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El museo de las identidades múltiples

¿Se puede ser al mismo tiempo musulmán y europeo? ¿Español  y catalán? ¿Estadounidense y ateo? ¿Católico y homosexual? ¿Francés y negro? Mientras crecen el en mundo los movimientos por las identidades excluyentes, un hermoso museo en Berlín guarda el recuerdo de un antiguo filósofo que soñó el sueño de la integración: la inclusión de los distintos en una misma identidad.

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Los buenos museos, como los mejores libros, invitan a nuevas lecturas con cada visita y se completan con la mirada activa del visitante. Hace 12 años, pocas semanas después del 11 de setiembre de 2001, un amigo me llevó al recién estrenado Museo Judío de Berlín. Habían aplazado la inauguración por el atentado en las Torres Gemelas y el Pentágono, y en ese momento la muerte, la guerra y el fuego me acompañaron en el recorrido.

De esa visita me quedó en la memoria la sala del Holocausto, un patio de altísimas paredes de cemento, con una pesada puerta de metal que se cierra horriblemente detrás de uno.

Dentro, el horror del encierro, el vacío que cada uno va poblando con sus propios horrores, y una luz tenue en lo alto, demasiado arriba como para sugerir la esperanza de una salida.

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Unos años más tarde volví a Berlín. Caminando por una ciudad en primavera y más multicultural, poblada de caras venidas de los cinco continentes, llegué casi sin buscarlo a la puerta del edificio adusto que alberga el museo. Ahora es más grande, tiene exposiciones temporales, pero lo que más me impresionó no fue la representación metafórica del genocidio, sino el relato de un desencuentro anterior y, si cabe, más profundo.

La sala mayor del museo muestra el crecimiento a lo largo de 1.000 años de una identidad – la judío-alemana – con su cultura, sus tradiciones, su música, sus chistes, su literatura y su forma de vivir con la naturalidad que le permitían las regulares matanzas y persecuciones su particular y viva forma de ser judíos y de ser alemanes.

El punto álgido de la constitución de esta identidad fue la figura del filósofo Moisés Mendelssohn. En el iluminista siglo XVIII, preguntaba a los alemanes cristianos, o a todos los no judíos: ¿qué debemos hacer para que nos acepten? ¿En qué sentido tenemos que cambiar para que nos consideren alemanes? ¿Cómo podemos hacer que reconozcan lo que los judíos estamos aportando a las artes, las ciencias, la economía, o sea a la construcción de la Alemania moderna?

Una tremenda plaquita al lado del retrato de Mendelssohn señala lacónicamente la respuesta de los alemanes de su época: “Nadie se dignó contestar a sus preguntas”. 

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Los creadores de la identidad oficial alemana estaban ocupados en construir una personalidad colectiva única, pura, plagada de leyendas heroicas y paisajes bucólicos. Sólo una forma de ser alemán. El judío que se reconocía como radicalmente distinto no era un problema para esta empresa. El incómodo era Moisés Mendelssohn, maestro de la prosa en alemán, conocedor del acervo cultural germánico, que quería un país plural donde cupieran todos.

Dos generaciones después, cuando las puertas ya se cerraban más para un artista judío y alemán, su nieto, el compositor Félix Mendelssohn, tuvo que convertirse al cristianismo y componer motetes e himnos de alabanza protestantes. Era un músico que no se entendía fuera de la tradición alemana, y estaba dispuesto a amputar su identidad para “encajar”.

Por supuesto, cinco generaciones más tarde vinieron los nazis y quemaron en la misma pira los libros del escritor Moisés y las partituras de su nieto converso, junto con los cuerpos de seis millones de judíos. Pero al recorrer el Museo Judío de Berlín, me asaltó la sospecha de que la tragedia se empezó a tejer en los oídos sordos de los pensadores contemporáneos del viejo Mendelssohn.

¿Estaremos desoyendo hoy preguntas y llamadas al diálogo como las que hacía el antiguo filósofo?

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11 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La política del miedo

Las leyes de la guerra con los instrumentos de la paz: el comercio, los medios de comunicación, el marketing político. Así son las contiendas geoeconómicas de nuestra época. Como en las otras, las sangrientas, el principal instrumento de acción para hacer recular al adversario es la amenaza. Son guerras sin violencia, al menos en sus formas e instrumentos, aunque puedan terminar siéndolo en algunos de sus efectos. El objetivo no es aniquilar al enemigo, sino someterle. Son geoeconómicas en la forma, pero políticas en el contenido: se vence por las armas del miedo lo que no se gana en el juego democrático de las instituciones parlamentarias, las elecciones e incluso los tribunales.

Ulrich Beck ha contado muy bien como utiliza estas armas decisionistas la canciller Angela Merkel para imponerse en la Unión Europea y conseguir que los gobiernos endeudados del sur realicen políticas bien distintas de los programas electorales con los que llegaron al poder (Una Europa alemana, Paidós). Así ha sido en Grecia, Italia, Portugal y España, en distintos grados y modalidades, pero siempre bajo el mismo patrón. Y ha encontrado un nombre para este nuevo monstruo político que libra las guerras geoeconómicas contemporáneas, Merkiavelo, hecho mitad de Merkel y mitad de Maquiavelo.

La técnica merkiavélica para conseguir el sometimiento es la dilación, la inacción y la duda antes de actuar. Esperar siempre hasta el último segundo, justo hasta un momento antes de caer por el barranco: quiero decir, de que se caiga el otro. La suspensión de pagos del país, el regreso al euro, un euro de dos velocidades, la salida del euro a los endeudados del sur, todas estas cosas han pasado por la imaginación alemana en forma de lo que Beck llama el condicional catastrófico. Si el euro cae, cae Europa; dijo Merkel y muchos creyeron que era una oración europeísta: era una amenaza, un arma de amedrentamiento masivo. Los riesgos crean comunidad. Unen y movilizan a la gente. Esgrimir un riesgo permite alcanzar objetivos y obtener unos consensos que normalmente no se obtendrían a través de la acción de las instituciones y de las elecciones. Cuando situamos a una sociedad en peligro abrimos el espacio a propuestas que los políticos normalmente no se atreverían ni a imaginar. Es la gestión de la excepción, momento particularmente interesante para el decisionismo. Soberano es quien decide el Estado de excepción, nos recuerda Beck en una cita explícita de Carl Schmitt.

