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Bajo la mirada de Goya

El último sábado de octubre, con un cielo de nubes amenazadoras, me fui al mitin del Movimiento Ciudadano convocado por Albert Rivera. El teatro Goya, un edificio con empaque, está en una esquina de Madrid, cruzado el Manzanares y alejado de cualquier centro clásico. Amenazaba lluvia, pero a pesar de todo, no cabíamos. El teatro tiene capacidad para 800 personas y otras tantas se habían quedado fuera siguiendo el acto por las pantallas. Muchos más se volvieron sobre sus pasos.

El origen del Movimiento es el partido catalán de Ciutadans, apenas conocido fuera de la región, aplastado por los medios conocidos como "el Pesebre", y al que las encuestas colocan ya como tercera fuerza política de Cataluña en intención de voto. Ahora quieren ampliar su reforma radical al resto de España. Quieren abrir ventanas en el bunker de la partitocracia.

El Movimiento Ciudadano exige una renovación radical de los fundamentos establecidos y va a chocar con los abrumadores intereses de los grandes partidos y del aparato administrativo. Antes, a semejante desafío se le llamaba revolucionario. Constatada la juventud de los afiliados y sus votantes, podría serlo.

    Esta es gente harta del inútil griterío de PP, nacionalistas y PSOE, gracias a cuyo barullo siguen dominando los resortes de la financiación y las listas clientelares. Los Ciudadanos quieren empezar de nuevo mediante un programa estrictamente práctico de cinco puntos básicos que, de llevarse a cabo, transformaría por completo la vida política en España. Enumero las propuestas de Rivera.

Una reforma de la Administración que elimine los hasta seis niveles burocráticos que ahora soporta el contribuyente. Una nueva ley electoral que no conceda privilegios a algunas regiones sobre otras o al mundo rural sobre el urbano: cada hombre un voto. Una ley de financiación de los partidos que acabe con las abyectas corrupciones actuales. La más estricta separación de poderes y la destrucción de los pasajes secretos entre el poder político y el judicial. Finalmente, una reforma pactada de la Educación que acabe con la miseria de los estudios en España y no dependa de los compromisos sindicales de cada partido y cada legislatura.

Es una reforma tan radical que parece imposible, pero el manifiesto que expone este proyecto ha pasado a la firma popular hace sólo unos días y lleva ya recogidas treinta mil adhesiones en una semana y sin publicidad. La ocultación del mismo por los medios de comunicación sectarios se da por descontada: el partido de Rivera confía sobre todo en la comunicación personal. Su seguridad es tanta que al final del discurso puso un colofón audaz. Dijo que si los grandes partidos aceptan su propuesta, disolverá el movimiento, pero si no, "nos veremos en la urnas". Es un anuncio de que el Movimiento de los Ciudadanos puede ampliarse como partido a toda España. Imagino que Rosa Díez ha de estar tentándose la ropa.

Ante semejante desafío, el escepticismo es grande entre la gente mayor, pero quizás dentro de cinco años el movimiento supere a los partidos tradicionales. En Cataluña lo han conseguido. Todas las prospecciones lo sitúan ya por delante del partido de los socialistas catalanes y sólo superado por los nacionalistas.

Lo más euforizante es que en realidad todo depende de nosotros. El eslogan de Rivera es un punto salsero: "¡Muévete!". El baile ha comenzado. Se puede elegir pareja.

 

Artículo publicado en Jot Down.

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19 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Del asesino como estrella de cine

La mejor película que he visto este año es un documental. Se llama The Act of Killing y la vi en el cine de la universidad de Cornell; quise verla porque uno de los productores era Werner Herzog. Hacía mucho que no veía una reacción así al terminar la película, o mejor, una falta de reacción así: el público se quedó sentado en silencio por un buen rato, como tratando de decidir si convenía salir corriendo de la sala o quedarse a llorar. Ambas cosas a la vez, quizás, y por eso el susto en el alma, la parálisis.

