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Pregón para la Feria del Libro Viejo 2013

En abril de este año leí el pregón de la Feria del libro antiguo y de ocasión. Fue una ceremonia simpática y amistosa de un sector que me ha dado múltiples ocasiones de placer a lo largo de decenas de años. Incluyo el texto como homenaje a estos libreros.

 

***

 

Es una tradición de estos pregones dar un apunte sobre la actividad personal en la rebusca libresca. Pues bien, todavía conservo el que, creo yo, debió de ser el primer libro de mi vida comprado en una librería de ocasión. Es un diccionario francés-español editado por la casa Garnier de París en fecha desconocida, seguramente a finales del XIX. Lo compró mi madre para ayudarme con la asignatura de Lengua Francesa que comenzaba a impartirse en tercero de bachillerato. No sé cómo se denomina ahora el tercero de bachillerato, el caso es que yo tenía doce años y corría el de 1956. Así que este librito y yo llevamos juntos nada menos que cincuenta y siete años. Hace ya muchísimo tiempo que no lo consulto, pero no he podido desprenderme de él. Algunos libros viejos guardan entre sus páginas una parte insoslayable de nuestra vida. En el caso del diccionario, mi juramento de sangre con la literatura francesa.

    Desde aquel año de 1956, las librerías de viejo nunca me han abandonado. He comprado cientos de libros viejos en aquellos inolvidables comercios de la calle Aribau de Barcelona que no habían cambiado desde la construcción misma del Ensanche. En ellos solían despachar caballeros que entonces me parecían ancianos y que no debían de tener ni los cincuenta. Siempre estaban inclinados sobre ejemplares maltrechos, pasando páginas delicadamente, excepto algún que otro caso de sabio chiflado, como aquel señor Castro que llevaba veinte años escribiendo una cosmografía en la que demostraba, mediante la matemática y la geometría (eran sus palabras), que el sol giraba en torno a la tierra. Gastaba el peluquín más barato e inverosímil que he visto en mi vida. Era de cartón y medio pintado.

    Las visitas a librerías de viejo solía yo hacerlas casi siempre en compañía, aunque sé que hay cazadores que sólo actúan en solitario por miedo de que el compañero aviste la pieza antes que él. En mi caso la compañía era importante porque tan satisfactorio era encontrar algo raro, o gracioso o interesante o curioso o portentoso, como comentarlo con el camarada. He tenido siempre en muy alta estima las inacabables conversaciones, disputas y  desencuentros sobre libros. Especialmente sobre los no leídos. Son las mejores.

    Durante años mi compañero de librerías fue Paco Ferrer Lerín, uno de los mejores poetas vivos de la actualidad. Era un caso patológico porque Paco no podía leer más que libros de viejo. No tenía ni un solo libro nuevo. Y no era por ahorrar o porque la pobreza le obligara a ello, sino porque sólo le gustaba un tipo de libro que resultaba inútil buscarlo en librerías normales. Tenía verdadera pasión por Guido da Verona, un discípulo de D'Anunzio aún más absurdo que el maestro. Había sido muy publicado en el primer tercio de siglo en España y no era difícil de encontrar en los montones de libros a una peseta. Sólo leía poesía francesa, inglesa o alemana en traducciones argentinas. Conocía perfectamente el francés y el inglés, pero le emocionaba mucho más la traducción argentina. Entre los clásicos sólo le vi leer las Odas de Ossian, que como todo el mundo sabe, son una falsificación. Ir con Paco de librerías era como ir con André Breton al mercado de las pulgas. Era asistir a un acto creativo. De pronto sacaba de un montón, entusiasmado y sosteniéndolo como un conejo muerto, una "Historia del plátano". Lo compraba sin regatear.

    No vaya a creerse que en aquellas librerías sólo se encontraba lo antiguo y lo saldado. También era uno de los depósitos clandestinos donde podían comprarse libros prohibidos. Es casi imposible convencer a los actuales adolescentes de que entonces estaba prohibido leer, por ejemplo, a Albert Camus. Uno de los principales problemas de la política, tanto la de entonces como la actual, es que resulta de todo punto increíble, no por su maldad, su violencia o su talante represivo, sino por su completa estupidez. La estupidez es una de las potencias humanas más difíciles de explicar.

    Los que teníamos manía galófila, en aquellos años sesenta y setenta comprábamos los libros de Camus, de Sartre o de Gide en las librerías de viejo. Y de vez en cuando, confundidos los libreros por nuestro interés, sacaban de los depósitos más recónditos unos ejemplares deslumbrantes que sólo podíamos comprar ahorrando durante meses, como el disparatado La Rome des Borgia, de Guillaume Apollinaire en la edición de la Bibliothèque des curieux de 1913. Les leo cómo se anuncia la reedición actual: "Protagonistas de este libro son el papa libertino Alejandro, entregado a los placeres mas abyectos en el Vaticano, el asesino y verdugo César Borgia, y la hermosa envenenadora Lucrecia". Irresistible.