Marcar líneas rojas, condiciones irrenunciables, plazos perentorios, enfrentamientos a plazo fijo y decisiones excepcionales son instrumentos del merkiavelismo. Le hemos visto actuar recientemente en Estados Unidos con el chantaje del Tea Party al Partido Republicano y del Partido Republicano a Barack Obama. Los republicanos bloqueaban el presupuesto y se negaban a ampliar el techo de deuda para exigir la retirada de la reforma sanitaria, poniendo en riesgo los mercados mundiales y la seguridad de su país. Lo hacían y quizás seguirán haciéndolo a principios del año próximo, gracias a que tienen la mayoría en la Cámara de Representantes, la minoría de bloqueo en el Senado y cuentan con encuestas sobre estos temas dinerarios a su favor, sin tener en cuenta que la reforma sanitaria fue aprobada por las dos cámaras en el anterior período legislativo y el presidente que la presentó y la llevaba en su programa, Barack Obama, posteriormente ratificado.

Merkiavelo actúa cada vez que alguien quiere utilizar en su favor la fuerza de la amenaza ya que no puede usar la amenaza de la fuerza. El merkiavelismo es un arma sumamente eficaz para quien quiere cambiar el estatus quo o forzar las costuras de la legalidad aunque no tenga capacidad o poder para conseguirlo a través de la ruptura violenta o de los instrumentos establecidos por la regla de juego. Para tal caso, hay que utilizar primero el miedo en la movilización de los propios, a los que se les ofrece una alternativa irreductible, fatalista y a plazo fijo, que exige hacer un paso adelante e irreversible, sin vuelta atrás posible. Quemar las naves, como Hernán Cortés. O César o nada. Luego a quiene no se plieguen y a los adversarios se les amenaza con el desprestigio, la condena universal, la pérdida de cualquier aura de bondad y civilización.

Estas son las armas de nuestra época. Horribles, aunque no corten brazos ni cabezas. Mejores, por tanto. Todos las usan, incluso quienes dicen que no las usan e hipócritamente se escandalizan cuando las usan los otros después de haberlas usado ellos primero. (Este artículo es una síntesis de la presentación que hice del libro de Ulrich Beck en el Taller de Política el pasado 30 de octubre).



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11 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Hojaldre

Hubo un tiempo en que la ciencia se transmitía en hexámetros dactílicos. Así expresaban sus pensamientos los presocráticos, los estoicos y hasta los cínicos. Era la manera de asegurar la portabilidad de su mensaje. El poeta Arato fue un estoico de primera generación, uno de aquellos chipriotas geniales que conquistaron Atenas y el mundo desde su escenario del pórtico pintado. Zenón lo envió a conquistar Macedonia armado con sus hexámetros dactílicos hacia el 280 a. C. En su primera incursión, compuso un himno a Pan con ocasión de las bodas entre el rey Antígono Gónatas, señalado estoico, y la reina Fila. Una vez conseguido el puesto de poeta de corte en Macedonia, Arato emprendió su gran obra, Phaenomena, “las cosas que se ven”, un poema de 1154 versos, que trata de todas las cosas visibles en el cielo. Es un tratado de astronomía para campesinos y navegantes, una lección de filosofía para estoicos, un manual para no perderse en el cielo estrellado, y la última hora de la ciencia sideral, pero sus apariencias no se agotan tan fácil y un ojo avezado enseguida empieza a percibir homenajes y reminiscencias homéricas y hesiódicas, y sutiles palabras entrecruzadas, anagramas y acrósticos de triple fondo, y una firma secreta y patente, el colmo del virtuosismo versificador, donde Arato se llama a sí mismo “inmencionado” y homenajea el pasaje de Ulises que se innombra ante el cíclope. El texto hojaldrado hasta lo incontable hace que podamos admirar el calendario zaragozano y la noche de Hölderlin en el mismo poema. ¡Y el censo de acrósticos, anagramas y reverberos sigue abierto!
Arato editó la Odisea y compuso otros poemas, pero nada le hizo tan famoso como sus Phaenomena, objeto de veneración para todos los autores romanos de la edad de oro. El profesor Gallego Real se doctoró en 2003 con una tesis excelente sobre el hipotexto hesiódico en los Phaenomena de Arato. Lástima que no se dedique a la investigación, estoy seguro de que aliviaría la sequía que, de Fernández-Galiano a esta parte, aflige al ramo. Sólo se me ocurre apuntarle un detalle: el carácter pseudooral que Arato imprime a Phaenomena es característico de toda la épica griega antigua: el sistema formular épico hace como si fuera oral. La épica griega pudo ser oral, es incluso probable que lo fuera in illo tempore; pero nada de cuanto conocemos de ella lo es.


