

Anne Tyler Para Rodrigo Fresán, al lado de la muy famosa El turista accidental la otra cima...
Si usted cree que una obra tachada por completo no puede poseer ningún significado literario, no siga leyendo estas 500 palabras, destinadas precisamente a sostener lo contrario. / El poeta experimental Fernando Millán trabaja con técnicas de tachado desde 1965, aunque en 1980 decidió llevar la operación a la tachadura de un libro completo. La depresión en España, reeditada por Ediciones La Bahía, es la apropiación canceladora del tercer volumen de un texto médico homónimo publicado circa 1983. Como puede verse en la imagen inferior, casi todo el libro está tachado, salvo –significativamente– la palabra “Conclusiones” de la página 85, y algunas letras sueltas que los tachones dejan visibles. Es importante enfatizar que he contado hasta veinte tipos diferentes de tachado (alguno inquietante que convierte el castellano en una especie de escritura gótico-germana), de lo que se deduce que amén de propósitos lúdicos o críticos, que los hay, se ha llevado a cabo un severo análisis técnico. / La “lectura” del libro es angustiosa, no porque no leamos sino porque lo que leemos, precisamente, es el sacrificio del sentido. Comentando el poemario Alarma (1975), de José-Miguel Ullán, escribe Túa Blesa que “las marcas del tachón han terminado por ser trazos del texto que se hace público. Es, en fin, el tachón, junto a la escritura tachada, lo que se da a la lectura”. / Sin embargo, sabiendo que el libro médico elidido con tanto cuidado versa sobre la depresión, entendemos lo que dice Millán en el epílogo cuando explica que una de sus intenciones era “deprimir la depresión con una tachadura” (p. 128). La de(im)presión resultante es, en consecuencia, la negación de una negación. Es todo lo contrario al gesto destructivo, porque implica una especial energía, una creación intensa: “tachar es una acción sistemática, una labor, un trabajo” (Millán, p. 129). / El filósofo Rancière ha descrito un “teatro de la desfiguración para la pintura, donde las figuras son arrancadas del espacio de la representación y reconfiguradas en otro espacio distinto”. Y, en efecto, la figuración o representación contemporánea puede ser también una desfiguración, un grito contra la necesidad de expresar lo previsible, que se vuelve pre(in)visible. / Estoy recopilando otros muchos ejemplos de tachado significativo en este tablero de Pinterest, entre ellos la creciente tendencia de la “Blackout Poetry”, que consiste en escribir poesía a partir de la borradura controlada de periódicos. / Una de las formas discursivas de nuestro tiempo, en consecuencia, se levanta sobre la negación del discurso, mediante un tachado expresivo que podemos encontrar en obras de Pedro Maestre, Ramón Bilbao, Mark Danielewski, Jorge Carrión, María Monjas, Salvador Plascencia o Isaac Rosa (en ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!, 2007, la tacha es discursiva, no visual). / “Pienso”, escribe Túa Blesa en Lecturas de la ilegibilidad en el arte (Delirio, 2011), “que la ilegibilidad del arte y de la literatura, las prácticas logofágicas, son sólo una sinécdoque de la ilegibilidad general del arte, que dice cómo todo arte es logofágico, ilegible” (p. 64). Oh, sí.
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(Fotos, tomadas por VLM: arriba, del libro de Fernando Millán; abajo, imagen de Alarma, de José-Miguel Ullán).
La pena de muerte está en retroceso en el mundo. Un retroceso vacilante con los coletazos dolorosos de países donde regresa de pronto tras un tiempo sin ejecuciones. Cada año son más los Estados que la eliminan y disminuye el número de sentencias capitales dictadas, pero, en cambio, en los últimos tres aumentó el número de ejecuciones.
Veintiuno son los países que eliminaron vidas humanas como resultado de un juicio el pasado 2012. Las cifras son todavía terribles: 680 ejecuciones, 1.722 condenas a muerte pendientes y un número impreciso en millares solo en un país, el mayor Estado homicida de nuestro mundo, que es China.
No hay mayor acto de soberanía por parte de un Estado que quitar la vida a uno de los ciudadanos. También hay otra cuenta más difícil, quizá más siniestra, que tiene que ver con la disolución del concepto de soberanía, y es la de las ejecuciones extrajudiciales, efectuadas por grupos paramilitares, mafias, terrorismo o Estados donde ni siquiera hay pena de muerte.
