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Dúplex

Aprendí inglés gracias a las portadas, las carátulas, los estuches de los discos de 45 RPM, las fundas en las que aparecía, junto al título español de la canción, su título original que casi siempre era inglés dada mi preferencia por los Platters, por los Everly Brothers, por Paul Anka, Sonny James, Neil Sedaka, Pat Boone, Roy Orbison, Elvis Presley, y demás genios estadounidenses. Ahora, aprendo portugués gracias a MERCADONA; mientras meriendo voy leyendo los envoltorios de las galletas, del chocolate, del yogur líquido y del resto de productos, etiquetados, rotulados, invariablemente, en expresión bilingüe hispano-portuguesa. La dualidad, el nombre doble, parecido, pero no exacto, es algo consustancial a mi vida… y, por cierto, ahora recuerdo un asunto que me tuvo preocupado durante meses, quizá durante años, el porqué la ópera de Alban Berg se llamaba Wozzeck y su fuente, el drama inconcluso de Georg Büchner, se llamaba Woyzeck. Dicen que fue un error de imprenta en la cubierta de la edición del manuscrito del drama de Büchner, error que transformó el “Woyzeck” original en un espurio “Wozzeck”, grafía leída por Alban Berg y utilizada para su ópera. Quizá sea así pero realmente da igual, quiero decir que lo que me importa es el hecho de la dualidad, la condición doble, casi diría la condición del doble, del sosias, del otro, la copia que se te parece tanto que muchos o todos creen que eres tú, como esa persona que vi sentada en el extremo de la primera fila, pegado a la pared, cuando yo me sentaba en el extremo que daba a la puerta de entrada del salón de actos del Círculo la Unión de la localidad jienense de Torredonjimeno, y que se parecía tanto a mí que al terminar la presentación del número 20 de la revista cultural Órdago, me levanté rápido del asiento para conocerle, para interpelarle, casi para exigirle de forma puede poco educada que me dijera quién era él realmente, porque a todas luces Gregorio Malaca era yo, Gregorio Malaca soy yo.

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30 de diciembre de 2024
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La boca de Marisa

 

No he querido mirar en el tanatorio las facciones de Marisa Paredes a medida que la muerte se apoderaba de ellas como un invasor orgulloso de su conquista. Mi mirada ha ido hacia atrás, más de treinta años atrás, la noche en que la boca de la actriz nos maravilló en el escenario del teatro María Guerrero, y ganó el desafío: decir a velocidad vertiginosa dos de las cuatro magistrales piezas cortas de Samuel Beckett repartidas entre el actor (Joaquín Hinojosa) y la actriz, Marisa Paredes, dirigidos ambos en las cuatro por el escritor y cineasta Álvaro del Amo.

De aquel fascinante espectáculo es imposible olvidar esa boca femenina de distintas edades diciendo a borbotones el monólogo “Yo no”, donde solo una boca desmesuradamente abierta brilla en la oscuridad de las tablas, salmodiando un texto a medias entre la plegaria y el trabalenguas, eje central de ´Beckettiana’, pues así fue llamado el conjunto de obras para su estreno.

La imagen última de aquella velada teatral fue el encuentro entre bastidores de la protagonista escénica y el ingeniero Benet, el traductor escogido por el CDN y aprobado expresamente por los muy estrictos editores-albaceas de Beckett. Como los dos, Marisa y Juan, eran de talante humorístico, cada uno a su modo, el encuentro nos hizo reír a gusto a sus acompañantes de la farándula y la novela. “Sudden flash” fue el lema preferido para tomarnos el pelo unos a otros. La pequeña frase se repite como un mantra  en toda la duración del original inglés; Benet lo había traducido como “repentino fogonazo”, que alguno de nosotros encontraba demasiado largo de sílabas. “Sudden flash” es bastante más corto, y así, con cierta discrepancia, nos separamos. Aunque, contando a Javier Marías, han muerto ya tres de aquellos amigos, el brillo de sus libros y de sus actuaciones en cine y teatro, les hace duraderos.

Marisa ha muerto entre ensayos de teatro y sesiones de rodaje cinematográfico.

Supo muy pronto que el compromiso de los artistas no sólo es con la tradición de su arte sino con el futuro de su sociedad.

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28 de diciembre de 2024
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Armarmadura (Encontré tu disfraz de encierro cósmico)

Comparto un breve texto sobre la última intervención del artista mallorquín Grip Face (David Oliver, 1989):

En una postura aparentemente cómoda, recogida -los brazos abrazando las piernas en un gesto protector- una entidad extraña y refulgente va perdiendo el aire que circula por su cuerpo hasta quedar tumbada, desangrada: se asemeja a un erizo explorador que, al salir al mundo exterior el ir alejándose paulatinamente de su hábitat, es sorprendido por unos faros encendidos y arrojado de un golpe en una cuneta.

En un espacio íntimo, alejado del ruido del mundo y su masificación, David Oliver instala un disfraz efímero solo al alcance de unas pocas personas privilegiadas; en su refugio -una cantera bajo tierra-, este ser se esconde de una sociedad que rehúye, de la cual ha decidido activamente no formar parte. La desilusión frente al sistema perfectamente articulado del mercado del arte se manifiesta en forma de espinas que apuntan directamente a los artistas: así, la máscara es a la vez arma y armadura, ataque y defensa, baile y contención.

Es un momento complejo para Oliver; a menudo a gusto en los entornos desolados, busca proyectos que le hagan sentir vivo y le devuelvan el uso de su lenguaje esencial. Acostumbrado a trabajar también fuera del circuito de galerías y museos, esta necesidad de habitar los márgenes no resultará ajena a nadie que se haya abandonado completamente al acto creativo: en un sistema en decadencia, rodeado de campos de batalla abiertos sembrados de minas antipersona, es menester continuar con la búsqueda de lo familiar, lo cálido, lo suave y lo mullido. Delicado con sus alrededores, el artista plantea una escultura site-specific blandita, que se adapta a su contenedor y que, lejos de ser invasiva, le aporta una nueva dimensión: lo universal tornándose cobijo, el silencio y la reflexión apoderándose de los lugares e invitándonos a una reflexión tan fundamental como ineludible.