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11 de noviembre de 2013
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No es culpa mía

Creía que se trataba de una cuestión generacional de quienes nos educamos en una cultura que empezó a glorificar la juventud, no sólo como una (buena) etapa de la vida sino como ideal de permanencia. Y que pensamos ingenuamente que sentirnos eternos adolescentes era una ventaja en lugar de un molesto inconveniente. Pero según la autora del best seller Adulting, Kelly Williams Brown, después de diversas indagaciones sobre la dificultad de madurar, “nadie se ve a sí mismo como un adulto”. Leo sus bienintencionados consejos para conseguir dar ese paso (desde comprar diez barras de desodorante y repartirlas por el baño, el coche o el despacho -”su importe es irrisorio comparado con lo que logran evitar”-, hasta propuestas más russellianas como, a la conquista de la felicidad, aprender a “ser justo con los demás” y crítico con nosotros mismos), pero hoy el sentido común, más allá de generaciones X o Y, cotiza a la baja. “Joven de espíritu”, se dice de aquellos que, a pesar del paso de los años, huyen de ánimos, actitudes, apariencias y términos que les avejenten. Algo bien distinto a ser un “inmaduro”, etiqueta que hasta hace poco se utilizaba sobre todo en las relaciones entre hombres y mujeres (mayoritariamente en referencia a los primeros) para referirse a esa invisible losa que paraliza e inhibe conductas. Williams Brown amplía el catálogo: quejarse a menudo, con tintes melancólicos instalados en el ensimismamiento tan propio de la pubertad; creerse siempre la víctima; azuzar la ansiedad por no alcanzar las expectativas de los otros… Pero hay una fórmula que destaca en el retrato de la inmadurez en sociedad, y que tiene que ver con la dificultad en asumir los errores propios. ¿Cuántos “no es culpa mía” oímos al día? Además de en nuestro entorno cotidiano, desde las tribunas políticas, económicas o policiales se repite sin cesar esa justificación exculpatoria tan infantil y gratuita. La misma que tiene ahora a Madrid convertido en un vertedero. La que decide unilateralmente cerrar Canal 9, donde antaño impuso mazo y bozal, exigiendo que, de Zaplana, se emitieran sólo imágenes de su perfil bueno antes de defenestrarle. O la que mantiene enfrentados a Generalitat y Gobierno central por la morosidad en el pago a las farmacias catalanas. Puede que no sea culpa tuya, pero sí asunto tuyo, como razona la autora de Adulting. En su crónica aflora el retrato de una sociedad que, desde las cúpulas donde se deberían optimizar políticas y resultados, hasta las tormentas de arena con las que nos hemos acostumbrado a convivir, tiende a desembarazarse de sus competencias. Entre la previsión y el caos, la obsesión de control y la laxitud hedonista, pero, sobre todo, entre la responsabilidad y la dimisión de la misma, oscilamos, hartos de oír que nadie tiene la culpa de nada, cuando lo que de verdad importa ante un problema es la destreza y la voluntad para solucionarlo. (La Vanguardia)

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11 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La ópera de Sidney cumple 40 años

(El País, 18 de octubre de 213)

Mañana, 20 de octubre, se conmemora en Sidney el 40 aniversario de su Opera House que inauguró la reina Isabel II en 1973, diez años después de lo previsto por las autoridades y por los técnicos.

Pero casi todo fue entonces imprevisto. Un presupuesto de siete millones de dólares se convirtió en otro de 102 millones y lo que fuera una brillante idea del famoso director de orquesta Eugene Gossen se arruinó por un escándalo de perversión sexual que acabó con su prestigio y el de una buena parte de la oficialidad gubernamental que tanto lo había mimado.

Finalmente, el proyecto se alzó sobre una de las zonas más pugnaces y vistosas de la costa. Tan relumbrante que en la actualidad su emplazamiento estratégico y su edificación se valora por la auditoría Deloitte en 4.600 millones de dólares y aún piensa que se queda corta.

Un 60% de los norteamericanos y hasta un 97% de los chinos dicen visitar Australia con el propósito capital de contemplar en vivo la Opera House. De hecho, se encuentra tan viva que atrae cada año a más de 8,2 millones de visitantes sin importar los espectáculos programados en sus salas. El espectáculo "superespectacular" es el edificio que de cerca parece un 50% mayor que en las fotos y puedo ratificarlo yo, que ahora estoy viviendo en Sidney y si no lo digo reviento. Ratificada por la UNESCO su importancia, su atracción y su potencia icónica han sido comparada con la Muralla China o las Pirámides aztecas de las que ha imitado el pódium de sus escalinatas.

¿Poseía alguna idea su arquitecto de la que se le venía encima? Claro que no. El concurso internacional fue convocado en 1955 y de los 222 proyectos presentados (61 australianos, 53 británicos, 24 norteamericanos, 23 alemanes y 2 daneses) el ganador fue Jørn Utzon, que si había vencido en otras lizas dentro y fuera de Dinamarca apenas había construido nada y apenas había cumplido 38 años.

El jurado, compuesto en su mitad por australianos, tenía otras preferencias, pero fue, sin embargo, un finlandés, Eero Saarinen, ya reconocido por su arco de la ciudad norteamericana de San Luis como por la terminal para la TWA en el Kennedy Airport, quien impuso su criterio. Rebuscó entre los planos ya descartados por los demás y eligió el de Utzon como indiscutible obra maestra. Coyuntura esta que con alguna frecuencia se repite en las editoriales de libros, donde un pre-lector ebrio de mediocridad arrumba un manuscrito que luego rescatará la lucidez de su jefe. Mister H, por ejemplo.

Fue en efecto tan maestra la obra elegida por Saarinen que no fue fácil de realizar incluso por la mayor constructora (Arup). De ahí su retraso de años y las diversas e imaginativas soluciones que exigió la obra.

Utzon alegaba que cada una de las piezas eran como gajos de una naranja y, tal como aman los arquitectos, no existía arbitrariedad. El problema residía en cómo trabajar con hormigón aquellas agudas curvaturas de gran escala. Una concepción del todo y sus partes como un costillar de unidades prefabricadas acabó llevando a la solución y un remate de cerámica marfil culminó su belleza reflectante. El mismo Louis Khan, el maestro de Filadelfia, dijo: "El sol no sabía lo hermosa que era su luz hasta que no se vio reflejada en este edificio".