    El caso es que puedo confesar y confieso que he sido muy feliz en las librerías de viejo y que he pasado un sinnúmero de horas simplemente hojeando ejemplares y paseando por diez o doce librerías como quien pasea por los pasillos del zoco de Estambul curioseando y manoseando. De modo que en este cambio de era siento una extraña sensación, como si hablara de algo que pertenece a la edad media. Y sin embargo, creo yo que es todo lo contrario. El libro de viejo es el libro del futuro. Trataré de explicarlo muy resumidamente.

    Aun cuando todavía no tiene una clientela mayoritaria, el libro electrónico no hace sino avanzar cada vez más deprisa, como les advertía el poeta Caballero Bonald el año pasado. Sin embargo, me parece que no son los lectores quienes piden a gritos leer en esas pantallas, sino los propios editores quienes tienen urgencia por dar ese paso, del mismo modo que son los directores de diarios los que están haciendo crecer de modo exponencial la consulta por Internet gracias a unos periódicos digitales cada vez más completos y mejor hechos. Aunque se quejen, tengo para mí que les fascina el nuevo soporte y les hace sentir más jóvenes y modernos. Ellos dicen que no tienen más remedio que lanzar la edición digital y que cada día ha de ser mejor porque la competencia es muy grande, etcétera. Lo cierto es que les encanta. Son como esos ciclistas que no pueden resistir la tentación de ponerse un nuevo casco en forma de melón rebanado, no porque sea mejor, sino porque es nuevo.

    Suponiendo que la tendencia crezca (y serán los editores quienes la hagan crecer), en unos cuantos decenios podríamos estar realmente ante la desaparición del libro de papel. El propio Juan Luis Cebrián ha asegurado en público que a los diarios de papel les queda apenas una decena de años de vida. Démosle al libro tres decenas. Cuatro. ¡Qué más da! El horizonte que dibujan los expertos es el mismo: se acabó el soporte papel.

    Si nos ponemos en el escenario de ciencia ficción (cada vez menos ficticio y más científico) de que desaparezca la impresión sobre papel, entonces no cabe la menor duda de que los libros, tal y como los hemos conocido, leído, amado y almacenado, los libros en papel, sólo se podrán comprar en las librerías de viejo.

    De manera que todo aquel que haya acudido a esta Feria y se encuentre en las proximidades de este podio escuchando a un humilde bibliópata, que es como nos llama Trapiello, entérese de algo sensacional: está asistiendo a una Feria con un futuro glorioso y a un negocio puntero. Aquí no se vende el pasado, aquí se está anunciando un futuro que sólo se puede llamar de una manera: el monopolio del libro de papel.

    Felicidades pues a todos los queridos libreros de viejo y celebren con júbilo encontrarse en la punta de lanza del comercio actual, con las mayores expectativas de crecimiento económico.

    Muchas gracias.

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20 de mayo de 2013
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Doble amputación

La decisión de Angelina Jolie: sorprendente, sofisticada, no sé modélica pero valiente. El estereotipo de mujer adjetivada de sexy, rebelde e incluso salvaje, la mujer tatuada, comprometida, con una buena prole y un marido icónico decide hacerse una doble mastectomía y comunicarlo al mundo entero en formato clásico: una carta abierta en The New York Times. Jolie aprehende algo de cada uno de sus papeles de heroína desmelenada que puede con todo, y ahora trata de hacer pedagogía con su radical voluntad de controlar su salud. En un principio me asalta el vértigo: si una de cada dos personas tiene riesgo de sufrir algún cáncer en su vida, ¿la prevención puede consistir en algo más que en dejar de fumar y hacerse chequeos? Extirparse órganos como si el cuerpo estuviera compuesto por piezas recambiables a fin de eliminar la sombra amenazante de la enfermedad parece una opción elitista. La palabra cáncer es paralizadora. Un aire denso lo invade todo cuando la vida se escora hacia la ficción, o eso crees. Cuando a tu alrededor sucede y señala a quienes más quieres, se impone una sensación de irrealidad. También la premura de aferrarse a la vida al entrar en un tiempo congelado que no se corresponde con el cronológico, el tiempo de la enfermedad y con él la sensación de sentirse morir un día y resucitar al otro, de renovar esperanzas a plazos, de sentir el punzón del peligro pero también el aliento de ver amanecer. Por ello es reseñable el acto de Jolie al manifestar públicamente que se ha amputado en un tiempo donde se sigue exaltando la perfección y la construcción ficticia de la feminidad. Hablo con el doctor Miguel Hernández-Bronchoud -treinta años de experiencia en la lucha contra el cáncer, y pionero en estudiar la psicología de percepción del riesgo: el real y el subjetivo-. “En España -con un índice de curación del 80% de cáncer de mama- sólo un 10% de las mujeres eligen una mastectomía profiláctica. Los resultados cosméticos son variables y un importante porcentaje de mujeres no quedan demasiados contentas”. Hay algo de excepcional en la decisión de Jolie al manifestar que se ha amputado ante el riesgo a padecerlo, como su madre, en una época en que el dictado cultural que impera en las narraciones del cuerpo femenino está más vivo que nunca. Ahí es donde su lógica estremece: el erotismo de alfombra roja, de generosos escotes, se sustituye por la determinación de dos prótesis. Y en el mensaje discretamente anida el dolor de tantas mujeres que han tenido que luchar contra sí mismas, que han sentido el temblor existencial pero también la pérdida de lo que entendían que las hacía más mujeres, desde el cabello hasta el pecho. Que han conseguido hacer reversible la fatalidad, incluso que han transformado ese trémulo tempo de la enfermedad en un tramo vital que las ha hecho más sabias y más mujeres. (La Vanguardia)

