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Conversación antes de abordar

Otra vez vuelvo a encontrarme en la sala de un aeropuerto con mi viejo amigo empresario nicaragüense, quien sin preámbulo alguno empieza a hablarme de la situación del presidente Obama, amarrado de pies y manos por un congreso hostil que ha paralizado el gobierno y amenaza con precipitar a Estados Unidos en el negro abismo de la insolvencia. "Estas son las consecuencias de un sistema que se ha vuelto inoperante, el congreso se amotina, y todo porque no hay un presidente capaz de tomar las decisiones sin estorbos", me dice.

He venido leyendo en el avión el artículo de George Friedman Las raíces de la clausura del gobierno, publicado en el sitio Geopolitical Weekly, que coloca el peso de la responsabilidad de la crisis sobre las minorías ideológicas. Como a la gente común le interesa más la vida privada que los asuntos públicos, argumenta, todo queda ahora en manos de esas minorías fundamentalistas, capaces de movilizar a los votantes que se identifican con ellos; el resto, no vota. Pero estas explicaciones de Friedman, que comparto, no son suficientes.

En el Tea Party, una secta de ultras enquistada dentro del partido republicano, muchos creen que sin el estado estarían mejor, extraños discípulos anarquistas de Bakunin, situados a su derecha; pero en su código ideológico está también la supremacía racial, y cada mañana que recuerdan que un negro está en la Casa Blanca, se les agría el desayuno. Esto es parte de esa vieja cultura ideológica WASP (blanco, anglosajón, protestante) que vio con horror a Martin Luther King.

Pero a mi amigo de los aeropuertos esas filosofías no le preocupan, sino que una democracia, por muy antigua que sea, no puede imponer su autoridad y se queda sin pagar a los empleados públicos y de cara al colapso frente a sus acreedores.

"Son democracias pasadas de moda", me dice. Me mira con mirada de preceptor de párvulos, me da unas palmaditas amables en la rodilla, y agrega: "Estamos mucho mejor en Nicaragua. Imaginate un congreso insurreccionado, los negocios quebrarían, y con ellos el país".

Entonces, me ilustra acerca de las ventajas del sistema político del que Nicaragua disfruta, donde no existe la menor posibilidad de disidencia. "¿Sabés de otro país donde el salario mínimo se decida de manera más rápida porque empresarios, trabajadores y gobierno llegamos a acuerdos apenas nos sentamos a la mesa de discusiones? Y es así, porque antes, ya todo ha sido consensuado entre nosotros y el presidente".

En un respiro de su alocución, le digo en ninguna parte de la Constitución de Nicaragua está escrito que el presidente pueda dar órdenes a los diputados, magistrados, o sindicatos. "¿Así como en Estados Unidos?", me pregunta sarcástico.  Esos son los riesgos de la democracia, le respondo. Lo contrario significa que quien da él solo las órdenes sabe lo que es bueno y no se equivoca nunca, porque es infalible. Al contrario, el autoritarismo es ya una equivocación, que siempre prueba ser fatal.

Más bien me propone que en Nicaragua, en lugar de una asamblea de diputados ociosos, que viven como parásitos a costillas del erario público, debería haber otra, formada por representantes de los gremios útiles a la sociedad, las cámaras patronales, los bancos, los sindicatos de trabajadores, los colegios profesionales, las universidades, el ejército, y hasta la iglesia. Gente responsable, capacitada, nadie que no tenga estudios académicos podría sentarse en esa asamblea.

Veo, no sin alivio, que la muchacha del mostrador de la línea aérea está abriendo la puerta que lleva a la manga del avión, y que los pasajeros comienzan a alinearse. "Eso ya ha sido probado antes, el estado corporativo", le digo, a manera de despedida, "y fracasó trágicamente". Ya no tengo tiempo de explicarle ni dónde, ni cuándo, pero sé que volveremos a encontrarnos.

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23 de octubre de 2013
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Cine del límite

     Mucho más cruel que el ‘gore' y con más seso que víscera. Así es el cine de Ulrich Seidl, un director desconocido por los cinéfilos medianamente informados del mundo entero -entre los que querría contarme- hasta el desembarco abrumador en la pantalla grande de seis horas de filmación distribuidas en tres largometrajes del mismo título, ‘Paraíso'. Seidl se ha convertido de golpe en el cineasta austriaco más relevante después de Haneke (nacido en Munich pero de formación vienesa), lo cual no es decir poco si recordamos que Erich von Stroheim, Max Reinhardt, Edgard Ulmer, Fritz Lang y Otto Preminger también nacieron, al igual que Seidl, en Viena.

    Aunque yo los vi por separado, en semanas escalonadas, conozco espectadores pertinaces que los vieron seguidos en una tarde, y han salido en cierto modo transfigurados. Recuerdo lo que dijo una vez Susan Sontag, a propósito de los más de novecientos minutos del ‘Berlin Alexanderplatz' de Rainer Werner Fassbinder, seguidos por ella con entusiasmo a lo largo de dos sesiones de ocho horas cada una en una sala de Nueva York. Denostando la dictadura de la exhibición cinematográfica que nos impele al formato de los (poco más o menos) cien minutos de metraje, la escritora se mostraba orgullosa de esos dos días de su vida pasados en compañía de los personajes de Döblin adaptados por Fassbinder, a la vez que reclamaba para las películas la libertad de lectura que dan los libros: el derecho a pagar una entrada por ver un programa de cortometrajes brevísimos o un caudaloso ‘blockbuster', del mismo modo que el lector puede elegir entre la novela-río de mil páginas y los sonetos de catorce líneas.