Nadie ha imaginado todavía la ecuación que conecta unas muertes con otras, los homicidios dentro de la ley con los asesinatos y los desaparecidos fuera de la legalidad, pero hay lugares donde la función matemática es efectiva, y suben de un lado cuando bajan del otro y viceversa, a veces de la mano de los mismos asesinos. Unas gracias al desorden social, y otras gracias a un Estado al que no le importa ni su propia legalidad.
El hecho es que los dos Estados más soberbiamente soberanos del mundo, que ahora son Estados Unidos y China, siguen siendo los campeones de la pena de muerte. El primero, el campeón occidental, con 43 ejecuciones judiciales y un número indeterminado aunque importante de ejecuciones extrajudiciales efectuadas fuera de su territorio nacional, en Pakistán, Yemen y Somalia.
China es el campeón absoluto con su imprecisa plusmarca secreta que se cuenta en millares. Irán tiene el récord islámico (314 reconocidas, aunque pueden ser más de 600). Le persiguen Irak, la democracia que iba a construir Bush (129), y Arabia Saudí, el amigo de Washington (79 ejecuciones, casi todas en público). Hay países como Egipto donde son numerosas las sentencias capitales de tribunales militares, pero no se tiene información sobre su ejecución.
Gambia es una de las malas noticias de África, puesto que siete personas fueron fusiladas en un solo día en 2012. La vergüenza europea es Bielorrusia, donde se sigue juzgando y ejecutando como en los peores tiempos soviéticos, con un tiro en la nuca.
La estadística es la base del conocimiento y luego de la acción. Amnistía Internacional, con su informe anual sobre el estado de los derechos humanos en el mundo, de donde salen estas cifras, rinde un servicio impagable a quienes quieren saber para poder empujar y conseguir que los Estados homicidas dejen de serlo.
Yo tenía 19 años y el pelo por los hombros. Mi novia, mi primera novia, tenía el pelo casi por la cintura y vestía faldas de colores. Íbamos de mochileros a Bariloche. Cruzamos a Chile, y el paso fronterizo, un gendarme con cara de piedra le quitó a mi novia las flores silvestres que yo le había regalado esa mañana y las arrojó en un horno.
Era una campaña contra las plagas que se transmiten por animales y vegetales. No se podía pasar con productos frescos por la frontera. Pero ese policía fronterizo echando las flores con asco en un horno fue para mí una de esas escenas potentes, de las que refuerzan una idea apelando a los sentidos.
¿Me caían mal los chilenos? Supongo que en esa época hubiera respondido: "Sí, como a todo el mundo". Eran el otro, el que estaba del otro lado.
¿Cómo cambié? No empecé por un sentimiento: ni la empatía ni la simpatía ni mucho menos la tolerancia.
No: poco a poco, día a día y año a año, yo me fui acercando a ver, preguntar, oler, entender, hasta comprobar que el otro es otro yo.
¿Qué estás haciendo?, le pregunté a un artesano chileno hace seis años, cuando entré a su tienda en Puntarenas, en la punta sur del continente, a comprar pilas para mi grabador.
Yo estaba en un viaje de investigación para mi libro Los viajes del Penélope. Acababa de aterrizar de las Islas Malvinas y estaba a punto de volar a Santiago, y de ahí a Buenos Aires.
El artesano chileno estaba grabando plaquitas para los soldados del regimiento. Para que se supiera quiénes eran cuando sus cuerpos no fueran reconocibles.
¿Vos también hiciste el servicio militar?, le pregunté. Y me contó que la instrucción consistía en perseguir una oveja y degollarla con la bayoneta. Y yo me acordé de la bayoneta de mis compañeros de ejército, en 1981, atacando a un muñeco de paja y gritando "¡Muerte al chileno!".
Obviamente, la instrucción chilena preparaba mejor para la guerra. Para la paz, ahí estábamos, en medio del frío patagónico, el hombre de las plaquitas y yo, recordando el servicio militar y cómo nos habían enseñado que el otro era el enemigo y había de aniquilarlo.
Y yo sentía que era yo el siguiente en la línea, que ya había pasado el chico de campo que mató su oveja sin problema, y que ahora me tocaba a mí: tenía que agarrar mi oveja, ante la mirada del teniente.
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Verlo desde adentro y en ese proceso, verme a mí mismo desde afuera, desde su lugar. El periodismo narrativo, al acercarse, compartir mucho tiempo, vivir la vida del otro, aprende a ver que lo que pensábamos que era exótico es en realidad muy cercano a nuestra propia experiencia.
