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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Hemingway lee: awesomepeoplereading: Hemingway…

Hemingway lee: awesomepeoplereading:

Hemingway reads. theparisreview:

More than two thousand papers and other materials from Ernest Hemingway?s Havana estate, Finca Vigia, are being transferred to the Library of Congress. These will include passports showing Hemingway?s travels and letters commenting on such works as ?The Old Man and the Sea.?For more of this morning?s roundup, click here.



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6 de mayo de 2013
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Sobre lo insoportable

Me parece extraordinario que el jefe de un partido europeo con ambiciones de gobierno dijera que él era "un anticapitalista radical". Al principio, cuando me lo comentaron, no podía creerlo. Luego lo comprobé en Internet, aunque no es el mejor lugar para adquirir seguridades. En efecto, al parecer Rubalcaba dijo ser un anticapitalista radical, como Kim Il Sung, pero luego matizó que se refería "al capitalismo especulativo". Y eso acabó de hundirme en el desconcierto porque no creo yo que por el momento haya otro capitalismo que el especulativo. De modo que, o bien Rubalcaba no sabe lo que quiere decir la palabra "capitalismo", o bien pertenece a una etapa arcaica del capitalismo, digamos que a la fisiocracia, y sigue creyendo que la riqueza son las fincas rústicas.

No mucho más tarde hube de constatar nuevamente por Internet otra frase del futuro presidente socialista de España. Esta vez había dicho que para acabar con el dinero negro "habría que prohibir los billetes de 500 euros". Pregunté por aquí y por allá y todo el mundo aseveró que en efecto Rubalcaba había soltado esta frase, aunque nadie, ni siquiera sus más leales partidarios, entendía el sentido. ¿Habría que ir recogiéndolos de uno en uno y casa por casa? ¿O simplemente se anulaban por decreto en el continente? Una vez más, ¿qué cree Rubalcaba que es el dinero? ¿Una "cosa"? ¿Algo que se limpia con detergente y que se pone encima del piano? ¿Algo que se saca a pasear o se guarda en un armario?

Tras esta segunda declaración de Rubalcaba comprendí que, o bien el PSOE está persuadido de que sus posibles votantes son lelos, o bien estamos ya ante la candidatura de un Beppe Grillo a la española, o sea, a lo Paco Martínez Soria, lo cual, sin duda, puede traer mucho rendimiento en las próximas elecciones, pero entonces quizás el PSOE debería presentar a Leire Pajín, que hace mejor de característica. El PSOE cree que va a ganar algún voto entre la juventud soltando bravuconadas de patio de colegio, pero solo consigue ir perdiendo a los que ya llegaron a la edad de la razón.

No obstante, el goteo de chifladuras que vienen teniendo lugar en los últimos meses está a punto de convertirse en una plaga. Todo empezó cuando el presidente de los catalanes, Artur Mas, dijo que convocaba elecciones para conseguir una mayoría aplastante, brutal, terminante, heroica. Algo que permitiera poner a Cataluña en el concierto de las más grandes naciones con equipo de fútbol. Tras comprobar que había perdido un montón de escaños y que los resultados eran un desastre, saludó al público barretina en mano y se felicitó del éxito obtenido por el chiste. Fue como si a partir de ese momento la política española se entregara a la Banda del Empastre.

Con una izquierda perfectamente lobotomizada y una derecha que solo vive para conservar los privilegios de los cientos de miles de parásitos que impiden cualquier acción eficaz de la Administración, especialmente en el terreno de las grandes compañías, quedaba la posibilidad de tirarse al monte, pero tampoco. La extrema izquierda se divide entre los que imitan el modelo argentino y venezolano, lo cual es elegir una ejemplaridad política perfectamente hidrocefálica, y los que defienden el derecho de los alcaldes a robar en supermercados y están dejando Andalucía en los huesos. Elegir entre Verstrynge y el alcalde de Marinaleda no es tarea fácil ni siquiera para la prensa deportiva.

Para mejorar y clarificar esta situación los medios de comunicación han asumido como propias las majaderías de un partido o de otro. Para defenderse, los lectores, si pueden, se refugian en la patafísica, o sea en una señora que se filmó a sí misma en agitada masturbación y fue defendida por las derechas e izquierdas apelando al "derecho a la intimidad". No recuerdo yo que apelaran tanto a ese derecho cuando se difundió otro vídeo, el de un probo director de diario, más imaginativo y menos pornográfico que el de la concejala. Tampoco he observado que apelen al derecho de los votantes a que sus elegidos no sean tan memos como para filmarse a sí mismos haciendo el ridículo.

