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Sven Lindqvist: Crítica de la razón exterminadora

Los leí juntos, en estado alucinado, hace casi 10 años. Desde entonces, los dos libros traducidos al español del formidable periodista literario sueco Sven Lindqvist no dejan de maravillarme. Y de atormentarme.

El primero, Exterminad a todos los salvajes, comienza con una frase que es a la vez una provocación, una promesa y una exposición de principios: “Tú ya sabes lo suficiente. Yo también lo sé. No es conocimiento lo que nos falta. Lo que nos hace falta es coraje para darnos cuenta de lo que sabemos y sacar conclusiones”.

La ruta que empieza a partir de ahí es un recorrido por el África subsahariana de hoy, con pinceladas de la insobornable alegría de la gente y también de la violencia y la miseria material y mental que hunde al continente. El relato de este viaje viene intercalado, en secciones que rara vez duran más de una página, con Historia, historias, análisis y materiales de fuentes diversas que sostienen el porqué del terrible título del libro.

*          *          *

Lindqvist sostiene que Europa asentó su proyecto de modernidad, después su revolución industrial y finalmente su proyecto imperialista no sólo en el dominio y avasallaje de los pueblos que presentaba como “primitivos”.

El proyecto central era el exterminio.

La historia de la biología y de la antropología, el relato de textos escolares, diarios de viajeros, documentos oficiales y el planeamiento y ejecución de campañas militares y “civilizatorias” van construyendo un panorama desolador: no hubo errores ni accidentes, la situación desesperada del África actual es la perfecta consecución del proyecto de aplastamiento del “otro” que fue la otra cara de la misma moneda del desarrollo de los europeos y norteamericanos hasta sus actuales niveles de abundancia y democracia.

Charles Darwin y Georges Couvier dieron sostén y respetabilidad científica al exterminio, y Joseph Conrad lo percibió en todo su horror. Estos y otros personajes desfilan como testigos en el juicio implacable de Lindqvist a la “razón exterminadora”.

La publicación de este libro en español tiene una historia curiosa: un profesor del Ciclo Básico Común, primer año de estudios en la Universidad de Buenos Aires, descendiente de suecos, quedó prendado de la prosa destilada y dolorosa de Lindqvist, tradujo el libro y colocó las fotocopias de su versión mecanografiada como material de cátedra.

De esa traducción se adaptó el texto que ahora ofrece la colección Armas y Letras de Turner, que también se animó con la primera edición en español de Hiroshima, de John Hersey, y Memorias de un oficial de infantería de Sigfried Sassoon, dos clásicos que desnudan las atrocidades de las guerras mundiales.

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Pero antes, Turner ya había traducido y publicado en nuestro idioma otro mazazo de Lindqvist.

Historia de los bombardeos es un libro más complejo y más personal pero igual de tremebundo en sus consecuencias. Traza la historia de los bombardeos aéreos, también acudiendo a numerosas, sorprendentes y riquísimas fuentes.

Aquí Lindqvist postula y demuestra que la destrucción de ciudades enteras, de Gernika e Hiroshima a Vietnam e Irak, no es la excepción sino la regla, el anhelo de los estrategas, la lógica consumada. Masacrar y aterrorizar a civiles indefensos es hoy el propósito de la guerra, y esta práctica y su lógica justificativa es lo que se fue construyendo a lo largo del siglo XX.

Hay una línea lógica de unión entre ambos libros: en Exterminad a todos los salvajes, se muestra cómo la modernidad del siglo XIX se alzó sobre los cadáveres de los “salvajes” que la “civilización” echaría del planeta y de la historia.

Historia de los bombardeos puede ser leído como su continuación: el siglo que acaba de terminar agregó al exterminio generalizado el desarrollo tecnológico que posibilita la distancia aséptica entre el exterminador y el exterminado.

La estructura de este segundo libro es de múltiples entradas, se salta de una sección breve a otra, se avanza y retrocede en el libro, se puede seguir un camino temático o leerlo tradicionalmente, en un avance histórico. Se arma y desarma como Rayuela de Julio Cortázar, y todas sus lecturas nos dejan deprimidos y más sabios.

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No sé cómo se me ocurrió hace unos años compartir mi pasión por Lindqvist con la gran editora Valerie Miles, a la sazón directora de la versión española de Granta. Estábamos juntos en una mesa redonda sobre revistas literarias. Ni se me hubiera ocurrido la posibilidad de que el reportero sueco realmente existiera. Quiero decir, sabía que debía existir, pero a veces, con libros que se adentran con mucha profundidad y lucidez en el horror, es mejor pensar que no existe el peligro de toparnos con el autor.

Valerie me contó entonces de su encuentro con Sven. Lo habían invitado para el premio Ulises en Berlín, y el sueco apareció como yo temía imaginarlo: callado, taciturno, muy correcto en el trato, tímido, casi con vergüenza de estar ahí, para ser homenajeado. Estaba por empezar la mesa redonda, pero también es verdad que no quise saber mucho.

Hay libros que nos hacen querer saberlo todo sobre sus autores. Hay otros que al menos a mí me dejan flotando, entre el asombro por el estilo perfecto, implacable, luminoso, y la inteligencia algo siniestra que no deja resquicio para la esperanza. Seguro que Sven Lindqvist como persona es más imperfecto, más humano que sus libros brillantes. En su caso, prefiero quedarme con los libros.

Es necesario leer a Sven Lindqvist, aunque después de saber lo que nos cuenta sea irremediable y aterrador el juntar las piezas para construir definitivamente el mapa de nuestra ignominia. 

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8 de abril de 2014
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Los Panero (1). La familia interrumpida

Luis Cernuda escribió una sola obra de teatro, ‘La familia interrumpida', cuyo manuscrito entregó a un joven Octavio Paz en Valencia, durante la guerra civil; el autor se olvidó, el texto se perdió, hasta que el poeta mexicano, buscando otros documentos dejados por él a su madre en una caja, lo encontró y lo publicó en 1985. La obra, fascinante, mordiente, se estrenó mundialmente en España en 1996. ‘La familia interrumpida' fue escrita en torno a 1937, y diez años después Cernuda trató asiduamente en Londres a Felicidad Blanc, la mujer del poeta Leopoldo Panero, que dirigía en la capital británica el Instituto de España franquista. Felicidad, que ya había tenido su primer hijo, Juan Luis, sintió algo, ¿un enamoramiento?, por el escritor sevillano, aun a sabiendas de su homosexualidad. Con la muerte de Leopoldo María, el último Panero vivo, me acuerdo de esta familia interrumpida ya irremediablemente, después de dejar una huella de romanticismo cosmopolita, de ‘malditismo', de franqueza sin tapujos y de civilidad no exenta de narcisismo.

A Leopoldo María, muerto menos de seis meses después que su hermano mayor, las honras post-mortem, una especialidad muy española, le han tratado con mucha deferencia, y en abundancia. Juan Luis, que fue muy buen poeta oscurecido por el brillo diabólico de su hermano segundo, tuvo menos. Las obras de ambos se encuentran en las librerías, y es más que posible que se reediten ahora. Pero yo, reconociendo la singularísima valía de Leopoldo Mª y la gran calidad, en una onda poética ‘cernudiana', de Juan Luis, quiero aquí reivindicar la voz de Felicidad y la figura del hermano pequeño, José Moisés, conocido siempre como Michi Panero.