     La experiencia de ‘Paraíso' turba. La primera parte, que encuentro con diferencia la mejor de las tres, lleva el subtítulo irónico (los tres lo son) de ‘Amor', y lo que Seidl refleja con una frialdad formal tan elegante como percutiente es el mundo del turismo sexual femenino, encarnado en la figura de Teresa, una gruesa mujer de cincuenta años (aparenta más) que, terminado su período de trabajo anual como cuidadora de personas con síndrome de Down, toma unas vacaciones en Kenia; allí la espera una amiga ya experta en el comercio carnal con los muchachos nativos que se prostituyen con extranjeros en los pueblos de la costa. El arranque de ‘Paraíso: Amor' no se olvida: Teresa vigila la diversión de los discapacitados a su cargo, hombres y mujeres de diversas edades que se entregan puerilmente a un juego chillón y descarnado en un recinto ferial de coches de choque. Seidl mira implacable, y su mirada me recordó la del primer Werner Herzog, el de ‘También los enanos empezaron pequeños' (1970) y ‘El país del silencio y la oscuridad' (1971). Pero esa crueldad clínica también la aplica el cineasta vienés al relato africano, que empieza con otra imagen memorable: los jóvenes candidatos negros diseminados por las playas de los hoteles a la espera de clientela.

       Como Herzog, como Houllebecq, Seidl es un explorador de lo indecible y un provocador, aunque sus modos de cineasta eluden tanto el esperpento como el melodrama; prefiere la estilización, las tomas frontales sin movimiento de cámara, y un refinado estatismo dentro del encuadre que también puede conectar su cine con el de Hans Jürgen Syberberg. Algunas secuencias resultan desagradables sin perder su poder de sugestión, de revelación; las desfondadas ancianas desnudas en busca de placer fácil exponen su deprimente verdad con descaro semejante al de los chicos que las satisfacen (o no) con falsas excusas monetarias que ellas esperan pero a veces protestan. Los episodios del barman que no se siente capaz de cumplir y el bailarín comprado para Teresa por sus amigas como regalo de cumpleaños se alargan sin misericordia estética, sin elipsis: el paroxismo sumado a la mostración total, con momentos de franqueza sexual rara vez vista fuera del cine porno. Y todo ello interpretado por magníficas actrices austriacas y esforzados debutantes de color que improvisan sus diálogos (es el método Seidl) sobre la base de un guión bien armado.

    ‘Paraíso: Fe' sigue las andanzas de la hermana de Teresa, Anna-Maria (extraordinaria Maria Hofstätter), fundamentalista católica que aprovecha sus vacaciones para evangelizar en los barrios de su ciudad, portando una imagen de la Virgen María y azotándose brutalmente la propia espalda cuando regresa a su casa. También en esta original segunda parte de la trilogía, todos los personajes resultan incómodos de ver, cuando no antipáticos: inestables, violentos a veces, extremos en sus obsesiones y claramente infelices de un modo inconsciente o frívolo. El director, como suele, no enjuicia ni hurga en las lacras: disecciona. Siguiendo la pauta de las dos primeras historias, Melanie, la hija de Teresa y sobrina de Anna-Maria que protagoniza la última, ‘Paraíso: Esperanza', aprovecha el periodo vacacional para cambiar de realidad, en su caso entrando en una férrea, algo nazi, residencia veraniega para adolescentes obesos; la mezcla del documental y la leve ficción no casa bien en esta tercera entrega. Las tres mujeres de ‘Paraíso' buscan fuera de ellas: la lujuria, la redención de antiguos pecados, el adelgazamiento. Y esa búsqueda las contrapone de manera elocuente a los muy interesantes personajes masculinos, que, como escribió Elfriede Jelinek en un artículo, buscan pero no quieren encontrar, sintiéndose bien en sus cuerpos; los hombres de Seidl, señala Jelinek, "no tienen que mirarse a sí mismos porque los hombres no se visionan, ellos visionan y son los únicos con derecho a asistir a ese visionado".            

      Película de la mirada escrupulosa y obscena, tratado narrativo sobre el cuerpo lacerado, ‘Paraíso' no hará seguramente las delicias de muchos espectadores, pero extiende nuestra percepción de lo humano hasta límites nada complacientes y sin duda dignos de ser expuestos. 

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23 de octubre de 2013
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Asuntos metafísicos 19: el pensamiento repara en los principios

Decía en la columna que lleva el número 11 en estos "Asuntos metafísicos", que a un momento dado la ciencia se alejó de la filosofía, en parte debido al hecho de que  la inducción y la generalización a través de la misma se convierten en principios  de la actitud científica. Y añadía que a partir de entonces  la ciencia avanza  sin preguntarse sobre  la solidez del entramado que la sostiene,  en parte constituido por algunos de los principios ontológicos  de los que en esta reflexión se trata.