Hacía más de diez años Joshua Oppenheimer filmaba en el norte de Sumatra, en Indonesia, un documental sobre las consecuencias nefastas de la globalización, cuando le contaron que en esa ciudad vivían asesinos muy orgullosos de su pasado. Oppenheimer se dedicó los siguientes años a tratar de conocer a esos asesinos -miembros de escuadrones de la muerte responsables, entre 1965 y 1966, de haber asesinado a casi un millón de sospechosos de ser comunistas--, y se sorprendió al descubrir que, en efecto, esos asesinos no tenían ningún problema en reconocer sus crímenes. ¿Cómo no jactarse, si lo que esos "gangsters" habían hecho no era visto como algo malo? En el país no había habido actos de reconciliación con el genocidio, y los "triunfadores" de ese periodo nefasto seguían en el poder.

The Act of Killing capta un momento perturbador en la historia de nuestra relación con los medios: en el tiempo de los reality shows y los selfies, hasta los asesinos quieren ser inmortalizados en una película. No es suficiente hablar, confesar los crímenes: Anwar Congo y otros paramilitares sueñan con una película que les permita recrear sus crímenes tal como ocurrieron. La realidad y la fantasía se muerden la cola: hacia 1965, Anwar y sus amigos eran conocidos como "los gangsters del cine" porque revendían entradas a la puerta de los cines. En su interregno, los comunistas querían, entre otras cosas, prohibir el cine norteamericano. Con el golpe militar de 1965, Anwar y sus cómplices se pusieron a matar a los sospechosos de comunismo copiando formas aprendidas en los géneros de Hollywood (películas de gangsters, Westerns). Recrear las muertes en The Act of Killing significa, entonces, traducirlas al lenguaje cinematográfico, aprehenderlas a través de los géneros que en su momento las inspiraron (a Anwar también le gustan los musicales, y la recreación de algunas muertes en clave de musical proporciona las imágenes más surreales de la película).

La mayoría de los asesinos que aparece en el documental habla con desenfado de su ausencia de culpa: pasan los años, y el trauma de lo que han hecho no parece posarse sobre ellos. Pero el documental trata de la performance de una subjetividad invulnerable, fantasía creída con tanta convicción que se convierte en identidad. Anwar Congo es una excepción: al comienzo lo vemos, feliz, bailando chachachá en la terraza donde cometió algunos de sus más de mil crímenes. Cuando se ve a sí mismo en una pantalla, después de la primera recreación, hay algo que no le funciona: quizás, dice, habría que volver a filmar, embellecer la escena pintando de negro su pelo canoso.

Embellecer es el mecanismo con el que se construye The Act of Killing: se trata de volver sobre un hecho abyecto y cubrirlo a través del barniz de los géneros (no se trata de verse matar, sino de verse matar como en una película de cowboys). El acto fallido de Anwar se transforma en el centro moral de la película: el asesino descubre su abyección, y Oppenheimer capta a Anwar volviendo al lugar del crimen para asfixiarse y hacer ruidos guturales delante de la cámara, incapaz de verbalizar el horror. The Act of Killing narra el deseo del criminal de recrear compulsivamente el suceso traumático -incluso situándose, en una de las recreaciones, en el lugar de la víctima--. Este documental es inquietante, sobre todo en esos momentos en que la reconstrucción de los crímenes deja de ser performance y se convierte en real para los actores.

 

 (La Tercera, 16 de noviembre 2013)



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18 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Curioso Disraeli

La literatura miscelánea, un clásico grecorromano y medieval, tuvo un repunte dorado en el siglo XVI, cuando Silva de varia lección, de Mejía, o Reloj de príncipes, de Guevara, fueron bestsellers europeos e inspiradores de   otras obras compilatorias como los Ensayos de Montaigne, cumbre del género, y el Jardín de flores curiosas, de Torquemada, éxito simultáneo en francés, inglés, alemán e italiano, que Cervantes denigró en el Quijote y luego saqueó en Persiles. El género compilatorio aún tuvo a lo largo de la Ilustración autores de prestigio decantado, como Bayle, autor del Diccionario histórico-crítico, Feijoo con su Teatro crítico, Chamfort, con sus Caracteres y anécdotas, y Disraeli, el curioso epígono de todos ellos, y no el menos influyente, porque lo leyeron todos los autores ingleses decimonónicos, y su huella es perceptible desde Carlyle a Chesterton, pasando por Byron y Scott. 
 
