urge vincular cualquier contenido a un ruido mediático que, en la nueva cultura del patrocinio, pueda permitir la viabilidad de un proyecto. Hasta el extremo de que en el mercado del arte, por ejemplo, importan más las referencias y jerarquías que el valor artístico. Y en el campo periodístico, apenas se habla de cabeceras sino de marcas. En el manual del buen consumista todo se convierte en producto, y todo es susceptible de ser valorado y reevaluado, incluso aquellos maestros que antaño eran intocables. Tal vez haya caído en picado el estatus de quienes antaño ejercían la crítica como auténticos demiurgos preparados para desentrañar el valor de una obra a causa del descreimiento generalizado hacía los gurús. Tanto es así, que la gente se pirra por ejercer de jurado como forma selectiva de ver reconocido su ascendente. En esos programas en los que se vota a quien mejor salta desde un trampolín o a quien cocina con más habilidad un rodaballo ocurre algo significativo: no se reconoce la excelencia desde la excelencia, es decir, no es el mejor -desde la autoridad- quien escoge al mejor aspirante. Gana el que mejor vende; el más viral, que será youtubeado y tuiteado. Parte de los lamentos nostálgicos ante la banalización de la cultura se inscribe en la ausencia de cánones. Algunos creen que, en parte, este hecho se debe al exceso de información -infoxicación le llaman- y a la ausencia de filtros efectivos que discriminen lo realmente bueno de lo mediocre. Sólo así se puede entender esta proliferación de jurados de feria que se invisten de una potestad impostada para simular que, en verdad, alguien se preocupa del talento cuando lo único que importa es el ruido. (La Vanguardia)

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15 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La baronesa y el actor

A Carlos Fuentes le encantaba contar esta anécdota: en la cena de gala posterior a la ceremonia en la cual se convirtió en presidente de Francia, a François Mitterrand, siempre orgulloso de sus devaneos literarios, se le ocurrió sentar lado al lado a Margaret Tatcher y Gabriel García Márquez. Con su peinado de escultura futurista, la primera ministra se acodó hacia su compañero de mesa y le preguntó con una cortesía tan fría como ensayada: "Disculpe, ¿y usted a qué se dedica?" A lo que el Premio Nobel respondió con su campechanería habitual: "Yo escribo. ¿Y usted?"

            Más allá del chascarrillo, la respuesta de la primera ministra bien podría haber sido: "A luchar contra el comunismo y a liberar a los mercados". Una actividad como cualquier otra, de no ser porque su tesón ideológico, sumado a su complicidad con Ronald Reagan -sumada a la del papa Juan Pablo II-, terminaría por sellar de manera indeleble el rumbo del planeta desde entonces. Durante más de una década estos paladines del conservadurismo, provenientes de entornos antitéticos -la baja burguesía británica, los entretelones de Hollywood-, sumaron sus energías en una batalla común: acabar con el Imperio Soviético y reducir el Estado a su mínima expresión.

            No hay más remedio que reconocer su triunfo en ambos casos. Si bien el desmembramiento de la URSS respondió más a una descomposición interna, acelerada por el reformismo de Mijaíl Gorbachov, resulta innegable que la alianza de la futura baronesa y el actor jubilado contribuyó a crear condiciones propicias para su debacle. Por otra parte, aún arrastramos las consecuencias de su vocación neoliberal. Inspirados en las ideas de Friedrich Hayek y Milton Friedman (bajo la consigna de que "el Estado no es la solución, es el problema"), Tatcher y Reagan no dudaron en emprender una auténtica cruzada, dentro y fuera de sus fronteras, para minar la legitimidad de cualquier intervención estatal en la economía. Si bien es cierto que durante los años setenta los gobiernos se habían convertido en entidades obesas y atrofiadas, ellos no sólo buscaron adelgazarlos, sino entregarle todo su poder a la iniciativa privada y en particular a los grandes conglomerados.

            A fuerza de privatizaciones y desregulación, en unos años Margareth Tatcher entregó a distintas empresas privadas el control de numerosos servicios públicos, al tiempo que desmantelaba el eficaz sistema sanitario británico, a la par que Reagan reducía aún más el de por sí ajustado presupuesto social de Estados Unidos, aumentaba exponencialmente el gasto militar y ponía en marcha el faraónico escudo antimisiles que en su opinión terminaría por conducir a la economía soviética a la ruina. Tras probar la estrategia en sus países -aplicando numerosas excepciones a su ortodoxia, como ha señalado Joseph Stiglitz-, Tatcher y Reagan no dudaron en imponer medidas aún más draconianas a las naciones periféricas, obligándolas a aceptar esos planes de choque cuya lógica Naomi Klein ha asociado con la de los golpes militares.