Sigue siendo entretenido observar cómo unos y otros se llaman constantemente "fascistas" y "nazis", solo para que el insultado aparezca en TV sollozando por los judíos. "¡Ah, qué sacrilegio! ¡Comparar con los genocidas alemanes a unos energúmenos que asaltan viviendas privadas!". La izquierda, siempre tan compasiva con los judíos, mientras no vivan en Israel. O bien, por el otro lado, "¡Ah, qué sacrilegio! ¡Comparar a unos dignos parlamentarios españoles que salen a dos millones de pesetas mensuales, con los criminales y asesinos del común!". Como dice el refrán, "lo cortés no quita lo donoso", de manera que cabe perfectamente que sean lo uno y lo otro todos juntos, pero no por las razones que aducen, sino por la torpeza y sumisión que manifiestan ante sus jefes, que es lo que caracteriza a los partidos totalitarios.

De modo que hemos tocado fondo. Algo lo hacía suponer cuando el Gobierno decidió que entre los recortes imprescindibles estaba también el que deja sin piernas a eso que suele llamarse "cultura" y que es justamente lo que les falta a los políticos en general y lo único que debería cuidarse en este país que, como todo el mundo sabe, ha sido domesticado, pero no civilizado. ¿Qué importancia pueden tener las escuelas, la universidad, los museos, la lectura, el cine, las bibliotecas o la ciencia para una gente que se pasa el día insultando a los del bando contrario y manteniendo bien calentito el sillón? Nuestro presidente lo dejó cegadoramente claro cuando le regaló al Papa actual, el señor Francisco, una camiseta del equipo de fútbol español. Es verdad que también le regaló un facsímil (otro, en el Vaticano ya no caben), pero era para disimular.

 No puede caber mejor confesión de intensidad anímica y comprensión de los misterios de la fe. La altura alcanzada por el Gobierno español en materia espiritual quedó simbolizada con espléndida nobleza en aquella imagen del señor Francisco mirando perplejo la camiseta roja como si fuera un ornitorrinco. No vale ni siquiera la excusa de que el señor Francisco es argentino y ahora la política argentina dicta nuestro comportamiento. No. Ese regalo es lo más colosal que ha recibido papa alguno y recuerda a la estatua de Don Quijote que el rey Juan Carlos entregó a los astronautas norteamericanos para que lo llevaran consigo en el cohete. En este último caso, por fortuna, la idea no era suya.

Ante semejante estado de cosas, posiblemente lo mejor sea aguantar los dos años que quedan para las elecciones mirando vídeos de políticos españoles masturbándose y en las próximas elecciones dar nuestro voto, sea a Rosa Díez, sea a Ciutadans si uno tiene la manía de vivir en Cataluña. No porque vayan a sacarnos de este manicomio, sino para observar si el asunto es congénito y también ellos hacen lo mismo.

La así llamada "crisis económica" ha servido para convencernos de que nuestra clase dirigente no solo es incapaz de resolver problemas monstruosos como el del paro, sino que también es incapaz de resolver un crucigrama un poco grande. Evidentemente, ya estoy oyendo a unos cuantos políticos, muchos de ellos amigos míos, que se quejan de esta generalización arbitraria (¿y facha?). De acuerdo, este artículo es injusto con muchos políticos. Juro conocer a más de una docena perfectamente honrada, trabajadora y con una verdadera necesidad de sacar a este país del atolladero.

Pues para ellos y con ellos también escribo este exagerado artículo, porque si quieren mantener la dignidad que aún les reconocemos, no pueden dejar pasar más payasadas. Creo que la ciudadanía ya ha soportado bastante. No basta con comentarlo en reuniones y en privado. La próxima vez que un jefe suyo, o un cargo público de su partido, haga el ganso, por favor, pónganse ustedes en pie y díganselo a sus electores, júrenles que no van a votar a ese mamarracho. Recuerden que más vale una vez rojo que ciento amarillo.

 

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6 de mayo de 2013
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El lado no-francés de Tarantino

