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Una deriva

Enel año 2001 las autoridades neoyorkinas cerraron al público la corona de la libertad. No es una metáfora de periodista pretencioso, es pura realidad. Como muchos sabrán, en la cabeza de la estatua de la Libertad, a la entrada del puerto de Nueva York, hay una corona que podía accederse si uno era capaz de subir 354 escalones para divisar un panorama majestuoso: la acristalada cordillera de rascacielos de Manhattan. Ese acceso se cerró en 2001. Es infrecuente encontrarlo abierto desde entonces.

Antes de convertirse en una atracción turística, la estatua había servido de faro para orientar a las embarcaciones en la maniobra de acceso a la bocana, pero la luz de la antorcha confundía a las aves y éstas acababan chocando contra la corona. En el registro administrativo de la estatua figura una excepcional mañana de 1888 en la que los funcionarios hubieron de sacar mil cuatrocientos pájaros muertos. Tras una semana tormentosa se habían acumulado innumerables cadáveres. Los empleados recogían los leves cuerpos muy a gusto porque luego los vendían a los sombrereros de la ciudad.

Esta es una de las historias que cuenta Teju Cole en su notable Ciudad abierta. La editó hace un año la editorial Acantilado, pero no pude hincarle el diente hasta ahora. Teju Cole es un escritor singular. Aunque creció en Nigeria, su familia se instaló en Nueva York cuando él había
cumplido los 17 años (nació en 1975) y es más neoyorkino que el Empire State. Como es negro, allí pasa inadvertido y puede meterse en barrios y lugares que un blanco no osaría husmear. Porque su libro es precisamente eso, un conjunto de paseos y excursiones por la enorme ciudad, siguiendo el consejo de Baudelaire en El artista de la vida moderna. Teju Cole es el ejemplo más inteligente y poético que he leído de eso que Baudelaire llamaba le flâneur, una de las nociones más mencionadas en todos los ensayos acerca de la modernidad, sobre todo desde que Walter Benjamin le sacó punta al concepto.

El paseante desocupado sólo aparece cuando crecen las gigantescas metrópolis burguesas en el siglo XIX. Baudelaire intuyó, genialmente, que ese paseante era hermano gemelo de otra figura que iba a desplegarse desmesuradamente, el detective privado. Y que ambos se relacionaban con el asesino en serie. El asesino, el detective y el paseante ocioso, unidos en esa institución omnipotente del mundo actual que es el periodista, nacieron en el cerebro de un sutil poeta neoclásico y reaccionario. Honor a él.

Teju Cole pone al día el flâneur y en su libro leemos veinte paseos que nos muestran zonas ricas, pobres, miserables, lugares arruinados o lujosos, grandes ejecutivos, vagabundos, prostitutas, madres odiosas, viejas amantes, viejas, viejos, hoteles, bares, restaurantes, negras
jóvenes, negras maduras, porteros, estudiantes, médicos, profesores, agonizantes, locos, resumiendo, el universo expandido del paseante del siglo XIX llevado hasta el abigarrado siglo XXI. Hay incluso un curiosísimo viaje a Bruselas de ida y vuelta.

¿Es realmente un diario? ¿Dice la verdad? ¿Es periodismo? Hace tiempo que vengo
defendiendo que todos los géneros literarios han desembocado en el mar del periodismo
y que ya sólo existe este género, aunque se mantengan destacadas singularidades literarias. Si se ha convertido en un monopolio es, entre otras cosas, porque el periodismo ya sólo tiene una ligera y vidriosa relación con "la verdad". Casi todo lo que leemos en los periódicos nacionales es, sencillamente, mentira, o una media verdad distorsionada por los intereses del partido o la oligarquía que paga ese diario. No menciono a la televisión ni las redes sociales o los diarios digitales (como el nuestro) porque no parece que la verdad se vaya a salvar a su través.

El libro de Teju Cole, como el que comenté hace pocos meses de Ignacio Vidal-Folch, como la monumental labor autobiográfica de Trapiello (aunque ésta tiene más querencia clásica), como tantos otros diarios falsoverdaderos que se publican constantemente, son la gran herencia del flâneur y uno de los subgéneros del periodismo más interesantes del momento. Eso sí, para que merezca la pena leerlos han de tener la sagacidad y el arte de Teju Cole.