Pero señalaba asimismo que en nuestro tiempo, acuciada por sus propias constataciones,  la ciencia misma, a veces con perplejidad,  está realizando el retorno a la filosofía, entre otras cosas en razón de que la confianza en la firmeza de los postulados se derrumba. La ciencia misma  replantea la cuestión de los principios que se daban por supuesto a la hora de practicar su disciplina, dando así lugar a  una nueva y esplendorosa meta-física. Pues la mera descripción de la physis no exige en absoluto abordar la cuestión de las evidencias y principios fundamentales. Basta con someterse a los mismos y repudiar toda conjetura que los contradiga: el físico  se atiene en su trabajo a principios... que el metafísico explora. Pero, ¿cuales son pues estos principios? Avanzo hoy algo sobre el primero de ellos:

Localidad- contigüidad

Por gemelos auténticos que dos hermanos J y L sean, si se encuentran en lugares alejados nadie espera que una acción física sobre J, tenga asimismo efectos en L (las cosquillas en el uno no provocan la risa en el otro, dice socarronamente un cronista científico). Este es el principio de contigüidad, que posibilita un segundo enunciado cuando es considerado en perspectiva local: todo fenómeno físico que quepa observar en L es independiente de las observaciones que en paralelo puedan hacerse en J. Calificado entonces de  principio de localidad, este segundo enunciado  pone mayormente de relieve la independencia  de quien se encuentra protegido por el hecho de tener  un lugar  o  espacio propio.

La vinculación de ambos enunciados queda puesta de manifiesto en el siguiente: "Sean A y B dos entidades físicas  no contiguas, es decir sin relación de contacto; sea  p una propiedad de A. Entonces tal propiedad no puede ser alterada instantáneamente por una intervención en B" Así pues  para que se de eventualmente una influencia de B en A se necesita tiempo, de hecho el tiempo necesario para que el efecto se propague a través de la secuencia de entidades contiguas  que se dan entre A y B y que garantizan la ausencia de vacío entre ambos extremos. [1]

 


[1]

      Existe una versión restringida de este principio de contigüidad-localidad que dice así : "Aunque hubiera manera de ejercer una influencia  instantánea  de B sobre A, esta influencia no podría ser utilizada para enviar una señal. O dicho de otro modo: no podemos comunicar nada a velocidad superior a la velocidad de la luz. La terca constancia de esta versión restringida del principio tendrá  enorme importancia a la hora de ponderar la verdadera trascendencia ontológica de ciertos experimentos de la física contemporánea. Doy desde ahora un avance:

       Una acción instantánea  entre dos entidades no contiguas supone un "intervalo" menor que el intervalo, digamos I, de tiempo que la luz tardaría en superar la distancia entre  ambas. Ahora bien, en relación a esa distancia el menor intervalo temporal es I. Por consiguiente, tal acción a distancia trasciende el tiempo. Si las acciones instantáneas de las  que  parecen dar testimonio ciertos experimentos físicos contemporáneos permitieran enviar señales, ello supondría la posibilidad de transmisión de información fuera del tiempo.

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22 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La ciencia pop de Malcolm Gladwell

            Todos hemos leído algún libro de Malcolm Gladwell o conocemos a alguien que nos ha contado una anécdota o destilado una enseñanza de un libro de Gladwell. El autor canadiense-inglés, colaborador regular de The New Yorker, está en todas partes: es muy solicitado en el circuito de conferencias -sus charlas en TED son populares--, y sus libros llegan regularmente a las listas de los más vendidos. Hay parodias (ver, por ejemplo, "The Malcolm Gladwell Book Generator"), y ha surgido una industria de imitadores de su estilo de "ciencia pop" (un crítico de la revista Slate lo define como "autoayuda de un sabelotodo"). No importa que tenga detractores de peso como Steven Pinker; lo que cuenta es que Gladwell parece haber encontrado la combinación adecuada para narrar historias fascinantes mientras el lector siente que aprende una verdad de rigurosa comprobación científica que va a contrapelo de lo que creía que sabía.

            El nuevo libro, David y Goliat (Little, Brown and Company), insiste en la receta. Lo que Gladwell quiere demostrar esta vez es que, en la lucha entre débiles y poderosos, los débiles tienen ciertas ventajas que los poderosos no tienen, y que las desventajas pueden convertirse en una fuerza positiva, los defectos en virtudes. En la lucha entre David y Goliat, ¿por qué asumir que Goliat va a ganar? El Goliat de la leyenda era grande, pero eso lo hacía vulnerable si se enfrentaba a alguien tan pequeño y ágil como David, experto en el uso de la honda: según un experto en balística del ejército de Israel, una piedra lanzada a 35 metros de distancia por alguien hábil con la honda golpearía la frente de Goliat a una velocidad de 34 metros por segundo, "más que suficiente para penetrar su cráneo y desmayarlo o matarlo".

            Con esos datos seductores en el prólogo, un lenguaje accesible y una capacidad admirable para usar expertos y experimentos no muy conocidos y consolidar sus argumentos con gráficos y estadísticas, Gladwell no tardó en convencerme de que era mejor ser el débil en una confrontación. Pero hay más ejemplos: están las chiquillas rubias de un equipo de basquetbol en Silicon Valley, más pequeñas que sus oponentes y con un entrenador indio que nunca ha jugado ese deporte; aun así, casi llegan a ganar el título de su división gracias a que el entrenador las hace jugar presionando en toda la cancha (con ese estilo de juego, un equipo débil supuestamente podía neutralizar las ventajas de un equipo de buenos pasadores y encestadores).