El poeta Luis María Marina ha sido quizá quien más ha reclamado la necesidad de traer a Disraeli al castellano y ha traducido, a su vez, diversos fragmentos de Curiosidades de la literatura. Ahora, por fin, hay que felicitarse porque Isaac Disraeli ha sido traducido y publicado en un hermoso volumen titulado Un lector inglés por la distinguida editorial chilena Ediciones UDP. El honor es del narrador y traductor Ariel Magnus, que ha llevado a cabo por primera vez la tarea de preparar un libro con una selección de ensayos disraelianos. 
 
A lo largo de cincuenta años, Disraeli fue engrosando la singular cornucopia de ensayos literarios que tituló Curiosidades de literatura, anécdotas, caracteres, croquis y observaciones literarias, críticas e históricas. La primera edición data de 1791 y contiene 279 ensayos. La última, un año después de la muerte de Disraeli, es de 1849, con 276 piezas. El número parece estable y engaña respecto a la gran flexibilidad en la selección y naturaleza de los temas; sí es indicativo, en cambio, observar que una cincuentena de ensayos de la primera edición ya no aparecieron en las siguientes. Las ediciones posteriores dependen de la publicada por su hijo Benjamin Disraeli en 1881, donde se hallan también las noticias biográficas más conocidas del autor.
 
Magnus ha preparado un volumen con cinco ensayos disraelianos, sobre Shakespeare, Tomás Moro, Bacon, Hobbes y Sterne, y tres curiosidades literarias. La selección da una idea del particular bosquete ajardinado que cultivó y urbanizó Disraeli. La mayor parte deriva de su conocimiento libresco, siendo él principalmente estudioso y bibliófilo, y, en efecto, su obra ha sido repetidamente descrita como “biblioteca en miniatura”, pero en la amplitud y variedad de sus temas no se limitó al mundo de sus libros, de otro modo, no habría tenido una popularidad tan dilatada en un período tan largo. 
 
Por otra parte, el trasfondo cultural de Disraeli, preclaro descendiente de sefardíes, alcanza también Toledo, Italia, Holanda y París, no menos que Londres. Su punto de vista siempre añade un matiz y una perspectiva inéditas —Moro el utópico también era bromista y tenía más ganas de quemar herejes que Tertuliano; Bacon creía tan poco en la viabilidad literaria de la lengua inglesa como Federico II en la alemana; Hobbes se recreaba en ignorar las convenciones matemáticas más elementales…— y más allá del placer y la novedad de cada ensayo, se bosqueja una panorámica de curioso encanto: para Disraeli, curiosidad significa tanto investigación caracterizada por su especial solicitud, como inquisitivo deseo de informacion.
 
El género compilatorio, que en su origen podría llamarse simposíaco por su apoyo en el diálogo, derivó hacia la rareza, la curiosidad y la literatura del yo como fondo motriz. En Disraeli son visibles todas las fases del género, de modo que en esta biblioteca, cuya llegada a las letras en español hay que celebrar, siempre hay algo curioso para cada cosa.


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18 de noviembre de 2013
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Amos y presas