Artículo publicado en la revista Jot Down.

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30 de octubre de 2013
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Cóctel con mono

Antes de imprimir la invitación a una fiesta deben dar el visto bueno unos diez o doce ojos. “¿No haría falta especificar el dress code?”, señalan unas gafas. “Le falta un poco de magenta”, advierten otras. Cuando por fin todos dan su OK -con el que, de un tiempo a esta parte, asentimos todos por escrito pero nos cuidamos de decirlo de viva voz-, los organizadores sienten que ya no hay marcha atrás. Dependiendo del aforo, la decena de ojos empieza a dividir el preciado mailing de invitados entre sí y no. Dicen: “Fulanito no… ay qué pereza”, o “menganito sí, of course”. La lista no parece referirse a personas, sino sólo a nombres, y según cotice en ese momento el nombre recibirá el cartón con un poco más de magenta. Es curioso como aún permanece esa vieja palabra, cóctel, que ha acabado por denominar el acto social en que la gente se besa, hace cháchara, aprovecha para exhibir su belleza o su influencia, y busca trabajo. Se dan de todo tipo, con almendras y con foie, grisines o vino dulce, y con champán francés, aunque desde hace unos años sólo corran burbujas si está patrocinado. “Aquí al menos tienen jamón”, comentaban en una embajada. Ya en 1986 Tom Wolfe consideraba el cóctel como una institución en vías de extinción. En su libro La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop cita el caso de la llamada “cena con mono”, que marcó un antes y un después en la vida social neoyorquina. Una dama, Stuyvesant Fish, convocó en 1908 a lores y condesas a una cena de honor del príncipe Drago. “Nadie se molestó en preguntar quién era el príncipe Drago, pero todos asistieron. Y allí estaba el príncipe, sentado a la mesa: un babuino adulto del Zambeze vestido de etiqueta”. Entre las bestialidades del primate y la absurda situación, la señora Fish dejó en evidencia a todos sus frívolos invitados, muchos de ellos profundamente indignados. Hoy el mono es el famoso o el aspirante de turno, y el dios, el espónsor. No importa que, detrás de cualquier honor que se rinda, haya una marca de vodka o una aseguradora si, a cambio de taladrarte con su nombre, te dan de cenar. Y más cuando ofrecer algo gratis se valora con ecos de posguerra. Pero a fin de amortizar el dispendio, lo que en verdad importa cuando se invita a las cámaras es el photocall. Hay que hacer casar dos nombres: el noble y el comercial. Si se invitara a ese grupo elegido en nombre de una marca de cervezas, los asistentes dirían: qué horror. En cambio, si quien convoca es una institución, un gran personaje o la excusa de unos premios, que cuando entra el otoño proliferan en las ciudades, los invitados se dicen: “Hay que ir, hay que dejarse ver”, con el ferviente pero callado deseo de querer ser el mono.

(La Vanguardia)

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30 de octubre de 2013
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La lengua en que vivimos

Centroamérica fue el escenario del Congreso Internacional de la Lengua, que tuvo por tema central el español en el libro, en tiempos en que la tecnología digital afecta cada vez más no sólo las maneras de leer y de escribir, sino también de percibir el mundo, y por tanto, de vivir la cultura.

Y Centroamérica es una tierra fundada por los libros, no poca cosa para una región que aún se debate en busca del camino que la aleje de la pobreza y la marginación. El nicaragüense José Coronel Urtecho señala que hay una obra de valor universal por cada período de la historia de Centroamérica: el Popol Vuh, el libro sagrado del pueblo quiché, en la época precolombina; la Verdadera Relación de Bernal Díaz del Castillo en la época de la conquista;  La Rusticatio Mexicana de Rafael Landívar en la época colonial; y la poesía de Rubén Darío en la época independiente. Agreguemos a esa lista las novelas de Miguel Ángel Asturias en el siglo veinte.

Son libros que cuentan la historia como un gran mural en movimiento, y relatan la disputa trascendente entre la opresión y la libertad, la muerte, la guerra, el despojo, el exilio; y registran las maneras en que se ha formado nuestra cultura desde las civilizaciones prehispánicas, y cómo la lengua y sus transformaciones e invenciones  va tejiendo esa red que nos impide caer en el vacío, porque no pocas veces hemos sido salvados por la palabra de la mediocridad y del olvido.