            La primera parte del libro me la creí toda e incluso me conmoví: Gladwell es un genio, me dije (imaginé la película que haría Hollywood con las chiquillas rubias, con Sandra Bullock en el papel del entrenador indio). En la segunda parte, el paisaje se fue espesando y comencé a desconfiar. Gladwell argumenta que hay "dificultades deseables" que permiten que nos concentremos en desarrollar otras virtudes capaces de llevarnos a la cima. David Boies, uno de los abogados más célebres de los Estados Unidos, es disléxico. Debido a sus dificultades con la lectura, Boies se puso a leer en la universidad resúmenes de los casos importantes y a ejercitar su memoria. De ahí a convertirse en un gran abogado, capaz de condensar para los jurados los detalles más importantes de un caso mientras otros abogados de formación convencional se perdían en el fárrago de las notas al pie de página, sólo había un paso.    

            Gladwell escoge los ejemplos que le convienen para reforzar su argumento y no nos dice que David suele perder en sus enfrentamientos con Goliat, que los equipos malos en cualquier deporte las más de las veces son derrotados, que los disléxicos lo tienen harto más complicado que los que no los son. Uno puede convertir defectos en virtudes, pero eso no significa que haya "dificultades deseables". Disfrutemos de las anécdotas de Gladwell, aplaudamos su deseo de ir contra las verdades establecidas y celebremos la diversidad de sus intereses. Pero también desconfiemos de sus conclusiones.

 

(La Tercera, 19 de octubre 2013)  

 

 



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21 de octubre de 2013
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El Príncipe

No hay empresa, por insignificante que sea, que no precise de un portavoz. Alguien que dé la cara, que se erija en interlocutor, que abra o cierre las reuniones y que palmee las espaldas de sus interlocutores con cierta desenvoltura. Y no digamos si esa empresa es un país. Un país en crisis, además. Para brindar por los éxitos y solemnizar los adioses, cortar cintas o alentar al pueblo. Mal que nos pese, la representatividad es una exigencia tácita de la vida en sociedad. La rubrica que oficializa una experiencia colectiva. No deja de resultar paradójico que el mejor portavoz y relaciones públicas sea hoy alguien que no ha sido elegido en las urnas. Porque, dejando de lado debates políticos y filosóficos sobre la monarquía -en una España que nunca ha sido monolíticamente monárquica- y también a pesar de la zozobra que vive hoy esta institución debido al llamado efecto calamar -cuya tinta de fatalidad se extiende oscureciéndolo todo-, el príncipe Felipe es la figura pública más solvente. Con él, el pánico al ridículo se desvanece; ya que posee un don de gentes que consiste sobre todo en saber mirar a los ojos y tener soltura en varios idiomas. Y en su estrenada madurez institucional, ha dado sobradas muestras de que se halla preparado para saludar con franqueza, mediar y encabezar un relato nacional, que es lo que se exige de un rey. Con el paso de los años, acabamos hartos de la pesada colección de tics del poder. De la fanfarronería o la incompetencia, del cinismo, de la grosería y la baja preparación. Y el actual desafecto hacia la clase política, aquejada de una enorme falta de credibilidad, reclama nuevos liderazgos. Por ello, que el Príncipe acuda a la Cumbre de Panamá con una agenda apretada, pero sentado en la tribuna de invitados, sin poder reemplazar simbólicamente a su padre, es una prueba más de la artificialidad e inmovilismo que nos envuelve. Hace pocos días escuché a Don Felipe dirigirse a los inversores y jóvenes emprendedores, en el II Foro Spain StartUp & Investor Summit, organizado por el IE y puesto en escena, con excelencia, por los hermanos Antoñanzas. Felipe de Borbón habló de “creativación”, de la necesidad social de contar con agentes transformadores, de la adaptación a los cambios por parte de profesionales ávidos de futuro; “cuantos más seáis mejor nos irá”, dijo a los participantes. Pensé en lo frustrante que debía ser que él no pudiera aplicárselo. En los últimos años, los reyes de Bélgica y Holanda han abdicado en sus hijos, de edad parecida. De la misma forma que surgen nuevos perfiles profesionales denominados “agentes de transformación” las viejas monarquías europeas sacuden sus alfombras, renovándose por dentro y por fuera. Y en España, al menos no se debería cometer el ridículo de temer por el “prematuro protagonismo” del Príncipe. Porque nadie es precoz a los 45 años. (La Vanguardia)

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21 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En el ascensor con Manolo

Desde que empecé, me tropiezo con Manolo. Él tan callado, o mejor, circunspecto, educado, silencioso. Me lo encontré por primera vez en el ascensor. Y solo verle ya empecé a aprender y sacar partido de su presencia, su silencio, su mirada irónica, de alguien a quien se le está escapando siempre una sonrisa. Aprendí de su escritura sobre todo: yo era por aquel entonces su corrector de pruebas, y todavía me devano los sesos pensando qué podía corregir aquel mocoso de los magníficos artículos de quien era ya un maestro, clandestino casi, pero maestro reconocido. Me cuesta datar el momento, pero debió ser hacia 1970, en la revista CAU, una espléndida e incluso lujosa publicación del colegio de Aparejadores de Barcelona en la que escribía la entera gauche divine.