Están hablando en Los Angeles un escritor de guiones de cine, Marty, y su amigo Billy, un actor sin trabajo que sobrevive robando perros por los que después cobra la recompensa, y se discute una escena del film en preparación: "¿No hay tiroteo?", dice Billy. "¿Es que vamos a hacer una película francesa?". Se trata de uno de los mejores chistes de ‘Siete psicópatas', la producción británica con grandes estrellas internacionales (Colin Farell, Woody Harrelson, Olga Kurylenko) escrita y dirigida por Martin McDonagh, aunque, como resulta evidente, el efecto cómico falsifique la verdad; las leyes de la retórica y de la ficción lo permiten, desde los griegos. Hay un cine francés policiaco muy violento, del que serían muestras antiguas y recientes los excelentes ‘polars' de Jean-Pierre Melville, ‘El carnicero' de Claude Chabrol, ‘Ley 627' de Bertrand Tavernier, casi todas las que interpreta Jean Reno y el penúltimo y muy vigoroso ‘thriller' carcelario de Jacques Audiard, ‘Un profeta'.
El cine francés arrastra una leyenda de estatismo, de discursismo, de lentitud y falta de acción en los movimientos de cámara y de actores, que algunos de sus grandes directores (Bresson, Rivette, el primer Resnais) favorecieron, desde luego, mientras que otros no menos grandes, Godard, Truffaut, Carax, supieron combinar con la trepidación, con el estilo libre indirecto, con la velocidad del relato. Es una paradoja, aceptada por ambas partes sin rechistar, que el gran apóstol actual del cine americano de explotación visual de la violencia, Quentin Tarantino, procede de Godard, al que homenajea de manera constante desde sus comienzos. Recuerdo una polémica de los años 1960 a propósito de ‘A bout de souffle' (‘Al final de la escapada'), obra fundacional de una cierta tendencia del cine moderno. Las revistas de izquierda de la época (Positif, Nuestro Cine, Cinema Nuevo) decían que la película de Godard era una apología de la delación, y esa supuesta inmoralidad ideológica, en tiempos de la guerra de Argelia, la condenaba a ser reaccionaria y fascistoide. Hoy el anatema moral de los bienpensantes se dirige a Tarantino y los ‘tarantinianos', quienes, haciendo un cine de exquisito refinamiento formal y altura literaria en sus diálogos, enaltecerían el mal y la agresividad, al revestir sus brutales escenas de asesinato y tortura física de gran arte y hasta de humor (véase en ‘Django desencadenado' el episodio del Klu Klux Klan y la matanza final). Otros, en las antípodas, claman por la autonomía de la imaginación artística, que no puede estar sujeta al patrón de lo ejemplarizante y lo formativo.
El debate ha resurgido ante el último Tarantino y podría continuar con ‘Siete psicópatas' si el film de McDonagh no fuese tan fallido, resultando a la postre un ejercicio para minorías curadas de espanto ante la sinfonía de sangre, mutilaciones y evisceraciones que acompaña su trillada historia. Y es una lástima. Me gustó mucho su anterior y primera película ‘In Bruges' (aquí llamada ‘Escondidos en Brujas'), una ocurrente variación sobre la confluencia entre el turismo y el crimen, en la que el molde teatral de quien es uno de los más destacados dramaturgos de la actual escena irlandesa se adaptaba elocuentemente a un relato de asesinos filosóficos; había algún influjo de Mamet, y algo ‘shakesperiano' en el excelente final de exterminio ‘gore' en la plaza central ‘brujense'. ‘Siete psicópatas', pese a contar en su reparto con Christopher Walken y Tom Waits (que, por desgracia, no canta; sólo hace llamadas telefónicas), produce ese hastío de las aberraciones ilimitadas que echa para atrás a tantos posibles lectores del Marqués de Sade. Con la diferencia de que Sade quería arrasar las costumbres e imponer un nuevo orden social, y McDonagh, con sus guiños no sólo a Tarantino sino a Robert Rodríguez y David Lynch, se queda en la sátira astracanada del mundillo hollywoodiense de los malos guionistas y directores allí imperantes. De momento hay que ponerle en esa lista, aunque no descartamos verle salir de ella y ascender a cotas más altas.
‘Django desencadenado' es una cosa más seria. Una película musical toda ella hablada (la música está en la cuidadísima banda sonora) y estrictamente ajena al vacuo cine de danza oriental con dagas voladoras y samurais encarnizados, un cine, popular también en Occidente, cultivado de vez en cuando por cineastas de la acreditada calidad de Zhang Yimou o de la habilidad de Ang Lee. Y acaba de sumarse a la moda otra figura muy considerable, Wong Kar-wai, que presentará en breve fuera de China su nueva película de artes marciales, ‘The Grandmaster'.
Quentin Tarantino sigue muy godardiano en la densidad verbal de sus diálogos, sobre todo cuando los enuncia el actor para el que fueron escritos los más chispeantes, Christoph Waltz. Al igual que en la primera etapa de la carrera del autor de ‘Pierrot le fou', lo que dice Waltz tiene más de monólogo, inserto a menudo en la construcción dialógica con absoluta falta de respeto por la lógica: como excurso del discurso. Respecto a la banalización del problema de la segregación racial y el esclavismo, de la que se le acusa, mi respuesta tiene una sola palabra: Shakespeare. La mejor parte del teatro isabelino es el reino de lo macabro y lo atroz, y Shakespeare, que les trasciende a todos poéticamente, no quiso ser menos que sus coetáneos. Mató perversamente y presentó los peores estupros en escena, hizo granguiñolesco el canibalismo, natural el incesto, y no parece verosímil que el mundo le deba a sus tragedias un mayor índice de criminalidad y sanguinolencia.