Pero estos libros que definen a Centroamérica también nos llevan, desde la lengua quiché en que desde el anonimato nos fue heredado el Popol Vuh, el latín clásico en que fue escrita La Rusticatio Mexicana por un jesuita exiliado en Bolonia, y el español del siglo de oro de Bernal, soldado de la conquista, hasta la virtud transformadora de la lengua, encarnada en Rubén Darío, modernista y modernísimo que aún sigue abriendo puertas en el idioma como se las abrió a Neruda, a Vallejo, a García Lorca, a Borges. Con Rubén ganamos en la cultura el espacio de libertad que el caudillismo cerril nos negaba en aquel paisaje rural, desangrado por las guerras, poblado de analfabetos y donde medraban los "licenciados confianzudos, o ceremoniosos, y suficientes, los buenos coroneles negros e indios, las viejas comadres de antaño...", según recuerda él mismo. Comenzamos a ser modernos en la literatura, cuando seguíamos siendo arcaicos en el sistema democrático.

            A la lista de libros fundadores que iluminan a Centroamérica bien pudo haberse agregado El Quijote, para que señoreara entre ellos, si es que Felipe II hubiese atendido la petición de Cervantes "de hacerle merced de un oficio en las Indias de los tres a cuatro que al presente están vacantes que  es uno la contaduría del Nuevo Reino de Granada, o la Gobernación de la Provincia de Soconusco en Guatemala, contador de las galeras de Cartagena, o corregidor de la ciudad de la Paz". El cargo que pedía en Soconusco, una tierra pobre de la Capitanía General de Guatemala, era el más humilde y desprovisto de todos; pero ni en ése tuvo fortuna, y se le respondió que mejor buscara una posición por aquellos mismos lados, la Mancha, que, de todos modos, llegaría a ser un territorio común de la lengua de aquí y de allá, como dejó dicho Carlos Fuentes. De haberse escrito El Quijote en América hubiera sido fruto de la añoranza por la tierra lejana de Castilla, como lo fue la Rusticatio Mexicana para Landívar por la tierra americana.

Cervantes fue quien nos heredó esa lengua que habita hoy las pantallas y tabletas electrónicas, lengua portátil que aguarda en las infinitas bibliotecas virtuales que ya estaban en la imaginación de Borges, y crea nuevos códigos, se nutre del lenguaje digital  y de los nuevos paradigmas de la comunicación, se apropia con brillo de los neologismos y se abre a hibridaciones cada vez más sorprendentes. Una lengua que es ya del futuro. La lengua siempre viva de la imaginación.

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30 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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73. Como quien espera el alba

Como quien espera el alba[1]

 

Por la noche, tendido en la cama, Törless no lograba conciliar el sueño. El tiempo se deslizaba como las enfermeras pasan ante el lecho de un enfermo.

R. Musil, Las tribulaciones del estudiantes Törless, 1906

 

"Entregado a un suavísimo sueño dormía el Nestórida, / mas Telémaco en claro pasaba las horas y estaba / desvelado en la noche inmortal sin saber de su padre", dice Homero, (Odisea, XV). Después será Ulises quien reconozca haber "pasado las noches en blanco". Tema borgiano por excelencia (y por ello fácil de encontrar en el primer Juan Bonilla: "escucho derretirse el porvenir. / El insomnio es una pesadilla", Partes de guerra, 1994), el insomnio es un tema recurrente en la obra del argentino, autor de la que quizá es la mejor aproximación narrativa al mismo: el relato "Funes el memorioso" (Ficciones, 1944). Hay muchas formas de leer ese cuento, de inagotable simbolismo, pero la conexión con el tema de la vigilia, si alguna duda había, se refuerza por la mención borgiana en otro poema: "Insomnio" (El otro, el mismo, 1964): "las muchas cosas que mis abarrotados ojos han visto, / las duras cosas que insoportablemente la pueblan", lo que configura la vigilia nocturna como una especie de sesión continua de cine donde la película es siempre la misma, y pertenece al género de terror. El motivo de la adscripción al género es que durante la "peste del insomnio" (Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, 1969) aparece la "información". ¿Cuál? La expuesta por Vila-Matas en una lejana crítica a La información de Martin Amis: la de que vamos a morir, la de nuestra condición perecedera, que nos acucia a mitad de la noche: "Concilio el sueño como un inocente. Pero me desvelo a las tres o las cuatro de la mañana, en mi despertador biológico suena la hora de pensar en la muerte, y de los poros empieza a brotar ese líquido frío, que no puede ser sólo sudor" (Gonzalo Torné, Divorcio en el aire, 2013); o también: "la obsesión de la muerte (...) nos acomete a solas, en silencio, y a veces, en completa seguridad: antes de quedarse uno dormido, cuando la habitación pierde sus dimensiones" (José Saramago, Manual de caligrafía y pintura, 1983). Para Adorno, "en las impacientes noches de insomnio la duración origina un horror insoportable (...) la angustia de saber que los días están contados y la duración de la propia vida establecida en las estadísticas" (Mínima moralia, 1951). Otra vía de relación entre la muerte y el insomnio es más escabrosa: "El insomne es por necesidad, un teórico del suicidio", escribía Cioran en sus Cuadernos 1957-1972.