Pero también nos permite vernos a nosotros mismos, a nuestro grupo, sociedad o generación, desde afuera. Vistos de muy cerca, todos somos rarísimos.
En Argentina, cuando uno escribe un artículo donde aparece un chileno y no quiere repetir mucho la palabra, en la segunda o tercer mención pone `transandino'. El chileno es el que está del otro lado de los Andes. Nosotros estamos del lado de acá. Ellos, los transandinos, están del lado de allá.
Cuando me presentó un profesor en la primera conferencia que dí allá, en la Universidad Católica de Valparaíso, les dijo a los asistentes: "Tenemos al profesor transandino Roberto Herrscher".
Y yo lo miré y pensé: ¿Cómo transandino? ¿Transandino yo? ¡Si son ustedes!
Es obvio: para ellos la montaña está hacia el este, y del otro lado, nosotros. Desde su lado, el transandino soy yo. ¿Qué pasaría si los judíos y palestinos tuvieran la misma palabra para unos y otros? Y los católicos y protestantes en Irlanda, y los serbios y croatas...
O sea que yo creía que ellos eran trasandinos, y resulta que en Chile el transandino soy yo. Pero hay que meterse mucho en la casa del otro para verse a sí mismo con sus ojos.
En definitiva, todos somos transandinos del otro. La montaña que los hombres tenemos que cruzar para acercarnos a la forma de ver el mundo de las mujeres es la misma que tienen que cruzar ellas, ustedes. Entre nosotros y nuestros padres, entre nosotros y nuestros hijos, entre nosotros ciudadanos de a pie y los dueños del mundo, entre nosotros los blancos y los inmigrantes africanos, hay una montaña. Hay que cruzarla.
Y el camino para cruzarla es iniciar un relato. El relato del viaje.
Un efecto muy característico de los abusos con el alcohol es que lo vivido bajo se influjo queda en blanco en la memoria. Parece cosa de magia pero así es. Algunos amigos despertaron de la borrachera al lado de la baranda de un río o en el filo de un puente, otros habían pegado a la mujer o los hijos y no daban crédito a ello. Otros insultaron gravemente y nunca lo hubieran podido suscribir. El borracho no dice la verdad, la simplifica cruelmente.
Tan cruel que el alcohol actúa como un mal tan severo para la salud como temible para la convivencia, dicen los médicos y las asociaciones de Alcohólicos Anónimos que hacen cuanto pueden contra la adicción. Enfermedad fatal, incurable, mortal, dicen ellos. La bebida del alcohol a grandes dosis disminuye la vida empeorando el estadio de casi todos los órganos. Pero posee además una facultad sintética fundamental: borra la vida. Y no la buena o la mala sino la vida. Apaga la cinta del filme.
El alcohol disuelve la experiencia vivida y a rajatabla. Hasta su aniquilación. Y sin experiencias, atacado por esta amenaza de colores y expendida sin tasa en los bares, ¿cómo apartarse de beber gin-tonics o whiskies o cualquier licor?
Y un agregado más contra el tópico de bañar los triunfos en alcohol. El alcohol no recompensa sino que, al revés, enferma. Los éxitos, las bodas, las buenas noticias se celebran con alcohol que precisamente actúa como un delegado de la muerte y contra la vida.
Mata la alegría sana para convertirla en angustiosa tempestad, deshace la celebración para dar paso al triste y amargo malestar. Sólo los personajes autodestructivos son capaces de no ver de qué manera el alcohol perjudica el posible bien de sus vidas que en el pozo del alcohol se convierten en abominables pesadillas.
Hay campañas intensivas contra el consumo del tabaco pero aún más debían lanzarse contra el consumo excesivo de alcohol. El tabaco mata pero mata sobre todo a uno mismo en la angustia de la respiración terminal. Pero alcohol mata además relaciones, mata el trabajo, mata amores, familias y mata a gentes de alrededor que a su vez se convierten en involuntarios verdugos con la ineludible condena del bebedor y la distancia desconsoladora que crece.
Hemos vivido de sueños: el viejo sueño americano representado por Estados Unidos, que parece conformarse hoy con un discreto segundo plano y se limita a buscar cooperación en el plano del tráfico de drogas y a la firma de tratados de libre comercio, un paraíso abierto para las mercancías pero cerrado para los inmigrantes; el sueño europeo, siempre distante, la idea de la democracia plena y el bienestar social, la doctrina de la defensa del medio ambiente, la calidad de vida y la acción internacional pacífica; y ahora el sueño chino tan tentador para los autócratas de siempre: te compro todo y me vendes todo y ambos nos hacemos ricos sin hacernos preguntas embarazosas en cuanto a la democracia.
