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Una deriva

Por 30 de octubre de 2013 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Enel año 2001 las autoridades neoyorkinas cerraron al público la corona de la libertad. No es una metáfora de periodista pretencioso, es pura realidad. Como muchos sabrán, en la cabeza de la estatua de la Libertad, a la entrada del puerto de Nueva York, hay una corona que podía accederse si uno era capaz de subir 354 escalones para divisar un panorama majestuoso: la acristalada cordillera de rascacielos de Manhattan. Ese acceso se cerró en 2001. Es infrecuente encontrarlo abierto desde entonces.

Antes de convertirse en una atracción turística, la estatua había servido de faro para orientar a las embarcaciones en la maniobra de acceso a la bocana, pero la luz de la antorcha confundía a las aves y éstas acababan chocando contra la corona. En el registro administrativo de la estatua figura una excepcional mañana de 1888 en la que los funcionarios hubieron de sacar mil cuatrocientos pájaros muertos. Tras una semana tormentosa se habían acumulado innumerables cadáveres. Los empleados recogían los leves cuerpos muy a gusto porque luego los vendían a los sombrereros de la ciudad.

Esta es una de las historias que cuenta Teju Cole en su notable Ciudad abierta. La editó hace un año la editorial Acantilado, pero no pude hincarle el diente hasta ahora. Teju Cole es un escritor singular. Aunque creció en Nigeria, su familia se instaló en Nueva York cuando él había
cumplido los 17 años (nació en 1975) y es más neoyorkino que el Empire State. Como es negro, allí pasa inadvertido y puede meterse en barrios y lugares que un blanco no osaría husmear. Porque su libro es precisamente eso, un conjunto de paseos y excursiones por la enorme ciudad, siguiendo el consejo de Baudelaire en El artista de la vida moderna. Teju Cole es el ejemplo más inteligente y poético que he leído de eso que Baudelaire llamaba le flâneur, una de las nociones más mencionadas en todos los ensayos acerca de la modernidad, sobre todo desde que Walter Benjamin le sacó punta al concepto.

El paseante desocupado sólo aparece cuando crecen las gigantescas metrópolis burguesas en el siglo XIX. Baudelaire intuyó, genialmente, que ese paseante era hermano gemelo de otra figura que iba a desplegarse desmesuradamente, el detective privado. Y que ambos se relacionaban con el asesino en serie. El asesino, el detective y el paseante ocioso, unidos en esa institución omnipotente del mundo actual que es el periodista, nacieron en el cerebro de un sutil poeta neoclásico y reaccionario. Honor a él.

Teju Cole pone al día el flâneur y en su libro leemos veinte paseos que nos muestran zonas ricas, pobres, miserables, lugares arruinados o lujosos, grandes ejecutivos, vagabundos, prostitutas, madres odiosas, viejas amantes, viejas, viejos, hoteles, bares, restaurantes, negras
jóvenes, negras maduras, porteros, estudiantes, médicos, profesores, agonizantes, locos, resumiendo, el universo expandido del paseante del siglo XIX llevado hasta el abigarrado siglo XXI. Hay incluso un curiosísimo viaje a Bruselas de ida y vuelta.

¿Es realmente un diario? ¿Dice la verdad? ¿Es periodismo? Hace tiempo que vengo
defendiendo que todos los géneros literarios han desembocado en el mar del periodismo
y que ya sólo existe este género, aunque se mantengan destacadas singularidades literarias. Si se ha convertido en un monopolio es, entre otras cosas, porque el periodismo ya sólo tiene una ligera y vidriosa relación con "la verdad". Casi todo lo que leemos en los periódicos nacionales es, sencillamente, mentira, o una media verdad distorsionada por los intereses del partido o la oligarquía que paga ese diario. No menciono a la televisión ni las redes sociales o los diarios digitales (como el nuestro) porque no parece que la verdad se vaya a salvar a su través.

El libro de Teju Cole, como el que comenté hace pocos meses de Ignacio Vidal-Folch, como la monumental labor autobiográfica de Trapiello (aunque ésta tiene más querencia clásica), como tantos otros diarios falsoverdaderos que se publican constantemente, son la gran herencia del flâneur y uno de los subgéneros del periodismo más interesantes del momento. Eso sí, para que merezca la pena leerlos han de tener la sagacidad y el arte de Teju Cole.

Artículo publicado en la revista Jot Down.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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