 

Sin embargo, no cedamos al dramatismo. No todos los insomnios son terribles. El insomnio también podría ser "una forma de resistencia", frente a la complacencia borreguil del sueño (Damián Tabarovsky, Autobiografía médica, 2007). Y dos clases de insomnio (los provocados por la pasión o por la escritura) pueden contarse entre las mejores horas de la existencia. El amor nos mantiene en un estado de tensión insoportable, al menos las primeras semanas, quiero decir meses. Sostiene Concha García que "el amor endereza los cabellos", y por culpa de ese estrés pretraumátrico que es el amor añade Isabel Escudero que "el enamorado no duerme, está como vigilante de su valioso y amenazado tesoro. Se hace constantes preguntas, deambula por la casa como alma en pena, aun teniendo la prueba de que el otro está allí a su lado. (...) En trance de celos el insomnio es el rasgo más acusado. Uno se ve como en la obligación de vigilar (...) Es frecuente querer también prolongar este estado de insomnio durante el día y el enamorado guarda cama en la vigilia como en una enfermedad" (Digo yo. Ensayos y cavilaciones, 1997). Afortunadamente, es episodio morboso que dura poco. El insomnio, quiero decir, supongo.

 

Y luego está la vigilia literaria, el insomnio que provoca quedarse levantado escribiendo, cuando la idea es tan buena que debe dejarse el lecho de lado y tomar otras sábanas blancas, las de escribir, para volcarse en ellas. Es el insomnio que tuvo Kafka y el que uno lleva ya tiempo sin coger ("Parece menos burocrático escribir cuando todos duermen"; Fogwill, Un guión para Artkino, 2009). El insomnio se impone sobre su esclavo y le marca su ritmo, su escritura. En el poema de Felipe Benítez Reyes, "Balada del insomne", los tres primeros versos reproducen en su sincopación el ritmo trunco del pensamiento nocturno, y presentan al final cierto consuelo: "cuando el día se abra en su blancura, / los ojos crearán ese otro sueño / que soñaré despierto y que, a lo sumo, / tendrá la realidad que tiene el humo" (Escaparate de venenos, 2000). La escritura mental del insomnio genera una vigilia diferente, paralela, que ha sido bien vista por Mario Bellatin: "Una de las razones del insomnio del paciente es que debe construir su propio sueño, su estar dormido, de la misma forma como ordena su escritura. Ya no le es posible descansar libre y abiertamente (...) No. Debe crearle una forma al sueño. Ir hilando un tejido textual que sea el que sustente esas horas en apariencia perdidas" (La jornada de la mona y el paciente, 2006). Es decir: el insomne escribe de forma deliberada sus visiones, construye un elaborado sueño no onírico dirigido a cubrir el vacío de su vigilia. El insomnio convierte en escritores a los no escritores, y a los escritores en meticulosos dibujantes de celdas.


[1] Reproduzco en este post, bastante corregido y ampliado, el artículo que hice para la revista El ciervo en 2003.