            Las consecuencias de su dogmatismo -y de sus relaciones con el gran capital- no tardaron en observarse: una drástica merma en la calidad de los servicios públicos, que en muchos casos tuvieron que regresar a manos del Estado ante la incapacidad de los particulares de volverlos rentables; el enriquecimiento súbito de unos cuantos hombres de negocios  -los "auténticos hombres libres" de Ayn Rand, otra gurú de la época- y el ensanchamiento nunca visto de los índices de desigualdad en todos los lugares en los que se aplicaron sus recetas.

            La insólita caída del Muro de Berlín en 1989 -acontecida ya durante la presidencia del primer George Bush- y la implosión de la Unión Soviética poco después, parecieron confirmar todos los presagios de estos dos líderes, elevados a figuras tutelares del capitalismo salvaje puesto en marcha a partir de los noventa. Aunque Tatcher pronto sería apartada del poder por los mismos líderes conservadores que antes la entronizaron, y el demócrata Clinton impediría la reelección de Bush, la influencia de la baronesa y el actor se mantendría a lo largo de los siguientes lustros, y en buena medida la vertiginosa desregulación financiera que propició la crisis de 2008 puede ser achacada a los principios que tanto defendieron.

            El reciente fallecimiento de la Dama de Hierro, sumada a la desaparición de Reagan y Wojtila, cierra de una vez por todas una era marcada a fuego por sus batallas ideológicas y sus odios ancestrales. En sus obituarios oficiales u oficiosos, sus admiradores no han dejado de aplaudir su "compromiso con la libertad", pero por desgracia la libertad que ellos persiguieron con denuedo, en la mayor parte de los casos, no fue otra que esa libertad económica sin trabas que, fundamentada en la codicia y despreciando la solidaridad, nos ha conducido a una de las mayores recesiones de la historia. 

             

Twitter: @jvolpi

 



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14 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Crisis de régimen

¿Hasta dónde está llegando la crisis? ¿Es ya una crisis de régimen? La crisis social ya está aquí y arrastra la crisis política, que se traduce por de pronto en el ascenso de nuevas fuerzas, frecuentemente más extremistas y populistas, y a medio plazo en propuestas de cambios drásticos en las reglas de juego.

Estas son preguntas y observaciones que empiezan a tener sentido en un buen puñado de países en los que se acumulan los ingredientes para una explosión social e incluso política: desempleo insoportable, recortes salariales, pérdida de derechos sociales, pobreza creciente, escándalos de corrupción e incapacidad de partidos y Gobiernos para ofrecer un mínimo horizonte. A la vez, entra en quiebra el sistema de participación de unas democracias disfuncionales en las que los ciudadanos no cuentan en las decisiones que más les afectan. Es una ironía, amarga aunque estimulante, que desde Cataluña se reivindique el derecho a decidir en el preciso momento en que nada pueden decidir los ciudadanos europeos sobre cualquier cosa que les concierna.

La crisis desborda a cada uno de los países y es europea. Así la identifica el ministro francés Arnaud de Montebourg en unas declaraciones a Le Monde: ?Si hay crisis de régimen es en el ámbito de la Unión Europea, donde no hay debate democrático alguno sobre las causas y las consecuencias de esta política de austeridad que nos está arrastrando a una espiral recesiva?. Su idea de crisis vale también para su país, donde el presidente Hollande, su Gobierno y la oposición conservadora se hallan bajo mínimos, y solo el Frente Nacional se relame los labios ante el estado de confusión de la opinión pública: ?Hay crisis de régimen cuando el sistema institucional es incapaz de responder a la pérdida de confianza?.

Si también Francia entrara en una crisis de su actual régimen político, Montebourg tiene la fórmula de sustitución, en la que el presidente se limitaría a ejercer como árbitro, como en Italia o Portugal, y se pasaría del actual presidencialismo a una democracia parlamentaria. Montebourg encabeza desde 2001 un grupo de reflexión denominado Convención para la VI República, pero de momento solo se fija en la austeridad europea y rechaza en cambio que Francia se enfrente a una crisis de régimen: ?No estamos todavía en esta situación, porque las decisiones que el Gobierno va a tomar servirán para restablecer la confianza?. Nada distinto a lo que dice Mariano Rajoy, aunque al presidente español ni siquiera le pasan por la cabeza ideas de cambio de régimen. Lo peor de este tipo de cambios es que no esperan a los dubitativos ni a los perezosos. Si nadie se atreve a conducir las transformaciones políticas por las buenas de un reformismo sensato, con sus pactos y sus consensos renovados, suelen llegar igualmente, aunque por las bravas del rupturismo y del estropicio institucional.