La voz de Felicidad nadie que haya visto ‘El desencanto', la excepcional película de Jaime Chávarri producida por Elías Querejeta, la podrá olvidar. Bella, inteligente, elegante, sabia, la viuda de Panero se movió toda su vida entre escritores, los de su familia (empezando por el marido, al que amó), los amigos del padre y de los hijos, y los que ella soñadoramente se apropiaba (Cernuda, Calvert Casey). Pero Felicidad Blanc encontró tiempo, después de enviudar y de irse independizando sus hijos, para escribir, y esa voz cultivada con la que se expresaba encontró continuidad en las páginas de ‘Espejo de sombras', unas memorias escritas con libertad y buena prosa que salieron en 1977 y hoy son una rareza bibliográfica. Aún más secreto es su segundo libro, ‘Cuando amé a Felicidad', editado en 1979 como carpeta en una preciosa colección de arte que dirigía Lalo Azcona, ilustrado por el estupendo pintor Juan Gomila,  prologado por Carlos Bousoño y con una cita de Scott Fitzgerald introduciendo un breve compendio de cartas, relatos y viñetas que forman un retrato encantador de esta importante mujer.

En cuanto a Michi, su dandismo recalcitrante le impedía trabajar más de unos meses seguidos, pero también escribió, en prensa, en privado (sus cartas de adolescente tienen genio) y explorando con gracia y descaro la ficción. Ahora que ya no están marcando estilo, nos merecemos todos unas obras completas de los Panero, una familia de disipados que nunca se disipará.

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8 de abril de 2014
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Asuntos metafísicos 44: digresión en torno al tema de la prioridad de la filosofía.

Javier Aguirre,  traductor de la Metafísica de Aristóteles en lengua vasca,[1] inicia un libro reciente [2]recordando una anécdota de Diógenes Laercio según la cual, disponiéndose Platón a presentar una tragedia propia a un certamen, inducido por Sócrates hecha a la hoguera sus textos,  pidiendo protección a Hefesto para no desfallecer en defensa de la verdadera causa del espíritu,  que  no sería otra que la filosofía. Tema ciertamente manido  y que de alguna manera tendría posterior superación en la tesis kantiana de la tripartición de la razón humana: la modalidad de la razón que aspira a conocer se completaría con la modalidad de la razón regida por el imperativo de no reducir a instrumento a los seres de lenguaje,  y la modalidad de la razón que rige en los juicios que denominamos estéticos. No habiendo relación jerárquica entre las tres modalidades, carecería de sentido la guerra declarada por Platón contra la disposición poética  y en general la motivación subjetiva del artista.

Muchas  veces, en este mismo foro me he empeñado en glosar la siguiente  frase de Marcel Proust: "El arte, lo auténticamente real. La escuela más sobria de vida y el verdadero juicio final".   Y sin embargo...

Con independencia de los objetivos, y hasta de los resultados,  algo distingue la disposición subjetiva que conduce a la filosofía de la que conduce a la obra de arte. El arte responde  sin duda  a la exigencia de actualizar las  potencialidades de la condición humana, pero sin  duda debe mucho a la fuga temerosa ante lo que nos determina. Por el contrario la filosofía es, al menos en principio, incompatible con cualquier disposición pusilánime. Tiene en su arranque  comunidad  con la ciencia en cuanto a  la exigencia  de inteligibilidad, pero no se detiene ahí: tal como se ha intentado poner de relieve en estas notas, la filosofía  intenta sondear los cimientos mismos de la inteligibilidad, los principios rectores tanto del orden natural como de los lazos entre los propios seres de razón; la filosofía se confronta tanto a   la necesidad como a la   ley. Esta radical disposición la  obliga  a vigilar los resquicios por los que la  subjetividad intenta escabullirse. Ahí reside quizás la base de la jerarquía establecida por Platón en favor de la filosofía. Admirable paradoja es sin embargo que, para servir a la filosofía, Platón utilice con absoluto dominio los recursos mismos de los grandes del verbo. No será el único: el Discours de la Méthode es una pieza maestra de la literatura francesa, como el Dialogo Supra i due massimi sistemi del  mondo lo es de la  literatura italiana.   

 


[1]    Traducción tanto más de agradecer cuanto que aun imperaban  (caso de que no sigan imperando) los prejuicios  según los cuales lenguas  no-indoeuropeas como el Euskera o indoeuropeas pero "locales" como el Catalán o el Gallego se hallarían incapacitadas para recoger las matizaciones de la ciencia y por supuesto las determinaciones filosófico- conceptuales.  Prejuicios  hechos explícitos  en un día poco afortunado por un alto responsable del estado (por otra parte persona digna de todo respeto), que  de hecho tenían raíz filosofica,  aunque sirvieran de coartada para una intencionalidad política.  Que todo ello  encontrara  sostén en ciertos textos de Heidegger  e incluso en el Fichte del Discursos a la nación alemana de 1807, no los hace menos dañinos sino precisamente todo lo contrario. Aprovecharé para indicar que al Euskera están hoy vertidos algunos de los textos fundamentales  de la historia del pensamiento y que por lo que se refiere a Aristóteles, hay por ejemplo dos versiones del Libro de las Categorías, una debida a J. L. Alvarez y otra a G. Arrizabalaga.      

[2]    Tendré ocasión de volver en este y otros foros sobre la pertinencia de la problemática  del libro de Javier Aguirre  (Platón y la Poesía Plaza y Valdés 2013)

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8 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Queríamos tanto a Lorrie Moore

Hubo un tiempo en que todos queríamos a Lorrie Moore. Esto ocurrió a fines de los noventa, principios de la década pasada. Podíamos discutir los méritos de Jonathan Franzen o David Foster Wallace, pero Lorrie era intocable. Admirábamos sus chispeantes juegos de palabras, sus salidas mordaces, la engañosa levedad con que escribía de cosas trascendentes. Los cuentos de Lorrie te hacían reír y te partían el alma. No importaba que una vez, en España, hubiera dicho que no leía nada de literatura latinoamericana; sí que había escrito Pájaros de América (1998), Anagramas (1991), Self-Help (1985).

El culto de Moore no ha llegado a las nuevas generaciones. No solo no ha publicado mucho, sino que lo último publicado no está a la altura de sus mejores libros. En Al pie de la escalera (2010), que relata la vida de una estudiante universitaria en el Estados Unidos post-11 de septiembre, estaba la voz irónica e ingeniosa de Moore, pero la suma de las partes no alcanzaba a armar una novela potente. Su nuevo libro de cuentos, Bark (2014), es, para decirlo sin vueltas, sorprendentemente flojo. Leerlo es como asistir al triste espectáculo de un mago que solía encantarte con sus trucos y al que hoy casi nada le sale.