Aunque efectivamente no todo fueron alabanzas, ni mucho menos. Sus detractores fueron todos aquellos que amaban, dentro del movimiento moderno lo rectilíneo, pero incluso Frank Lloyd Wright sentenció que esa clase de tienda de campaña circense no era arquitectura. Por el contrario, Gehry, amigo de Utzon, lo calificó como "pieza épica" que se había adelantado formal y tecnológicamente a todo su tiempo.

Utzon murió a los 90 años (noviembre de 2008) sin contemplar la culminación de los trabajos proyectados con motivo del 30º aniversario de su obra. En esos momentos la mediocridad de los colegas y de los periódicos daban por fracasada su osadía. Y tampoco, en este caso, se hallaba vivo algún Saarinen para defenderlo. Saarinen había muerto de un tumor cerebral a los 51 años, una enfermedad que fatalmente acabó igualmente con su esposa.



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11 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mutantes

Observémoslos de cerca, como si perteneciesen a una nueva especie o, más probablemente, como si fueran una mutación de la nuestra. A los cinco o seis años -tres o cuatro, en casos extremos- se encuentran ya abrumadoramente rodeados de pantallas: pasan de la omnipresente televisión a sus primeros videojuegos con la naturalidad con que los niños del pasado transitaban de los cuentos que sus padres les leían a armar legos o jugar al futbol. Su primer contacto con el exterior se moldea allí, entre los dibujos animados -cada vez menos realistas, con lógicas cada vez más difusas- y las fatigosas pruebas que deben atravesar Mario Bros y sus émulos.

            Cuando no han llegado a la adolescencia, a los doce o trece, ya poseen una tableta -nos referimos a especímenes de las clases pudientes- o una computadora portátil, se conectan a internet y se comunican por correo electrónico, resuelven sus tareas con la grácil ayuda de Google y la Wikipedia y, esquivando los controles parentales, se han inscrito en Facebook falsificando sus edades. Para entonces ya han aprendido a desconfiar de su memoria para valerse de la memoria ampliada de la Red -ajustándose, sin saberlo, a la jerarquía de sus algoritmos-, se han acostumbrado a migrar de una pantalla a otra en un parpadeo y han comenzado a crearse identidades más parecidas a sus deseos que a la realidad. Entretanto, sus padres y maestros (tan esforzadamente digitales) no se cansan de reprenderlos, deja ya esa computadora, si no sacas buenas notas te quitamos la tableta, no puedes usar Facebook todavía, olvídate de un iPhone, y los acusan de tener síndrome de atención dispersa, de no leer libros en papel, de permanecer encerrados en vez de correr libremente por el parque.

A los dieciséis o diecisiete, en verdad ya son miembros de otra raza, si no de otro planeta. El día entero entre el teléfono inteligente, la tableta, la computadora y, en menor medida, la televisión y el cine. Allí se descubren a sí mismos, allí aprenden lo bueno y lo malo, allí se enamoran y allí sufren -allí viven. A esas alturas, sus padres y maestros han abandonado la carrera: imposible limitar a esos seres incontrolables, imposible sacarlos de allí. (Por otro lado, los adultos tampoco dejan su maldito iPhone ni a la hora de comer.) 

Los jóvenes con naturalidad, y los mayores con culpa, comparten la misma adicción, sólo que los segundos no paran de quejarse, mientras que los primeros ni los oyen, aislados con sus audífonos. Para ese momento, unos y otros pasan horas y horas en las redes sociales. ¿Y qué hacen allí? Antes que nada, se exhiben y escudriñan las vidas de los otros. En Facebook, y luego en Instagram, Pinterest y Twitter, lo primero es modelarse un yo a la medida: un perfil -una máscara. En aras de que ésta sea popular y reciba cientos de "me gusta", poco importa la intimidad, en el añejo sentido del término, y mejor atiborrar las cuenta con fotos y comentarios impúdicos que pasar inadvertido. Pulsión que se complementa con la de entrometerse en las historias ajenas -estalquear, en la jerga del género- con tanta envidia como morbo.

Los críticos nostálgicos (la mayoría) deploran lo ocurrido, como si la época en que los adolescentes ligaban en discotecas hubiese sido una edad de oro. Los neomarxistas sostienen que la forma de "venderse" y buscar desesperadamente la fama en Facebook o Twitter replica lo peor del capitalismo salvaje. Y los neoconservadores alertan sobre los infinitos peligros de ese espacio sin dioses ni reglas morales, a caballo entre la fantasía y el crimen. En el otro bando, geeks y gurús de internet sólo remarcan las ventajas de construirse identidades a modo, de eludir fronteras y autoridades, de cooperar en proyectos desde mil sitios cambiantes, de poder ser a la vez anónimos y descarados en la telaraña virtual.

Y, en medio de estas disputas, estados y empresas se baten en auténticas guerras para conservar o aumentar su poder y sus ingresos aprovechándose de los resquicios del nuevo entorno. Gobiernos como el estadounidense y empresas como Google o Facebook no parpadean a la hora de apoderarse de todos los datos de sus usuarios -antes llamados ciudadanos- al tiempo que buscan escamotear la mayor cantidad de información propia por "motivos de seguridad" corporativa o nacional.

La gran pregunta que subyace a esta mutación -imposible darle otro nombre- es si nos hace más o menos libres. La respuesta no es, por supuesto, sencilla. Pero, en medio de la confusión, sólo valdría tener en cuenta que, nos guste o no, el mundo digital ya es nuestro mundo: la nostalgia de un pasado idílico sólo estorba cuando hay batallas urgentes qué librar, con los mismos instrumentos de la Red, para que los gobiernos sean verdaderamente más abiertos, para que las empresas tecnológicas y los servicios de seguridad respeten la privacidad individual y para que, contrariando la tendencia de las últimas tres décadas, nuestras sociedades sean cada vez menos injustas.

