Vicente Molina Foix
Como por entonces yo no tenía que venderle ningún guión ni pedirle que me produjese un film, traté de un modo relajado a Elías Querejeta entre los primeros años 1980 y 90. Me invitaba a comer, eso sí, siempre en el restaurante de su elección, por la zona norte de Madrid, y él hablaba y fumaba, sin apenas comer. Yo comía y le escuchaba hablar, rara vez de cine, y cuando lo hacía me sorprendía: nada de Carlos Saura ni del realismo crítico español. De cine él sólo quería hablar de Bresson, y el maestro francés nos unía sin fisuras.
También hablaba de poesía y de teatro, lo que le interesaba de veras, decía. Poesía era para él Rilke. Ningún otro nombre le oí. En cuanto al teatro, por aquel entonces Elías tenía en proyecto dedicarse a él como productor y quizá como dramaturgo; claro que él siempre anunciaba su inminente autoría en todos los géneros, el cine, el teatro, la novela. No llegó a estrenar nada suyo, creo, ni a comprar un teatro en Madrid, ni a dirigir cine de argumento, ni a escribir la novela de su vida, pero ha quedado sin duda como el genio indiscutible de la "politique des auteurs’ de nuestro país.
Al margen de esas palabras mayores de las artes, Elías y yo encontramos un campo más modesto para el esparcimiento común: la zarzuela vasca y el fútbol de mesa. En ambos territorios él se decía el mejor, y ahí sí le desafié.
Él cantaba mejor que yo, y contaba con la ventaja de la entonación local en la obra musical que nos unió, ‘El caserío’, del vitoriano Jesús Guridi. Aún hace pocos años, cuando Elías estaba algo delicado de salud y nunca nos veíamos, un día que nos vimos por azar cruzando Juan Bravo entonamos a capella la preciosa romanza de amor de Joshe Miguel en la zarzuela de Guridi: "Yo no sé qué veo en Ana Mari…". Ese era el himno de nuestra entente. A Elías le fascinaba sobremanera que yo, alicantino innegable y en aquellos años recién llegado de Inglaterra, en vez de restregarle por la cara a Britten o al maestro Oscar Esplá, mostrara sensibilidad para el folklore rural vascuence.
Mi orgullo mayor fue ganarle una partida al futbolín, siendo él además ex-jugador de fútbol notorio en la Real Sociedad, y Javier Pradera sostenía que bastante bueno. Descubrimos esa otra afinidad, de origen infantil, claro, y yo le hablé de un bar de copas muy de moda en los años de la Movida, el Salón España de la calle Infantas, donde había en los bajos un futbolín de hierro, los únicos buenos: las barras eran recias, y los jugadores tenían dos piernas moldeadas en el metal. Muchas noches me medí yo en el Salón con diversas personas que lo frecuentaban, Juan Benet, Javier Marías, Blanca Andreu, Paloma Chamorro y una novia enormemente simpática y muy buena en la delantera que la periodista tenía entonces, cuyo nombre no recuerdo. También iban chicos de barrio al bar, y con ellos hicimos alguna liguilla: intelectuales versus macarras.
Con Elías jugué en el Salón España una sola noche. Y ganó el peor.