Los personajes de Moore son mujeres y hombres en la edad madura, con sus fracasadas relaciones sentimentales a cuestas y una combinación de "deseo frustrado, remordimiento sin vueltas y ambición mal dirigida". Están solos o a punto de estarlo. Han alcanzado cierta aceptación de sus desastres personales, aunque su mirada está, sobre todo, teñida de amargura: "una mujer tenía que escoger cuidadosamente su particular infelicidad. Esa era la única alegría en la vida: escoger la mejor infelicidad". Quieren hacer bromas pero les salen frases torpes. Preocupados por la situación política, son bien intencionados liberales que intentan implicarse en la discusión cotidiana y terminan ganados por los lugares comunes, las generalizaciones.

El mejor cuento del libro es "Paper Losses", la historia de una pareja, Kit and Rafe, contada desde su encuentro en manifestaciones pacifistas hasta su matrimonio y posterior divorcio. Moore es hábil para captar cómo el "amor lujurioso" se convierte en "rabia" y cómo la pareja es "cómplice" en ese nuevo proyecto juntos, "como un cuerpo de baile de malos sentimientos". Con los papeles del divorcio en la mesa, Kit y Rafe viajan a una isla caribeña con sus hijos porque era un plan acordado de antemano; como se anticipaba, todo sale mal, y Kit llega a casa a tirar a la basura "los preservativos y las velas, su pequeña bolsa de amor sin usar"; el párrafo final es maestro, pues Kit da un salto en el futuro, hacia ese momento en que todo lo ocurrido se convertirá en relato, leyenda de la que apenas quedan rastros.

Las buenas noticias de Bark concluyen ahí. Los otros siete cuentos del libro sufren por obvios. "Foes" es sintómatico de los problemas de Moore; reaparece una vieja preocupación suya, las relaciones entre arte y comercio, pero esta vez se resuelve sin elegancia. Bake y su mujer viajan a Washington a una cena para recaudar fondos para una revista literaria; a Bake le toca sentarse junto a una mujer de cara "intrigantemente exótica" que se le pasa criticando al presidente y sus "amigos terroristas". Cuando la discusión se eleva de tono y Bake ha llegado a conclusiones facilonas sobre la mujer, viene la sorpresa: ella ha estado en el ataque al Pentágono del 11 de septiembre (de ahí su cara desfigurada). Bake vuelve a casa mortificado, buscando asirse al mundo que conoce.   

   Después de leer "Foes", conviene regresar a uno de los mejores cuentos que se han escrito sobre las "mezclas parasíticas" del arte y el comercio: se llama "People Like that are the Only People Here: Canonical Babbling in Peed Oink". Lo escribió Lorrie Moore.

 

(La Tercera, 6 de abril 2014)


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7 de abril de 2014
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Ostras y caracoles

Otra de las palabras clave de nuestro tiempo, que tanto vale para el consumo, los negocios o el tiempo libre, es “experiencia”. O mejor dicho, su adjetivación forzada y pedante: “experiencial”. Nada que ver con su sentido vital y filosófico, que la define como el conocimiento adquirido a partir de una vivencia. Un acontecimiento que te permite acceder a un nuevo grado de percepción. Un descubrimiento. Y si bien la experimentación ha salido de los parámetros de la política o la empresa, incapaces de asumir más riesgos, cobra cuerpo en la intimidad de los individuos. Eso sí, declinada en su faceta más hedonista y a menudo superficial, para poder lograr sensaciones coloridas que contribuyan a disipar la grisalla de la economitis mundial. Siguiendo esta lógica, tras los viajes, la gastronomía o los tratamientos de belleza, le ha tocado el turno al sexo, entendido como un parque temático del siglo XXI con variopintas atracciones, que van desde los juguetes sexuales hasta los intercambios de pareja o el porno casero. Y, con inusitado desparpajo, abundan los testimonios en las revistas femeninas, que remarcan la división entre goce y sentimiento. Tanto es así que la bisexualidad -femenina- se despacha con la etiqueta de tendencia social. Cada vez es más frecuente la confesión por parte de las celebridades de que han probado las ostras y los caracoles (parafraseando a Marco Licinio Craso del Espartaco de Kubrick), acaso porque el impacto de las mismas se convierte en trending topic y polémica segura. La última ha sido el desiderátum de Miranda Kerr. El ángel de Victoria’s Secret y exmujer de Orlando Bloom acaba de declarar a GQ que está abierta a descubrir cosas nuevas: “Admiro tanto a hombres como a mujeres. Quiero experimentar. Nunca digas nunca…”. Y lo más curioso es que impacta su intención antes incluso de consumarla. Kerr se une al aluvión de pseudosalidas del armario, que suelen coincidir con campañas de promoción de películas, discos o marcas personales. Las actrices Angelina Jolie y Drew Barrymore oficiaron de pioneras, usando descripciones bien gráficas. “He amado a algunas mujeres, y me he acostado con ellas. Si te gustan y les quieres dar placer, el hecho de ser mujer te da ventaja: sabes perfectamente la manera de tocar”, confesó Jolie. Mientras que la pequeña del clan Barrymore aseguraba que “estar con una mujer es como explorar tu propio cuerpo a través de otra persona”. Lady Gaga, Megan Fox, Lindsay Lohan, Amber Heard… hasta Amy Winehouse, a pesar de cantarle locamente enamorada a su chulo presidiario, les reconoció a sus íntimos que “hay algo muy satisfactorio en el hecho de estar con una mujer”. Todas chicas, acaso demostrado que no temen a su definición sexual porque nuestra sociedad está fatigada de escándalos. En cambio, no encuentro apenas declaraciones de hombres bi: ¿será que no existen?

(La Vanguardia) Foto: Julia Fullerton-Batten

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7 de abril de 2014
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Educación en el desierto

Con el paso de los años uno se pregunta si alguna vez volverá a existir la Literatura como asignatura central del bachillerato, se llame ahora como se llame. En su origen se la tenía como un museo de la gloria nacional y cada país mostraba con orgullo el repertorio de sus talentos literarios, los cuales, en algunos casos como el nuestro, arrancaban de la más remota edad media. Eso ha desaparecido excepto en lugares que por sufrir una identidad dudosa aún se empeñan en tener una literatura "nacional".

Hace años la asignatura todavía era importante porque con ella el niño y el joven comenzaban a conocer el alma del idioma y a desarrollar su potencia. Era el momento cimero de la lingüística, cuando se convirtió en la mathesis universal y la estudiaban hasta los peluqueros. Construir mejor, usar un léxico más rico, entender el laberinto gramatical, verle la sensualidad a las subordinadas, no era un ejercicio inútil sino que se tenía (y yo creo que con razón) como uno de los mecanismos mejores para el desarrollo de la inteligencia. Aquellos que saben hablar bien y con claridad, suelen también tener las ideas más asentadas que quienes sólo balbucean o se explican de modo embrollado. En la actualidad tampoco esta razón tiene demasiado predicamento porque ha descendido el valor de la palabra y a los poderes públicos, generalmente balbucientes, no les interesa que los estudiantes sean más inteligentes que ellos. Peligraría su poltrona.