 



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29 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lampedusa, Tamaulipas

A veces es un río. Un caudal proceloso que debes nadar eludiendo las corrientes, aterido hasta los huesos, en una noche sin luna. O un lecho lodoso y fétido, en donde cada paso se convierte en una proeza. Otras veces -muchas otras- se trata de un desierto. Una planicie infinita y pedregosa, salpicada de cactus y matojos, poblada de alacranes y alimañas. Abandonado a tu suerte, no te resta sino avanzar, primero trastabillando en la tiniebla, y luego, durante horas que te desecan como siglos, bajo el sol homicida, resguardándote en cuanto adviertes un motor en lontananza. En otras ocasiones es un muro. Una cerca electrificada o una torva muralla que has de escalar quebrándote las uñas, torciéndote los dedos y dejándote el pellejo entre sus piedras.

            Y también puede ser el mar. Ese vasto océano que, sin embargo, tanto recuerda a la Estigia, esa mancha que divide el reino de los vivos y el reino de los muertos. De nuevo: la penumbra callada, el oleaje denso y engañoso, y los sobresaltos de las barcazas que se aventuran hasta allí desde Cirenaica o el Cuerno de África. Tu cuerpo entre los demás cuerpos -decenas, cientos de pieles cubiertas con harapos-, asfixiado por el humo y con el agua que te llega a la cintura. Mientras luchas por alcanzar la superficie distingues a esa chica con el bebé en brazos que oteaste al embarcar en Eritrea y el rostro de ese rapaz que se aferró a tu pierna durante la primera parte del trayecto.

            Igual que tus anónimos compañeros de viaje, le entregaste todos tus ahorros a esos desdeñosos carontes para que te abdujesen del cementerio que es tu patria a fin de conducirte, sano y salvo (eso prometieron), a la tierra del vino y la miel. ¿Qué podías perder? Entre la desdicha cierta y un atisbo de futuro, los héroes -los auténticos héroes- siempre eligen lo segundo. Como en los trenes de camino a Birkenau, en las camionetas que serpentean por las hondonadas de Coahuila o en las miserables pateras que zozobran en el Mediterráneo, el hacinamiento y el hambre de esos peregrinos ansiosos y asustados, dispuestos a todo -incluso a esto-, a cambio de un brote de esperanza, continúan siendo la medida de nuestra infamia colectiva. Como si el siglo xx y sus catástrofes no cesasen de pringarnos.

            De pronto, en lontananza, adviertes un hálito de luz. La luz que has perseguido desde que abandonaste a tu familia, ese diminuto faro que representa la vida, otra vida. No puede estar muy lejos. Unos pocos kilómetros, si acaso. Después de atravesar la selva o la montaña y por fin hacerte a la mar, después de haber sobrevivido a las amenazas, a las heridas y a la fiebre, tu sueño -tu ilusión- se encuentra al alcance de tu mano. Es entonces cuando el bamboleo se decanta en un vaivén enloquecido, y las cabezas chocan unas contra otras, como nueces, mientras el agua los azota con sus golpes de látigo. Los chillidos de los niños no tardan en ser devorados por las llamas que de pronto surgen de los maderos, no adviertes más que brazos, hombros, piernas al garete, como si la turba se hubiese desmembrado. Y luego, nada.

            Al amanecer te descubres en un centro de detención -de acogida, rezan los hipócritas-, de nuevo cautivo. Tienes suerte, te susurra alguno. Permanecerás aquí sólo el tiempo indispensable, luego serás devuelto a esa patria de la que huiste. Sin otra cosa que el vago recuerdo del naufragio y un par de costillas rotas. Afortunado, sí, pero no tanto como los cientos de peregrinos -hombres, mujeres y niños- que, en un gesto de gracia extrema, fueron premiados con la nacionalidad italiana. Al menos ellos podrán reposar en la sagrada tierra europea, por más que se les haya negado el funeral de Estado que se les prometió.

            Lampedusa, diminuta isla del mediterráneo, habitada por no más de cinco mil personas, es el nuevo nombre de la infamia. De nuestra infamia. De quienes inventamos las fronteras y de quienes las toleramos con los brazos cruzados. Un nombre que se suma al de Arizona y Texas, al de Gaza y Cisjordania, al de Tracia y el estrecho de Gibraltar, al de Chiapas y Tamaulipas, esas zonas intermedias entre la opulencia y la miseria, entre la vida y la muerte. Nacer de un lado u otro no es más que cuestión de suerte -o de mala suerte-, pero defendemos a las naciones como si fuesen inmemoriales.