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13 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Segundas oportunidades: Alice Sheldon/James Tiptree Jr., entre la ciencia ficción y el feminismo

El 19 de mayo de 1987 Alice Sheldon mató a su marido y luego se suicidó. Se los encontró en una cama, con una nota escrita muchos años antes en las que se mencionaba un pacto suicida. A pesar de que Sheldon sufría de depresión clínica y su esposo estaba muy enfermo y casi ciego, nadie habría pronosticado ese final; Sheldon había comenzado a publicar cuentos de ciencia ficción en 1967 bajo el seudónimo de James Tiptree Jr. y en poco tiempo era uno de los nombres de la gloriosa new wave de los sesenta.

El seudónimo de esta escritora nacida en Chicago en 1915 era necesario a fines de los sesenta para que una mujer pudiera ingresar en el exclusivo mundo masculino de la ciencia ficción. Algunos de sus cuentos son obviamente feministas -"Las mujeres que los hombres no ven", por ejemplo--, pero aun así no hubo muchas sospechas acerca de su verdadera identidad sexual. Sólo un hombre, decían, podía escribir cuentos tan empapados de ciencia dura como "La solución para las moscas", con un pesimismo cósmico marcado por la fuerza determinista de la biología. Además, ¿acaso un hombre no podía defender la causa de las mujeres?

Paradójicamente, los cuentos feministas no han envejecido tan bien como los otros. "El último vuelo del doctor Ain" es un tour de force que anticipa nuestras obsesiones contemporáneas con virus letales, y "Amor es el plan, el plan es la muerte" puede darse el lujo de ser uno de los pocos cuentos narrados por un extraterrestre y sin seres humanos como personajes. Estos dos cuentos muestran las virtudes estilísticas de Tiptree: experimentaba con el punto de vista (se animaba a meterse en la cabeza de criaturas muy extrañas) y jugaba con la estructura temporal.

En español hay poco de Tiptree Jr.: la antología A diez mil años luz (Ajec, 2009), y con suerte, en una librería de viejo, Mundos cálidos y otros (Edhasa, 1985). También se puede encontrar Alice B. Sheldon (Circe, 2007), la biografía que Julie Phillips escribió de esta complejísima escritora.

(El País, 5 de abril 2013) 

  

 



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12 de abril de 2013
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IV. Democracia versus populismo

Un primer balance razonable nos debería convencer de que, pese a todos sus tropiezos, y a veces retrocesos, la democracia es en Centroamérica una obra en marcha, que se sigue por el sistema de prueba y error en el que, al menos eso deseamos, la cantidad de yerros vaya siendo cada vez menor que el de los aciertos. Los ciudadanos, mientras más ciudadanos sean, elegirán cada vez mejor. Y mientras más educados sean, elegirán aún mucho mejor. Siempre que no se les impida. Y para que el voto sea confiable y efectivo, los órganos electorales deben ser ejemplarmente transparentes, e independientes.
La democracia tiene que enfrentar amenazas, y algunas de ellas son mutables. Cambian de rostro, y de ropaje. Hoy escuchamos hablar de proyectos políticos de nuevo socialismo, que, precisamente porque en su concepción populista marginan la participación pluralista de la sociedad, se convierten en proyectos antidemocráticos. Éstas son más bien utopías regresivas, porque, por desgracia, la ambición de controlar a la sociedad desde el poder es de vieja data en el continente americano, y no nos dice nada nuevo.
Un gobierno populista crea satisfacciones paliativas en la población que se transforman en apoyo electoral, pero al costo de degradar la dignidad de los electores con donaciones, subsidios y regalías. Pero estas políticas ni resuelven el problema de la democracia, que más bien debilitan, ni resuelven el problema del desarrollo económico sostenible. Es lo que ocurre en Nicaragua.
Democracia, seguridad ciudadana, libre expresión del pensamiento, equidad social, justicia económica. Fortaleza de las instituciones, transparencia de la gestión pública. Educación de calidad como palanca imprescindible del desarrollo. La pregunta real es si un gobierno autoritario, sea duro o moderado, puede asegurar hacia el futuro esta convergencia de fortalezas de la democracia, o más bien la destruye. La historia de América Latina puede ser vista también como un museo, donde estos proyectos mesiánicos y mentirosos se apolillan en sus sarcófagos.