¿Para qué, por tanto, mantener la asignatura de literatura? Junto con la filosofía, a la que me referí hace unas semanas, forma parte de esas enseñanzas que cada día que pasa ven apagarse su fulgor y nos parecen más cenicientas. Ahora bien, como el personaje del cuento, es posible que nuestra cenicienta literaria se case con el príncipe. Quiero decir que, descabalgada de toda utilidad de orden político, comercial o pedagógico, a lo mejor esta asignatura toma entonces su verdadera importancia como lo que es, o sea, el diccionario más completo que existe de la experiencia humana.

Esa viene a ser la opinión de José Carlos Mainer que acaba de publicar en Turner una muy útil Historia de la literatura española que llena el hueco de los estudios oficiales. Hacía mucho tiempo que no aparecía una historia de estas características, relato de más de mil años de relatos, bien organizado, claro, inteligente y de agradecida brevedad, menos de 300 páginas. Se advierte que para Mainer la literatura no es tan sólo un departamento universitario.

En su historia deja claro que la Literatura es ahora simplemente "otra forma -más consciente, más rica- de leer libros que nos gusten y que nos hablen de la infelicidad o de la dicha, del viaje o del enclaustramiento, de la soledad o de la compañía". Porque de eso se trata, de familiarizarse con el destino increíblemente variado, cambiante e inagotable de los humanos, con los cientos de miles de formas que toma su desdicha o su felicidad, la interminable tarea de recorrer el mundo entero y conocer toda clase de sociedades y culturas, la siempre apasionante verdad del que vive desperdigado entre los compromisos económicos y sentimentales, o la de quien se encierra para buscar el sentido último de su oscura aparición en el cosmos.

Siempre he creído que, dejando aparte las asignaturas propiamente técnicas, bastaría con una prolongada lectura, seguida de su discusión pública entre amigos o iguales, para que las gentes fueran mucho más interesantes y valiosas. Mejores ciudadanos, vaya. Quiero decir que, precisamente por no tener ya más valor que el propiamente artístico, es la literatura una de las mejores maneras de hacerse hombre (o mujer) en una sociedad a la que nuestro destino individual importa una higa y sólo nos considera en cuanto peones de trabajo. A veces, ni eso.

De ahí que muchos españoles nos hayamos quedado de piedra al enterarnos, hace pocas semanas, de que hasta ahora se podía adquirir el título de maestro habiendo suspendido las Matemáticas o la Lengua y Literatura. Ejemplo magnífico de la enseñanza que se imparte en el país más bruto de Europa. Y notable prueba de que tenemos la clase dirigente más necia de nuestra historia, y mira que hemos tenido...

 

Artículo publicado en la revista Jot Down

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7 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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55. Iris e inteligencia artificial

 

 

La máquina aritmética produce efectos que se acercan más al pensamiento que todo lo que hacen los animales; pero no consigue nada que pueda decirse que tiene voluntad como los animales.

Blaise Pascal, Pensamientos (1662), nº 741

 

 

[1. No pensamiento, sino cálculo]

 

Es curioso cómo podía acertar tanto el prospectivista estadounidense John Naisbitt, que declaró hace ya mucho tiempo que "los progresos más excitantes del siglo XXI no se producirán a causa de la tecnología, sino de un concepto expansivo de lo que significa ser humano". La interacción máquina-hombre alcanza un estatus preocupante cuando el propósito tecnológico es la humanización de la máquina, dotándola de pensamiento similar al humano. Terreno en el que todas las noticias son de constantes grandísimos avances desde los años setenta, sin que hasta el momento -por fortuna- hayamos tenido pruebas definitivas (o noticias de ellas). Una de las razones de esa lentitud en el logro de la IA, como generalmente se conoce a la Inteligencia Artificial, puede ser el intento continuado de aplicar a las máquinas patrones humanos de conducta, en vez de buscar una inteligencia "maquinal" per se: "Los investigadores intentan entender cómo opera la mente humana, cómo llega a tomar decisiones a base de una información parcial o deshilachada, y cómo se combinan la intuición y la razón. Esta labor ya ha dado sus resultados en importantes aplicaciones, como los ‘sistemas expertos' (máquinas que almacenan y manipulan conocimientos imitando a expertos humanos) y modelos de reconocimiento"[1], decían Hazen y Trefil. Mientras permanezcamos dentro del terreno de las aplicaciones podemos estar tranquilos. Los mismos autores sostenían que esa inteligencia no puede aún sobrepasar el cálculo superior que permite la estructura de la máquina, lo que hizo posible aquel terrible triunfo parcial de la computadora Deep blue sobre un perplejo Gary Kasparov. Pero, a pesar de que algún profesor de Cambrigde relacionó el cálculo de un modo íntimo con el análisis (véase La barbarie de la ignorancia, de George Steiner) y aun conociendo los propósitos de Leibniz de hacer una máquina lógica basada en otra de calcular, el físico Penrose nos ha tranquilizado al respecto, aseverando que cualquier relación entre el pensamiento y el cálculo no responde al concepto actual de este último; aunque no lo descarta si es a través de la matemática de conjuntos o de alguna aplicación anumérica. En cuanto ambas, apunta Penrose, no han llegado aún al desarrollo necesario, su aplicación a los ordenadores es impracticable a larguísimo plazo. Ni siquiera la larvaria "lógica borrosa" puede, en su escala de grises, producir colores por sí misma. De hecho, John R. Searle prefiere emplear la terminología "conocimiento simulado", por no ser el de la IA un conocimiento equiparable al humano.

 

 

 

[2. Deep Blue y el Test de Turing]

 

Ninguna máquina ha superado el llamado test de Turing, el célebre examen creado por Alan Turing para diferenciar las máquinas de las personas; muy discutido por Searle, está en la base de la película Blade runner, de Ridley Scott, entre otras ficciones. John L. Casti, sin embargo, sí consideraba en El quinteto de Cambrigde que la victoria parcial de Deep blue y el reconocimiento por parte de Kasparov de una "inteligencia extraña" en la máquina, puede llevarnos a la conclusión de que el superordenador llegó a pasar, de alguna manera, el test de Turing[2]. En contra de esta opinión se manifiestó Mario Bunge, quien desconcertó al matemático Stanislaw Ulam, defensor de la capacidad reflexiva de los ordenadores, al preguntarle si éstos podrían crear un problema nuevo. La resignada respuesta de Ulam fue, por supuesto, "no". El mismo Bunge escribe con acuidad que "una cosa es el juego de ajedrez, otra la lucha por la vida"[3].  De momento, "un ordenador jamás habría prescrito cortar de un certero golpe el Nudo Gordiano"[4], como sintetiza el filósofo Félix Duque; o, lo que es lo mismo, las máquinas carecen de intuición. Otro problema de la IA es que es incapaz de reproducir el "darwinismo nervioso" y la competición entre subrutinas cerebrales explicados por David Eagleman[5].