El último es este, el mensaje desde Auckland de José Colmeiro, que es como sacar un trozo de papel escrito para mí de una botella que la ola deja a mis pies. Yo no soy especialista en la obra de Manolo, le digo. De hecho no soy especialista en nada. A título de colega, con los únicos títulos de mi admiración y mi aprecio a lo sumo. De compañero de cien mil batallitas periodísticas, desde el entusiasmo del antifranquismo hasta las decepciones de la democracia. De alguien con quien me fui tropezando en la vida, coincidiendo en experiencias y en ideas, también discrepando, e intercambiando sonrisas y frases concisas. Quizás esto sirva. No sé.

Todo esto me hace meditar: ya lo entiendo, éramos vecinos, barceloneses ambos, y por eso íbamos tropezándonos, como les sucede a los vecinos cuando bajan a buscar el periódico, a sacar el perro o a llevar el niño al cole. No vecinos de escalera: Manolo vivía en Vallvidrera, en el precioso barrio que hay al lado del Tibidabo, y yo vivía más abajo no lejos del campo del Barça, uno de los lugares de la teoría y también de la mitología montalbaniana. ¿Cómo no íbamos a encontrarnos? No, no era esta escalera de la que hablo. Era la del oficio, la de las ideas, también la de la literatura. El ascensor de la revista Cau primero; luego enseguida le Escuela de Periodismo donde Manolo fue profesor y maestro de remotas generaciones, incluida la mía; más tarde el vespertino barcelonés Tele/expres, y al final la larga escalera de El País, desde 1984 hasta su muerte.

Ya estamos. No quiero contar mi anécdota al lado de su espléndida biografía de poeta, novelista, ensayista, periodista magistral en todas las especialidades ?deportivo, cultural, político-- o gastrónomo. Dejémoslo con que debe ser una de las personas con quien más tiempo de ascensor he compartido. Manolo era un tipo expeditivo. Escribía con la rapidez y la precisión con que desenfudaba Billy el Niño. En las llamadas telefónicas, en las reuniones, en los encuentros, en sus clases incluso. Hacía muy santamente. Tenía el tiempo tasado para sus cosas, para viajar, para preparar una conferencia, para cocinar y escribir, cosas que sabía hacer a la vez, y no se andaba con niñerías. Todos tenemos el tiempo tasado, aunque no todos actuemos en consecuencia. El último ascensor fue literalmente de ultratumba. Me dedicó su Milenium, el último Carvalho, publicado póstumamente. Me llevé un susto indescriptible. Y me apenó muchísimo no poder agradecérselo. Fue una demostración de una memoria fiel y precisa, la suya, y una desmemoria colosal, la mía. Resulta que me lo había prometido en una lejana entrevista, cuando nacía su detective.

Tropiezo ahora de nuevo con Manolo, cuya voz me llega de las antípodas, más cerca del maldito aeropuerto donde cayó fulminado que de la ciudad donde empezamos los dos, con una década de desfase, en este oficio de contar hechos, reales en mi caso, y reales y ficticios en el suyo. Entonces subíamos en el ascensor los dos, ahora imagino que ya bajamos, al menos yo. La verdad es que Manolo no termina de bajar del todo y sigue arriba, como bien verá el lector de este libro. La inercia de los grandes se nota en este oficio. Se fue pero está aquí todavía: ahí está publicada no hace mucho una amplia selección de su ingente obra periodística en tres volúmenes, ahí están su rastro y su magisterio vivos todavía, incluso en las periódicas resurgencias de los odios caninos que suscita entre unos pocos resentidos que no pueden olvidarle, y ahora salen de nuevo estas entrevistas antiguas pero con su voz tan fresca, tan reciente a pesar de que han pasado alrededor de dos décadas, de la mano del amigo José Colmeiro, autor de un capítulo inicial espléndido, que sirve para explicar a Manolo entero a quien no lo haya conocido e incluso a quien no lo haya leído y será, sin duda, una excelente introducción a su lectura con motivo del décimo aniversario de su partida.

Cuando uno va en el ascensor y bajando piensa en los amigos desaparecidos. Esos amigos con los que no compartirá más subidas y bajadas. Confieso que echo en falta a algunos de estos amigos imprescindibles, pocos lo confieso. Y no por razones sentimentales, que también podrían valer, sino estrictamente intelectuales e incluso políticas. Ahora mismo me gustaría saber qué pensaría y escribiría Manolo de los nuevos movimientos sociales que inquietan a los gobiernos de todo el mundo, de la fiebre independentista en Cataluña y sobre todo de la decepción cósmica que ha producido Barack Obama, con sus drones asesinos y su espionaje universal. También de nuestras cosas, que cada vez son menos nuestras, como el calvario periodístico de prejubilaciones, despidos y eres que estamos sufriendo. De la salvación financiera de la banca. De su poder renovado sobre los medios de comunicación.

Cuando se fue, no había empezado todavía esta extraña y a veces siniestra fiesta de hoy. Recordémoslo para poder comprobar, a la vez, la frescura de sus ideas antes de la explosión de Internet, de la moda sueca en novela negra o de la decadencia y derrota de Bush y de los neoconservadores. Ahora mismo se le necesitaba para la narración picaresca del caso Bárcenas, para la monumental estafa folclórico patriótica del Palau de La Música y para la épica del retorno de Aznar. Tampoco había empezado la explosión de las redes sociales y ni siquiera los blogs eran lo que son ahora. Toda esta tecnología, todo lo nuevo, estaba perfectamente adaptado a su talento y es una auténtica pérdida no tenerle entre nosotros experimentando y reflexionando sobre la última resurgencia de la ciudad libre.