Buscan a sus presas con un denominador común: la sumisión. Porque para ellos entrega equivale a esclavitud, a todo o nada. Quienes caen en sus redes han interiorizado un sentimiento de desigualdad y dependencia. La felicidad de ellos será la suya, sin excepciones, pero también sin conciencia. Frágiles, deshabitadas a pesar de haber sobrevivido a varios casos de malos tratos, acaban de nuevo atrapadas. En una espiral enferma que traiciona la pureza de los sentimientos nobles, no entienden el amor como vínculo sino como posesión. Puede que algunas repitan patrones que se fijaron en su inconsciente, los que mamaron en casa, modelos caducos de una feminidad postrada a los designios de su dueño y señor. Otras caen en la trampa como quien se mete sin darse cuenta en la droga, extraviadas en una rueda de violencia y reconciliación que se convierte en su única razón de vivir. Estas son algunas frases elegidas al vuelo de Voces prestadas (Editorial Séneca), en el que sin demagogia ni tremendismo Grela Bravo recoge testimonios de vida de mujeres maltratadas: “Él traducía mi cariño en suciedad”, “Yo aún seguía creyendo que si había pasado todos esos malos ratos, tenía que servir para algo”, “Otra vez creía que las cosas podían cambiar…”. En la presentación del libro hablaron algunas de las supervivientes (no digamos víctimas, a menos que hayan acabado muertas). Carmen, que soportó vivir en el infierno durante 11 años, aseguraba que “cuando te quieres dar cuenta, ya no eres nadie”, al tiempo que pedía que se respete a aquellas que no quieren denunciar ni seguir el vía crucis judicial, e intentan otras vías. Sin duda ese es un asunto delicado. El paseíllo por juzgados; la reconstrucción, una y mil veces; los sentimientos encontrados: pena, compasión, “pobre diablo, si en el fondo me quiere…”. Inútiles son las excusas que enmascaran la pantomima del amor, porque una relación estructurada sobre el dominio no es sino masoquismo. Pero si bien se ha investigado mucho sobre la reincidencia de los maltratadores y sus perfiles psicológicos, menos se ha abundando en aquellas que caen repetidamente en manos de torturadores, que, cuando llegan al último eslabón de la cadena, las mata, como Eva V.P., que con 36 años murió la semana pasada en manos de su tercer maltratador. Se trata de mujeres adultas, libres, que pueden valerse de maravilla en la vida, y cuyo entorno se echa las manos a la cabeza al ver qué clase de sujetos eligen para andar por la vida. Existe pedagogía sobre la construcción del amor, sí, pero todavía a migajas. Porque ni la emancipación de la mujer, ni sus conquistas -en Occidente- tienen traducción en muchas alcobas. En el sexo, si es libre, todo está permitido. Pero el problema es que, a veces, las fantasías de dominador y sumisa no se quedan en la cama y salen fuera, aunque no valgan como billete para la vida. Llegarán como mucho al descansillo, donde tantas mujeres acaban asesinadas. (La Vanguardia)

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18 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ser Julian Assange

El primer retrato apenas se aleja de las películas de superhéroes estilo Batman o El hombre araña, en las que un adolescente -de preferencia solitario e inadaptado, si no de plano freak- descubre, a la par de sus poderes, su desgarradora misión en la Tierra. En la película australiana Underground, de Robert Connolly (2012), es posible seguir al testarudo y brillante Julian en el camino de transformarse de un inseguro fanático de la tecnología en uno de los hackers más relevantes de nuestro tiempo.

Aunque fiel a los hechos, el biopic no elude las convenciones del género: educado por una hippie que huye con sus hijos de un confín a otro al ser perseguida por un exesposo ligado a una secta supremacista, el joven Julian crece sin otra atadura que las computadoras. Cuando por fin se instala en un suburbio de Melbourne, nuestro héroe se rodea de un trío de geeks que lo ensalza como líder y, valiéndose de su destreza como programador -y un talento natural para la manipulación-, se infiltra en la red militar de Estados Unidos, donde descubrirá las atrocidades de la Primera Guerra del Golfo que años después lo conducirán a fundar Wikileaks. Los villanos en esta suerte de precuela son un veterano policía y su asistente, quienes no descansan hasta cazar al grupo anarquista provocando la traición de uno de sus miembros: un antecedente que tendrá un profundo impacto en la paranoia de nuestro héroe, quien será acusado de 24 delitos, si bien su sentencia será rebajada por razones familiares. La conclusión es obvia: pese a este fracaso, el destino de Assange se encuentra cifrado en esa primera inmersión en los secretos del poder.

Mucho más equilibrado -y astuto- resulta el documental We Steal Secrets (Nosotros robamos secretos), de Alex Gibney (2013), que comienza donde terminaba Underground. Aquí, las excentricidades de Assange se ven compensadas con las de otros personajes tan inquietantes como él: Bradley Manning -ahora conocido como Chelsea-, el perturbado analista militar que le filtró miles de cables confidenciales; Adrian Lemo, el odioso hacker que lo denuncia; e incluso el sosegado -y vengativo- Daniel Domscheit-Berg, el fiel-escudero-convertido-en-detractor.

Cuidándose de ofrecer puntos de vista contrastantes, Gibney articula un relato tan apasionante como un thriller por medio de una poderosa imaginería visual. Sin mostrar una agenda demasiado explícita, no sólo revela los resquicios opacos de sus personajes, sino que pone sobre la mesa, sutilmente, los agudos conflictos éticos y políticos que plantean. Assange no es desde luego un héroe -un héroe impoluto-, pero tampoco un villano: no se exageran sus virtudes ni sus defectos, al tiempo que no se escamotean sus aristas más problemáticas, en particular las denuncias de asalto sexual (si bien una de las denunciantes aparece profusamente en pantalla).