 

Isaac Assimov solía decir que en tanto no sepamos -y no sabemos del todo, aunque cada vez sepamos más- cómo funcionan la memoria, la inteligencia o la imaginación, cualquier intento de traspasarla a otro ser es inviable, porque el ordenador depende de nuestra programación[6]. Además, aquí no hablamos de lo que Norbert Wiener, el fundador de la cibernética, llama una "desviación significativa", por la cual el programador de un ordenador de ajedrez comprobase que el ordenador se le parece, con lo cual habría que hablar de desviación "evolutiva"[7]. Hay dificultades añadidas para lograr una IA operativa, expresadas claramente por J. G. Ganascia en su libro La inteligencia artificial: se requiere lógica para construir máquinas inteligentes, "ahora bien, la lógica no podría comprenderse sin el estudio de los filósofos que se han interesado en las nociones de sentido, verdad y referencia". Es decir, que la dotación de inteligencia conllevaría una larguísima serie de consideraciones previas: habría que dotar a la máquina de un sentido moral, lo que llevaría aún más tiempo que dotarla de lógica. Hacer de un pedazo de materia algo inteligente que supiera utilizar su potencia racional requeriría de toda una vida, como sucede para los humanos. Y luego está el problema, detectado por Gödel, de que Turing no tuvo en cuenta el problema de la plasticidad neuronal a la hora de sus consideraciones sobre la máquina pensante, como recuerda Javier Fresán: "en el transcurso de una demostración, los sistemas formales no sufren modificaciones, ni tampoco las máquinas durante un cálculo, pero nada permite asegurar que la mente, que está viva, no cambie al hacer razonamientos. Por tanto, jamás podrá ser reemplazada por un ordenador" (Javier Fresán, El sueño de la razón. La lógica matemática y sus paradojas; RBA, Barcelona, 2011, p. 133). A pesar de ello, no faltan optimistas: "No es inconcebible que se puedan crear máquinas más potentes que el cerebro humano. Se dice que los ordenadores no tienen alma, pero, ¿cómo saberlo?" (Jerome Wiesner). Bien, de momento, y en el caso de que tengan espíritu las máquinas, al menos todavía no les ha dado por unirse en una congregación fanática. Además, el hecho en sí peligroso no es que una máquina fuera inteligente; el problema vendría - un supuesto todavía mucho más difícil- si una de esas máquinas llegara a tener lo que el biólogo Richard Dawkins entiende como presupuesto para la existencia de vida: la posibilidad de autoduplicación; esto es, que la máquina encontrara en sí su "código genético" y pudiera insertarlo en otra[8].

 

Enric Trillas ha entendido que la autoduplicación no es necesaria y que bastaría con la "autoprogramación", de forma que un sistema complejo decida no crear otro, sino volverse más complejo para sobrevivir, tal y como hace la burocracia[9]. No creamos que no se han producido avances serios al respecto. En el libro de Sherry Turkle La vida en la pantalla, escondido en una nota al pie en la página 378, puede hallarse el terrible y a la vez asombroso experimento de von Neumann, por el cual este prestigioso matemático consiguió un programa autorreplicante, en el que las reglas de "evolución" de la máquina tenían las mismas capacidades de supervivencia y adaptación que los seres biológicos. Los ingenieros Chou y Reggia diseñaron autómatas celulares[10], y un equipo de la NASA en 1980 pensó en implantar en la Luna una factoría autorreplicante; el físico Tipler advirtió que no era buena idea, pues acabaría colonizando la galaxia entera. Ese sería el modo en que se harían realidad las tesis de rebelión anticipadas en R.U.R. (1920), de Karel Capek, y el momento de ir pensando en mudarse a Marte. Steven Spielberg destrozó en su película A.I. (2001) un precioso proyecto de Kubrick, que en sus líneas originales imaginaba unos robots del futuro que intentan reconstruir la educación sentimental del ser humano para utilizarlo como superjuguete, en la línea de la novela adaptada de Aldiss. Pero esto ya es ciencia ficción.

 

 

 

 

[3. Iris]

 

El narrador Edmundo Paz Soldán acaba de publicar la novela Iris (Alfaguara, 2014), en la que desarrolla alguno de estos aspectos, pero desde una perspectiva futurista en la que los problemas técnicos ya están superados; es decir, la cuestión no reside en la posibilidad de crear la IA, sino simplemente cómo usarla y con qué límites. Este tema, amén del propio Paz Soldán en El delirio de Turing (2003), también había sido abordado en la narrativa hispanoamericana por Enrique Prochazka (Test de Turing, 2005) y Mike Wilson (El púgil, 2008), entre otros. El relato de Prochazka  está protagonizado por Gottfried, un prototipo que es capaz de defender filosóficamente su identidad individual[11], de la misma forma en que lo hace, a lo largo de toda la novela, el narrador de Génesis (2006), de Bernard Beckett. En esta novela, según vimos en La literatura egódica, uno de los androides protagonistas llega a decir: "cuando entré por la puerta a la mañana siguiente, era totalmente nuevo. Ni un solo cable, ni un solo circuito eran los mismos. (...) El otro yo está temporalmente desconectado. Espero que algún día no muy lejano me ofrezcan la oportunidad de conocerme a mí mismo"[12]. También citábamos allí como ejemplos similares Memorias de un hombre de madera, 2009 y Flores para un cyborg (1997), de Diego Muñoz Valenzuela.

 

En Iris, como decimos, el problema principal está solucionado en parte, y hay tres clases claras de ciudadanos: los normales, los "chitas" (androides mecánicos no antropomorfos, para no ser confundidos con los otros) y los artificiales. Aquí es precisamente donde la novela, una distopía geopolítica, ahonda en el tema de la artificialidad y lo humano. Hay artificiales de dos tipos: algunos son seres de construcción biónica, y otros son seres humanos con un alto porcentaje de elementos no naturales, consecuencia del reemplazo de órganos heridos por otros nuevos; de hecho, si un humano es reconstruido en más de un 60% pasa a ser considerado artificial (p. 109). El más importante de los artificiales en la novela es Reynolds, uno de los jefes militares al mando de la colonización de la empresa SaintRei sobre la isla Iris. Hablando sobre Reynolds, dice el narrador: "hubo un tiempo en que los artificiales no podían demostrar emociones. Ni pensar por su cuenta, decidir, hacer distinciones morales. Ahora todo eso estaba programado de forma tan sofisticada que no había modo de distinguirlos de los humanos. Si los resultados eran los mismos, no importaba. Su cerebro no estaba construido como el de los robots; pese a los rumores, no eran máquinas lógicas en las que incluso demostrar emociones apuntara a un fin. (...) Su cerebro replicaba los complejos procesos cognitivos del de los seres humanos" (pp. 59-60). La cuestión se complica porque tanto los humanos como los artificiales pueden ser además "reprogramados" mediante el borrado de su memoria y, en consecuencia, hay personajes que no tienen claro si son humanos, artificiales o una mezcla de ambos:

 

"Y cómo se siente ser humano, contestó Reynolds.

Confuso, dijo Goçalves.

Lo mismo pa los artificales, dijo Reynolds. Mas no soy uno dellos, no sé de dó han sacado ese rumor.