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12 de abril de 2013
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La comedia de enredos más triste del mundo: Mozart ‘oscurecido’ por Michael Haneke

En principio, parecía un encargo imposible: juntar la que habitualmente se presenta como la ópera más divertida de Wolfgang Amadeus Mozart con el director de algunas de las películas más deprimentes, más inquietantes de la última década.

Così fan tutte es la última obra de la extraordinaria trilogía que Mozart compuso sobre libretos del cura libertino (una combinación muy del siglo XVIII) Lorenzo da Ponte. Después de Las bodas de Fígaro y Don Giovanni, da Ponte le propuso a Mozart una comedia de enredos de tema exquisitamente amoral: dos soldados comprometidos con dos hermosas hermanas, están tan seguros de la fidelidad de sus chicas que aceptan el juego perverso del viejo tutor Don Alfonso: disfrazarse de albaneses y tratar de seducir cada uno a la novia del otro. Para lograr su propósito, el maestro de amoralidad se alía con la criada de las chicas, Despina, una adolescente práctica y precoz en cuestiones de sexo.

Pocas horas pasan desde que los soldados marchan a la guerra (otro engaño de Don Alfonso), cuando las novias ya están dispuestas a divertirse con los visitantes albaneses. En el momento en que firman los contratos de matrimonio (que hace 200 años era sinónimo de poder irse a la cama con sus nuevos amantes), suena la marcha militar que había despedido a los soldados. Los jóvenes quieren castigar a sus casquivanas prometidas, pero Don Alfonso canta con filosofía que no vale la pena enojarse porque “así hacen todas” (così fan tutte). Al final, se vuelven a formar las parejas originales. Todos aprendieron la lección y Don Alfonso ganó su apuesta.

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¿A quién se le podía ocurrir encargarle la puesta en escena de esta comedia rococó al director de la espeluznante La pianista, una película sobre la autodestrucción de una mujer torturada por su psiquis y por una madre perversa? ¿O al director de La cinta blanca, un oscuro relato de la maldad de los niños en el universo asfixiante de un pueblo feudal en la Alemania de hace cien años? Eso por no hablar de la última y más exitosa película de Michael Haneke, Amour, el angustioso final de una pareja de ancianos destruidos por la senilidad. 

Pero el director artístico del Teatro Real de Madrid, el belga Gerard Mortier, ya había emparejado a Haneke con el lado oscuro de Mozart. Cuando era director artístico de la Opera de París le había encargado un sorprendente Don Giovanni.  Sin embargo, ese encargo era más lógico: la historia del burlador de Sevilla, un libertino que mata al padre de una de sus efímeras conquistas, desafía a Dios y se quema en el infierno, tiene su costado oscuro mucho más a flor de piel.

¿Qué haría Haneke con esta comedia? Confieso que no esperaba mucho: en general, la idea de poner a directores de cine famosos a dirigir la parte teatral de las óperas es algo que proliferó en la España de los años del despilfarro. En el Palau de les Arts de Valencia Carlos Saura dirigió una Carmen deslavazada, pese a contar con cantantes de ensueño, el chino Chen Kaige perpetró una Turandot de péplum y Werner Herzog metió una imagen del edificio de Calatrava en su sonrojante final de Parsifal. Estas aventuras suelen fracasar por falta total de afinidad con el género. Una ópera es algo muy distinto de una película.

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Pero Haneke me sorprendió: es un artista de una cultura tremenda, conocedor a fondo de la música clásica, y estaba dispuesto a poner su sello, incluso si en algunos momentos su visión iba en contra de lo que habían querido decir Mozart y Da Ponte.

Para armar una fábula tristísima del desamor, lo primero que hizo el director fue vestir a los personajes como jóvenes burgueses actuales, cultos y aburridos. En las escenas de seducción, los soldados no llevan disfraz: son ellos mismos. Quieren jugar a ligar con sus parejas reales.

Entonces son ellas las que deciden cambiar, ser cada una seducida por el novio de su hermana. Ellas terminan siendo las seductoras, las que juegan, las que engañan, las que dan una lección a sus chicos aburridos.