Colmeiro lo sabe todo de Manolo. Yo solo sé algunas pocas cosas aprendidas de la convivencia en las redacciones y los fregados políticos y culturales durante más de 30 años. No he conocido a nadie, ni de este oficio ni de ningún otro, más trabajador ni más pundonoroso. Su productividad, palabra casi prohibida en la cultura progresista, era insuperable. Su precisión, su exactitud. Cumplía los plazos y clavaba la extensión de los artículos como nadie. Leía todo lo que había que leer, periódicos, novelas, ensayos filosóficos o comics. Un periodista insuperable.

Intuyo dientes largos de envidia. Los hizo crecer y mucho. Estuvo arriba del todo en el oficio y durante tanto tiempo. Los hace crecer todavía. Algunos se lo encuentran en el ascensor de sus pesadillas, allí donde rumian sus fracasos y sus frustraciones. Yo sigo aprendiendo de Manolo, mi admirable vecino. De este libro, sin ir más lejos, para mí como un encuentro más en el ascensor de nuestro vecindario barcelonés. O parisino: también me lo encontré en París un par de veces, en la calle. Era entonces nuestro vecindario, no sé qué es ahora. O apátrida: alguien dijo que la patria es el lugar de donde hay que huir en algún momento y Manolo le canta a Colmeiro las bondades de sentirse extranjero en su propio país, tremendamente estimulante aunque produzca pequeñas molestias sicológicas. Ese es el territorio compartido más estimado por ambos, la patria de los apátridas. Él era el polaco, el catalán, en la corte del rey Juan Carlos, pero también el charnego en la corte del rey Pujol.

Ante tanto tropiezo y coincidencia opté incluso por pedirle prestada la rúbrica de sus artículos en el Tele/eXpres, de cuando yo era becario y Manolo un columnista de prestigio. Su columna de comentarios de política internacional e incidentalmente de temas culturales se llamaba Del alfiler al elefante, una imagen perfecta del cuerno de la abundancia periodística que era Manolo con su capacidad para fabricar todo tipo de historias y de anticipar incluso la idea de la globalización. Así se llama el blog que publico desde 2005 en El País Digital, en homenaje a quien finalmente podría decir que fue mi maestro. ¿Una metáfora? No señor. Manolo fue un periodista orquesta. En un país más generoso habría llegado a dirigir el mayor diario de su ciudad y parte del extranjero. Y encima también fue mi profesor en la escuela de periodismo. De vez en cuando, leo de nuevo Informe sobre la información, el primer ensayo sobre los medios de comunicación en España. Sirve todavía. Todo lo que releo suyo me sirve todavía. Y más si se trata de piezas escondidas que alguien con sabiduría y criterio sabe devolver a los lectores. Varias generaciones enteras de periodistas barceloneses pertenecemos a su genealogía.

Ahora me atrevo a escribir estas frases introductorias a un libro que no las necesita solo para poder decir estas cosas y para expresar mi agradecimiento cuando se van a cumplir ya diez años de su muerte en el aeropuerto de Bangkok, después de mandar esa columna que jamás faltaba a su cita de los lunes. Gracias Manolo. Gracias Colmeiro. ¡Ascensor! (Este texto es el prólogo de El ruido y la furia. Conversaciones con Manuel Vázquez Montalbán, desde el planeta de los simios, de José Colmeiro, Iberoamericana Editorial Vervuert, 2013).

 



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20 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El espejo uruguayo

Si algo sorprende al atravesar el Río de la Plata desde Buenos Aires es el larguísimo malecón -la Rambla- en torno a la cual se despliega Montevideo. Olvidémonos de los clichés: en contra del lugar común, la capital uruguaya no es un lugar grisáceo o mortecino, y sus habitantes no están marcados a fuego por esa suave melancolía que se desprende de sus barrios apacibles o del decadente encanto de su centro histórico. Frente al bullicio y la extroversión bonaerense hay un contraste claro, pero se encuentra más del lado de la discreción que de la tristeza. De lo que no cabe duda es de que Uruguay luce como una urbe serena -sabiamente tranquila-, sobre todo si se la compara con el pandemónium de la ciudad de México.

            Pero esta aparente paz no siempre estuvo allí. Apenas a mediados de los ochenta el país dio paso a una democracia cada vez más sólida tras doce años de una siniestra dictadura cívico-militar que no dudó en enfrentarse, al amparo de la Operación Cóndor financiada por la CIA, con los guerrilleros tupamaros que se habían alzado en armas desde principios de los sesenta. En proporción con el tamaño de su población, Uruguay fue el país que mayor número de prisioneros políticos tuvo en esa aciaga época. La llamada "Suiza de América Latina" se convirtió entonces en otro de los pequeños infiernos que caracterizaron a la región por su brutalidad y su barbarie.

            Uno de los prisioneros recurrentes de la dictadura cívico-militar, encarcelado en un arduo régimen de aislamiento, era uno más de los integrantes del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, de nombre José Mujica. Herido en una refriega con las fuerzas de seguridad y considerado uno de los "rehenes" que serían ejecutados en caso de que sus camaradas llegasen a proseguir con sus atentados, pasó quince años tras las rejas antes de ser liberado gracias a la ley de amnistía del 8 de marzo de 1985. Hoy, casi treinta años después, se ha convertido en uno de los presidentes más carismáticos visionarios y atípicos de América Latina.