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20 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El asesino de la puerta de al lado

No en la lejana Alemania nazi de los hornos, las cámaras de gas y los campos de concentración. Tampoco en la minúscula Ruanda, de la que nunca habíamos escuchado hablar hasta que una parte de la población se lanzó a masacrar a otra a golpes de machete. Ni en la misteriosa Yugoslavia, ejemplo de convivencia pacífica, hasta que serbios, croatas, bosnios y kosovares redescubrieron -más bien reinventaron- sus diferencias y, con especial saña en el primer caso, se lanzaron a violar y asesinar a sus vecinos. No en el otro confín del mundo, sino aquí al lado, a unos kilómetros, en Guatemala. Quizás oímos las noticias, quizás nos enteramos de algún fallido esfuerzo diplomático, pero en general cerramos los ojos, ajenos a lo que ocurría allí, a nuestro lado. Doscientos mil muertos en una de las guerras civiles más cruentas de la cruenta América Latina. Tengo que repetir la cifra para que no parezca, al menos por un instante, una cifra: 200 mil muertos. Tres cuartas partes de ellos indígenas mayas, idénticos a sus hermanos (discriminados mas no asesinados) de Chiapas, Yucatán y Quintana Roo.

            Los mexicanos solemos lamentarnos de que Estados Unidos nos ignore, de que nos perciba como una realidad distante, de que no repare en que nuestros problemas también son sus problemas. Pues eso es nada comparado con el desconocimiento o el desprecio que sentimos hacia los guatemaltecos, con quien compartimos otra larga frontera. Desde que Centroamérica decidió separarse de México en 1823 tras la caída de el emperador Agustín I, hemos creído que esa zona del mundo no existe o que, si existe, nada tiene que ver con nosotros, por más que todas las fronteras sean artificiales y que una historia común nos haya unido durante siglos.

            Orgullosos de nuestra paz social y nuestra independencia de Washington -la mejor propaganda del PRI de la época-, los mexicanos apenas nos dimos cuenta de los treinta y seis años de guerra civil que sufrieron nuestros vecinos. Treinta y seis años de conflicto derivados del golpe de estado orquestado por Estados Unidos (en la operación PBSUCCSESS) contra el presidente nacionalista Jacobo Arbentz en 1954, al cual habrían de sucederle muchos otros hasta 1996, cuando por fin volvió la paz. A lo largo de estos años de terror se sucedieron distintos jefes militares, unos peores que los otros, entre los que destacan por su crueldad el coronel Carlos Castillo Armas -bajo cuyo gobierno fue incendiada la embajada española, causando la muerte de 37 personas, entre ellas el padre de Rigoberta Menchú- y el general Efraín Ríos Montt, recientemente condenado por genocidio y delitos contra la humanidad.

            Todos los observadores coinciden en señalar a la guatemalteca como una de las sociedades más injustas del siglo xx (razón por la cual Chiapas, que formó parte de la Capitanía General de Guatemala hasta 1823, no haya escapado a esta categoría). Aunque en el papel las leyes le granjeaban los mismos derechos a los indígenas que a los ladinos, la realidad es que los primeros, que hoy aún componen cerca de la mitad de la población, siempre sufrieron una discriminación semejante a la padecida por los judíos en la Alemania nazi o los negros en la Sudáfrica del apartheid. Desprovistos de tierras y condenados a la pobreza, no tardaron en ser vistos por los militares como subversivos en potencia y, con el pretexto de que auxiliaban a las guerrillas marxistas esparcidas en la selva, fueron convertidos en el primer blanco de la represión.