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27 de diciembre de 2024
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La esgrima de los duelistas

 

En la batalla cultural de nuestro siglo, como si fuera un duelo de esgrima entre dos oficiales de la caballería napoleónica –no siempre con los buenos modales que describe Conrad en su novela–, se sostienen vigentes los conflictos y las disputas que han forjado nuestra razón política. Va pasando el tiempo, pero no parece que las querellas entabladas por el genio polémico de los pensadores, artistas y escritores muertos, tan minuciosamente reconstruidas en Un duelo interminable, puedan darse por caducadas.

El nuevo libro del historiador José Enrique Ruiz-Domènec, granadino y barcelonés, aparece tras los recientemente publicados por la editorial Taurus ( El sueño de Ulises , El día después de las grandes pandemias , Informe sobre Cataluña) y después de las obras rescatadas que va incorporando a su esmerado catálogo (La novela y el espíritu de la caballería).

El historiador inglés Eric Hobsbawm fechó el inicio del corto siglo XX con la Gran Guerra; su final, con la caída del Muro de Berlín y la dispersión de la Unión Soviética. El nuevo libro de nuestro historiador, la sinfónica reconstrucción de la batalla cultural que da forma a nuestra visión del mundo, sugiere no dar por consumado el largo siglo XX.

Las ideas desplegadas en la mentalidad contemporánea y las fuerzas incubadas durante el prolongado siglo (1871-2021) conservan su aleccionadora virulencia y permanecen enfáticamente presentes en los dilemas y encrucijadas de nuestro ahora.

Los protagonistas que encabezan el ambicioso relato de Ruiz-Domènec son, no en balde, dos historiadores: Jacob Burckhardt y Jules Michelet. Un reconocimiento a la vocación académica desempeñada por el autor durante su prolífica carrera y un elogio al desafío intelectual y moral que supone interpre- tar el sentido solapado por el paso del tiempo.

En la década de 1870, cuando Giuseppe Verdi va ultimando la partitura de la ópera Aida que se estrenó en El Cairo, el suizo Burckhardt detecta la corriente profunda que configura los episodios más notables de la historia, el francés Michelet dibuja los lindes que ayudan a entender las mutaciones del tiempo histórico, Nietzsche atribuye al Estado el afán de dirigir el curso de la cultura, Wagner se dispone a recuperar el lado oscuro de los mitos, el levantamiento de La Comuna de París acaba con el imperio de Napoleón III, los pintores Pisarro, Manet, Degas et alter convocan la insurgencia estética del movimiento impresionista… En esta bisagra temporal sitúa Ruiz-Domènec los comienzos de nuestro largo siglo XX.

La cronología del historiador registra los parentescos, forcejeos y simetrías entre la literatura, la música, el cine, el teatro y la filosofía que emana en cada uno de los momentos vertebrales de nuestra época. El gran puzle de las ideas que nuestro autor encaja en la cartografía cultural de los hechos históricos muestra la fabulosa complejidad de un siglo atestado de inteligencia, imaginación y coraje intelectual.

El libro de los combates culturales podrá leerse también como el tratado de un método histórico: tan raro será predecir el futuro como adivinar el pasado. Pese a la penetrante indagación de los historiadores dedicados a entender la articulación de los acontecimientos subsiste entre ellos la callada sospecha de estar ante una oscura causa inabordable. Y es precisamente la incesante discusión de las mejores cabezas, culta, elegante y civilizada, la obra de los pensadores que desbrozan las imposturas del siglo, la que contribuye a descifrar la tupida trama de la Historia.

En la enciclopédica narración de Ruiz-Domènec aparecen consignados los artífices de estos 150 años y el decisivo papel que han jugado en la composición de nuestro patrimonio cultural. El lector atento podrá seguir el hilo que lo sacará del intrincado laberinto y descartar para siempre la tentación de la banalidad doctrinaria. Errico Malatesta y Guillaume Apollinaire, Schönberg y Coco Chanel, Picasso y Heidegger, Sartre y Kerouac, Salinger y Pasternak, Robbe-Grillet y Bob Dylan, Habermas y Foucault, Harari y Ratzinger, son algunos de los duelistas que se han batido en los acuciados escenarios de su tiempo.

Hace pocos días leíamos en la prensa las declaraciones del nuevo secretario general de la Otan, el político neerlandés Mark Rutte. Su petición a los países miembros de la Alianza Atlántica no se limitaba a reclamar el aumento de los presupuestos que cada país dedica a la industria armamentística, sino a crear una verdadera “mentalidad de guerra”, una especie de alarma que nos predisponga a empuñar las armas. La sorprendente proposición, que tan vivamente contrasta con la disputa de las ideas civilizadas y que tanto recuerda la retórica guerrera de los peores tiempos de nuestra historia reciente, no parece haber escandalizado a la opinión pública pero nos proporciona la ocasión de recomendar la urgente lectura del libro de Ruiz-Domènec. Al advertir el peligro de un nuevo fracaso de la Historia, incapaz de bloquear la patológica inercia del belicismo, el autor de Un duelo interminable nos invita a contribuir a la batalla cultural, a la esgrima de la inteligencia, al torneo que perfeccionará, pese a todas las dificultades, el compromiso ilustrado de la paz perpetua.

 

Publicado en Cultura|s de La Vanguardia



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23 de diciembre de 2024
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Ormond el sangrante

Julia Ormond, la actriz inglesa (Surrey, 1965) de peculiar atractivo, ha reaparecido, tras décadas de enclaustramiento, en el Festival de Cine de Turín de este año para recoger un premio, dejando sorprendido al público por el cambio físico experimentado; hablan, los medios, de que ha envejecido con naturalidad lejos de la dictadura estética, hasta el punto de resultar irreconocible. Por la coincidencia en el apellido y, más aún, por las guadianescas trayectorias, recupero un relato de 1998 incluido en el libro de artista Cavernas y otros orificios que se halla en fase preliminar de edición conjunta con mi amigo pintor y escenógrafo Frederic Amat.