            Una tragedia más. Un número horrendo -359 muertos, o 72- que se repite en la prensa y los telediarios. Por unos cuantos días el mundo entero se desgarra las vestiduras. Los políticos piden atropelladas excusas. Visitan la zona con retraso. El papa lanza mensajes flamígeros. Y luego todo queda sepultado bajo una ola de olvido. Nuestra indiferencia es idéntica a la de los miembros de la guardia costera que se contentaron con el lento rescate de unos pocos. Estamos aquí, leemos estas líneas, lagrimeamos con ellas -si acaso-, y luego volvemos a votar por esos políticos que, lavándose las manos, se acomodan ante los micrófonos para defender sus sacrosantas fronteras.  

 

Publicado en Reforma, 27.10.13

 

Twitter: @jvolpi

 

 

 



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28 de octubre de 2013
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Tacones y cerebro

La indumentaria en el mundo de los negocios no sigue las tendencias. A pesar de que los nuevos millonarios de Silicon Valley o Palo Alto sean tipos ataviados con camisas a cuadros y tejanos bajos de cintura que bien podrían pasar por vendedores de bicicletas, el código de vestimenta, en este ámbito, poco ha variado su estilo conservador. Y no me refiero a los zapatos Oxford, los puños almidonados o la espectacularidad de un reloj -nunca más grande que la hebilla del cinturón- sino a la composición final cuyo propósito es ofrecer una imagen que no compita con la cuenta de resultados. Varios casos se han sucedido ya de ejecutivas reprobadas, e incluso despedidas, por vestir demasiado sexy. “Uno no se podía concentrar”, declaraban. “Querían mostrar con más atención su cuerpo que su cerebro”. Escotes desinteresados, minifaldas brevísimas y labios perfilados como un corazón, a menudo protagonizan esa noticia chisposa que, a pesar de su carga discriminatoria, destaca más por su vistosidad que por su trasnochado puritanismo. El ser humano requiere de protocolos. Constituyen un dique contra el error y la mala representación. Unas mínimas reglas ayudan a uniformizar, verbo que puede conjugarse como la acción de controlar la singularidad de cada uno y a la vez la de identificarle como parte de un todo. Pero es arriesgado que se señale a quien se salta las líneas del guión no escrito y, como ocurrió en un foro de inversores, elija -frente a la libertad de su armario- calzarse unos tacones de 15 cm. Eso sucedió hace unos días cuando Jorge Cortell, cabeza de una compañía de software médico, tuiteó una foto de una chica sobre unos stilettos infinitos. Junto a la foto, Cortell escribió: “Se supone que este evento es para los empresarios, capitalistas de éxito, pero estos tacones… (he visto varios como estos). WTF . #brainsnotrequired. Ya alertaron las feministas hace años que cerebro y tacones guardaban la misma relación que plumero y leones”. El tuit encendió la red, acusado de sexista, pero también fue defendido por aquellos que insisten en que para elaborar un plan de negocio, ninguna mujer debe igualar su calzado al de Dita von Teese. No es un caso aislado, conozco a más de una a quien su jefe le ha pedido -bien, como suele decirse, con cariño- que no se ponga tacones para discutir cuentas de resultados. “Sólo cuando estemos con clientes” . Más allá de la anacrónica moral que aún defiende con severidad que al cuerpo de la mujer no lo vista el diablo, pervive una tendencia ni clásica ni conservadora sino mojigata. “Una mujer con tacones de aguja es como un hombre con una camisa desabrochada hasta la clavícula”, leo en el artículo de The Wall Street Journal. Después del incendio en la red, llegó la podología. Lo nunca visto: una sociedad obsesionada por la salud de los pies de las mujeres. (La Vanguardia)

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28 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Pedagogía de la ciudad sin ley

Política es pedagogía, según expresión ya clásica del socialista catalán Rafael Campalans. Cada declaración, cada decisión, cada gesto o acción, a veces incluso la más formal y protocolaria, contiene una lección política impartida a los conciudadanos. El político que ejerce el papel de maestro proyecta, en estas clases que profesa sin apenas darse cuenta, su idea sobre cómo deben comportarse los ciudadanos y cómo debe ser la comunidad en la que se incluyen, la polis.