            Admirado -o criticado- por su carácter espontáneo e imprevisible, por su estilo humilde e informal y por la acompasada sencillez de sus discursos, Pepe Mujica se ha puesto a la vanguardia de ese pequeño grupo de mandatarios sudamericanos, a lado de Dilma Rousseff y Michelle Bachelet, que, con un pasado guerrillero a cuestas, se han transformado en los líderes más hábiles, comprometidos y exitosos de la zona. Provenientes de movimientos radicales, han sabido conservar una honda visión social a la vez que se han curtido en el arte de la prudencia democrática sin jamás aspirar a la condición de redentores, a diferencia de sus colegas de Venezuela, Ecuador o Argentina. 

            Sucesor del también muy popular Tabaré Vázquez, y miembro como él del llamado Frente Amplio, pero poseedor de un estilo personal que no podía resultar más contrastante, Mujica no ha dejado de sorprender con una serie de arriesgadas medidas políticas que contrastan con su apariencia bonachona. Haciendo gala de un liderazgo que resulta envidiable entre nosotros, consiguió la aprobación, con un gran apoyo popular, de dos medidas que ponen a Uruguay a la cabeza de las reformas sociales en el mundo: la legalización de la marihuana y el matrimonio igualitario.

            El pasado agosto, el Congreso uruguayo finalmente aprobó, después de varios meses de consultas y polémicas, la primera ley en el orbe que, en vez de centrarse en la prohibición de las drogas, regula la distribución y el consumo de la marihuana. Se trata de un hecho histórico que ha de ser contemplado no como la excentricidad propia de una nación pequeña, como han querido señalar sus enemigos, sobre todo entre los conservadores de Estados Unidos, sino como un gran avance del que deberíamos aprender todos los demás.

            Basándose en la idea de que el combate frontal a las drogas resulta tan inútil como costoso -en vidas y en recursos-, la ley uruguaya va mucho más allá de las medidas puestas en marcha en Colorado, Washington o la ciudad de México, y permite que los adultos cultiven hasta seis plantas, que las cooperativas productoras pueden proporcionar su producto a un número limitado de clientes y que la marihuana pueda ser vendida en las farmacias. En cambio, es ilegal publicitarla, el castigo por manejar bajo su influjo es muy severo y se prohíbe estrictamente su venta a los menores.

            Si la ley es aprobada por el senado en los próximos días, el experimento supondrá una auténtica revolución -una revolución tranquila, como el temple del propio presidente uruguayo. Lo mismo vale decir de la ley, aprobada también hace poco, que autoriza el matrimonio entre personas del mismo sexo, sumándose a lo que ya ocurre en Brasil, Argentina, la ciudad de México y Quintana Roo. Quizás Uruguay sea un país pequeño, ubicado en los confines de nuestro continente -el fantasmal escenario de la Santa María de Juan Carlos Onetti-, pero ha llegado la hora de mirarnos en su espejo.

           

Publicado en Reforma, 20.10.13

 

Twitter: @jvolpi

 

 

 



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20 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Congreso Internacional de la Lengua Española

Durante los próximos días administraré uno de los blogs oficiales del VI Congreso Internacional de la Lengua Española, el correspondiente a la Sección II, "Industria del libro", dedicado a actualidad editorial, libro electrónico, mercado del libro en Hispanoamérica y España, vigencia del idioma, nuevos lectores, etc. Los recientes cambios que el mundo editorial está registrando desde la aparición de las nuevas formas de soporte lector, con sus consiguientes repercusiones en la distribución y difusión de la cultura escrita, invitan a una reflexión colectiva.

Mi tarea consistirá en dar noticias del Congreso, resumir algunas de las ponencias y mesas redondas y, en su caso, rescatar de las conversaciones de pasillo algún comentario jugoso. También tuitearé desde @MoraVicenteLuis algunas citas y estampas más breves. Esta es la dirección del blog, si os interesa:

 

http://seccion2.virtual.cile.org.pa/ 

 

 



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20 de octubre de 2013
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Las ojeras de la capital