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Una etapa de mi vida de la que nunca he hablado es la que pasé en Santander como celador en el Hospital Marqués de Valdecilla. No digo que fueran años especialmente esplendorosos pero sí cumplieron a la perfección con el objetivo deseado: vaciarme a fondo, sentimental e ideológicamente. Además, y por eso rescato ese periodo, pude conocer a algunos personajes realmente sobresalientes de los que destacaré uno, el hombrecillo parlanchín y vivaracho que apareció la madrugada de un domingo de invierno contando a todo el que se le ponía a tiro, en especial al sufrido personal de recepción, que a él le sangraban no sólo los orificios sino que también se le cubría la piel de sangre. Preguntado que cuándo le sucedía dicho fenómeno respondió que cuando le daba la gana. Llamaron al corpulento doctor López, el internista de guardia, entraron juntos en la sala de reconocimiento, y nunca más volví a ver a tan minúsculo individuo. Estas vacaciones, en las fiestas patronales del pueblo del que soy originario, me sorprendió ver que junto a los habituales autos de choque, noria gigante y caballitos, se había instalado un barracón pintado de rojo y con aspecto de búnquer, ya que carecía de vanos excepto la taquilla y una estrecha puerta tapada con una pesada cortina. Compré un tique y entré. Daba miedo. La oscuridad casi absoluta y el aire viciado se complementaban con la música siniestra que surgía de una chirriante gramola. Me senté, apartado del resto de espectadores, todos hombres, que fumaban compulsivamente. El espectáculo fue breve. Un alfeñique, anunciado, con grandes caracteres, como ORMOND EL SANGRANTE, en pijama hospitalario, se tendió, tras despojarse de la parte superior de la prenda, sobre una cama metálica, y un tipo corpulento, ataviado de galeno, le dio a la manivela para incorporarlo de modo que pudiéramos constatar, a la luz de un foco, cómo, de repente, comenzaba a sangrar por la boca, por la nariz, por los oídos, luego por los ojos y, finalmente, por toda la superficie de piel que quedaba al descubierto.

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20 de diciembre de 2024
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Diferencia material: el verbo en sus dos polos

 

“E hizo Dios (kai epoiesen ho Theos) el hombre (ton anthropon). E imagen de  Dios ( kai eikona Theou) lo hizo (epoiesen auton), varón y fémina (arsen kai thelu) los hizo (epoiesen autous)”. Génesis 1. 27.

Evoco este pasaje fundamental de nuestra cultura, apuntando como se verá a una controversia que juega un papel importante en la escena política actual.

Empecemos por el texto. No cabe racionalmente discutir sobre si el verbo se hizo carne, pero siendo, como es, indiscutible que nosotros representamos una singular vida de la cual emerge el verbo, cabe perfectamente preguntarse cómo tal cosa ocurrió. Cabe preguntarse por la razón de que en el registro genético se operara esa revolución por la cual a los instintos que reflejan simplemente la tendencia de la vida a perseverar, se sumó el denominado por Pinker "instinto de lenguaje", tendencia no tanto a conservar la vida, como a conservar una vida impregnada por las palabras. Y he tenido múltiples ocasiones de señalar en este foro el carácter subversivo de este nuevo instinto, que se refleja en el hecho de que puede llegar a no ser compatible con los instintos directamente vitales, tal como sucede cuando, bajo amenaza de tortura o muerte, un ser humano no traiciona convicciones forjadas en la complicidad de una palabra compartida.

Apostar por una legitimación genética de la hipótesis según la cual el hombre, y sólo el hombre, posee un dispositivo que lo hace vehículo del lenguaje, equivale a apostar por el peso de las palabras, sin por ello hipotecarlas buscando su matriz en un ser trascendente. Apuesta de la cual es indicio la disposición de espíritu de narradores y poetas en el acto creativo.  Nuestra condición de seres de palabra posibilita que, con plena lucidez, podamos sentir que nos motivan objetivos no subordinados al mero persistir; sentir que la finitud inherente a los entes naturales, y por consiguiente también a los seres vivos, siendo lo inevitable, no es sin embargo lo único que cuenta.

Y vuelvo al texto del Génesis que ponía en exergo a fin de puntualizar algo que tantas veces ha sido olvidado o relegado, a saber, la intrínseca polaridad que supone el hecho de que el lenguaje haya surgido desde la animalidad, o en la metáfora bíblica que la palabra se haya encarnado. En el origen contenido único de Dios, el Verbo decide tener contrapunto de sí mismo en la naturaleza y en la vida. Y a fin de reconocerse en esta alteridad, proyecta su propia imagen en los dos polos del hombre, haciendo que varón y fémina sean asimismo Verbo (“varón y fémina -arsen kai thelu- los hizo”) Y ya que tantas veces la interpretación de la Biblia recurrió al aristotelismo de forma abusiva, me permitiré respecto a este texto evocar una distinción fundamental establecida por el Estagirita.

La diferencia específica en el seno del género de los animales permite diferenciar a un ser humano de un chimpancé. Pero ¿qué es lo que permite diferenciar a Sócrates de Calias, es decir, a un individuo de otro individuo, en el seno de la especie humana? Obviamente esta diferencia no es específica, no es una diferencia formal y en consecuencia no es cabalmente inteligible, puesto que la intelección es para Aristóteles precisamente la especificación. Mas entonces, ¿por qué no confundimos a Sócrates con   Calias? Pues por la percepción de una diferencia material (por oposición a formal), la cual está sometida a arbitraria variación.

Nótese que esta concepción de la diferencia entre individuos no está muy alejada de lo que se podría sostener desde la genética actual. Hay partes del ADN que no codifican proteínas y que tienen la característica de la iteración. Sean dos Individuos I1 e I2.  Un importante rasgo diferencial entre ellos es que, si comparamos las secuencias repetitivas que se dan en uno y otro, encontramos puntos de coincidencia, pero en ningún caso encontramos identidad. La inmensa variabilidad en el seno de este ADN repetitivo sería una de las causas de que un individuo sea diferenciable de cualquier otro por una suerte de marca digital genética. Estas secuencias repetitivas no parece que reporten para el individuo ventaja alguna desde el punto de vista de la selección. Su única utilidad aparente (como la diferencia material aristotélica) es la de ofrecer un criterio para aproximarse a la captación de ese límite del conocimiento que constituye para Aristóteles el individuo. Pues bien:

La diferencia material aristotélica concierne principalmente a la distinción entre individuos, pero no exclusivamente. Así cuando no confundimos al ser humano Marco Antonio con el ser humano Cleopatra, en razón de que el primero es varón y la segunda fémina, estamos asimismo estableciendo una diferencia puramente material. Ahora bien, la diferencia eidética, la diferencia formal o específica, es la que para el Estagirita tiene no sólo importancia epistemológica sino dignidad ontológica.  En consecuencia, en el seno general de la animalidad la diferencia entre macho y hembra sería poco relevante, pues lo que cuenta es la cualidad que especifica, que hace una especie frente a otras especies. La cosa es sin duda problemática tratándose de la animalidad en general, donde las variables esenciales son de orden biológico, pero tratándose de la especie humana lo secundario de la polaridad se incrementa por el hecho de que, en este caso, macho y hembra no son polos de una especie entre otras, sino polos de la única especie en la que se da esa emergencia que supuso el Verbo.

