Joana Bonet
Antes de imprimir la invitación a una fiesta deben dar el visto bueno unos diez o doce ojos. “¿No haría falta especificar el dress code?”, señalan unas gafas. “Le falta un poco de magenta”, advierten otras. Cuando por fin todos dan su OK -con el que, de un tiempo a esta parte, asentimos todos por escrito pero nos cuidamos de decirlo de viva voz-, los organizadores sienten que ya no hay marcha atrás. Dependiendo del aforo, la decena de ojos empieza a dividir el preciado mailing de invitados entre sí y no. Dicen: “Fulanito no… ay qué pereza”, o “menganito sí, of course”. La lista no parece referirse a personas, sino sólo a nombres, y según cotice en ese momento el nombre recibirá el cartón con un poco más de magenta. Es curioso como aún permanece esa vieja palabra, cóctel, que ha acabado por denominar el acto social en que la gente se besa, hace cháchara, aprovecha para exhibir su belleza o su influencia, y busca trabajo. Se dan de todo tipo, con almendras y con foie, grisines o vino dulce, y con champán francés, aunque desde hace unos años sólo corran burbujas si está patrocinado. “Aquí al menos tienen jamón”, comentaban en una embajada.
Ya en 1986 Tom Wolfe consideraba el cóctel como una institución en vías de extinción. En su libro La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop cita el caso de la llamada “cena con mono”, que marcó un antes y un después en la vida social neoyorquina. Una dama, Stuyvesant Fish, convocó en 1908 a lores y condesas a una cena de honor del príncipe Drago. “Nadie se molestó en preguntar quién era el príncipe Drago, pero todos asistieron. Y allí estaba el príncipe, sentado a la mesa: un babuino adulto del Zambeze vestido de etiqueta”. Entre las bestialidades del primate y la absurda situación, la señora Fish dejó en evidencia a todos sus frívolos invitados, muchos de ellos profundamente indignados. Hoy el mono es el famoso o el aspirante de turno, y el dios, el espónsor. No importa que, detrás de cualquier honor que se rinda, haya una marca de vodka o una aseguradora si, a cambio de taladrarte con su nombre, te dan de cenar. Y más cuando ofrecer algo gratis se valora con ecos de posguerra. Pero a fin de amortizar el dispendio, lo que en verdad importa cuando se invita a las cámaras es el photocall.
Hay que hacer casar dos nombres: el noble y el comercial. Si se invitara a ese grupo elegido en nombre de una marca de cervezas, los asistentes dirían: qué horror. En cambio, si quien convoca es una institución, un gran personaje o la excusa de unos premios, que cuando entra el otoño proliferan en las ciudades, los invitados se dicen: “Hay que ir, hay que dejarse ver”, con el ferviente pero callado deseo de querer ser el mono.
(La Vanguardia)