            Evangélico militante -en sus alocuciones no paraba de referirse a Dios y a la lucha contra el mal-, Ríos Montt ascendió al poder tras deponer a Fernando Lucas García. Su mandato apenas se prolongó durante año y medio, pero fue suficiente para perpetrar miles de asesinatos de militantes comunistas e indígenas mayas de la etnia Ixil. Como demostró la fiscalía durante su reciente proceso, estos crímenes no sólo se debieron a una guerra civil particularmente sangrienta, sino a una estrategia perfectamente planeada en contra de esa parte de la población. Los testimonios de las víctimas remiten a los Juicios de Núremberg: miles de personas torturadas, quemadas y ajusticiadas en aras de defender al mundo libre del comunismo. Apenas sorprende que, mientras estos crímenes se llevaban a cabo, Ronald Reagan visitara Guatemala en 1982 y declarase que Ríos Mont era un hombre "de gran integridad personal".

            La reciente condena contra Ríos Montt en Guatemala representa uno de esos pocos momentos que en verdad podemos llamar históricos. Al tratarse del primer dictador en la historia condenado por genocidio en su propio país, Guatemala sienta un precedente único para la justicia global. Por una vez los mexicanos deberíamos mirar hacia el sur y contemplar con admiración cómo nuestros vecinos han sido capaces de darle un vuelco a la historia de impunidad que predomina en nuestro continente.

 

Twitter: @jvolpi

 



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19 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Culpa "made in Bangladesh"

Pasé un par de horas en el centro comercial de Ithaca buscando un par de camisas. En Target la ropa que se vendía había sido hecha en Indonesia, Nicaragua, China y Malasia. En American Eagle la ropa era de Vietnam y Guatemala. En Aeropostale o Gap aparecía Perú como uno de los proveedores. Era tan natural como hipócrita que en ninguna tienda se ofreciera ropa hecha en Bangladesh, el segundo proveedor mundial después de China. Natural, porque después del colapso del edificio en Daca hace un par de semanas, que produjo la muerte de más de mil trabajadores de la industria textil, las grandes compañías querían protegerse del desastre en sus relaciones públicas que significaba tener lazos con las fábricas del Rana Plaza (Children's Place y Benetton negaron en principio que su ropa se hiciera allá, pero entre los escombros del edificio aparecieron pruebas irrefutables de que mentían); hipócrita, porque estas compañías que se beneficiaban del bajo costo de la mano de obra en Bangladesh (el sueldo es de 37 dólares mensuales) y de las pobres condiciones laborales -entre ellas la prohibición de que existieran sindicatos para defender al trabajador--, querían ahora aparentar que Bangladesh no existía.

Es normal que estas compañías se preocupen de su imagen, aunque el camino no está claro; Walt Disney, por ejemplo, prefiere evitarse de problemas y ha anunciado que no tendrá más lazos con Bangladesh, mientras que PVH (Tommy Hilfiger y Calvin Klein) ha decidido que es mejor quedarse y apostar por mejoras en la industria, con todos los riesgos que ello implica. Los norteamericanos progresistas evitan comprar ropa hecha en Bangladesh al menos por estos días, y hacen campañas para boicotear a empresas que, por ahorrar costos, no han hecho nada por cambiar los laxos estándares de seguridad de sus fábricas proveedoras en Asia y América Latina; han habido manifestaciones en tiendas Gap en San Francisco y New York.

Lo que no es normal, y lamentablemente se revela así tan sólo después de una tragedia, es que ni los gobiernos ni las empresas internacionales hayan intentado subsanar las precarias condiciones de las fábricas de textiles en Bangladesh -edificios a los que se les añaden pisos ilegalmente y que no cuentan con una estructura adecuada en caso de incendios-; esa precariedad produjo en los últimos años un promedio de 200 muertes anuales por accidentes de trabajo, y afecta también a la famosa imagen por la que estas empresas son capaces de todo. Tan sólo en noviembre un incendio mató a más de 100 personas. Gracias a bajos sueldos y escasa inversión de seguridad en las fabricas, la ropa es barata en los Estados Unidos y Bangladesh tiene una industria que mueve 18 billones de dólares anuales y que domina el 80% de sus exportaciones. Analistas neoliberales como Matt Yglesias dicen sin ruborizarse que la mejor solución es el status quo: si Bangladesh cambiara las reglas de juego y encareciera los costos de producción, perdería su ventaja competitiva sobre otros países y sería pronto reemplazado por otro país; además, la subida de precios afectaría la economía de consumo en los Estados Unidos. 

Pero el colapso del Rana Plaza ha sido tan desgarrador que al final tanto el gobierno de Bangladesh como las compañías internacionales se han visto obligadas a actuar. Por lo pronto, el gobierno ha autorizado a que los trabajadores puedan agruparse en sindicatos y en un par de meses una comisión recomendará un nuevo sueldo mínimo; las compañías más importantes -exceptuando algunas norteamericanas e inglesas como Gap y Arcadia (Topshop)- han firmado un acuerdo comprometiéndose a invertir en las fábricas para que cumplan con los códigos de seguridad vigentes en los países industrializados, y a indemnizar a las familias de los trabajadores muertos en accidentes laborales; Walmart dice que tomará medidas por cuenta propia, aunque, al no firmar el acuerdo, no hay forma de presionar legalmente al gigante del comercio norteamericano si es que vuelve a ocurrir un desastre.