Si en lugar de las palabras que cierran el anterior párrafo, decimos “la única especie en la que proyectó el Verbo” se evidencia que el relato bíblico es simplemente una portentosa metáfora de la excepcionalidad de nuestra condición.  Y un apunte al que aludía al principio: la concepción de la diferencia varón -fémina como meramente material quita peso a la actual disputa entre los que defienden una concepción de la feminidad en la que cuenta mucho la disparidad genética y los que la relativizan.

Y un segundo apunte relativo a la traducción misma del texto bíblico.  El término sustantivo  hombre designa en nuestra lengua  a la vez al ser humano (como homo  en latín) y al varón (como vir en latín), siendo el contexto el que muestra el sentido en cada caso.  Tal sustantivo posee en nuestra lengua sinónimos, pero obviamente los sinónimos no son siempre absolutos, ni siempre intercambiables. En ciertos casos hombre puede ser susttuido por personaser, o cualquiera de los  términos sinónimos que ofrece la RAE. Pero en otros casos tal sustitución simplemente distorsiona la idea que se trata de expresar. Si en razón del carácter no inclusivo de la segunda designación se renunciara al uso de “hombre” para designar la humanidad, estaríamos simplemente debilitando el universo potencial de la significación.

 

 

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19 de diciembre de 2024

'Un brazo muerto del río' de Mikolaj Grynberg ( Acantilado, 2024)

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Mikolaj Grynberg: los profundos silencios y las heridas indelebles de la Polonia judía

¿Qué ha quedado de la cultura judía en Polonia? Es más, ¿cuántos judíos residen todavía allí? ¿Y los que se quedaron o regresaron, así como sus hijos (se calcula que la comunidad judía asciende hoy a unas decenas de miles de miembros), qué vida llevan? ¿Cuál es su relación con el resto de los polacos? ¿Cómo les afecta el fantasma del Holocausto y el antisemitismo latente? ¿Prima el silencio? ¿La reconciliación? ¿La suspicacia? ¿Y qué opina la diáspora de ellos, de los judíos polacos, y de Polonia?

Son treinta y una viñetas, separadas por evocadoras fotografías en blanco y negro, las que Mikolaj Grynberg (Varsovia, 1966) construye a modo de micromonólogos dirigidos a un entrevistador fuera de campo -pista tras pista acabamos por entender que es el propio Grynberg-, y tratan de dar respuesta a estos interrogantes, a partir de historias concretas, centradas, sobre todo, en la segunda generación nacida durante la guerra o después.

La capilaridad del trauma

Testimonio a testimonio (aunque estamos ante una obra de ficción, podría considerarse una síntesis de los tres volúmenes documentales previos del autor, con entrevistas a supervivientes y sus descendientes) se va perfilando la cultura judía polaca contemporánea, sus heridas indelebles, sus profundos silencios: "¿Te das cuenta de que vives en un brazo muerto del río? El caudal ha ido haciendo meandros, un brazo ha quedado aislado y se ha ido secando. ¿Lo ves? ¿O quizás no quieras verlo?".

Se sabe cuándo empiezan las guerras, pero no cuándo acaban. Sus consecuencias desbordan a la generación que las vivieron, más todavía cuando van ligadas a un genocidio. Grynberg nos muestra la capilaridad del trauma: padres que ocultan su experiencia a sus hijos, o que esconden su identidad judía a su entorno -se siente como una maldición que no se quiere traspasar a los vástagos-, o que no cuentan lo que les ocurrió a los abuelos, generando así un misterio que los nietos sienten como una carga insoportable a pesar de todo.

Antisemitismo actual

"Muchos sobrevivieron para dar su testimonio; yo, para guardar silencio", dice una viejecita de Lódz. No solo quedan dañadas las relaciones intrafamiliares -hijos que descubren en la edad adulta, por ejemplo, que sus verdaderos padres murieron en los campos-, sino que también se exponen ciertos odios entre judíos por no haber sabido reaccionar a tiempo, o defenderse, así como la doble estigmatización si se es judío de origen alemán, además.

Y de mar de fondo: esos comentarios y actitudes antisemitas que emergen entre los polacos no judíos, tanto en la época soviética -"de otro modo nos habríamos convertido en una colonia de Israel"- o ahora: "Dígame, ¿por qué tienen ustedes los judíos esa manía de embrollarlo todo?", leemos en el primer monólogo.

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17 de diciembre de 2024
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Un asunto de familia

 

Desde los tiempos de la independencia las constituciones políticas en América Latina se escribieron en un lenguaje a la vez sobrio y solemne, en el que resonaban los ecos de la declaración de los “derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre” proclamada en Francia por la Asamblea Nacional en 1789, resumen de todo el espíritu de la ilustración; y se articulaba el estado democrático en base a la clásica división de poderes ejecutivo, legislativo y judicial, herencia del pensamiento de Montesquieu y de la ejemplar constitución de Estados Unidos votada en 1787 en la convención de Filadelfia.

La constitución de Nicaragua no se apartaba de este modelo, afianzado tras el triunfo de la revolución liberal de 1893, y aunque a lo largo del siglo veinte hubo varias constituciones, la separación de poderes persistió invariable, aún bajo la dictadura de la familia Somoza, que se cuidaba de las apariencias legales, aunque lo controlaran todo en un solo puño, ministros, diputados y jueces.

Es la constitución que yo estudié en la escuela de derecho, letra muerta en su mayor parte, y si alguien no conociera la realidad que el país vivía, con un “hombre fuerte” a la cabeza, como en la prensa de Estados Unidos se llamaba entonces a los dictadores, habría tomado fácilmente Nicaragua por un país democrático, con plenas garantías ciudadanas, libertades públicas aseguradas, elecciones libres y alternancia en el poder.