En menos de dos décadas, afirma Javier Valenzuela, lo que habrá en el mundo es una "guerra de tronos", como en la edad media, "con múltiples reinos, señoríos y ciudades de fuerzas más o menos semejantes, compitiendo implacablemente unos con otros sin que ninguno pueda imponerse con rotundidad".
De modo que el sueño propio de América Latina será la participación en ese nuevo reparto, al menos para aquellos de nuestros países cuya dimensión y fuerza se los permita. Como en el teatro, unos autores pasarán a la penumbra en el escenario, y otros se acercarán a los reflectores, y quienes ganen poder económico terminarán reclamando su propia zona de influencia, y su propio estatus, como en el caso de Brasil y México, que demandan ya un asiento en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Obama se ha rebelado. Contra sí mismo. Contra la inercia que le hace seguir el surco trazado por Bush en su guerra global antiterrorista. No es una rebelión súbita, pero ha salido a la luz en su discurso de la pasada semana en la Universidad Nacional de la Defensa. Lleva gestándola al menos desde aquella foto que captó su gesto grave y su mirada intensa en la Situation Room, una noche de primavera hace dos años, cuando ordenó ejecutar a Osama Bin Laden. Y sobre todo, desde la muerte en Yemen de Anwar Al Awlaki, un dirigente terrorista con ciudadanía estadounidense, alcanzado por un misil junto a su hijo y a otro árabe, ambos también con pasaporte americano.
Obama no se gusta como comandante en jefe. Por las promesas que no ha podido cumplir, como el cierre de Guantánamo, pero también por los efectos indeseables de sus decisiones, como la muerte de civiles inocentes en los ataques con drones. "Estas muertes nos perseguirán mientras vivamos, al igual que nos perseguirán las víctimas civiles que se han producido en las guerras convencionales de Irak y de Afganistán", dijo en su discurso.
Obama asume el peso moral de su responsabilidad, pero le disgusta su dificultad para conducir en vez de ser conducido. Sobre todo en el territorio que le es más propio, el de la imposición del marco conceptual, el relato político, cuestión en la que todavía se siente superado por el relato que le legó su antecesor. Al soberbio narrador en jefe que es Obama le pesa como una losa su incapacidad para construir una nueva narrativa que saque a Estados Unidos de la guerra maniquea contra el evanescente fantasma del terrorismo islamista con el que los neocons sustituyeron al enemigo comunista. No han sido pocos los esfuerzos para desarmar esta historia. Muchas ideas neocons, como la legalización de la tortura, han ido quedando obsoletas, pero el argumento básico de la obra sigue guiando todavía la política antiterrorista de EE UU, reforzado incluso por las decisiones de Obama en dos capítulos: la acción exterior unilateral, con el incremento de los asesinatos selectivos (40 bombardeos teledirigidos con Bush, 375 con Obama); y las libertades civiles, con la intensificación de la persecución de filtraciones periodísticas, aun a costa de erosionar la libertad de información.
El fracaso es mayor en la medida en que el antiterrorismo ha constituido el alma de la política exterior de Bush. Obama no tendrá una política exterior enteramente de su factura hasta que no anule el surco recibido mediante el trazo más fuerte de un surco propio y adaptado a su idea de cómo debe ser el mundo. "Debemos definir la naturaleza y el objetivo de este combate, o en caso contrario este será quien nos definirá", dijo la pasada semana.
Los drones han sido el paliativo para la falta de definición. Washington ha podido mantener la seguridad sin arriesgar tantos medios materiales y humanos, pero a costa de la imprecisión y de un cierto descontrol que ha empezado a perjudicar a la propia imagen de EE UU. Obama sufre como resultado un desprestigio paralelo al de Bush con la guerra de Irak por causa de las víctimas civiles causadas.
La idea de retirarse de los escenarios bélicos y sustituir la acción antiterrorista por el uso de aviones teledirigidos está seriamente cuestionada. A partir de ahora deberán cambiar los criterios para la autorización de los disparos e incluso la terminología. Disminuirán los llamados ataques autorizados (signature strikes), en los que se ataca a grupos armados sospechosos; y se utilizará el concepto de ataques personalizados (personality strikes), cuando se perciba una amenaza identificada, concreta e inminente contra ciudadanos estadounidenses y se tenga una cierta certeza de que no habrá víctimas civiles.