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6 de mayo de 2013
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A vueltas con Hitler

Identidad nacional y nazismo. No hay peor lugar común, tan demagógico. Ojalá tan sólo fuera ligereza, incompetencia, pero esos símiles constantes que tanto valen para los escraches como para la defensa del uso del catalán logran que todo palidezca. Todo significa historia y memoria. No hace falta que abunde en las consecuencias del mayor genocidio de la humanidad -seis millones de judíos exterminados-. Ni en lo poco que a muchos ciudadanos judíos de Frankfurt o Berlín les valió su alemanidad -ni siquiera el haber blandido el sable por su país en la Gran Guerra- para evitar la cámara de gas, demostrando lo subjetiva que puede ser la cuestión identitaria según la carga ideológica que la sostenga. Pero ese no es el tema. El nudo podría explicarse con la ley de Godwin, la que se ha utilizado para identificar trolls en los ciberforos y que ahora sale de internet para instalarse en la vida no tanto cotidiana -afortunadamente- como mediática. Señala Godwin que a medida que una discusión on line se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis aumenta exponencialmente. Esta máxima, aplicada a España, no tiene parangón ni en la cantidad ni en la relevancia de los personajes que se suman a ella. Con cuánta frivolidad hemos escuchado llenarse la boca con la palabra nazi, de forma gratuita, vacía de contenido. Desde los programas del corazón a los “argumentos” políticos como el de Francisco Vázquez, comparando a los judíos con estrella amarilla con los niños castigados por hablar castellano en el recreo, o el de Cospedal relacionando a Ada Colau y los escraches con el “nazismo puro”, se evidencia a diario el escaso rigor histórico y la escasa conciencia objetiva sobre el holocausto en un país que ha tenido serios problemas con su memoria histórica. Una España entre remilgada y temerosa de reabrir tumbas y expedientes, de revivir el pasado, que se permite frivolizar con el terror ajeno. Y que a diferencia del resto de Europa, evitó cualquier intento de reparación histórica. Después de la Segunda Guerra Mundial, en los cines europeos proyectaban imágenes de los muertos apilados en las fábricas de muerte nazis, pedagogía que, en cambio, nunca se impartió en el franquismo hasta el extremo de que la primera lección sobre la shoah llega con la transición gracias a la serie Holocausto, de Meryl Streep y James Wood, y lo recordamos ya que ese día nos dejaban acostar tarde al tratarse de una “serie educativa” para padres e hijos. Por ello resultan tan amorales esos jueguecitos dialécticos que lejos de cuestionar una política lingüística, incluso de satanizarla, quedan enterrados en su propia perversidad. Cierto es que aquí la banalización del holocausto no es delito, pero ello no es excusa para que se cruce la línea entre la decencia y la vergüenza en nombre de España. (La Vanguardia)

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6 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Socialistas en una cumbre soberanista

Los socialistas catalanes asisten mañana a la reunión que ha convocado Artur Mas en la que quiere proponer la firma de un llamado pacto nacional por el derecho a decidir. Ni los populares ni Ciutadans han sido convocados, por la sencilla razón de que se han declarado y han votado siempre en contra del derecho a decidir propugnado por el Gobierno catalán. No es el caso del PSC, que votó en contra de la declaración de soberanía por parte del Parlamento catalán, pero en cambio hizo todo lo contrario cuando se votó la petición de diálogo con el Gobierno español para celebrar una consulta.

Todo cuadra hasta aquí en la posición del PSC, que defiende la idea federal frente al unionismo del PP y de Ciutadans y frente al independentismo de Convergència Democràtica, Esquerra y CUP. La tradición federalista catalana es bien clara al respecto: Cataluña debe federarse libremente con el resto de naciones y regiones españolas e incluso ibéricas; unión y libertad, por tanto, en un proceso que se ensancha luego hacia la federación europea. En consecuencia con esta teoría, debe defender el principio democrático, es decir, la celebración de una consulta a la población catalana sobre la fórmula de relación con España y debe escoger como fórmula la federación y no la independencia.