La mano del legislador, por mucho que fuera animada por los hilos del titiritero desde arriba, se movía sobre el papel con elegancia de estilo, y se atenía a las formas. Ahora se acaba de aprobar una reforma a la constitución tan vasta, que equivale a una nueva, donde no solo se ha roto toda contención del lenguaje para dar paso a una retórica disonante y exaltada del peor gusto, sino que el estado mismo pasa a ser un verdadero esperpento, sin maquillajes ni escondrijos.

Al menos, podrá decirse que, fuera las máscaras y caretas, el régimen pasa a mostrarse como verdaderamente es, cerrándose toda brecha entre apariencia y realidad. La torpeza del lenguaje constitucional responde a la torpeza del estado que describe.

Los poderes independientes del estado desaparecen y hay una sola entidad suprema, la presidencia de la república, de la que dependen los “órganos” legislativo, judicial y electoral. ¿Para qué andarse con falsas apariencias?, parece decirnos el amanuense disfrazado de legislador. Ahora la constitución misma proclama que los magistrados y jueces son nombrados por la presidencia, de la cual, entonces, dependerán las sentencias y fallos judiciales; y como el órgano legislativo también depende de la presidencia, a la asamblea de diputados sólo le toca pasar leyes a voluntad de la presidencia. ¿Y las elecciones?  El “órgano” electoral depende de la presidencia, y, por tanto, la presidencia tiene la última palabra en el recuento de los votos. Mayor claridad, ni los cielos en un día de verano.

De la presidencia depende el ejército, y depende la policía. Y los gobiernos municipales. Y todo lo demás. No hay resquicio; “la presidencia de la República dirige al Gobierno y como jefatura del Estado coordina a los órganos legislativo, judicial, electoral, de control y fiscalización, regionales y municipales, en cumplimiento de los intereses supremos del pueblo nicaragüense”.

Otra novedad: “la presidencia”, entidad autárquica y suprema, colocada por encima de toda falibilidad, tiene carácter bicéfalo, compuesta por un copresidente y una copresidenta, ambos con iguales poderes. Una constitución, como se ve, hecha a la medida. Pero se queda un pequeño paso atrás, y no se establecen (por el momento) los nombres y apellidos de la pareja de copresidentes, tal como la constitución de Haití de 1964 declaraba presidente vitalicio al doctor François Duvalier “a fin de asegurar los logros y la permanencia de la Revolución Duvalier en nombre de la unidad nacional”.

Pero se da por supuesto que ya se sabe de qué pareja se trata, y sobra por lo tanto agregar tanto detalle. No hay otra pareja. El legislador, incensario en mano, la declara pareja vitalicia, y no se preocupa de responder al enigma de qué pasará en el futuro a falta de esta pareja. Sólo responde que, si uno de los dos falta, el otro se queda con todo.

Una constitución matrimonial, por primera vez en la historia de América Latina, que presupone la avenencia de la pareja que manda por partida doble. Ya sabemos que el sastre obsecuente ha cortado la constitución a la medida de la pareja, según la pareja misma se lo ha ordenado.  No se puede imaginar a ninguna otra sentada en el doble trono.

Todo trono es hereditario, y pasa de padres a hijos. Pero, la zalamería pudorosa del legislador no ha contemplado la sucesión dinástica, y ya quedará para una nueva constitución resolver la manera en que el poder habrá de transmitirse por derecho de sangre. A lo mejor hasta se les ocurre establecer de una vez por todas una monarquía revolucionaria, antioligárquica y antimperialista.

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16 de diciembre de 2024
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El arañazo

Me permito el atrevimiento de pausar el hilo recorrido en este almanaque de mis lecturas para compartir algo diferente, tal vez más desenfadado ante la pesadez de las festividades: El arañazo, un relato que escribí hace unos meses con el que me divertí mucho y que espero disfrutéis.

Hace ya varias noches que se despierta abruptamente, presa de un sobresalto desagradable; la sensación de tener dos dedos -el índice y el corazón de una mano ajena- apretándole la boca del estómago, justo en medio del vulnerable valle que dejan las costillas. La propia orografía del torso recibe con calidez la intención de perforar la piel: una oquedad en la carne, abriéndose paso hasta los indefensos órganos internos, una succión mullida ejercida desde dentro, un hambre suave y viscosa, una sensación canina. Se toca el hueco, justo por debajo del plexo solar: hay una huella. Recorre la marca que ha dejado la presión invisible y alargando el brazo que le queda libre, cubriendo toda extensión abarcable de la cama, busca su presencia, movida por la necesidad de tocar algo que palpite; las sábanas suaves oliendo a tabaco y provocándole un estremecimiento placentero. Quiere contarle que ha vuelto a pasar, que el poltergeist sigue aquí, con ellos. Acaricia el vacío, no está ni siquiera un poco cerca: hace ya varias noches que duerme en el sofá.

Se levanta sin encender luces, tratando de recordar la disposición de los objetos que conviven plácidamente en su habitación. Identifica los muebles con facilidad; sus cantos blancos reflejan la penumbra, y cuando los ojos se acomodan a la oscuridad puede ver sus contornos refulgentes, como animales dormidos dibujados por finos tubos de neón. El reclamo publicitario de un túnel de lavado protagonizado por un elefante. Lo que hay en el suelo dificulta el andar; túmulos indistinguibles albergando civilizaciones, restos orgánicos, un grinder, zapatillas extraviadas buscando a sus parejas, probablemente demasiado lejos las unas de las otras para que su neumático silbido sea perceptible. Procura deslizarse entre los cascotes a la manera de los murciélagos, prácticamente ciega pero con la atención puesta en percibir el eco inaudible de la materia, esperando que le rebote en los tobillos y pantorrillas. Ya no quiere despertarle, y conoce bien la ligereza de su sueño. La puerta que da al salón está entornada, y la mala costumbre de no cerrar ninguna persiana -hábito que ni siquiera las madres fueron capaces de doblegar-, juega ahora en su favor.
El bulto que yace estirado donde solían practicar siestas entrelazadas, irremediablemente fuera de su elemento, se asemeja ahora a un pedazo de madera arrastrado por el piso, mudanza forzada y forjada bajo la esperanza del cambio: la promesa de un inesperado y optimista giro de guión; también la de tirarles un guante a los vecinos del piso de abajo, que dinamizan los domingos aburridos a base de exabruptos chauvinistas y entrechocar de porcelanas. Gallegaaaaaa es que galleeeeegaaaaa tenías que ser, ¡Estáis todas locas!