Pero el elemento que cambia por completo esta comedia genial de Mozart y la convierte en una tragedia sofisticada de Haneke es el papel que juegan Don Alfonso y sobre todo Despina, que en las habituales producciones de la ópera se limitan a organizar el juego de enredos. Ella ya no es una sirvienta pizpireta que ayuda al viejo Don Alfonso en su plan. Es un personaje al borde del llanto o de la violencia, que está en escena desde el principio, viéndolo todo con amargura, sufriendo el seguro desenlace que es el triunfo de la hipocresía y la banalidad del sexo.

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La lección de Don Alfonso es que el amor romántico no existe, y cuando surge – las dos chicas se enamoran y sufren por sus nuevas conquistas – tiene que ser barrido, desterrado por las convenciones sociales.

Esta Despina es la pareja de Don Alfonso (eso no está en el libreto). Él es muy rico, la tiene amarrada en una perversa red de dinero y falsa felicidad, y no soporta ver a sus amigos enamorados.

Don Alfonso necesita demostrar que el amor es solo lo que él tiene y quiere: comprar a una jovencita, someterla a su poder. Despina llora, se enfurece, abofetea a Don Alfonso, soporta su beso violento (tampoco está, por supuesto, en el libreto), y su mirada desgarrada transforma la comedia mozartiana en otra cosa.

Los seis cantantes son soberbios actores, bellos y creíbles. Como marionetas en manos de Haneke, hacen que esta ópera de hace 200 años vuelva a la vida convertida en una historia actual, profunda, tristísima. 

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11 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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99. Edipo como primer psicópata de la Historia. Medusa.

(Pour Patricio Pron, mes régrets et meilleurs souhaits)

 

Edipo, el aciago rey de Tebas, ha sido visto como el prototipo de hombre que decide buscar sabiduría y anagnórisis (el reconocimiento o saber de sí) a cualquier precio. Edipo persigue la verdad aunque le lleve a un destino funesto, en un papel análogo al filósofo. Su tragedia, según Arturo Leyte, tiene como argumento principal “el descubrimiento de que el saber conduce inexorablemente al fracaso”. La filosofía tiene un papel claro en la obra, pues Edipo usa técnicas lógicas de Parménides en sus diálogos (Mario Mayén). La reciente y notable edición de La Oficina (2013) incluye la versión “moderna” de Hölderlin, la griega original y las traducciones al español de ambas, amén de la versión cinematográfica (infiel y por ello eficaz) de Pasolini. Fue viendo ésta cuando se me ocurrió otra versión del mito, que como explica Rodríguez Adrados en su monumental El río de la literatura (Ariel, 2013), puede verse como “novela policíaca”. Imagino que para un coloniense como Sófocles era complicado asumir el mal absoluto y prefería hacer al destino y los oráculos causantes de cinco muertes y un incesto. Si pensamos en Edipo como un psicópata que elimina a varias personas (Layo, su padre, entre ellas) porque en un cruce de caminos matan a su caballo, y que luego toma sin reparos a su propia madre, entendemos que la ficción trágica podría ser un método para explicar lo inexplicable, para situar comprensiblemente una aberración ante los ojos del espectador griego. Según los traductores, los días finales de Edipo, ciego y desterrado en Colono, son como la vida del condenado en el corredor de la muerte. Aunque Edipo Rey no utiliza la catarsis del modo habitual, este fin postergado de Sófocles tranquiliza, de algún modo, al espectador. // Prohaska, el protagonista de Medusa (2012), la última novela de Ricardo Menéndez Salmón, comparte varias cosas con Edipo. La primera es que también “creció (…) con el lastre mitológico del padre desconocido”; la segunda es que un hijo del terror, alguien superado por las brutales circunstancias de su entorno. La tercera es que puede ser, en cierta forma, un sociópata que asiste impasible a un genocidio registrándolo sin hacer nada para evitarlo. La cuarta es que ambos cambian su vida tras ver morir a sus esposas, y la quinta es que ambos se quejan de la crueldad de los dioses (las memorias de Prohaska se titulan Al dictado de un dios cruel). Sus actos son similares: Edipo recurre a todos los medios posibles para informarse de los hechos, sean testigos o adivinaciones (el oráculo pítico sería el Internet de la Grecia clásica, pues permite ver la verdad a distancia); Prohaska utiliza la fotografía, la pintura y el cine. Pero hay una diferencia esencial: si Edipo se saca los ojos tras la muerte de Yocasta, Prohaska es todo ojos, registra obsesivamente lo terrible que acontece, sin dejar rastro de sí. Ambos pueden ser, según los observemos, víctimas o verdugos. El talento de sus creadores reside en explicar esa ambigüedad sin resolverla.

 



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11 de abril de 2013
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