¿Volverán los pantalones y camisas hechos en Bangladesh a los centros comerciales norteamericanos? No por un tiempo. Pero el consumidor es olvidadizo, y la gran mayoría no suele fijarse en el lugar de donde procede su ropa, mucho menos si la oferta es de dos blusas por diez dólares. De modo que habrá que buscar formas de mantener la presión. Si las empresas internacionales cambian de actitud no será porque de pronto les ha dado pena la situación del trabajador sino porque al fin se han dado cuenta de que estas tragedias afectan a su imagen.

 

(revista Qué Pasa, 17 de mayo 2013)

 

 

 

 



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18 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Aléjense de nosotros

Sorprende la parsimonia de Abu Sakar, jefe de la Brigada Omar al Faruq, uno de los grupos que combaten contra el régimen de Bachar el Asad. Asombra la calma con que despanzurra al soldado hasta sacarle la víscera y profiere las amenazas contra sus enemigos: ?Juro por Dios que comeremos vuestros corazones y vuestros hígados, soldados del perro Bachar?. El acto repugnante de canibalismo queda bien acreditado en el vídeo, aunque se trate de un breve mordisco.

Profanar y devorar el cadáver del enemigo es una de las prácticas más ancestrales en la historia de la guerra, como lo es el secuestro y violación de sus mujeres. Es ancestral, pero compatible con la actual época de guerra tecnológica, en la que los guerreros se filman unos a otros con sus móviles y luego cuelgan las imágenes de YouTube.

En su versión más auténtica y primitiva, un acto así exige una voracidad auténtica y el desenfreno de una violencia sin límites en el descuartizamiento. El guerrero caníbal se comporta como un animal depredador que identifica el combate a muerte con la nutrición. No es el caso de Sakar, cuya profanación del cadáver parece el fruto criminal de un cálculo racional y frío.

La escena salvaje se da en una hondonada en la que yacen los despojos del soldado muerto, al que despelleja sin gestualidad ritual ni ceremonia, a excepción de los gritos con que profiere sus amenazas antropófagas. Con ellas quiere demostrar ante sus seguidores y reclutas su determinación, hasta el límite de romper el tabú del canibalismo, en la guerra de exterminio étnico en que se ha convertido el levantamiento armado, a la vez que amedrenta a los soldados enemigos y a quienes les apoyan.

Es nítido el mensaje que nos llega: no os acerquéis a nosotros porque este combate sectario va más allá de lo que puedan concebir vuestras mentes. Estamos en la era digital, pero los sirios combaten como neandertales. Esta guerra en la que los musulmanes se matan entre ellos, suníes contra alauíes principalmente, no es para vosotros. Si pensamos que es malo lavarse las manos y dejarles que sigan matándose, las imágenes nos señalan que peor puede ser meternos donde nadie nos manda. Desde las fronteras vecinas donde se amontonan los refugiados y las cancillerías colmadas de argumentos contradictorios, todos asentimos: no es para nosotros, alejémonos de este infierno.

El vídeo colgado esta semana es todo lo contrario de las imágenes del mercado de Sarajevo (Bosnia) tras el bombardeo en el que murieron 68 civiles bajo el fuego serbio en 1994. Entonces fueron el detonante mediático para la intervención aérea de la OTAN que terminó con la guerra en Bosnia, mientras que las imágenes de ahora son un estímulo para que siga la inhibición occidental ante el descuartizamiento de Siria. Y, como en todo, hay que detenerse un momento para preguntarse a quién aprovecha.



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18 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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y lo que ha dicho el fiscal es que un hombre no debe morir por…