Menudo como es, de aparente hombría desmigada, no ocupa el espacio que se le presupone. Se afina el oído para disfrutar unos segundos de su breve ronquido de alimaña que sueña, de nariz aguileña, de gurruño; la espalda mansamente arqueada, gritándole a la cara una caricia que no merece, el espinazo abocetado queriendo reventar la piel. Se pregunta si soñará con el agravio, si es la culpa tratando de escaparse por su garganta lo que escucha, y espera, llenándose lentamente de amargura, gotero venenoso, que así sea. Observa su pelo negro y lacio, a veces pelirrojo, lleno de remolinos insolentes; una vez le dejó cortárselo, y al acordarse del resultado de aquél teatrillo de la domesticación tiene que contener la carcajada que le asoma entre los dedos. Una pulsión reptante y sibilina se le enrosca por los pies y la clava al suelo con una leve descarga: la ternura abriéndose paso entre los lodazales de la cólera, el deseo empapando la tierra añeja, agrietada y seca y llenando sus surcos, devolviéndole la elasticidad; la moldeable plasticidad del barro. Desposeída, sin ningún control y llena de agua, viaja al recuerdo de la tarde en la que se enfadó tanto tantísimo ante la insistencia y el refriegue masculino, pasando del no estoy por la labor al eres un animal, pero aún así dejándose hacer, permitiéndole el alivio porque no se le ponen barreras al campo. Y después el placer. El ruido del velcro al separar la tela de la pulpa provoca que la masa antes inmóvil se dé la vuelta con un suspiro entrecortado, sus párpados cerrados mirándola con lo que, de poder ver a través de las membranas, sería la inspección congelada de unos ojos como aceitunas. Es tan guapo que podría asfixiarle: la idea cruzando las autopistas del pensamiento, tantas veces recorridas en un circuito cerrado e infinito; tantas veces el impulso homicida del requiebro, la ingobernable tentación de morderlo hasta hacerle sangrar y llenarse los labios de hierro viejo, el amor agarrotándole la mandíbula y afilándole los dientes. No amas si no pruebas la chicha.

En las ocasiones en las que se siente inundada -oleadas de un afecto mal entendido saliéndose por todos los orificios, desbordando cualquier entendimiento-, él parece olisquear el peligro y trata de desembarazarse de la prisión que son sus brazos de la manera menos hiriente que conoce, todavía de una brusquedad dolorosísima que la araña desde dentro. Sabedor de su condición de venerado a pesar de todo, se ha exiliado del dormitorio al salón-comedor, donde parece sentirse como rey en su castillo, protegido por un espacio sin fronteras de pladur ante el desasosiego encerrado en el cuarto pequeño. Pero ahora, ausente, no tiene posibilidad de huida; podría arrinconarle, apretujarle las tetas-esternón contra la cara, ahogarle en un desvelo compartido. Sin embargo, después de sopesarlo por un instante, sucumbe ante los gozos del voyeurismo, consciente de lo inapropiado del espionaje frente a la vulnerabilidad.De nuevo bajo el abrazo protector del edredón, la mujer se toquetea rítmicamente la pisada fantasma sobre su abdomen, preguntándose si el ectoplasma que la acecha cuando se acuesta no será el mismo que ahora ignora con desdén su presencia durante las horas diurnas.

La mañana parece traer consigo una quietud inusual; todo sigue en su lugar correspondiente. El desorden voluntario continúa en estado de gracia y perfección. Hábilmente delineados, los perímetros del caos permanecen intactos. Nada se ha movido, nadie ha desatado su furia provocadora contra el irremediable e involuntario inmovilismo de las demás habitantes del domicilio.
No ha venido a buscarla a la cama, haciendo gala del esperado anhelo balsámico y reparador, un gesto inocuo que diera pie al comienzo de su pequeña liturgia diaria y permitiera relegar al cajón de las cosas sin importancia los acontecimientos del fin de semana. No ha registrado su melena con los dedos, cuidadosamente preservada de la electricidad estática mediante un trenzado estrecho y tirante a prueba de garras y enredos, él siempre a la caza del mechón más fresco y de su escalofrío: se le cae mucho el pelo y cualquier precaución es escasa, tan pobre como su densidad y volumen. Tampoco le ha buscado insistentemente la boca, hocico contra hocico, como suelen hacer nada más despertarse y a pesar de las tragaderas estancadas de la fase REM; un almizcle plomizo que parece provocarles más ansia que repulsa. Ha apagado la alarma fija de su remugar, previa ingesta de la dosis adecuada de gasolina, pero la casa no huele ni a café ni a pan tostado.

Se despereza con la elasticidad de una babosa y barre el habitáculo con la vista en menos de 3 segundos: un espacio de apenas 45m2. Lo que cualquier portal inmobiliario denominaría como ‘diáfano’ -menuda capa de maquillaje cuarteado, de tosco gotelé, piensa- le da los buenos días, desprovisto de toda humanidad. La saludan con sorna las torres de platos y vasos chapoteando en la bañera sucia de la cocina, felizmente impregnadas de su propia mugre. Es el mes de mayo y el alba brilla sobre la copas de los chopos que apenas cosquillean los marcos de las ventanas: debe de haber salido al diminuto balcón desubicado, el único espacio desde el cual pueden ver el cielo y al que se accede a través de un amorfo y desproporcionado cuarto de baño (los antiguos propietarios abandonándose al doble placer de ennegrecer su epidermis mientras expulsaban todolomalo). En días que apuntan soleados como hoy es habitual encontrarle sentado en el taburete, las palmas apoyadas en el banco que hace las veces de mesa, estudiando ornitología o simplemente observando la danza estática de las nubes, dejándose calentar. La mujer recuerda: en una ocasión su terapeuta le recomendó iniciarse en las complejidades de la meditación así, mirando hacia arriba, después de confesarle que era incapaz de mantener los ojos cerrados sin que le dieran espasmos en los párpados, el sistema simpático como cuchillo jamonero. ¿Qué estará pensando? ¿Le dolerá todavía el guantazo?¿Hasta cuándo durará esta contienda silenciosa y absurda? Echo de menos su mordisco. Venga, ve a decírselo, dale una sorpresa.