Su capacidad p'abstraer, dijo Goçalves. P'actuar como si los irisinos fueran animales" (p. 128).

 

En uno de los relatos de Las visiones (2016), titulado "Artificial", asistimos al drama familiar cuando una madre soldado debe enfrentarse al examen para ser declarada artificial o no. Los médicos recuerdan a la familia las ventajas de serlo, pero uno de los hijos espeta a los médicos: "Una cosa son los artificiales nacidos así, dijio mi hermano, y otra los humanos reclasificados en artificiales. No se trata de mejor o peor sino de ser lo que uno ha sido siempre" (E. Paz Soldán, Las visiones; Páginas de Espuma, Madrid, 2016, p. 91). Después de las operaciones, el hijo que cuenta la historia en primera persona se reconoce incapaz de abrazarla (p. 96), explicitando de esta forma que ya no es su madre, sino una carcasa de vida con algo de memoria.

La trama nos recuerda a algunas películas (Blade runner, Stalker, Surrogates, Full Metal Jacket, Strange Days, Repo Men -p. 122-) y a algunos libros; amén de los que ha citado en diversas entrevistas el propio Paz Soldán (La invención de Morel, de Bioy Casares; La chica mecánica, de Paolo Bacigalupi, o Horacio Kalibang y los autómatas, de Federico Holmberg), la novela tiene puntos de contacto con Limbo (1952) de Bernard Wolfe, con la que comparte la construcción de una geopolítica basada en la guerra fría (sustituyendo la tensión EEUU/URSS por la actual EEUU/China), así como la identidad humana completada por prótesis artificiales robóticas, que mejoran los cuerpos amputados en las batallas. Aunque en Limbo lo artificial no afectaba a la inteligencia, sino sólo al poder físico del cuerpo, en Iris la IA tiene un papel clave y ha llegado a donde temían Tipler y otros científicos: a superar al ser humano (p. 341). De hecho, "los artificiales habían ido ascendiendo en los puestos jerárquicos de SaintRei y sabían defenderse con argumentos: precisamente, les sobraba inteligencia. Se los valoraba tanto que sus jefes solían mantenerlos dentro del área protegida del perímetro. Incluso varios de esos jefes eran artificiales. Los rumores decían que el Supremo era un artificial" (pp. 166-67). Como en 1984, de Orwell, el líder espiritual y supremo podría no ser un hombre, sino una representación.

 

 

 

[4. El entorno inteligente]

 

De momento estamos lejos de ese escenario ciencia-ficcional de Paz Soldán. La Inteligencia Artificial, a día de hoy, está bastante estancada, como explica el citado Eagleman, por la sencilla razón de que "la inteligencia ha resultado ser un problema tremendamente complicado. La naturaleza ha tenido la oportunidad de llevar a cabo billones de experimentos a lo largo de miles de millones de años" (p. 179), y nosotros apenas llevamos unas décadas ensayando. Lo que no parece descartable, e incluso puede tener cierta utilidad, es una perspectiva a la que sí puede llegarse a través de las profusas investigaciones que en la actualidad -y sobre todo con fines militares- se llevan a este respecto: el avance humano gracias a la utilización racional de las aplicaciones de IA, como en programas de traducción instantánea, trabajo que, como sabemos, puede provocar desmayos en personas expertas si se alarga demasiado tiempo. En este sentido, si se piensa en la creación de entornos en los que la IA tiene un papel secundario, podrían hallarse, colateralmente, aplicaciones utilísimas para otras ramas de la ciencia y la vida.

 

Desde la aparición de Internet venimos oyendo pronósticos sobre su conversión futura en algo parecido a una red inteligente, y la alarma surgió de nuevo con el famoso documental "Google y el cerebro mundial", acerca de Google y su proyecto de escaneado de libros como alimento para una IA de incalculables proporciones. Tampoco faltan quienes creen que "el ciberespacio y las redes electrónicas no empezarán a crear formas completas y sistemas ecológicos viables hasta que se hallen también habitados por parásitos" (Hobijn y Broeckmann[13]). Pero quien tenga algún miedo acerca de la posibilidad de que sean creadas máquinas inteligentes, debe reflexionar sobre esto: en principio, y que se sepa, el ser humano es el ente más adecuado para tener inteligencia en el cosmos. Reparen en lo difícil que es que a algunas personas les sea inculcada o desarrollen la inteligencia. Piensen en el insalvable divorcio que parece existir entre la inteligencia y cierta clase política -no toda, pero alguna-. Piensen en la programación televisiva. Si cuesta hacer inteligente a un humano que no lo es, con un cerebro perfectamente dotado para funcionar en ese sentido, ¿cómo va a lograrse con una máquina? Por otra parte, no sé hasta qué punto una inteligencia que depende de que no se corte el suministro eléctrico puede ser una verdadera inteligencia. Todos los datos nos llevan a pensar que no sólo no se logrará un modelo efectivo de inteligencia artificial, sino que el auténtico problema será mantener la poca inteligencia humana que nos queda.

 


[1] Robert Hazen y James Trefil, Temas científicos; RBA, Barcelona, 1993.

[2] J.L. Casti; El quinteto de Cambrigde; Taurus, Madrid, 1998, p. 225.

[3] M. Bunge, Mente y sociedad. Ensayos irritantes; Alianza, Madrid, 1989. p. 43.

[4] F. Duque, Filosofía para el fin de los tiempos; Akal, Barcelona, 2000, p. 34.

[5] David Eagleman, Incógnito. Las vidas secretas del cerebro; Anagrama, Barcelona, 2013, p. 293.

[6] I. Assimov, "¿Debemos temer al ordenador?", revista MicroDiscovery, diciembre 1983.

[7] N. Wiener, God and Golem, Inc.; citado por Sherry Turkle, La vida en la pantalla; Paidós, Barcelona, 1997, p. 191.

[8] R. Dawkins, El relojero ciego; Labor, Barcelona, 1988, pp. 258 y ss.

[9] E. Trillas, "La IA y su entorno conceptual", en Pedro García Barreno (ed.), La ciencia en tus manos; Espasa, Madrid, 2000, p. 676.

[10] Cf. revista Investigación y ciencia, octubre de 2001.

[11] E. Prochazka, Cuarenta sílabas, catorce palabras; 451 Editores, Madrid, 2008, p. 37

[12] B. Beckett, Génesis; Salamandra, Barcelona, 2009, p. 107, traducción de Gemma Rovira Ortega.

[13] Erik Hobijn y Andreas Broeckmann, "El virus necesario", Lateral, septiembre 1997.



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6 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sin compromiso

¿Existe aún la literatura política? ¿O toda la literatura es política? Y, si toda literatura es política, ¿entonces al cabo no lo es ninguna? En No tan incendiario (Periférica, 2014), la escritora española Marta Sanz (Madrid, 1967), una de las voces más lucidas de su generación, se formula estas preguntas en una batería destinada a incomodar a sus pares más que a ofrecer respuestas claras o argumentos irrefutables. Su ensayo surge del malestar: la sensación de que, mientras nuestro entorno social se degrada sin remedio, el discurso neoliberal todo lo impregna de maneras soterradas (o bien visibles) y la desigualdad no hace sino acentuarse, los escritores se han vuelto incapaces no ya de reflejar este entorno en sus ficciones, sino de tomar ningún partido frente a ellas.