Menos consecuentes son, de una parte, los que se reconocen a sí mismos como unionistas y no saben si quieren menos autonomía, quedarnos tal como estamos o incluso un Estado centralista como el que hemos conocido en épocas anteriores. Tampoco lo son los soberanistas, que andan a la greña sobre si hay que celebrar la consulta inmediatamente debido a los problemas de liquidez o hay que esperar a que se despeje el horizonte económico; debe ser pactada y legal o debe realizarse sí o sí o incluso debe obviarse mediante una declaración unilateral de independencia por parte del parlamento. Tampoco serán coherentes con sus posiciones los federalistas si se les ocurre firmar el pacto por el derecho a decidir sin exigir la paralización previa por parte del Gobierno de cualquier decisión e institución que implique adelantar la decisión sobre el futuro de Cataluña. Nada más absurdo que pretender la adhesión a una consulta por parte de quien no quiere separarse aceptandi a la vez que se prepare ya las estructuras del Estado independiente y se inicie el camino de la escisión en la fiscalidad o en la diplomacia.

La actual hoja de ruta de Artur Mas contiene multiplicidad de elementos contradictorios o abiertamente incompatibles: obtener liquidez del ?banquero? español para no suspender pagos, negociar con urgencia la financiación para 2014, conseguir una consulta legal sobre el futuro de Cataluña y finalmente preparar las estructuras del Estado independiente. Cada una de estas tareas suscita consensos distintos y de distinto diámetro parlamentario, desde el pacto fiscal que alcanza casi la unanimidad hasta el menor de todos que es el que pretende dedicar la centralidad de los actuales esfuerzos a la independencia.

La reunión de hoy sobre el derecho a decidir merece una reflexión final: es coherente con el principio democrático que defienden soberanistas y federalistas, pero es escasamente compatible con el principio de realismo político que impone la realidad económica y social del país. La cumbre a la que debieran haber sido convocados todos los partidos catalanes es la del empleo, para ver cómo diablos se da respuestas urgentes y efectivas a las más de 900.000 personas que están sin trabajo en Cataluña. Sobre eso el PSC, pero también Iniciativa, Esquerra y la CUP, todos los partidos que aseguran defender a los trabajadores, algo deberían decirle hoy al presidente de Cataluña.



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5 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El maratón y la lucha

Correr. Correr sin descanso. Correr sin pausa. Correr hasta la meta. Correr aunque los músculos se te desgajen. Correr aunque tus pulmones no alcancen a llenarse. Correr aunque el esfuerzo te reviente el corazón. Correr las 25 millas -unos 42 kilómetros- que separan los llanos de Maratón, donde la armada griega ha vencido a los odiados persas, de la gloriosa Atenas. Feidipides (otras fuentes lo llaman Filipides, Tersipio, Erquio o Eucles) mira la hermosa ciudad a la distancia y, venciendo la debilidad de su cuerpo, acelera hasta donde lo esperan sus ansiosos dignatarios. νενικηκαμεν, pronuncia con su último aliento: "Hemos vencido". Y muere en el instante.

            Según la leyenda griega, recreada en 1879 por el poeta Robert Browning, la carrera que hoy conocemos con el nombre de maratón estuvo siempre ligada con la victoria sobre uno mismo -y con la muerte. Yo, que siempre he odiado las largas distancias (el asma las colocaba fuera de mi alcance), siempre he sentido fascinación por los exultantes relatos de los maratonistas. Según ellos, nada se compara a ese instante de iluminación en el que, cuando el cuerpo parece haber sido doblegado por la fatiga, el corredor sigue adelante en un último arresto, animado por los aplausos de los espectadores.

En Correr, el novelista japonés Haruki Murakami ve en el maratón una filosofía de vida. "El dolor es inevitable, pero el sufrimiento opcional", escribe recordando el consejo que le dio un atleta veterano. "Digamos que empiezas a correr y te dices: esto duele, no puedo más. El dolor es una realidad inevitable, pero en qué medida puedes soportarlo es decisión del corredor. Esto resume el aspecto más importante del maratón."

No deja de ser llamativo que Tamerlán y Dzhojar Tsarnaev hayan elegido precisamente el Maratón de Boston como escenario de su venganza. Desde que se reintrodujo como parte esencial de los Juegos Olímpicos modernos, esta carrera no sólo se convirtió en una metáfora del triunfo de la voluntad sobre la carne -basta recordar a tantos agónicos atletas arrastrándose hasta la meta vitoreados por los espectadores- sino de la paz y la armonía entre los pueblos.