 Publicado en Reforma, 10.11.13

Twitter: @jvolpi



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10 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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70 y 71. La República de las Letras

 

Marc Fumaroli, La república de las letras; Acantilado, Barcelona, 2013,

 

 

La "República de las Letras" desarrollada en Europa -de forma paralela a cualquier sistema político, religioso o cultural- desde finales del siglo XV hasta varios o muchos siglos después, según autores, es una historia tan apasionante como desconocida por el gran público. Avanzo ya que este volumen del profesor y crítico francés Marc Fumaroli puede ser un acercamiento recomendable a este inmenso fenómeno sociocultural; sin embargo, debo decir también que resulta algo sorprendente la aseveración de Fumaroli de que "la noción misma de República de las Letras (...) no ha conocido hasta ahora el favor ni de la investigación histórica en un sentido amplio, ni de la historiografía de las ideas" (p. 112[1]). Aunque no es este mi campo de especialidad, recordaba de mis tiempos de doctorado los estudios de Peter Burke o Paul Dibon ("Communication in the Respublica Literaria of the 17th Century", Res Publica Litterarum 1, 1978), y, tras buscar un poco, he encontrado trabajos de numerosos autores como Richard Marber, N. Fiering (1976), V. Karady (1988), L. Daston (1991), Saskia Stegeman, J. Álvarez Barrientos, Anthony Grafton, Helena Carvalhão Buescu, F. López, I. Urzainqui, Dena Goodman, Robert Darnton (1994), Perla Chinchilla Pawling, Pedro Ruiz Pérez, David Hall o todos los autores incluidos en Paul Scott (ed.), Collaboration and Interdisciplinarity in the Republic of Letters: Essays in Honour of Richard G. Maber; Manchester University Press, 2010. También recomienda Fumaroli pensar en la actualidad el término de modo "transnacional" (p. 43), como si no lo hubiera hecho Pascale Casanova hace catorce años, en The World Republic of Letters (1999). La cuestión es que Fumaroli considera que el tema, a pesar de los numerosos antecedentes, merece mayor análisis y se lanza a rellenar lo que él denomina la "semántica" de la misma desde diferentes acercamientos.

 

Como ha expuesto Peter Burke, "esta unión o república de ‘letras', en el sentido de aprendizaje, fue fundamentalmente una comunidad imaginaria, a veces descrita en textos como República Literaria (1655) de Diego de Saavedra Fajardo o Deutsche Gelehrtenrepublik (1774) de Friedrich Klopstock, como una ciudad circundada por un foso de tinta y defendida por plumas de escribir, o en ocasiones como un estado soberano con su propio senado y leyes"[2]. Fumaroli examina sus comienzos e intenta esclarecer algunos períodos concretos mediante una profunda inmersión en la documentación de la época. Apunta que "la expresión ‘República de las Letras' (...) aparece por primera vez en 1417, en una carta latina dirigida por el joven humanista Francesco Barbaro a Poggio Bracciolini para felicitarle por el descubrimiento de unos manuscritos" (p. 21); documento natal del término que agrupará, según describe Fumaroli, a un inmenso grupo de humanistas europeos que, al margen de las universidades, mediante trabajos o prebendas que les permiten dedicarse al "ocio estudioso" (pp. 338ss), tejen un inmenso tapiz discursivo con el objetivo de recuperar el saber clásico grecorromano, elaborar traducciones notables de sus textos, establecer una conversatio similar a la que sostuviesen Petrarca y Boccacio, desarrollar questiones o querellas intelectuales y conservar un latín "puro", alejado de las hablas vulgares. La correspondencia es el cauce por el que esta lejana forma de "red social" (p. 16) se comunica (véase este mapeado virtual de las cartas por investigadores de Stanford); las modernas Academias (en imitación de la ateniense) son el lugar donde sus miembros se reúnen al principio para abandonarlas después, y la aparición de la imprenta es el medio que permitirá a estos humanistas recuperar los clásicos antiguos en ediciones críticas, que harán circular entre ellos. Vuelve a florecer de este modo la lectura crítica comentada (algo habitual en la Grecia de Filodemo[3] que se busca imitar) y comienzan a gestarse las bibliotecas privadas como forma de distinción intelectual: "este banquete de libros", dice Fumaroli, aludiendo a los tempranos cuadros y grabados que retratan mesas llenas de libros como si fueran bodegones, "se extiende idealmente a todos los letrados, abarca y resume toda la Respublica litterarum" (p. 58), constituyendo el lugar donde entregarse "a la compañía de los muertos" (Guy Patin, citado en p. 55), o vivir "en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos" (Quevedo, "Retirado en la paz de estos desiertos"). Los miembros de la República letrada también se encargaban de restituir la "gloria" literaria a los escritores a sueldo de mecenas o poderosos, evitando que éstos se llevasen los laureles (pp. 59-60). En 1664 Pierre Bayle funda la revista Nouvelles de la République des Lettres y se termina de conformar, y confirmar, la existencia de este difuso colectivo de humanistas. Se construye en ese marco para la posteridad el mito del Parnaso, por lo común situado en la Arcadia, "en el que los poetas-pastores itinerantes se encuentran en compañía de Apolo y de las Musas, emblemas de la inspiración y la gloria literarias" (p. 91). El propio Parnaso, como sabemos, pasaría mucho después a configurar el territorio simbólico de la gloria para un escritor (sea esto lo que sea), e incluso a denominar un tipo de lírica. "En los siglos XVI y XVII", escribe Paul Bénichou, se lleva a cabo una "apología de la literatura al nivel espiritual más elevado", y entre los escritores "se asiste (...) a una dignificación de la literatura profana. Desde luego, todo lo que puede decirse para gloria de las letras recuerda su situación en el mundo antiguo"[4]. De modo que en esos siglos, y en esa República de las Letras, comienza a configurarse un estatuto simbólico del escritor que no será sustituido hasta la llegada del Romanticismo.