            Fatigados de que durante buena parte del siglo XX los artistas se viesen obligados a defender "buenas causas" que en numerosas ocasiones se revelaban como máscaras para las dictaduras ocultas bajo el socialismo real, y de que pergeñasen un sinfín de textos plagados de reivindicaciones ideológicas que ahora se han vuelto ilegibles, la mayor parte de los escritores de nuestro tiempo parece haber renunciado a cualquier atisbo de compromiso. A partir de la caída del Muro de Berlín, atreverse a usar la literatura para señalar o acusar se volvió primero anacrónico, luego hilarante y al cabo patético. Hoy, escribe Sanz, "la literatura política se interpreta siempre en clave de panfletarianismo". Pero "es una interpretación interesada".

            Lo sabemos: uno de los mayores triunfos de esa revolución que hemos dado en llamar neoliberal (o neoconservadora), consistió no sólo en presentarse como una no-ideología -un puro alarde de administración técnica- sino en convencer a los ciudadanos de la banalidad de la política. Barajando un sinfín de ejemplos que exhibían sus infinitos males -de la insensatez de nuestros líderes a la corrupción generalizada-, los gestores del discurso dominante consiguieron su objetivo: sociedades asqueadas de sus gobernantes que se desentienden de ellos y los dejan libres de cualquier vigilancia.

            Así se fraguó la despolitización que nos caracteriza: embrutecidos por toda suerte de espectáculos -más circo que pan-, los individuos se concentraron exclusivamente en sí mismos, ajenos a cualquier asunto que sonase a "solidaridad" o "humanismo". Lo peor es que los escritores, hasta entonces asumidos como defensores de los desprotegidos, se convirtieron en entusiastas voceros de esta visión. De allí que, a partir de los años ochenta, el momento en que el neoliberalismo de Reagan y Tatcher se prepara para su asalto final, las novelas políticas pasasen de moda, sustituidas por tramas intimistas o de género, asépticamente ajenas a cualquier pulsión política. "La ideología hegemónica idealiza y aísla el yo como si el yo no formase parte de un nosotros", escribe Sanz.

            Frente a los grandes frescos heredados de la generación del Boom, las novelas posteriores renunciaron a asumirse como espejos sociales para presentarse como meros testimonios del individualismo -del egoísmo- omnipresente. De un lado, sus autores se concentraron en historias mínimas, cuanto más fragmentarias y "anoréxicas" más celebradas por la crítica, o bien en metaficciones que, más allá de su saludable experimentación lingüística, renunciaron a fijarse en lo real. Porque, queriéndolo o no, los escritores responden con sus historias, y las estrategias que emplean para contarlas, a la ideología hegemónica de cada momento, sea para enfrentarse a ella o, más frecuentemente, para dispersarla. A nuestra era neoliberal, apenas escocida por la crisis del 2008, le corresponde esta narrativa neutra, individualista, fragmentaria y libresca o, en el otro extremo, convertida en un puro producto comercial al servicio de los nuevos lectores, auténticos tiranos del gusto a los que es obligatorio complacer.

            ¿Cómo ser hoy un novelista comprometido? Según Sanz, la clave estaría en hallar discursos que, en vez de complacer a ese lector que sólo busca disfrutar de lo que conoce y de lo que exige como consumidor, vuelvan a estremecerlo y perturbarlo. En seguir la consigna de Marguerite Yourcenar y asumir que, hoy más que nunca, nos faltan realidades. Y en no asustarse a la hora de perseguir una escritura política -una literatura que, en vez de ser política por su ausencia de política, vuelva a ser una "forma de conciencia de la vida", capaz de "intervenir en el mundo".

 

Twitter: @jvolpi

 

 

 



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6 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La hondonada

La autora está a mitad de la  cuarentena  pero deja muy claro que le tiene sin cuidado si la suya es una novela tradicional o pos moderna o qué. Quiere contar una historia y lo hace por encima de modas y modos y conveniencias.

La estructura desde luego, y salvo por unos pocos flashs backs explicativos, es perfectamente tradicional: lo primero va primero y lo segundo va después, con el planteamiento, el nudo y el desenlace perfectamente ordenados.

Y en cuanto a la técnica, sin alardes ni malabarismos ni ninguna otra clase de exhibicionismos, lo mismo se detiene a describir minuciosamente las flores de una charca y el vuelo de las aves acuáticas que recurre a las elipsis para dar saltos en el tiempo o en la evolución de algún personaje y centrarse en lo que más le interesa contar en ese momento. Pero con orden y sin sobresaltos. La autora parece dar por sentado que sus lectores tienen bien aprendida la evolución sufrida por la novela a lo largo del siglo XX y que tienen armas suficientes para aportar el contenido de los hiatos narrativos.

Curiosamente, la crítica insiste mucho en la existencia de un choque cultural (una parte de la novela está ambientada en la India y la otra, la más larga, en Estados Unidos). Y sí, hay choque cultural, pero no como cabría esperar sino al revés, y lo explico.

Subhash y Udayan son dos hermanos  nacidos y crecidos en un suburbio de Calcuta y que pertenecen a una familia de la pequeña burguesía local. De los dos, el más decidido, valiente y transgresor es el pequeño, Udayan, mientras que el otro es más reflexivo y prudente (lo que le vale ser llamado cobarde en varias etapas de su vida). El progresivo compromiso político-revolucionario de uno, que le lleva a militar en un partido maoísta partidario de imponer la revolución por medios violentos, marca el inicio de un progresivo distanciamiento con el mayor, que en lugar de participar en  las luchas callejeras  prefiere aprovechar una beca para estudiar oceanografía en una universidad norteamericana.

En contra de lo que pueda parecer, los conflictos vienen todos de la India porque en Estados Unidos todo va como la seda:  Subhash se integra sin problemas en una universidad que le acoge amistosamente  y le ofrece  una beca lo bastante generosa como para vivir en un apartamento, comprarse un coche y, llegado el momento, casarse y traer a su esposa india, que también se integrará sin problemas en la vida universitaria norteamericana y terminará licenciándose en filosofía y ejerciendo de profesora en California.

Los choques sociales, sentimentales y culturales vienen todos de la India. Udayan, que ha participado en varios atentados y directa o indirectamente apoya los asesinatos políticos de su partido, es abatido por fuerzas paramilitares indias y deja una esposa, Guri, que sin él saberlo está embarazada.  Los problemas de Guri con su familia política, en la que ha entrado saltándose todas las normas sociales,  y el futuro incierto que les aguarda a ella y su hijo en la India mueven a Subhash a casarse con ella y llevársela consigo a Estados Unidos, con lo cual provoca un conflicto con sus padres, que si ya no querían a esa esposa elegida sin su consentimiento por el hijo menor, tampoco la van a aceptar ahora casada con el primogénito.