En este contexto, la aparición de The Fifth Estate (El quinto poder) de Bill Condon (2013) parece tan redundante como predecible. El guión, basado en el libro de Domscheit-Berg y en otra pieza muy crítica con el fundador de Wikileaks, ha estado rodeada de polémica. Desde su refugio en la embajada de Ecuador en Londres, Assange no ha cesado de vapulearla -incluso le envió una amarga diatriba a Benedict Cumberbach, el actor británico que borda una desasosegante encarnación suya- y, en un guiño metatextual, la propia película culmina con una entrevista en la que (el falso) Assange la desprecia.

Guionista y director de El quinto poder parecen empeñados en demostrar que, si bien las intenciones de Assange pudieron ser loables, él es un sujeto moralmente detestable que siempre buscó resguardar sus secretos tanto como exhibir los ajenos. El equilibrio deviene falso, y uno entiende por qué los apóstoles de Assange han querido ver en esta superproducción la mano de la CIA. Es probable que el fundador de Wikileaks sea un manipulador egocéntrico -y acaso un predador sexual- pero, como se dice en We Steal Secrets, no deja de resultar sospechoso que todas las descalificaciones confluyan en su persona y en cambio Estados Unidos se abstenga de atacar a los medios que publicaron sus revelaciones -y que, en casos como el del New York Times y The Guardian, se han convertido en sus peores enemigos.

            Como ocurría en Being John Malkovich, sin duda existen infinitos Assanges -como los que se multiplican, de forma un tanto pedestre, en El quinto poder-, pero si bien al inicio una figura tan poliédrica como la suya era necesaria para dar voz a Wikileaks, su protagonismo extremo, propiciado por su vanidad y usado en su contra por Estados Unidos, ha dispersado una cortina de humo sobre la parte más importante de su labor: los cables que muestran las mentiras y dobles raseros de los poderosos del mundo y, peor aún, los crímenes -en muchos casos, los crímenes de guerra- cometidos por ellos sin que nadie los persiga mientras nosotros debatimos si el cabello platinado de Assange es teñido o natural.

 

Twitter: @jvolpi



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17 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Siembra revolucionaria

El retroceso en la condición de la mujer en los países árabes desde 2011 es el clavo que remacha el catafalco en el que hemos enterrado las revoluciones árabes. Primero fue la toma de poder por parte de los islamistas en los países punteros. Después, su fracaso en la gestión económica y, sobre todo, en la construcción de unas democracias plurales e inclusivas. Finalmente, faltaban los datos que confirmaran lo que todo el mundo intuía respecto a la pérdida de derechos por parte de las mujeres: los han proporcionado 336 expertos encuestados por la fundación Thomson Reuters en los 22 países miembros de la Liga Árabe, casi todos ellos firmantes y escandalosos incumplidores en distintos grados de la Convención de Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación contra las Mujeres. Destaca el pésimo y vergonzoso lugar que ocupa Egipto, exactamente el último. Solo nueve mujeres fueron elegidas entre las 987 que se presentaron a las elecciones. Una cifra próxima al cien por cien (99,3%) de las niñas y las mujeres sufre acoso sexual, y un 91% ha sufrido algún tipo de mutilación genital. La breve permanencia de los Hermanos Musulmanes en el poder ha empeorado las cosas, pero no son ellos los únicos enemigos declarados de las mujeres. La dictadura de Mubarak utilizó la violencia contra las manifestantes, y lo mismo ha venido haciendo el ejército, ahora con pleno control del país, con sus pruebas de virginidad a las detenidas. El segundo en el cuadro de la infamia es Irak, donde la democracia construida tras la invasión estadounidense aparta totalmente a la mujer de la política, la mantiene excluida de la economía y apenas penaliza los abundantes crímenes de honor contra ellas. Como en Arabia Saudí, el tercer clasificado, donde las mujeres son auténticas menores de edad que necesitan un guardián o tutor masculino y están incapacitadas incluso para conducir, aunque cuenten, en cambio, con derechos reproductivos. La condición de la mujer antes de las revueltas árabes no era mejor que ahora. Es cierto que se hallaban aparentemente más protegidas bajo regímenes dictatoriales y policiales, pero las movilizaciones callejeras, sobre todo en Egipto y Túnez, significaron el despertar de la conciencia entre numerosas mujeres humildes e iletradas, por primera vez enfrentadas al poder en reivindicación de su ciudadanía. La yemení Tawakkul Karman recibió el Premio Nobel de la Paz de 2011 en reconocimiento del papel de las mujeres en la primavera árabe. Hay una especie de alivio occidental ante la traición que han sufrido las revoluciones de 2011, pero ya está hecha la siembra de las ideas, sobre todo del derecho de las mujeres a tener derechos como los hombres, principalmente en las zonas de las sociedades árabes adonde nunca había llegado un feminismo puramente restringido hasta ahora a las élites.