Una autoridad judicial o ejecutiva deberá supervisar los ataques con drones, singularizados y excepcionales: ya han caído en picado los efectuados desde enero. Será el ejército y no la CIA quien se irá haciendo cargo de efectuarlos, pasando así del territorio del secreto y el vacío legal al de la luz y la legalidad militar. El estado de guerra permanente, con erosión de las libertades internas y barra libre para acciones unilaterales en el exterior, va a terminar. Será derogada la autorización del uso de la fuerza que aprobó el Congreso después del 11S. Obama quiere cerrar así el capítulo de la guerra global contra el terror y legar una nueva estrategia antiterrorista a su sucesor. Tiene apenas tres años para hacerlo, además de cerrar Guantánamo, o en caso contrario el legado antiterrorista que recibirá el siguiente presidente será todavía el de Bush.
El asunto que evocaba en la columna anterior se halla directamente vinculado al problema del peso del sujeto en la observación cuántica, en la operación de archivar y consignar los resultados en un proceso de medición, y de hecho es indisociable del problema del realismo en un sentido fuerte, es decir, de la existencia o no existencia del universo como conjunto unificado de entidades provistas de propiedades, aun en ausencia de todo testimonio relativo a tal estado de cosas.
La teoría cuántica se ha encontrado ante el dilema de determinar si una medición nos da información sobre el estado de cosas que precede a la medición, o solamente sobre el estado de cosas que resulta de la propia medición. Y digo que se ha encontrado ante ese dilema porque a pesar de los protocolos teóricos y las concreciones experimentales que se suceden desde hace medio siglo y que van más bien en el sentido de la segunda hipótesis, la asunción de la cosa se antoja tan enorme que no han cesado de surgir tentativas para hace compatible el trabajo efectivo de la física cuántica con hipótesis realistas, deterministas y causalistas que permitan excluir la tesis de que el mundo físico se halla en un grado importante regido por el azar (1), pero sobre todo excluir la tremenda tesis antropológica según la cual, el singularísimo papel que el hombre juega en la configuración del mundo, hace imposible su reducción a momento en el devenir de ese mundo.
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(1) Ejemplo elemental: un fotón polarizado en un ángulo equidistante entre la vertical y la horizontal que se encuentra con un polarizador horizontal, tiene cincuenta por ciento de posibilidades de pasa o no el filtro, sin que quepa atribuir el comportamiento efectivo a otra cosa que el azar.
Emilio Butragueño, El Buitre, el histórico goleador merengue y actual director de Relaciones Institucionales del Real Madrid, anda de gira por Latinoamérica. Hace unos días estuvo en Guatemala y ayer, me entero por la foto del diario, apareció en Santiago de Chile presentando el proyecto de la escuela del Real Madrid.
Butragueño es la cabeza del plan con que el Madrid le está saliendo a competir al Barcelona, que hasta ahora lleva amplia ventaja, en la recolección de materia prima futbolística. Una rivalidad que se juega en las canchas latinoamericanas, y donde los goles consisten en fichar a los mejores chicos que en el futuro próximo puedan ser el nuevo Messi, Falcao o Neymar.
Durante más de dos años recorrí América Latina haciendo, de manera solitaria, el mismo trabajo de instituciones gigantes como el Real Madrid y el Barcelona: buscar a un jugador infantil que quisiera triunfar en Europa. Cuando uno me interesaba, hablaba con su padre para pedirle un precio. Si ya tenía representante (es común que menores de 12 años ya lo tengan), ya no me servía. Buscar y desechar y regatear, como siempre que uno anda de compras.
De aquel viaje salió Niños futbolistas, un libro que pronto saldrá a la venta en España con el sello Blackie Books, y donde aparecen niños, padres, madres, representantes, agentes, entrenadores, goles, triunfos y derrotas por los distintos países que fui recorriendo.
Al ver ayer la foto en el diario (la que aparece arriba), con el Buitre rodeado de niños que sueñan con triunfar en el Bernabeu, pensé un par de cosas:
Por un lado, que chicos como los de la foto se pueden comprar por 200 dólares (aunque los de la foto ya deben tener un pre-contrato cerrado con la Escuela del Real Madrid).
Por otra parte, que en un par de semanas estaré presentando Niños futbolistas en Madrid y Barcelona, donde funcionan las dos más grandes maquinarias recolectoras de chicos jugadores latinoamericanos.
@menesesportatil