Aunque Subhash apoya económicamente a sus padres y hace lo posible por mantener una relación paterno filial fluida, la transgresión de las normas matrimoniales tradicionales en la India y, en general, su poco respeto a la cultura ancestral provocan un distanciamiento insalvable y que se mantiene incluso tras la muerte del padre y, unos años después, con la madre, cegada hasta el final en su culto por el hijo muerto y su negativa a perdonar la “traición” del primogénito.

Mientras tanto, en América, los conflictos no surgen del entorno social en el que se integran Subhash y su precaria familia, y tampoco surgen de la formación ancestral recibida en la India porque sus problemas son reconocibles y podrían darse en cualquier pareja occidental: los escrúpulos  de la viuda embarazada por aceptar casarse con su cuñado sin que haya amor por ninguna de las dos partes; la resistencia a que el padre ficticio ejerza de padre real con  la niña ya nacida en América; las contradicciones que surgen cuando la niña desarrolla una gran complicidad con su falso padre, provocada en parte  por el progresivo distanciamiento con la madre verdadera; la huida de ésta dejando a la niña al cuidado del falso padre; la reacción de la niña, ya mayor, cuando conoce la identidad de su padre y los motivos por los cuales fue abandonada por su madre, etc.

Jhumpa Lahiri, a todas estas, y como ya he dicho desde el principio, está inmersa en la historia y la sigue sin desfallecimientos hasta el final, reflejando con gran tensión y acierto  el complejo vericueto moral y sentimental de los protagonistas y sin arredrarse ante las difíciles decisiones que deben tomar unos y otros.  Y si la sucinta relación de acontecimientos aquí ofrecida transmite la sensación de que se trata de un relato sentimentaloide y folletinesco, nada más lejos de la realidad. La novela despierta la atención del lector en las primeras páginas y ya no la suelta hasta el final porque  la autora es una excelente narradora.

 

La hondonada

Jhumpa Lahiri

Traducción de Gemma Rovira Ortega

Salamandra



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6 de abril de 2014
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Rosas y abrazos

Han vuelto los poetas de domingo -algo así como los pintores de Montmartre- a las campañas electorales. “Poesía costurera”, denominaba con desprecio Coco Chanel al resultado de quienes glosaban de forma excelsa y metafórica las colecciones de moda. La videonecrológica del PP para las europeas calienta motores, a falta de candidato (a mes y medio de los comicios). ¿Por qué no regodearse, pues, en la vieja cantinela de “la culpa de todo es de Zapatero”? Sin dar nombres, con finura madrileña de la que destripa al adversario tejemaneando un chascarrillo y unos huevos rotos en Lucio. “Nadie os echa de menos”, dice una voz en off, y una triste rosa se marchita en un rincón. La campaña de Elena Valenciano, en cambio, quiere ser cariñosa. Después de haber hablado tan bien francés en público -fue alumna del Liceo-, se convierte en fenómeno viral al declarar: “Yo vi que el Rey paró el 23-F”. Cuán elevado coste puede acarrear la mala filología: bastaba un neutro “yo fui testigo”. Entonces era telefonista en Ferraz y aquella noche asumió una gran responsabilidad. Genio y figura. Años de tenacidad, entrega y partido. En plenas primarias, le preguntaron qué haría en caso de que Rubalcaba perdiera, si también tendría que abandonar la primera línea. Su respuesta en El País fue colosal: “No, yo soy su número dos, pero estaba aquí antes que él”. En el primer cartel electoral propone: “Hagamos una campaña de abrazos, de encuentro con la gente”. Lo que parece significar que se abrazará con los ciudadanos que se cruce por la calle, una iniciativa que recuerda a la de Juan Mann y sus “Abrazos Gratis”, que al abalanzarse afectuosamente sobre los viandantes, emocionaba y enfurecía a partes iguales. Ojo, la política emocional tiene mucho riesgo. Que se lo pregunten a Zapatero cuyos guardaespaldas me contaron que debían vigilar con especial atención a las señoras motivadas y bajitas que le agarraban del cuello hasta contracturarle. Los abrazos y las rosas también han tomado París; y en el cambio de gobierno de Hollande, a la desesperada, parece completarse la cuadratura del círculo, aunque en esta ocasión mucho se guarde Ségolène Royal de ser apodada ‘la Zapatera’. Después de una sufrida travesía del desierto en la que el ángel de Ségolène -tan femenina, tan francesa, mujer de vestido con falda de vuelo en lugar de pantalón- pareció desvanecerse, regresa a la primera línea. Sus propios compañeros la crucificaron con el mantra de siempre: “¿Quien cuidará de sus hijos?” se preguntaban. Ocurren estas cosas con la igualdad: ¿se imaginan una campaña de abrazos para todos en la que el candidato fuera un hombre? El rey Karl Después de convertir el Grand Palais en supermercado durante su último desfile y de asistir como reina madre al Baile de la Rosa de Mónaco, el diseñador de Chanel ha confesado por fin a ZEITmann por qué nunca se quita las gafas de sol. Sus excentricidades no son más que la construcción de un personaje con el que se blinda: guantes de motorista hasta para comer, talco en su coleta, joyas antiguas, y sus sempiternas gafas de sol, creíamos que para esconder la edad. Tuve ocasión de verlo sin ellas, y aseguro que su lifting es de calidad. Ahora dice que a causa de un golpe estuvo a punto de perder un ojo, y decidió no quitárselas, para protegerse. A los ochenta años sigue en primera fila, emulando a Coco, que volvió a triunfar con la misma edad. Shaki y los paletos Aún no me he recuperado de los zafios insultos que recibió el otro día Shakira en el campo del Espanyol (“Shakira es una puta” vociferaban). ¿Por qué? ¿Por qué es pareja de un jugador señero del Barça? ¿Por qué ha versionado una canción en catalán -Boig per tu-, con su encantadora facilidad para los idiomas? ¿Por qué además de componer, cantar, producir y bailar estudió en UCLA? ¿O por qué su último álbum ha sido número uno en sesenta y nueve países en iTunes? En la aldea global se perpetran todavía paletadas de esta magnitud, que no comprenden ni toleran la diversidad cultural y el mestizaje. Machismo de cavernas. Grotesco espectáculo el de quienes confunden un acto de amor con un Freedom for Catalonia. Grace-Nicole-Julie El caso es que Ségolène regresa cuando hace mutis Valérie, según la prensa, el detonante de la separación de la pareja. Curiosa declinación del mal en femenino, como si Hollande fuera un angelito. Coincide el traspaso con el estreno, por fin, de “Grace de Mónaco”. Que se aireen los rifirrafes entre Rainiero y la musa de Hitchcock, y sus melancolías, no ha gustado nada a los Grimaldi, que han decidido ningunear el estreno. Pero además de las desavenencias del matrimonio, cuenta como la actriz acabó mediando con De Gaulle para impedir que el principado fuera anexionado por Francia, mientras el Rey jugaba en el casino. ¿Y saben quién dobla a Nicole/Grace? Piruetas del destino: Julie Gayet, la novia de Hollande. (La Vanguardia)

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5 de abril de 2014
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