Javier Fernández de Castro
En 1939, cuando Henry Miller regresó a Estados Unidos después de pasar diez años en Europa su ánimo estaba muy alterado. O pongamos que algo más alterado que de costumbre. Tenía casi cincuenta años, llevaba a sus espaldas una infinidad de trabajos alienantes y mal pagados, un par de matrimonios nada ejemplares y tres libros altamente conflictivos: Trópico de cáncer (1931), Primavera negra (1936) y Trópico de capricornio (1939). Todos ellos acabarían proporcionándole fama y dinero a raudales, pero de momento estaban precariamente editados en París y prohibidos en Estados Unidos, con el agravante de que los pocos ejemplares distribuidos bajo mano le iban a costar un juicio por obscenidad que le perseguiría hasta bien avanzados los años 60.
Para compensar, tres meses antes de su regreso a casa había decidido aceptar la invitación a visitar Grecia que el pesado de Lawrence Durrell le estaba haciendo desde hacía años. El encuentro con el color, la luz, la sensualidad y el modo de entender la vida mediterráneos le provocaron una suerte de epifanía que le iba a durar toda la vida. Y la urgencia por comunicar a los demás esa luminosa experiencia espiritual era tan viva que a su regreso a Estados Unidos se creyó obligado a refugiarse en Big Sur para escribir el que acabaría siendo uno de sus mejores libros, El coloso de Marusi (1941). Pero al terminarlo seguía sin un céntimo y sin saber muy bien qué hacer de sí mismo, dónde instalarse, de qué vivir y con quién, por lo que su respuesta a tan acuciantes requisitos no pudo ser más cacterística: comprar un Buick de tercera mano y lanzarse a la carretera sin rumbo fijo ni fecha de retorno, y con la sola compañía del pintor Abe Rattner (“un hombre al que yo tenía por un enemigo”). Se diría que, después de su prolongada y fructífera etapa europea, Miller trataba de comprobar en qué situación se encontraban sus viejas y viscerales querellas con la nación que le vio crecer.
El resultado de tal comprobación fue Una pesadilla con aire acondicionado, una crítica feroz e irredenta contra la gran mayoría de ideales, creencias, mitos, escalas de valores e hipocresías que sustentaban la gran falacia de que América era una tierra especialmente favorecida por Dios y los americanos su pueblo elegido. El primer tercio del libro es una inmisericorde obra de demolición: le horripila la fealdad de las ciudades, los centros de muerte y destrucción que son los cinturones fabriles, la innecesaria destrucción del medio ambiente o el sometimiento generalizado de la población a la tiranía del dinero, todo ello triturado con su inconfundible y casi blasfema verborrea. Al hablar de las ciudades dice cosas como: "Las casas parecen haber sido decoradas con óxido, sangre, lágrimas, sudor, bilis, legañas y excrementos de elefante”. El viejo Miller de siempre, tan certero en su juicio como pasado de vueltas.
Dejando de lado las exageraciones marca de la casa, gran parte de la crítica ideológica que Miller manifestaba a principios de la década de los años cuarenta no sólo fue adoptada en bloque por los beatniks y los movimientos anticulturales juveniles que alcanzaron su mayoría de edad en torno a Mayo del 68 sino que actualmente está perfectamente incorporada en la mentalidad progresista moderada. Y Miller es un agitador nato, pero también es un filósofo, un moralista y un convencido de que en la vida "hay algo más aparte de lo que está resumido en el conocimiento empírico del pensamiento de los grandes sacerdotes de la lógica y la ciencia”, lo cual no deja de ser una elegante alusión a los beneficios de la gran tradición oriental que él adoptó para sí mismo y ofreció a los demás como contrapartida al vacío materialismo de Occidente. Pero por encima de todo Miller es un narrador de raza y llega un momento en que se cansa de estar cabreado y de mostrar su cabreo a fuerza de ataques e improperios y se lanza con idéntica pasión a contar experiencias de viaje, a retratar personajes que va encontrando durante su vagabundeo o que él mismo va a buscar en sus más apartados escondrijos. Y el libro pega un subidón considerable: ahí están gente como el cirujano─pintor (es aconsejable revisar su obra en Internet y luego leer la descripción que hace Miller de ella); el músico Edgar Varese; el loco que quiso construir la gran pirámide de Arkansas; Stieglitz y tantos otros, sin olvidar al cansado presidiario que era “como un árbol viejo pendiendo sobre el borde de un precipicio, con las nudosas raíces a la vista […] como si personificara el propio gesto vacío de colgar allí”. Pero también personajes tan inesperados como el viejo Buick cuyos achaques y desfallecimientos le dan para escribir unas páginas que deberían ser obligadas en cualquier antología sobre la civilización del automóvil. Quién no se ha tirado horas en el arcén de una carretera por culpa de un automóvil capaz de averiarse en el peor momento; quién no ha perdido incontables (y carísimas) horas en un taller; quién no ha sido víctima de diagnósticos mecánicos disparatados o quién no ha tenido la dicha de topar con un genio capaz de poner en marcha con un par de golpes de tuerca una máquina que parecía irremisiblemente destinada al desguace. “Pasacalle automotriz” es un ejemplo único de lo que sabe hacer un tipo como Miller con una experiencia común y que el común de quienes la han experimentado no es capaz de sacar el más mínimo provecho de ella. Genial.
Una pesadilla con aire acondicionado
Henry Miller
Traducción de José Luis Piquero
Navona editorial