 

Lo mejor del libro de Fumaroli es que pone rostro a la creación y desarrollo de esta República libresca, explicando la función que tenían algunos de sus personajes principales. Especialmente interesante es la recuperación de la figura de Vincezo Pinelli, fundamental no por sus obras escritas sino por su privilegiada e influente situación en el campo literario de la Venecia del siglo XVI. Mientras que la filología ha obliterado su legado literario, Fumaroli explicita el lugar de Pinelli y sus pautas de comportamiento dentro de los habitus epocales, del mismo modo que Pierre Bordieu estudia los de Flaubert en una época posterior. También explica Fumaroli cómo "la Venecia de Barbaro y de Pinelli es la parcela de Italia en la que está preservada la tradición de las Letras inaugurada por Petrarca, la segunda patria de todo humanismo" (p. 121); y esclarece cómo esa irradiación veneciana cede su empuje ante la parisina a partir del XVII, centrándose ya el estudio en personajes franceses. Es normal que se destaque la importancia de ciudades como Venecia o París en este proceso; como ha explicado Pedro Ruiz Pérez, "las nóminas de poetas son expresión de este desplazamiento que lleva de la corte a la ciudad y muestra la directa relación con ella de la república de las letras, una república que comparte rasgos con la ciudad y en la que, como en ésta, se despliegan estrategias de reconocimiento y de toma de posición en el campo" (El Parnaso versificado. La construcción de la república de los poetas en los Siglos de Oro; Abada, Madrid, 2010). En resumen, Fumaroli explica a la perfección el qué, el quién, el cómo y el cuándo de la cuestión, convirtiendo el libro en un manual complejo y completo de este interesante fenómeno cultural.

 

Uno de los aspectos más atrayentes -a mi dudoso juicio- del volumen es el hecho que Fumaroli entre a fondo en algo "irrecuperable": las conversaciones privadas sobre las que se sustentaba en buena parte de la convivencia de la República. A pesar de que no es posible acceder, obviamente, a aquellos hitos orales entre humanistas, Fumaroli entiende que pueden explorarse al menos su funcionamiento y fines. Así, apunta que para evitar la censura y por prudencia ante la vigilancia religiosa (tanto anterior como posterior a la Reforma), los humanistas prefieren hablar a escribirse, siempre que no lo imposibilite la distancia (p. 184). A juicio del autor, "la conversación mundana (...) se convierte entonces en una especie de género literario nido, anfibio (a la vez oral y escrito), colectivo, que asocia a la invención lingüística todo un ambiente (...) Como viera bien Sainte-Beuve, mejor sociólogo que Proust, conversación y literatura francesa se volvieron por entonces indisociables" (p. 225). La descripción de los ámbitos conversacionales y las pesquisas de la documentación (testimonial, no directa, como es lógico) de los diálogos internacionales entre humanistas me parece una de las partes más fascinantes del libro. Lástima que Fumaroli no aborde la cuestión de la República de las Letras en nuestros días. Burke, por el contrario, contempla dos fases históricas más recientes de la respublica litterarum, que llegan incluso a describir la presente "República Digital de las Letras", mientras que Fumaroli reivindica nostálgicamente su creación en el último párrafo del libro; por su parte, Eloy Martos Núñez ha comparado la práctica de la fanfiction y otras prácticas colaborativas desinteresadas en línea con las prácticas antiguas, defendiendo que "su conducta se parece a la de los librepensadores que impulsaron los primeros tiempos de la República de las Letras"[5].

 

Amén de nuestra disensión en lo tocante a la "novedad" adánica del volumen, como reparos puntuales al libro apuntaríamos que se advierte con demasiada claridad que es una compilación de textos sobre el mismo tema, todos interesantes salvo el de "La diplomacia y el ingenio", demasiado particular y concreto y sobre el que el autor ya había publicado un libro homónimo (Acantilado, 2011), y quizá hubiese ganado mucho el volumen haciendo una limpieza de repeticiones innecesarias (en varias ocasiones se cita la carta de Barbaro donde aparece por vez primera el término). También apuntaríamos los previsibles accesos de galocentrismo, razonable el de la página 141 y algo excesivo (dejémoslo ahí) el de las páginas 368-70. Por lo demás La República de las Letras es un libro valiosísimo para los estudiosos de la Europa de los siglos abordados en el ensayo, y un volumen muy ameno -sin abandonar el rigor- para cualquier lector interesado en las dinámicas intelectuales y tensiones literarias que han forjado nuestra historia.

 

 

 

[Relación con el autor y la editorial: ninguna]

 


[1] Con independencia de que el texto original del que proviene esta frase fuese anterior, su mantenimiento en la actual edición, que cuenta con una introducción especial del autor, y que se presenta como libro orgánico, implica que se sigue sosteniendo el pensamiento contenido en ella.

[2] Peter Burke, "La república de las letras como sistema de comunicación (1500-2000)"; IC Revista Científica de Información y Comunicación, nº. 8, 2011, [pp. 34-49], p. 36.

[3] Cf. María Paz López Martínez, "La Poética de Filodemo de Gadara: estado de la cuestión", Ítaca. Quaderns Catalans de Cultura Clàssica, nº 19, 2003, pp. 115ss.

[4] P. Bénichou, La coronación del escritor (1750-1830). Ensayo sobre el advenimiento de un poder espiritual laico en la Francia moderna; Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2012, p. 23.

[5] Eloy Martos Núñez, "De la República de las Letras a Internet: de la Ciudad Letrada a la cibercultura y las tecnologías del s. XXI", Álabe, nº 1, junio 2010.