La elección no parece casual. Los dos hermanos eran atletas meritorios, si bien sus intereses se hallaban en los deportes más contrapuestos, si cabe, a las carreras de resistencia: la lucha y el boxeo. A diferencia de los maratonistas, cuyo objetivo esencial consiste en vencerse a sí mismos, los peleadores están obligados a imponerse a sus rivales, a quienes difícilmente dejan de ver como enemigos. Aunque sus razones aún puedan resultarnos misteriosas, Tamerlán y Dzhojar dejaron claro no sólo su odio hacia la sociedad secular y consumista que los había acogido desde niños, sino hacia ese autocontrol de los maratonistas que ellos al parecer nunca tuvieron.

A menos que se descubran más tarde otros indicios, todo indica que, a diferencia de los perpetradores de los atentados del 11 de septiembre de 2001, los hermanos Tsarnaev actuaron por su cuenta, sin vínculos estrechos con organizaciones terroristas. Chechenos étnicos, ambos llegaron a Estados Unidos desde Kirguizistán, adonde su familia había sido deportada por Stalin en los años cuarenta. De acuerdo con los reportes de la prensa, Tamerlán nunca se sintió cómodo en su nuevo país y acaso fue el responsable del adoctrinamiento de su hermano menor, un joven a quien sus compañeros de escuela consideraban simpático y algo retraído.

En principio resulta incomprensible que dos jóvenes más o menos bien integrados a la sociedad estadounidense pudiesen de pronto convertirse en terroristas. ¿Qué frustración, qué deseo de venganza o qué miedo los condujo a asesinar y mutilar a otros atletas como ellos? ¿En verdad la defensa del Islam podría servir de justificación a un crimen tan espantoso? Su desvarío quizás no se separe demasiado de esos otros asesinos solitarios que cada cierto tiempo aparecen, sin falta, en Estados Unidos. Por más que ahora se les quiera asimilar a los talibanes o los combatientes de Al-Qaeda, su ideología religiosa resulta tan vaga como los delirios de Adam Lanza, el homicida de Newtown.

Correr. Correr sin descanso. Correr sin pausa. Correr hasta la meta. Correr aunque los músculos se te desgajen. Correr aunque tus pulmones no alcancen a llenarse. Correr aunque el esfuerzo te reviente el corazón. Correr para que no te atrapen. Tras asesinar a tres personas y mutilar a decenas de inocentes, de enfrentarse a la policía y ver caer muerto a su hermano, Dzhojar Tsarnaev corre por Watertown hasta refugiarse, malherido, en un bote. E antiguo luchador jamás comprenderá que, como dijo el presidente Obama en otro de sus discursos memorables, lo que distingue al maratón no es sólo el combate del corredor contra sí mismo, sino el respeto de quienes lo contemplan. "En la milla más ardua, justo cuando creemos que nos hemos golpeado contra un muro, alguien estará allí para animarnos y levantarnos si caemos".

 

Twitter: @jvolpi

 



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5 de mayo de 2013
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Desenterrar el pasado, enterrar el futuro: un clásico de David Remnick

Un libro indispensable. La tumba de Lenin, de David Remnick. El director de The New Yorker lo publicó originalmente en 1984, finalmente lo publicó en castellano Debate el año pasado, dura 863 páginas pero se hace corto. Esta es una versión abreviada de mi comentario, publicado en Cultura/s de La Vanguardia.

 

 El 19 de agosto de 1991, el coronel Alexander Tretetsky, de la fiscalía militar soviética, dirigía la excavación de huesos de militares polacos que habían sido asesinados en Katyn en 1940 por órdenes de Stalin, cuando le llegaron órdenes de la KGB de detener sus actividades.

Tretetsky decidió desobedecer. La orden era ilegal, como era ilegítimo el golpe de estado contra Mijail Gorbachov que ese día empezaron a ejecutar, con increíble torpeza, defensores del sistema soviético que la historia estaba barriendo. Los golpistas fracasaron, Gorbachov fue reinstalado, y poco después Boris Yeltsin abolió el sistema y declaró ilegal el Partido Comunista.

El periodista David Remnick, actual director de la revista New Yorker y corresponsal en Moscú del Washington Post de 1986 a 1991, comienza a contar su monumental relato de la caída del comunismo y la transformación del mundo con Tretetsky, un personaje menor pero que representa la importancia de desenterrar y confrontar el pasado para construir un futuro distinto.

A partir de allí, La tumba de Lenin se abre en cien direcciones. El libro tiene aliento tolstoiano y un puñado de personajes memorables, como la trágica y amable ‘conciencia moral’ de la nación, Andrei Sajarov, el profeta furibundo Alexander Solzhenitzyn, el duro alfil del partido convertido en constructor del cambio Nikolai Yakovlev, y sobre todo el destructor del régimen, el fascinante y contradictorio Mijail Gorbachov.