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17 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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69. Por qué Bilbao tiene razón

Me gustan las metáforas urbanas porque no todo el mundo desentraña con facilidad un mapa, pero cualquiera entiende un paseo. / El otro día salí caminando del centro de Bilbao. Llamémosle Centro, mejor. Observé algunos edificios vetustos, bien reconocibles, tradicionales. Advertí la encarnación pétrea y estanca de la Historia en los muros. Escuché el ritmo pausado de las tabernas de toda la vida. Constaté la lentitud del tráfico por algunas calles. El Centro es un entorno por el que los bilbaínos se mueven sin pensar, como han hecho siempre, de forma automática, sin cuestionar. Conforme caminaba, una nueva ciudad -avanzada por el perfil lejano e inmenso de la torre Iberdrola-, comenzaba a anunciarse. Calles y avenidas se ensanchaban, se avistaban franjas de horizonte, el tráfico cobraba viveza: ya no veía tiendas en mi paseo, sino edificios; ya no veía edificios, sino montañas y cielo. / Y entonces llegué a la orilla de la Ría del Nervión, junto al Guggenheim, y comprendí. A la literatura le ha sucedido lo mismo que a Bilbao en los últimos 30 años. Han sufrido los mismos cambios o, con más propiedad, la geografía de Bilbao representa a la perfección esas variaciones. Desde el puente Zubizuri veía la autovía elevada por el Puente de la Salve (Salbeko Zubia), desde la cual casi puede tocarse con la mano la parte oriental del Museo de Frank Ghery, y contemplaba también el propio Guggenheim. Al acercarme después andando no podía ver los coches lanzados a toda velocidad varias decenas de metros sobre mi cabeza, pero sí oírlos, y frente al Museo, pensé que este exterior de Bilbao, en el que velocidad y estética y polémica e incertidumbre están soldadas, es la imagen de la literatura en Internet, discutida y veloz, presente y llamativa pero cuestionada; y entendí la tensión entre el Centro sólido, tradicional, reconocible, el núcleo del canon fijo, resistente, con escasa movilidad, y la inquietante e inapelable movilidad de las Afueras, donde sucede lo nuevo; y vislumbré el peligro de no conversen o no puedan comprenderse unos a otros, el Centro y las Afueras de lo literario; y recordé, como el Octavio Paz de El mono gramático y la canción de Santiago Auserón, la forma del camino hecho "y el sonido de mis propios pasos / en la gravilla"; y luego retrocedí hasta Mazarredo Zumarkalea y me quedé allí, bajo la lluvia, vertical en medio de la calle, entre el Centro y las Afueras, con un pie a cada lado, y me dije que había algo de verdad en el centroafuerismo, y recordé que para Wittgenstein, "en una proposición hay tanto como hay detrás de ella", y supe que Bilbao tiene razón: que en esa gran carretera elevada sobre el puente que une dos orillas, ese vial que te mete en el Centro ralentizando el vehículo o que te saca de él acelerando hacia las Afueras; en esos carriles que rozan el lateral del Guggenheim se esconde el símbolo, la mejor imagen, de cuanto está sucediendo.