y lo que ha dicho el fiscal es que un hombre no debe morir por tan poca cosa, que es injusto morir por una lata de cerveza que el tipo ha conservado en las manos lo suficiente para que los seguratas puedan acusarlo de robo y jactarse, después, de haberlo identificado y elegido entre los otros, la gente que está allí comprando, tiene tiempo para intentar, eso mismo, intentar, correr hacia las cajas o amagar un gesto para resistírseles, porque así podría advertir lo que son capaces de hacer los seguratas, lo que saben, e incluso bajar los ojos y acelerar el paso, si decide escapar caminando muy rápido, sin dejarse llevar por el pánico ni salir corriendo, conteniendo el aliento, los dientes apretados, un movimiento, cosa que ha hecho, no tratar de negar cuando los ha visto llegar y ellos se han, no diré lanzado sobre él, porque se acercaban lentos y tranquilos, sin abalanzarse en absoluto, como habrían hecho, dijéramos, unas aves de presa, no, no han hecho eso, por el contrario, se han detenido ante él, todos ellos muy silenciosos, más bien lentos y fríos cuando lo han rodeado y él no ha pronunciado una sola palabra para protestar o negar porque, sí, se había bebido una lata y habría podido darles las gracias por dejar que se la acabara, no ha dicho una palabra y en sus ojos se ha plasmado abiertamente el miedo pero nada más, entiendes, tan sólo tenía ganas de beberse una cerveza, ya sabes lo que son las ganas de beberse una cerveza, quería refrescarse el gaznate y quitarse ese sabor a polvo que tenía dentro y que no lo abandonaba, vete a saber, (frenéticas primeras líneas de Lo que yo llamo olvido, de Laurent Maugvinier, publicado por Anagrama)



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17 de mayo de 2013
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II. Cambia, todo cambia

Ganamos una identidad en base a una confrontación, más que gracias a un catálogo de valores comunes, o a la existencia de instituciones firmes y bien definidas, entre cuartelazos, asonadas y guerras civiles. Y esta misma identidad defensiva, que alimentó las luchas ideológicas a lo largo de la guerra fría, con el tiempo ha llegado a volverse retórica, y subsiste como bandera de combate para lo que ha dado en llamarse el nuevo socialismo, o bolivarianismo.
Estamos ya muy lejos del siglo diecinueve, y lejos de los años de la guerra fría, cuando Estados Unidos se alineó contra la insurgencia guerrillera y respaldó sin condiciones a las dictaduras de derecha. Su política respecto a América Latina, sin atención al color ideológico de los gobiernos, se basa hoy en la cooperación para enfrentar el tráfico de drogas, el crimen organizado y el terrorismo. Ninguna de sus coordenadas estratégicas pasa por el reclamo de la democracia institucional y el respeto a los derechos humanos, y abre un espacio de convivencia con gobiernos de corte autoritario, lo que podríamos llamar autocracias electas, pese a la retórica confrontativa.
Las fronteras económicas se abren, el mundo se ha vuelto global, las hegemonías bipolares, o únicas, se han derrumbado, empezando por la de Estados Unidos, y cada vez más nos damos cuenta de que nuestra pretensión de identidad latinoamericana, en un territorio de vastos confines, además de defensiva, fue siempre más ideológica que otra cosa; y esos sustentos ideológicos fueron hijos del pensamiento europeo. He allí el primer gran vínculo entre América Latina y Europa.

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17 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Obama en el alambre

Hay dos cosas al menos en las que Barack Obama ha superado a su predecesor, George W. Bush: en la liquidación a distancia de enemigos de Estados Unidos y en la persecución de los funcionarios lenguaraces e infieles. La mayor evidencia de lo primero es Osama Bin Laden, que cayó abatido por un comando de Navy Seals el 1 de mayo de 2011, y de lo segundo el juicio al sargento Bradley Manning, detenido desde mayo de 2010 y pendiente de sentencia por colaboración con el enemigo como responsable de las filtraciones de Wikileaks.

El mayor número de órdenes presidenciales de ejecución se efectúan a distancia, con la tecnología de los aviones no tripulados y solo un cinco por ciento con armamento clásico, mediante misiles o bombas desde aviones o navíos tripulados o directamente por comandos como fue el caso del asalto de la casa de Bin Laden en Abottabad. El primer Bush que reacciona a los atentados del 11S contaba con 50 drones (aviones no tripulados) con capacidad para ejecutar a distancia, mientras que Obama ya disponía el pasado año de 7.500, según el experto del Consejo de Relaciones Exteriores , Micah Zenko. Mientras que el presidente republicano autorizó medio centenar de ejecuciones, más que cualquier predecesor suyo, Obama ha autorizado 350 desde que llegó a la Casa Blanca. Entre estos fallecidos se hallaba el dirigente de Al Qaeda en Yemen, Anwar Al Awlaki y su hijo, ambos ciudadanos estadounidenses.

La persecución legal de los funcionarios que difunden informaciones secretas es un caso menos frecuente que los drones, pero no menos escandaloso, entre otras razones porque son en EE UU una respetada figura pública, a la que se conoce como whistleblower, alguien que sopla el silbato para dar la alarma sobre una actuación incorrecta de la administración. El más reconocido y pionero es Daniel Ellsberg, que en 1971 filtró los llamados Papeles del Pentágono al New York Times, un detallado estudio sobre la guerra de Vietnam en el que se revelaban numerosos engaños y manipulaciones del Gobierno estadounidense. El sargento Bradley Manning es el más destacado de los whistleblowers de Obama, pero no el único. Hay cinco más bajo investigación, el doble que las anteriores presidencias juntas.