Se desliza en calcetines peludos por el suelo laminado hasta el límite del embaldosado, imbuida por un espíritu antiguo, el aliento de quien se sabe tan letal como imperceptible; asomándose por el quicio pintado de blanco aséptico (Pantone 000C) puede vislumbrar la cristalera abierta, la silla infinitamente multiplicada del Ikea, el hule palidecido sobre el que reposa un cenicero rebosante de colillas. Extremidad jugueteando con un cigarrillo imprudente, quizá funambulista, cabeza chafada contra la cerámica. Él sigue sin percatarse de que está siendo observado, sumido en las abluciones del polvo y del polen, bañado por la conversación de los gorriones que anidan en las ramificaciones próximas; antes cualquier crac, frús-frús, ñeeec, cualquier onomatopeya casi silenciosa le habría hecho correr hacia ella, antes hubiera buscado su compañía por encima de la de los pájaros. Se da cuenta, fue demasiado dura; ningún alma salvaje y despierta se queda donde prevalece el castigo. Es mejor que no lo intente, que no diga nada, dejar que sea él quien dé el primer paso hacia una aproximación, ella ya había cumplido con su parte: le pidió perdón incluso con la voz extraviada -se daba un aire a Ariel, todo hay que decirlo-, le besó hasta casi la babosidad las plantas desnudas llenas de pelusas, de miga de galleta, de hilos desprendidos de la alfombra; le arrastró hasta la cama, rogándole que no la dejara sola, jugando la carta de la bebé asustada acosada por fantasmas. Pero su indiferencia no nacía a borbotones, imparable, fruto de una intención malvada e incontrolable, punitivista: era verdadera, una cueva sembrada de carámbanos atravesándole las pupilas, espadas inquebrantables incluso frente al bosque ardiendo que son sus interiores, azotados por un huracán caprichoso. Niñaseñora desencola la cara de la puerta dejándose un cacho pegado. Rebusca en el bolsillo de su pantalón de chándal y mira la hora en el reloj de la pantalla: todavía puede intentar dormir durante un rato más.

Se levanta entrado ya el mediodía de la misma forma en la que ha despertado en mitad de las tinieblas: agarrándose la camiseta a la altura del diafragma, la boca poco abierta para la cantidad de aire que le falta. Se escucha un repiqueteo rápido en suelo de falsa madera, como si estuviera lloviendo dentro. Hay un mechón de pelo sobre la manta y otro suspendido a medio milímetro de su muslo izquierdo, una nube negra cargada de agua sobrevolando un trigal. Al salir del cubículo, el paisaje que le espera con la mano abierta le cruza la cara de un sopapo: un Holocausto vegetal. Arbustos, plantas y flores desahuciadas, troncos hechos jirones, loza cortante y amenazadora. La rave y la rabia. Los únicos embellecedores posibles de los espacios genéticamente insalvables están decididamente devastados, un mar de turba se filtra por las juntas del suelo. Ni siquiera las cuerdas deshilachadas que cuelgan del techo podrían hacer pasar el asesinato del Potus por un suicidio. Se le derrama por las orejas una fiebre furiosa, la cara como una piruleta y el morro encerrando el grito encapsulado de la Sirenita; transformada en pelota de Pinball, rebota de pared en pared enloquecida, presta a agarrarle del pescuezo y ejecutar un tributo a Carl Andre. La venganza más pasivo-agresiva que ha experimentado jamás. Violencia vicaria. Atraviesa el lavabo fuera de sí, recogiendo extremidades verde bosque verde prado verde francés amarillo naranja marrón, dispuesta a lo peor; arranca la cortina para descubrir un balcón desocupado, el suelo sembrado de pitillos, las aves cacareando, mientras desde lo alto de la alacena, con los ojos Manzanilla a media asta y una sonrisa socarrona que deja entrever unos colmillos de vampiro doméstico, él se atusa los bigotes y se arranca las uñas recién afiladas en el cataclismo con un ronroneo motorizado y feliz.

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12 de diciembre de 2024

La actriz Lola Herrera representando Cinco horas con Mario-1979

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La larga sombra de Cinco horas con Mario

 

Leitmotivs

En Cinco horas con Mario el teatro de la vida se dobla como en Hamlet. En la obertura y el epílogo asistimos al teatro del mundo, y en el monólogo de la viuda al teatro de la intimidad. En el teatro del mundo reina la objetividad de la tercera persona, y en el teatro de la intimidad reina el yo desbocado y propio de monólogo interior. Por ambos teatros, de naturaleza sofocante, circulan las repeticiones y los leitmotivs, que le dan a la novela cierto aire musical y creando una espiral: la espiral de la emoción pero también la del conocimiento, pues en cada nuevo regreso de los temas principales se añaden nuevos elementos de información, que permiten conocer cada vez mejor a los personajes de este drama familiar.

Autopsias

He hablado del yo desbocado de la viuda, y al hacerlo me asalta una pregunta. ¿El monólogo de Carmen es una narración desde el yo o una narración desde el tú, como en La modificación de Michel Butor? La mejor respuesta sería decir que nos hallamos ante un monólogo donde el yo y el tú se reparten, de forma más bien beligerante, todo el territorio de la narración de Carmen.

La genialidad de Delibes, y su originalidad, es haber colocado un cadáver ante el personaje que habla, de ese modo el monólogo halla un centro inmóvil desde el que poder desplegar toda clase de variaciones sobre el mismo tema, como en una compleja y alucinante pieza de jazz, el jazz de la conciencia herida y enloquecida. En el interior mismo de esa pieza tan reiterativa como musical se van a llevar a cabo tres autopsias: la de Mario, la de Carmen y la de la sociedad en la que les ha tocado vivir.

A las tres autopsias indicadas cabe añadir una más: la de la misma novela. Fue Ortega el que dijo que una novela es una autopsia cuando el autor, en lugar de referir “lo que el personaje es”, consigue que “lo veamos con nuestros propios ojos”. Lo que define una autopsia no es la operación de descuartizar un cadáver sino el hecho de que esa operación es vista, es observada y claramente constatada por el forense. En Cinco horas con Mario no hace falta que el autor nos describa el mundo en el que viven los personajes ni hace falta que los defina. Están presentes, los vemos, los oímos: parecen circular en torno a nosotros. El autor evita los juicios morales o de otra índole: les basta con dejar que hablen a los personajes, que hablen unos de otros y de sí mismos. Tampoco hace falta que nos presente a Carmen. Nos basta con asistir a su monólogo para ver con precisión quirúrgica su parte viva y su parte muerta.