Como en una extensa novela histórica, estos personajes gigantescos son presentados como personajes de tragedia griega. La crónica del funeral de Sajarov, por ejemplo, es un momento memorable donde el periodismo combina el detalle con el mito para volverse gran literatura.

Pero lo que hace apasionante la lectura hoy de este libro, publicado originalmente en 1984 como historia del presente contada por un periodista excepcional, es su capacidad para entrelazar los grandes relatos de la Historia y las grandes teorías sociales y políticas con la historia pequeña, las desventuras, luchas y frustraciones de centenares de hombres y mujeres que vivieron uno de los experimentos sociales más profundos y ambiciosos que jamás se realizaron.

David Remnick, quien ganó con este libro el Premio Pulitzer e inició la carrera que lo llevaría a ser hoy el personaje más relevante del periodismo literario de su generación, comenzó su carrera como periodista de deportes y luego, como corresponsal del Washington Post, marchó a Moscú con su flamante esposa, que le haría la competencia para el New York Times.

Tras La tumba de Lenin publicó una colección de crónicas de la nueva Rusia (Resurrection) y dos colecciones de reportajes. Su perfil de Mohammed Alí, Rey del mundo, es un clásico del periodismo deportivo.

Hace dos décadas asumió la dirección de la revista New Yorker y la mantiene como el referente máximo de literatura de hechos reales en Estados Unidos. Cada tanto alegra a sus admiradores con historias de jazz, de béisbol o de la nueva y deprimente Rusia.

Para esta nueva edición de La tumba de Lenin, Remnick denuncia el retroceso de la democracia y la vuelta del autoritarismo con Vladimir Putin y su camarilla, pero confía, pese a la evidencia en contrario, en que algún día Rusia se transforme en “un país con problemas en vez de catástrofes, en un lugar que se desarrolla en vez de estallar”.

Si eso llega a pasar, este relato ya clásico de la caída del imperio seguirá siendo al menos tan valioso como el trabajo modesto del coronel Alexander Tretetsky desenterrando hueso a hueso los crímenes ocultos del estalinismo.

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5 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Scott Fitzgerald: de la promesa al desencanto

En el obituario de F. Scott Fitzgerald (1896-1940) publicado por el New York Times se puede leer que "la promesa de su brillante carrera jamás se cumplió". Pocas frases más equivocadas que ésta: Fitzgerald se convirtió en un clásico en vida con la publicación de El gran Gatsby (1925) y nunca perdió su relevancia; es cierto que los excesos que llegaron con el éxito repentino, el alcoholismo, los problemas de salud y una tempestuosa relación de pareja con Zelda hicieron que, muy pronto, en sus últimos años, Fitzgerald fuera visto como un escritor que había desperdiciado su talento. Digamos que él también se veía así, pero eso no quita nada del hecho de que con su obra temprana había cumplido con creces. Lo irónico de todo esto, sin embargo, es que buena parte de esa obra es una lúcida reflexión sobre el fracaso, sobre la corrupción de los ideales. Esta reflexión aparece incluso en los mejores momentos, cuando el joven Fitzgerald estaba en la cumbre: como si hubiera algo en el fracaso que lo sedujera. 

Fitzgerald es el cronista fundamental de la década del veinte en los Estados Unidos, cuando el fin de la primera guerra mundial produjo un boom económico y cierta liberación de los códigos morales de conducta. La "década del jazz" es la de "una generación de mujeres que se veían dramáticamente como flappers, una generación que corrompió a sus mayores y eventualmente se excedió menos por una falta de moral que por una de gusto", escribió Fitzgerald en El crack-up; pero este autor también sabía, porque lo había vivido en carne propia, que el dinero fácil y el triunfo inmediato ablandaban al más duro (en 1919, Fitzgerald ganó 800 dólares con la escritura y cobró 30 dólares por cuento; un año después, su ganancia era de 18000 dólares anuales y sus cuentos valían 1000).

Hemingway se burlaba de la fascinación de Fitzgerald por los ricos, más allá de que esa fascinación tuviera una enseñanza amarga: casi todos, en el fondo, querían vivir como ellos, sin darse cuenta que eso significaba hipotecar promesas de juventud y dar paso al cinismo. Fitzgerald disfrutaba de la frivolidad del mundo que narraba, pero ese disfrute no le impedía ver que había un precio a pagar. "Para muchos revelarse es desdeñable", decía Fitzgerald, "a menos que esa revelación termine con un noble agradecimiento a los dioses por tener un Espíritu Inconquistable". En su obra, el espíritu es fácilmente conquistable, se deja vencer por las tentaciones del dinero, el amor, el frágil prestigio. Tanto en El gran Gatsby como en sus cuentos y crónicas, el lirismo de la prosa se conjuga con una mirada desencantada: el romanticismo y la promesa de la juventud han pasado rápido, y cuando se levanta la bruma queda la quieta desesperación -a veces no tan quieta-- de lidiar con los restos del autoengaño.