Es evidente que no entraba en los propósitos de Obama superar a Bush en estos dos capítulos. El actual presidente llegó a la Casa Blanca con la promesa de cerrar Guantánamo, prohibir la tortura, retirar las tropas de Irak y terminar la guerra de Afganistán. El 21 de mayo de 2009 pronunció un discurso en los Archivos Nacionales de Washington, donde se guardan los textos fundacionales del país, bajo el lema "proteger nuestra seguridad y nuestros valores", en el que desarrolló la idea de que evitar atentados terroristas como los del 11 S no estaba en contradicción con la defensa y protección de las libertades públicas. El balance, justo cuatro años después, no puede ser más mediocre, sobre todo para el capítulo de los valores. Aunque ha podido cumplir una pequeña parte de sus promesas, sin duda respecto a la tortura y a Irak, no ha sido así con las restantes. El incumplimiento sobre Guantánamo, de alto valor simbólico más allá de la vida miserable en que se hallan los 166 detenidos, revela su escaso músculo ejecutivo frente a un Congreso que no quiere facilitarle el cierre de la instalación y se regodea en la debilidad de su palabra. Pero tantos con los drones como con las filtraciones, Obama ha profundizado en el legado de Bush, el presidente que levantó la prohibición de los asesinatos selectivos y obtuvo unos márgenes excepcionales de acción en la lucha antiterrorista de los que su sucesor sigue sacando partido.

El espionaje a la agencia Associated Press ahora descubierto es la última prueba que sufre el imposible equilibrismo entre libertad y seguridad. La oposición republicana le reprocha e incluso atribuye, con intenciones de autobombo, las filtraciones sobre la desarticulación de un grupo terrorista en Yemen, de forma que la Casa Blanca encargó al Departamento de Justicia que averiguara el origen de las informaciones publicadas por los medios. De ahí salen los listados de las llamadas telefónicas efectuadas durante dos años por un centenar de periodistas de AP, actividad inquisidora de los fiscales que se añade a la obsesiva persecución de los whistleblowers desencadenada desde las filtraciones de Wikileaks.

Nada peor para un presidente que encontrarse en frente a los medios y a la primera enmienda, protectora de la libertad de prensa. Es una convocatoria a la artillería gruesa, que alcanza a proyectar la imagen del tramposo Nixon sobre su imagen impoluta, a atribuirle un descontrol inaudito de su administración y, en cualquiera de los casos, a dar por concluida la historia del narrador en jefe que encandilaba a propios y extraños. No es el único escándalo que asedia a Obama en el arranque de su segundo período presidencial, cuando debiera preocuparse ya por su legado político y se encuentra con la amenaza de que sea casi entero el que le dejó Bush.



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16 de mayo de 2013
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La infancia de Kubrick