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15 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La cultura transparente

Hay una cultura de campo o sierra que viene a ser especialmente acérrima frente a otra cultura de playa que acostumbra a ser laxa. Es difícil ser severo o meditabundo practicando surfing y este es el caso de Australia, donde el 90% de la población se concentra en las playas y no hay joven que no esté pensando en coger olas. Canarias sería un modelo a pequeñísima escala, porque Australia es unas 14 veces mayor que España. Cuatro de sus 24 millones de habitantes viven en Sidney, donde las playas tienen de todo: desde gruesas olas de cuarzo hasta escualos.

Su cultura, en consecuencia, es muy laxa. De la media docena de periódicos solo The Sidney Morning Herald se toma las cosas con disciplina. También lo hace, en su parcela, el Financial Review que fue recientemente premiado por su rigor. Los demás o son relajados como The Australian o sensacionalistas (The Daily Telegraph).

En realidad, no hay mucho por lo que estresarse en Australia, comparada con Europa. Si no hay más noticias interesantes que publicar es porque no hay más noticias de esta clase.

Pero así, aproximadamente, pasa la vida por Australia. Ocupar más de siete millones de kilómetros cuadrados no la redime de una idiosincrasia aislada y más si se tiene en cuenta que en el pasado del Imperio Británico fue tierra para los reclusos.

¿Cómo son pues ahora? Poco jerárquicos, amables y susceptibles respecto a su diferencia. Puede que no cuenten con un plato nacional, pero asumen todas las cocinas del Pacífico y Sidney es una algarabía de áreas comerciales donde se sirven comidas de cualquier lugar, especialmente asiático. De tres australianos, casi uno y medio tiene procedencia extranjera y no son racistas por su cultura laxa. No hay un museo notable en Sidney, tampoco una gran biblioteca. La cultura se expande en la belleza de sus muchos jardines y el desenfado de su arquitectura, que va desde los rascacielos a los edificios victorianos, muchos convertidos en galerías comerciales con el aspecto más elegante del mundo.

De hecho, en Sidney no solo hay un barrio de ricos donde tienen su residencia Russell Crowe o Nicole Kidman, sino otra media docena de exclusivos distritos más. La lana fue el primer ingreso en el pasado. Ahora son las minas de carbón, de uranio, de hierro o las reservas de gas. Además del trigo, los vinos y el turismo que no deja de crecer.

Respecto al vino, especialmente, los australianos poseen una cultura tan laxa que no ponen apenas restricciones. Por el contrario, hay restaurantes que aplican el BYO que no son las siglas de nada orgánico sino de bring your own (bottle) (traiga su propia botella). Porque será más barata.

Y no por ello se registran altercados públicos ni escenas callejeras de borrachos. Mucho vino y cerveza a mares con liberalidad para casi todo. Porque la cultura laxa no es libertina, sino disipativa. No se concentra en reglas fijas ni en grandes castigos: el mayor premio de pintura de este año (150.000 dólares) ha sido para Nigel Milson que está en la cárcel por asaltar un 7-Eleven. Del mismo modo que en mi pueblo la Dama de Elche es el icono central, en Sidney la Opera House, tan opuesta a la arquitectura rectilínea, es su heraldo.

Hasta las ondulantes moscas que abundan extrañamente por aquí parecen un signo de liberalidad. Hay moscas en los parques como si muy cerca se hallara un establo y cuando mostré mi asombro aclarando que, sin embargo, no las había detectado dentro de las casas, me contestaron que en las viviendas lo característico no eran las moscas, sino las cucarachas. ¿Suciedad por ello? Paradójicamente, parece ser lo contrario. Es casi imposible citar una ciudad más aseada, con toilettes cada 100 metros, gratuitas y limpias como los chorros del oro. La lasitud no es abandono sino bienestar. El bienestar que Sidney ofrece en el marco de una cultura laxa, tan laxa que podría haberse convertido en transparente. En el fin fatal de la cultura conocida.