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9 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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No olvidemos el Rana Plaza

El periodismo es cruel. No por lo que dice sino por lo que calla. Por lo que deja en el tintero de la desmemoria y de la dejadez. Por los rastros perdidos que abandona. Acabo de leer una crónica firmada por Syed Zain Al-Mahmood, corresponsal en Bangladesh para el Wall Street Journal, periódico tan admirable por su excelente información como a veces detestable por el doctrinarismo ultraliberal de sus editoriales y artículos. Es esclarecedor lo que cuenta sobre el salario mínimo en el sector textil bangladesí, de donde salen muchas de las prendas que vestimos todos nosotros. Los sindicatos piden un salario mínimo de 8.000 takas al mes, equivalente a 80 euros, más del doble de los 30 euros actuales y muy por encima de los 53 que recomienza una comisión nombrada por el Gobierno y a la que se opone la patronal, que ofrece solo 45. Según una evaluación recogida por el periodista, solo 30 céntimos de los 5 euros del precio de venta de una pieza son para la mano de obra, de forma que el incremento del 80 por ciento que proponen ahora los sindicatos significaría un aumento del precio final en 24 céntimos. Trabajan en el sector unos cuatro millones de trabajadores, cuatro de cada cinco de ellos mujeres. Sus 20.000 millones de dólares exportados anualmente representan el 17 por ciento de la economía del país. No escandalizan únicamente los salarios ínfimos, sino los horarios y las condiciones de trabajo, que convierten este capitalismo manufacturero en una esclavitud del siglo XXI, de la que se aprovechan las multinacionales y los consumidores. Estos combates sindicales por unos salarios de miseria son el rastro perdido que me conduce a recordar la tragedia del Rana Plaza, un edificio que albergaba cinco talleres de confección y que se hundió entero el pasado abril con 5.000 trabajadores dentro. En el artículo que escribí a los pocos días consigné el hallazgo de 390 cadáveres y la previsión de 800 muertos calculada por las autoridades. La cifra final, tras largas labores de rescate, fue de 1.127 muertos y alrededor de 2.000 heridos y mutilados. Hubo reacción ante la tragedia. Más de 100 compañías multinacionales firmaron un acuerdo para someter a inspección todos los edificios que albergan los talleres y evitar así los frecuentes incendios y hundimientos. También accedieron a dar mayores márgenes de control a los sindicatos. Algunas empresas, como la irlandesa Primark, acordaron el pago de indemnizaciones. Están pendientes de juicio una veintena de responsables, entre los que destaca Sohel Rana, propietario del edificio y cacique local de la Liga Awami, el partido del Gobierno. Todos estos acuerdos, indemnizaciones y responsabilidades, junto a los salarios ínfimos del textil bangladesí, merecen el seguimiento y la vigilancia de los medios de comunicación de los países donde se venden las prendas allí fabricadas.



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9 de noviembre de 2013
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Carmen Calvo

Considero a Carmen Calvo una hermana de sangre en el arte. La admiro desde hace 35 años, y desde que la conocí personalmente en el año 2006 he pasado en su estudio de Valencia horas inolvidables, colaborando con ella en varias ocasiones: introdujo generosamente su sugestivo mundo de apropiación y sueño de la realidad en las imágenes de la película ‘El dios de madera' (donde también hace una figuración distinguida con su figura y su voz), y es la autora de las portadas de mis tres últimos libros. Mi urgente y modesto regalo de felicitación con motivo del Premio Nacional de Artes Plásticas que se le acaba de conceder es reproducir unos fragmentos del texto que escribí a partir de una de sus obras, publicado en 2007 en los Cuadernos del IVAM.
No recuerdo la fecha exacta, aunque debió de ser en 1979. Yo había vuelto a España después de vivir casi nueve años en Inglaterra, y un día entré en la galería Vandrés de Madrid. Exponía una artista nueva para mí, Carmen Calvo, y aquellos cuadros suyos en los que el barro cocido quedaba cosido al lienzo, o pegado a él, en un bajorrelieve que tenía tanto de estela mesopotámica como de delicado dibujo ‘minimal', me fascinaron. Desde aquel día he seguido la obra de Calvo, una de las mejores artistas españolas actuales y para mí la más inquietante, y su mundo perverso y tierno, turbio, claro, doliente pero a menudo aliviado por un humor escatológico, me ha servido no pocas veces de punto de referencia. Conservo los catálogos de sus siguientes exposiciones individuales en la también hoy desaparecida galería madrileña Gamarra y Garrigues, y en uno de ellos, el de noviembre de 1987, me ha sorprendido ver una anotación manuscrita entonces por mí: "Nostalgie de la boue". En el texto que abre ese catálogo, el gran historiador francés Georges Duby (¡y qué honor, por cierto, contar con unas palabras de introducción, tan cálidas, de Duby!) relata cómo encontró a la artista en su taller de la Casa de Velázquez, donde era becaria del gobierno francés, y el efecto de sus cuadros, que eran como "esos restos insignificantes que se recogen al azar por las calles y los campos o bien fragmentos de arcilla modelados por sus dedos". El barro en el que yo pensaba era otro.
El concepto francés de "nostalgie de la boue" o nostalgia del barro designa una atracción por lo primitivo, lo crudo, lo despreciable, lo que está degradado o ha sido suprimido: el pantanoso mundo del deseo. Baudelaire sintió a menudo esa nostalgia, pero en mi anotación de 1987 yo aludía al poema así titulado, ‘Nostalgie de la boue', en francés, por Jaime Gil de Biedma, cuyos primeros versos son memorables:

Nuevas disposiciones de la noche,
sórdidos ejercicios al dictado, lecciones del deseo
que yo aprendí, pirata,
oh joven pirata de los ojos azules.

El poema de Gil de Biedma habla de resonancias de infancia que el adulto retiene y lleva consigo, hasta convertirlas en una arcilla más moldeable y no por eso menos primaria. Y hay unos versos descriptivos, dentro del mismo poema, que releídos hoy aún me parecen significativos para la depurada arqueología del lodo de las emociones que Carmen Calvo sigue practicando en su obra:

¡Largas últimas horas,
en mundos amueblados
con deslustrada loza sanitaria
y cortinas manchadas de permanganato!
Como un operario que pule una pieza,
como un afilador,
fornicar poco a poco mordiéndome los labios.