Narración oblicua

Antes de que apareciera Cinco horas con Mario, el lector podía encontrar novelas en primera persona donde el narrador hablaba de sí mismo, como en El Lazarillo, o hablaba fundamentalmente de otro, como en El gran Gatsby. El resultado de ambos procedimientos podía ser muy irónico, pero esa ironía se duplica en Cinco horas con Mario por la sencilla razón de que el narrador principal, además de hablar del otro, habla mal. Carmen no se dedica a hacer ditirambos de Mario. Lo suyo es más bien la antiapología, consiguiendo un efecto bumerán muy parecido al que Esquilo consigue en Los persas, pues en ambos casos se trata de hacer hablar al enemigo, y Carmen está hablando de Mario como de su marido, cierto, pero también como de su enemigo mortal, en un último y extenuante enfrentamiento con él. El retrato que recibimos de Mario es un negativo que se positiva en la mente del lector, que hace de cámara oscura.

De la incomunicación

Uno de los problemas a los que nos enfrenta Cinco horas con Mario es el abismo de la incomunicación, a través de la figura emblemática de la mujer que habla sola en la noche, o que habla ante alguien que ya no puede responder a sus preguntas ni aliviar su angustia existencial.

Carmen y el difunto parecen haber conformado un matrimonio que, visto desde fuera, podría resultar ejemplar, pero observado desde la interioridad de la mujer que habla, que vomita, que se irrita y se revela contra el muerto, sospechamos que siempre se interpuso entre sus almas y sus cuerpos el demonio de la incomunicación. No hablan la misma lengua, nunca la hablaron. Lo comprobamos al escuchar a Carmen y al detectar en ella algo parecido a una oblación de la conciencia crítica, que tendría mucho que ver con otra clase de oblaciones que se dieron trágicamente en las mujeres de su generación, circunstancia que convierte la novela en un análisis invertido de un momento fronterizo en nuestra historia social y moral, por lo que tiene de inauguración de un tiempo nuevo y de clausura de otro. El desgarro entre lo que se apunta y lo que fenece divide el alma de Carmen y colma de penosas contradicciones su discurso. Por un lado está su queja de mujer esclavizada que, como diría Adorno, se le ha “inutilizado” su belleza, y por otro lado se obstina en defender unos límites que ni le corresponden ni corresponden ya a la sociedad que la rodea. Más que anclada en el pasado está crucificada en él.

Cuanto más nos sumergimos en su monólogo, más nos sentimos evolucionando en una ciénaga de peces ciegos, que se cortan el paso unos a otros, se rozan, se atraen y, sobre todo, se repelen. Un universo líquido y a la vez lleno de redes que aíslan a los individuos, un pantanal lleno de compartimentos estancos del que ni siquiera los saca la muerte. Por un lado se observa cierta fluidez pulsional, cierto discurrir soterrado de todas las pasiones del cuerpo y del alma, y por otro lado se detecta una gran rigidez en el pensar y en el discurrir de los seres, que rara vez llegan a comunicarse, que rara vez llegan a expresar su materia y su conciencia, y que a pesar de su obstinación en ocultar lo que discurre por debajo, nunca llegan a lograrlo de verdad, creando movimientos muy desconcertantes bajo la bruma espesa de sus existencias.

Esa capacidad de narrar la imbricación entre el fondo y la forma de los personajes, entre el río subterráneo y el río manifiesto, hermana a Delibes con Faulkner, y da a algunas de sus novelas una hondura abisal.

¿Se están comunicando desde algún lugar o en algún lugar los personajes de Cinco horas con Mario? La maestría objetiva y objetivadora de Delibes está en presentar, en el seno mismo de la estructura Carmen/Mario, el grado más elevado y dramático de incomunicación, anunciado ya en el desencuentro mortal de la noche de bodas. ¿Quiero con ello decir que todo en ellos es incomunicación? En modo alguno. Somos todos peces en una misa pecera: habitamos la misma sustancia en la que a menudo no es fácil separar la atracción de la repulsión, las fuerzas desintegradoras del odio de las fuerzas integradoras del amor, como se ve continuamente en la novela.

De la conciencia

Seguramente son muchas las etapas que conducen desde el estado en que un ser humano afirma su existencia al estado en que afirma su conciencia. Entre uno y otro momento angular hay muchos escalones, y quizá solo son posibles los encuentros profundos con los seres que experimentan los mismos estados angulares entre la existencia y la conciencia. Todo lo demás se reduce a desacuerdos tan definitivos y aplastantes como pueden ser los acuerdos. Pero no nos asustemos ante semejante fatalismo. Acabo de traducir a román paladino pensamientos que nos llegan desde el mundo de los pitagóricos, en Occidente, y de los budistas, en Oriente. Se trata de formas mitológicas, más que filosóficas, de explicar los encuentros y los desencuentros que jalonan nuestras vidas, y que se hacen bien presentes en Cinco horas con Mario y en el mundo retratado en la novela: un mundo lleno de escalones sociales, férreamente defendido por los que más se benefician de él, pero también un mundo lleno de escalones morales y escalones de conciencia que niegan, desde su mecánica interna y externa, la raíz misma de los escalones sociales y su siniestra permanencia. Esa lucha encarnizada de pulsiones e ideas, de prejuicios y de juicios, de fuerzas mayores y menores, de sentimientos encontrados y encontradas aversiones, de deseo y de conciencia es muy frecuente en la narrativa de Delibes y alcanza uno de sus puntos más álgidos en Cinco horas con Mario y en su última novela, El hereje. Dos caras de una misma moneda, dos tiempos de una misma melodía en la que venturosamente se implican la conciencia del narrador y la conciencia del lector: bodas químicas que solo puede propiciar la gran literatura existencial, esa que halla en Miguel Delibes uno de sus más entrañables y lúcidos maestros.

Delibes empezó su carrera con una novela muy bien escrita que fue dejando una sombra tan larga como su título, pero más larga es todavía la sombra de la novela que acabo de comentar. La he vuelto a leer y ha sido como si la leyera por primera vez. No he notado su vejez, solo he notado su aliento, sus prodigiosas elipsis y sus silencios, su tempo exacto y rítmico: su desnudez, su sencillez, su modernidad y su clasicismo.

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12 de diciembre de 2024
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