Hubo un tiempo en que Madrid fue espumoso y chispeante, desafiando su estampa costumbrista. Contenía infinitas burbujas de euforia, poder y hambre de mundo. O mejor dicho, formaba una burbuja en sí misma. Consciente de haber crecido sin planificación ni filosofía, sus defectos acababan convirtiéndose en virtudes porque sus códigos tan disparatados ?de la Zarzuela a los curas rojos de Vallecas? componían una estampa vistosa. A mediados de los noventa, aún podías detenerte ante las ventanas del Gijón para ver quiénes estaban en su tertulia. Y en el antiguo prostíbulo ?y trastienda de Chicote? Cock, una nutrida legión de escritores y periodistas disparaban al arco iris de la noche con ingenio y whisky on the rocks. Qué madrugadas aquéllas en las que Maruja y Vázquez Montalbán oficiaban la liturgia y Juan Cruz dictaba la crónica por el teléfono del bar. Entonces, sus calles parecían un casting abierto 24 horas en el que se mezclaban, en su caos proverbial aunque excitante, los tatuajes de Alberto García-Alix con las pashminas de Cari Lapique; y donde las damas de la gauche caviar se reunían en el ágora de la tienda de Elena Benarroch. Un ir y venir de mujeres apodadas ?Cuca? o de hombres llamados Jose ?sin acento? mantenían la tradición en el barrio de Salamanca y se iban a ?comprar la joya? a Durán y el tortel al rancio pero inefable Embassy, el muy castizo salón de té. Al estrenar siglo, Madrid hizo el esfuerzo de sacudirse el provincianismo. Y la euforia de clubes, buenos gimnasios, tiendas eco,y marcas italianas se hacía notar. ¡Cuánta admiración despertaba la proactividad empresarial! El dinero se representaba con la esfinge del oso del madroño, y producía cierto morbo contemplar el paso de la comitiva real porque te hacía sentir como en Versalles o Buckingham. Era el Madrid en el que la por entonces ministra Ana Palacio mandaba a sus escoltas a que le sacaran los perros, cuatro bracos vigorosos. O el de los estrenos sinfín y las fiestas más canallas: la luna infinita de Madrid. El año pasado, cuando cerró Jockey, el emblema del clasismo madrileño ?y las mejores patatas fritas con aire?, comenzó el principio del fin. Con el estropicio de la crisis fueron desapareciendo sus iconos más identitarios, y afloró una ciudad resistente, cuyo mejor paisaje es el de su gente, que aún soporta el sanbenito de facha a pesar de que en la misma Juan Bravo se abriera el club más grande de intercambio de parejas de España. Hoy también está cerrado. Además de relaxing cups of café con leche, en la Plaza Mayor, de noche, hay ratas. El Beer Bus, donde se bebe cerveza, se canta a gritos y se interrumpe el tráfico, ejemplifica lo bajo que se puede caer malvendiendo el centro histórico ?que pide a gritos un plan de saneamiento? a un turismo de mínimos. Mientras que sus ciudadanos sufren una alta carga impositiva. La comparación de la llamada Milla de Oro con el Paseo de Gracia resulta cada vez más dolorosa, y el mar de la meseta de Vistillas añora la placidez del azul condal. Agua, azucarillo y aguardiente, regresó el costumbrismo y la falta de miras. Aún y así, existe un Madrid extraoficial, subterráneo, que mantiene su audacia, por mucho que, en la superficie, un imperio low cost amenace ética y estética. Pero lo peor de todo no es que la Villa y corte haya perdido su lustre, ni que sea más que nunca una ciudad incómoda gracias a la inoperatividad de sus gestores que han contribuido a hacerla cada vez más irrespirable. Lo peor es sentir que ha perdido su sonrisa de gata.

(La Vanguardia)

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20 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El club de los perdedores

No hay vencedores. Lo ha dicho el presidente Obama, de quien se sabe que es un muy buen analista político, aunque todavía no haya conseguido convencernos de que sea tan bueno como presidente. Y es verdad: todos son perdedores.

El primero de todos, el Partido Republicano. Ha demostrado que no es un partido de Gobierno y que tiene escasas aspiraciones de volver a serlo. Quema a su gente y dilapida su capital político gracias a los extremistas que se han apoderado del partido. Pero ellos tampoco son los vencedores: los chantajistas dejan de serlo en cuanto nadie accede a someterse al chantaje. Les ha doblado el brazo Barack Obama, que no ha cedido ni un milímetro a sus exigencias.

Les ha vencido, pero no es un vencedor. Su gran victoria es haber evitado la catástrofe. No es poco, pero sigue siendo insuficiente. Obama es el gran perdedor de esta historia y desde hace tiempo. Su segundo mandato presidencial se ha convertido en un calvario más penoso que el primero. Si en sus primeros cuatro años consiguió decepcionar a casi todos por los pobres efectos de sus promesas electorales, en el segundo ha sembrado la alarma por los métodos de espionaje universal que practican sus agencias de inteligencia y los expeditivos sistemas de neutralización del peligro terrorista en todo el planeta que utilizan sus militares y espías. El club de los perdedores tiene a Obama de presidente, aunque no sea el más perdedor de todos, pero sí el más destacado y más responsable. Esta es una crisis optativa, con mecanismo de repetición incluido: tuvimos el abismo fiscal al empezar el año; ahora, el doble pulso del bloqueo presupuestario y de la amenaza sobre el techo de deuda, y a partir de hoy, el horizonte de una nueva crisis para principios de año. Este tipo de crisis, decididas por mentes obstinadas en órdagos, líneas rojas, desafíos y choques de trenes, tienen un retroceso más complejo porque en ellas se juegan la carrera y ven empeñada su palabra quienes las desencadenan, esos políticos que fabrican problemas en vez de resolverlos. Si fueran solo ellos quienes perdieran, por grande que fuera la pérdida, los ciudadanos podríamos quedarnos tan anchos.

Pero no: el mayor perdedor de esta crisis es la superpotencia americana. Es inconmensurable la contribución republicana a su declive, primero metiéndole en dos guerras sin salida y ahora situándola a dos horas de una suspensión de pagos que ha minado su prestigio y su autoridad. Seguro que alegra a quienes desconfían de principio y abominan de la democracia representativa, como son los dirigentes de Moscú y Pekín. Pero en cuanto a los otros, los europeos principalmente, para nada debieran alegrarnos tales debilidades de Washington, porque también son las nuestras y porque sus efectos repercuten obligatoriamente en nuestras economías.



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19 de octubre de 2013
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El Boomeran(g)
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