Y sentirme morir por cada pelo
de gusto, y hacer daño.

La técnica mixta de los cuadros posteriores de Carmen Calvo se ha hecho más densa y plural, menos apegada tal vez a los barros primordiales, a ese ‘trompe l´oeil' entre cerámico y matérico que caracterizó una fase de su trayectoria. En diciembre del 2004, antes de dar una charla en el salón de actos de una caja de ahorros, entré en la galería donostiarra Altxerri, donde exponía la artista valenciana obras recientes. En aquellas fotografías retocadas y tocadas por una magia especial de colores y objetos superpuestos, en los hermosos dibujos sobre fondos escritos, en sus cajas colmadas de maravillas de una naturaleza ‘encontrada' sin azar, brillaba el genio de Carmen Calvo, un don que en ella muchas veces tiene algo de juguetón y de encantadoramente infantil, según el concepto de Baudelaire, para quien el genio era la infancia recobrada a voluntad propia.
El barro de la memoria se consolida ahora en la obra de Carmen Clavo en imágenes de una potencia lírica turbadora, dotadas muchas de ellas de una resonancia que no dudo en llamar ‘política' o, si se prefiere, ‘histórica': sus paneles fotográficos ampliados, seriados y manipulados ponen al descubierto la idea de ocultación y máscara, y las tachaduras, añadidos y pegamentos operan de un modo muy similar al que en los cuadros de los años 70 y 80 tenían las arcillas cocidas. Comentarios o glosas o rectificaciones a las historias privadas de la intimidad. Nostalgias de los fangos del goce y la pena.

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8 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los tiempos del color mate

En Europa ya se ven algunos automóviles con la pintura mate. El mate apareció sobre los armazones de las nuevas bicicletas deportivas y sobre las motos de alta cilindrada, pero, en los coches, el efecto mate supera a lo que sería una simple prueba estética, al lúdico aire de una moda o a cualquier otro recurso de novedad. El auto mate, y tanto más cuanto mayor es, conlleva un sombrío estado de ánimo. De hecho, comparado el impacto de este coche con el del automóvil brillante, y aún más con la pintura brillante y "perlada", implanta, como resultado equivalente, el duro contraste entre la frivolidad y el duelo.

Lo brillante es del orden del lujo, la lujuria y la fiesta mientras el mate remite a la capa de luto a secas, la muerte real. Exactamente, el negro acharolado es propio de los suntuosos automóviles de representación dentro de los cuales una autoridad política o financiera viaja e irradia poder simbólico a través de la carrocería fulgurante.

Los carros de combate, en cambio, las ambulancias de la guerra, los autobuses militares son mate de acuerdo con la funesta circunstancia por donde circulan. Si no fueran así, sus reflejos los delatarían y pronto serían exterminados por el enemigo. De parecida manera, los coches sin brillo, con una pátina de muda amargura, apagan la música jovial de lo que brilla.

No hay fenómeno social que, en cualquier época importante, no se refleje en el aspecto de las ropas y los objetos, en el arte o en la literatura. Y ¿cuál sería ahora la ecuación? Una secuencia en la que escribir imaginarios personajes para las novelas, cuadros bonitos para las paredes y arquitecturas fotogénicas para el marketing chocaría ominosamente contra la desventura social.

La crisis nos hace tristes, pobres y desolados, honestamente desesperanzados. De hecho, justo en un tiempo parecido al actual (considerando que nos hallamos en el centro de una inesperada III Guerra Mundial) Robert van Gelder, redactor de The New York Times, entrevistó a Stefan Zweig (1881-1942) para su periódico. Y el escritor dijo: "Estos meses [de 1940] han sido fatales para la producción literaria europea. La norma básica para todo trabajo creativo sigue siendo la concentración y jamás ha sido tan difícil de alcanzar para los artistas de Europa. Porque... ¿cómo concentrarse en medio de un terremoto moral?".

¿Cómo concentrarse en medio de esta hecatombe moral, corrupta y devastadora? Los libros que más entidad van teniendo en nuestros días son documentos, confesiones, diarios. Poca ficción o de poca calidad artística. Porque "¿qué significa la perfección artística en un momento así, cuando está en juego el destino de nuestro mundo real e individual?", exclamaba Zweig.

El propio destino del novelista vienés se saldó dos años después de estas declaraciones con su suicidio en Brasil. La gloria de Stefan Zweig, repleta de un extraordinario éxito literario por todo el mundo, fue insuficiente para sostener su ilusión para seguir viviendo en aquel tiempo de cenizas.

Ahora no se cuentan tantas bajas por armas de fuego como en la contienda bélica, pero los millones de parados, los miles de refugiados, los incontables pobres y desesperanzados desempeñan, no obstante, el papel de víctimas de esta nueva guerra cruel. La III Guerra Mundial donde nos hallamos no convierte en cascotes escombros, fábricas y comercios, simplemente los vacía de gentes al modo de la bomba de neutrones que afecta directamente al ser humano y no a la construcción.

Esta guerra mundial no se caracteriza ya por los hectólitros de sangre derramada sino por la pérdida a borbotones de la fe en los mandatarios y sus vacilantes propuestas hacia un mejor porvenir.

Los suicidios de padres de familia son relativamente pocos y numerables; lo incalculable es hoy el suicidio interior de familias enteras evisceradas de presente y de futuro laboral y cultural. El estrago afecta a la natalidad, a la fertilidad, al sentido de las cosas, a la salud, a la esperanza ahora muerta o mate.

Porque, en definitiva, ¿cómo revestirse de lentejuelas en el momento del desahucio o en pleno dominio de un creciente cementerio de excluidos, material y moralmente, que no niega la oportunidad de brillar o renacer?

 

(El País, 12 de octubre de 2013)



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8 de noviembre de 2013
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