Con diez años, Stanley Kubrick empezó a tomar fotografías con una sencilla cámara Graflex; la afición le venía de su padre, médico de profesión, y las primeras imágenes del niño fueron de los rincones y tipos del Bronx, donde había nacido en 1928. El resto es historia. Siendo aún escolar (y mal estudiante), la revista ‘Look' le publicó una instantánea, su éxito profesional en ese medio fue precoz, también su matrimonio a los 18 años (precoz aunque infeliz), y poco después la iniciativa de un amigo le llevó al cine: produjo, escribió, fotografió, dirigió y montó dos cortometrajes, aceptó el encargo de otro, y con el dinero amasado en esas labores se lanzó a su primer largo, ‘Fear and Desire' (1953).
Kubrick nunca quiso que viéramos ‘Fear and Desire', pero siempre hay un Max Brod oportuno para rescatar los descartes del genio esquivo. En el cine no hace falta buscar resmas de papel en un baúl; los negativos quedan por algún almacén, y en este caso, después de una accidentada peripecia, la Librería del Congreso, en colaboración con el MOMA de Nueva York, restauró el original que ahora, al cumplirse setenta años de su estreno y fracaso comercial, ha tenido una distribución restringida en cines y una edición de excelente calidad en DVD (con los extras de esos tres cortos citados, uno de ellos, ‘Día de combate', ‘Day of the Fight', de genuino interés). A la película se le ven de vez en cuando las costuras, y rezuma literatura de dudoso gusto (obra del poeta Howard Sackler, que escribió el guión), pero resulta, en todo momento, fascinante: por sus logros, que no son pocos, y por la mecánica de sus fallos, que con el conocimiento que tenemos de la obra ‘kubrickiana' posterior parecen, más que esbozos, semillas que la pobreza de medios y el desconocimiento del utillaje no dejaron brotar.
Es la primera película bélica de las tres que hizo, pero en este primer ensayo sus protagonistas son soldados que, ajenos a toda referencia histórica y territorio concreto, no tienen "más país que el de la mente", como dicen las palabras iniciales del narrador. Una alegoría, por tanto, que anticipa a su modo títulos de mayor renombre: ‘La vergüenza' (‘Skammen') de Bergman, ‘Fugitivos' (‘Les égarés') de André Téchiné, ‘El tiempo del lobo' de Haneke, ‘Children of Men' de Alfonso Cuarón, aunque en esa más reciente deriva el género empezó a estar contaminado por la ciencia-ficción apocalíptica, hoy tan de moda. No así ‘Fear and Desire'. Sabemos poco -y eso es una de las bases de la composición alegórica- de lo que pasa o pasó antes de empezar la acción: cuatro soldados están perdidos cerca de las líneas enemigas, después de que su avión se estrellara, y su objetivo no es original: sobrevivir, escapar, y, con suerte, acabar con sus rivales. Los cuatro tienen un pasado, aunque sólo el de dos ellos, Sidney y Mac, resulta relevante. Hay narrador omnisciente, hay diálogos superpuestos, sin que oigamos a los actores decirlos, y hay monólogos interiores; es decir, Kubrick rubrica una obra que en Hollywood pasaría en 1953 como de vanguardia, y por eso se entiende que un artista tan denso pero tan comunicativo quisiera ocultar a la posteridad un texto fílmico que él mismo consideró años después "inepto y pretencioso". Y a ratos lo es, sobre todo por el amateurismo de ciertos actores, en especial su amigo de la bohemia del Greenwich Village Paul Mazursky, que luego sería un director comercial de Hollywood de poca distinción y aquí, en el crucial papel del atormentado Sidney, sobreactúa de un modo lastimoso. La hermosa secuencia de las pescadoras del río, que empieza como un idilio campestre y acaba, atrapada una de ellas por los soldados y atada a un árbol, en una escena de psicopatía criminal, sufre de la mala prosodia y los visajes grotescos de Sydney/Mazursky.
Pero Kubrick ya era Kubrick; el genio, incluso en sus tropiezos, en sus puerilidades, brilla con un fulgor reconocible. Y ‘Fear and Desire' tiene más que destellos. Sorprende muy gratamente, por ejemplo, que tan temprano se cuidara tanto de la banda sonora, él que fue, yo diría, el director más audaz, mas inesperado y sutil en buscar las músicas adecuadas a sus historias: de Johann y Richard Strauss a Gene Kelly cantando a Nacio Herb Brown, de Penderecki a Nelson Riddle, de Wendy y Walter Carlos a Ligeti, pasando, memorablemente, por Beethoven y Henry Purcell. Aquí se trata de una partitura original de Gerald Fried, excelente compositor muy versátil con el que Kubrick repitió en sus tres siguientes películas, y que le proporciona en esta ocasión una música de asomos dodecafónicos muy a tono con la espinosa y seca materia del relato. Y luego está la fotografía, que hizo el mismo Kubrick, como en los cortos y en su siguiente película, ‘El beso del asesino': un blanco y negro muy hiperrealista que sirve de contraste a los perfiles más bien vaporosos del conflicto dramático.
Hay brotes irracionalistas que cobran peso en la peripecia, como el perro solitario en sus dos comparencias. Y llega la extraordinaria última media hora de un film corto (62 minutos). Ahí es donde ‘Fear and Desire' trasciende sus limitaciones y alcanza un refinado sentido metafórico de mayor riqueza que el alegórico. La película tiene citas de Shakespeare, extraídas de ‘La tempestad', que, al estarle encomendadas al personaje de Sidney, suenan plomizas y hasta banales. Otro escritor de lengua inglesa nos importa más. En el acecho a los innominados enemigos, un general de cierto aire ario pero uniforme abstracto y sus subordinados, se insinúa que este destacamento que aguarda relajadamente en una especie de chalet, no espera combate ni victoria, sino reconocimiento, o tal vez comprensión. La revelación llega cuando nos damos cuenta de que los dos soldados acechantes tienen el mismo físico que el general y su ayudante de campo. Son iguales, de hecho; los actores encarnan cada uno dos roles, Kenneth Harp al teniente del pequeño pelotón y al general altivo, Steve Coit al soldado Fletcher y al ayudante del general. Aunque no he leído ningún comentario al respecto ni declaración del propio cineasta, en ese duelo diferido y en esa fusión de rasgos físicos está Josep Conrad. El enfrentamiento final, la pulsión de muerte manifiesta, la advertencia de los parecidos y lo que ocurre con las armas, que no conviene contar, recuerdan notablemente algunas de las grandes ficciones de espera indefinida e identidad de contrarios escritas por Conrad, y sobre todo esa obra maestra sobre el tema del doble temido y deseado que es ‘The Secret Sharer', traducida entre nosotros como ‘El partícipe secreto'.

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16 de mayo de 2013
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El Boomeran(g)
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