En Cartas a mi hija (Alpha Decay, 20130, Fitzgerald se mostraba como un padre cariñoso pero también duro, insistente en su credo puritano: "En la vida, sólo creo en las recompensas por la virtud y en los castigos por no cumplir con tus obligaciones, que sin duda se pagan caros"; "no te preocupes por el fracaso a menos que sea por tu culpa". En los últimos años de su vida Fitzgerald desaprovechó sus talentos, pero, a la vez, esa "virtud" lo llevó a escribir páginas memorables y a imaginar personajes como Jay Gatsby, que no pasan de moda porque sus lecciones siempre sirven: para entender los excesos de la era del internet y el pasado fin de siglo, estaba la parábola del millonario de West Egg, y hoy, para alumbrarnos un poco en estos tiempos de resaca de la crisis, está nuevamente la obra de Fitzgerald, que sabía intuitivamente que pocas fiestas acaban bien. "Mi pasada felicidad, o talento para el autoengaño o lo que a ustedes se les ocurra, fue una excepción", escribió en El crack-up; "no fue lo natural sino lo antinatural, tan antinatural como el Boom; y mi experiencia reciente tiene un paralelo como la ola de desesperanza que recorrió la nación cuando terminó el Boom". Han vuelto los tiempos normales, aquellos en los que no reina la felicidad, y con ellos ha vuelto con fuerza, pese a que nunca se fue, F. Scott Fitzgerald.    

 

(La Tercera, 4 de mayo 2013)

 

 

 



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4 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Como Bush, pero al revés

Un presidente mediocre puede dejar una poderosa huella y condicionar el futuro de su país tanto o más que otros presidentes más brillantes. Este es el caso de Bush, como ha podido comprobar su sucesor, Barack Obama. A la dificultad de terminar las guerras que dejó abiertas en Irak y Afganistán se añade la maraña legal que le sirvió para lanzar su guerra global contra el terror: Obama todavía no ha conseguido desenredarla, como se está demostrando con el campo de detención de Guantánamo, donde tiene a un centenar de presos en huelga de hambre que le han obligado a resucitar la promesa de clausurarlo.

Más que las guerras libradas y los cambios legales, en el legado presidencial pesan las ideas que amoldan la época. Estados Unidos, gracias a Bush y a pesar de Obama, sigue en guerra contra el terror, una guerra indefinida que sigue autorizando al comandante en jefe a realizar acciones fuera de la legalidad internacional, o incluso nacional, como asesinar a distancia a conciudadanos sospechosos de terrorismo.

La sombra del expresidente se proyecta sobre su sucesor incluso cuando este último va en dirección contraria, como sucede con la crisis de Siria en comparación con la guerra de Irak. Se parte de un mismo principio: que el uso de armas químicas por parte del régimen podría justificar una intervención militar de EE UU. Pero si Bush declaraba innecesaria una pistola humeante para tener la evidencia del crimen, el actual presidente exige la plena seguridad de que se ha utilizado este tipo de armas e incluso quiere conocer exactamente quién las ha utilizado, no fuera caso que la culpa sea de la resistencia y el bombazo se lo llevara el régimen.

Todo lo que eran facilidades para ir a la guerra en uno son dificultades en el otro. Bush no tuvo paciencia para esperar los resultados completos de las investigaciones de los inspectores de Naciones Unidas. Le bastaron las pruebas falsas fabricadas por la CIA y organizó una coalición de voluntarios en la que le acompañaron Blair y Aznar, sin necesidad de la aprobación del Consejo de Seguridad. Obama atenderá a las inspecciones de Naciones Unidas, quiere que la comunidad internacional comparta la certeza que proporciona la pistola humeante y que la decisión que se deduzca sea multilateral, es decir, con cobertura legal internacional.

Obama no quiere meter a su país por tercera vez en una guerra en esta zona explosiva tras las pésimas experiencias de Irak y Afganistán. La aventura de la guerra requiere un intenso apetito que EE UU ha perdido del todo después de sacrificar tantas vidas y dinero en dos guerras de resultados discutibles. De ahí que prefiera dejar su compromiso en el suministro de armas a la oposición más prooccidental contra el régimen sirio.

Uno buscó excusas para hacer la guerra, mientras que el otro busca excusas para no hacerla. Como Bush, pero al revés.



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4 de mayo de 2013
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El Boomeran(g)
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