Esta idea vale para cualquier representante de los ciudadanos, para cualquier alto funcionario, a veces incluso para un policía o un juez. Un diputado corrupto, un alto funcionario venal, un policía violento o un juez prevaricador, además de cometer un delito imparten con su actuación una lección negativa a sus conciudadanos: si yo me comporto así, vea usted mismo como deberá comportarse para defender sus derechos y evitar que esta sociedad le arrolle.

La primera y más elemental lección es la ejemplaridad. Pero en el caso de los dirigentes políticos, y sobre todo de los máximos responsables gubernamentales, la lección pedagógica que se espera de sus acciones va mucho más lejos. Por supuesto que debieran ser ante todo ejemplares en sus comportamientos personales. Pero deben serlo también en sus ideas y en sus propuestas, en sus acciones y en sus decisiones, siempre acordes con los principios y las leyes que se han comprometido a respetar y hacer respetar.

Nada crea mayor desazón y siembra mayor desesperanza que un jefe de Gobierno proclive a saltarse las leyes o a interpretarlas a su gusto. Que tiemblen los más débiles cuando sucede algo así, porque nos encontramos con la pedagogía de la ciudad sin ley. Y en la ciudad sin ley la única ley que impera es la del más fuerte, que es la de la selva.

En la ciudad sin ley siempre hierve la calle, manipulada por los que tienen palancas para hacerlo. La división de poderes se convierte en una farsa. Los sistemas de garantías, en un trámite formal sin valor. Los medios, en cajas de resonancia o instrumentos de agitación. Apenas hay parlamento, es decir, debate, deliberación y argumentos, y todo se convierte en griterío, estridencia y demagogia. Nadie imagina que la justicia no sea finalmente una forma de venganza. La democracia es tumultuosa, resolutiva, con recurso a la mano alzada o a los plebiscitos de resultado perfectamente organizado por los tribunos y agitadores de la plebe.

La pedagogía de la democracia y del Estado de derecho exige solo dos cosas del presidente de un Gobierno ante la sentencia de un tribunal que afecta a sus decisiones: acatamiento y silencio. Los gobiernos no deben comentar las sentencias de los tribunales ni mucho menos expresar su disconformidad echando a los manifestantes a protestar contra ellas en la calle. Y esto vale para el Estado de derecho entero, que es uno solo, sin que se pueda elegir el que más convenga a cada circunstancia: el catalán o el internacional si no me va bien el español.

Mariano Rajoy y Artur Mas van a la zaga en la pedagogía de la ciudad sin ley. Hay que decir que los partidos que presiden van a la zaga también en otras cosas que ahora no vienen al caso detallar, aunque también les acercan en su escaso respeto por la legalidad a la hora de financiarse. El presidente español se permite juzgar como injustas y equivocadas las sentencias de un tribunal y manda las huestes de su partido a manifestarse contra los jueces. Nada muy distinto de lo que hace Artur Mas cuando se convierte en la voz del pueblo que se manifiesta en la calle y sitúa la regla de una mayoría dibujada por las encuestas por encima de la regla de juego.

Empezaron consultando las encuestas de opinión y han terminado esclavizados por las opiniones que les transmiten las encuestas. No son los dirigentes sino los dirigidos. No gobiernan sino que son gobernados. Desde Bruselas y desde la calle, en una combinación de obediencia a la austeridad que impone Angela Merkel y de seguimiento populista de los deseos del pueblo. Una cosa compensa la otra en su peculiar estilo, fruto de un cálculo electoral perverso.

En algún momento del pasado fueron ambos la imagen misma de esa moderación que pedía ayer tan atinadamente La Vanguardia en un destacado artículo editorial. Si alguna vez fueron moderados, eso quiere decir que pueden volver a serlo. Ahora ambos se hallan igualados en sus comportamientos y en el apoyo que buscan de los más radicales. Igualados como improvisados maestros de la ciudad sin ley, quizás así puedan hablarse de tú a tú para abandonar de una vez esta pedagogía perversa que nos lleva al desastre.



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28 de octubre de 2013
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El Boomeran(g)
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