(El País, 26 de octubre de 2013)



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15 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El oráculo colectivo

El mercado no es un fin, sino un instrumento. Es como la máquina de vapor, la electricidad, la energía nuclear o la tecnología digital. Sirve para asignar recursos a partir del juego entre la oferta y la demanda, sustituyendo así otros centros de decisión menos eficientes. Así es como concibe la función del mercado el Partido Comunista de China. Y así es como encaja la idea de mercado con la de sociedad socialista. Nada distinto a lo que ocurre con las tecnologías digitales. Los dirigentes chinos conocen los peligros que comportan, sobre todo para el monopolio político comunista. Pero saben también que son imprescindibles para seguir creciendo y, sobre todo, aspirar a convertirse de nuevo en la superpotencia que China fue un día. La solución es la combinación del máximo desarrollo tecnológico con un creciente control de la ciberesfera. Lo mismo sucede con el funcionamiento del mercado. Los comunistas chinos consideran indeseable una sociedad de mercado en la que los poderes públicos apenas interfieran en su funcionamiento o solo lo hagan para hacerlo más eficiente. Tampoco les gusta relacionar el mercado con la democracia, ni siquiera con unas libertades individuales indivisibles que no desean. Se trata solo de que el mercado asigne los recursos cuando lo decida la dirección comunista, en sustitución de la obsoleta planificación socialista o de las directrices emanadas del Gobierno y del Partido. El único cambio experimentado es el que se ha producido este fin de semana, en los cuatro días de reunión del Comité Central del Partido Comunista, y ha sido por el momento de orden meramente semántico, y objeto por tanto de las exégesis que haga falta para descubrir su significado. Hasta ahora el mercado tenía una función ?básica? en la economía socialista con características chinas y ahora la tiene ?decisiva?. La nueva dirección comunista china, correspondiente a la quinta generación después de Mao Zedong, se encargó de calentar el ambiente antes de la celebración de la reunión, a la que se cargó de expectativas y se comparó incluso con dos plenos históricos, el que presidió Deng Xiaoping en 1978 y abrió el país al mundo, y el que se celebró en 1993, justo después de la revuelta estudiantil de Tiananmen, bajo la presidencia de Jiang Zemin, en el que se acuñó el auténtico oxímoron (o contradicción en sus términos) que es una economía socialista de mercado. Parte de la campaña previa fueron las reuniones que Xi Jinping mantuvo con representantes de la élite empresarial y periodística mundial, en las que se esmeró en el arte de seducir y fascinar a sus anfitriones respecto a la eficacia y las excelencias de tan original sistema. A la vista del comunicado final, habrá que esperar a resultados más tangibles para clasificar este Tercer Pleno de 2013 al lado de los dos históricos anteriores. Pero no se puede descartar que próximas decisiones liberalizadoras, respecto al sistema financiero, al suelo agrario, a la participación de capitales privados en empresas públicas o a los estímulos al consumo tomen alguna de las muchas frases anodinas o incomprensibles del comunicado como fundamento. El Partido Comunista actúa como una especie de oráculo colectivo. La opacidad de sus sistemas de trabajo, reuniones y decisiones, convierte la tediosa palabrería que contienen sus comunicados en un objeto privilegiado para la enigmística política. Bajo la lengua de madera, las frases hechas o las citas y homenajes implícitos a sus distintos dirigentes, se esconden decisiones, consensos entre tendencias y dirigentes, planes ocultos o posibilidades abiertas. La interpretación de esa fraseología, a pesar de la penosa calidad de los textos, requiere tanta paciencia y tiempo como enfrentarse a los más enrevesados textos filosóficos o religiosos. A fin de cuentas, en una resolución como la aprobada por el Tercer Pleno, bajo los estereotipos del lenguaje político más envarado, hallamos de todo, incluyendo conceptos prohibidos, como una insólita y escondida referencia a los ?derechos humanos?, la idea del Estado de derecho, referencias a la civilización ecológica, a la gobernanza o al soft power, cuyo valor hay que minimizar a la vista de las constantes protestas de ortodoxia ideológica y de fidelidad al monopolio del poder por parte del Partido Comunista. Junto a la impenitente verbosidad de raíces maoístas, hay dos decisiones organizativas que refuerzan la idea de una etapa presidencialista con Xi Jinping. Se trata de la creación de dos nuevos organismos: un grupo de trabajo dedicado a dirigir el proceso de reformas y un Comité Nacional de Seguridad a imagen de Estados Unidos. Su sello personal, que impregna todo el comunicado, es la referencia al Sueño Chino, que ya ha convertido en el lema de la próxima década, una idea también de inspiración americana, a la que se añade la aspiración al ?gran rejuvenecimiento de la nación china?, en la que fácilmente se transparenta la ambición de un salto en el protagonismo global con fecha 2020.



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14 de noviembre de 2013
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