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Juicio a la cultura “Burger”: el periodismo de John Vidal

John Vidal es el editor del exquisito e influyente suplemento de medio ambiente de The Guardian desde 1995. Además, es autor de un libro importante para entender las luchas entre grandes empresas contaminantes y los que osan criticarlos: McLibel – Burger Culture on Trial (1998).

Hoy quiero hablares de Vidal, un maestro a la distancia, y de su libro, un modelo de investigación apasionada.

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Yo lo conocí en 1992, en la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro. Compartíamos con cientos de periodistas la enorme sala de prensa de la conferencia de la ONU. A mí me tocó poner mi vieja computadora (donde escribía en Word Perfect) al lado de la mucho más moderna de John. En esa época él ya era pelado y en su cabeza bullían conocimientos y lecciones. Se me reveló como un maestro humilde, serio pero con sentido del humor, enamorado de su trabajo y deseoso de compartir lo que sabía con jóvenes reporteros del otro lado del mundo.

Me impresionó entonces su forma de contar como nadie los tejemanejes y las luchas sordas que eran muchas veces lo más importante de las decisiones en Rio: luchas por el control político y económico, por dinero, por influencia. Se hablaba de medio ambiente pero cada burócrata apoyaba a sus países aliados y su bloque ideológico en vez de atenerse a consideraciones ambientales. 

Y aún más me impresionó lo que hizo una vez acabado el encuentro: pasó dos semanas con los sin tierra del empobrecido nordeste de Brasil, acompañándolos en su marcha para pedir tierra que cultivar.

Su crónica de esa marcha muestra las desigualdades de un país inmenso con mucha tierra cultivable en pocas manos, donde se desaloja a los indígenas de bosques ancestrales que son el pulmón del mundo y se hacinan millones en las favelas y los arrabales de las grandes ciudades.

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Hace poco volvió a Brasil a seguir un tema que muchos otros medios tratan en sus páginas de economía: la plantación masiva de caña para producir bio-fuel.

En The Guardian, su sección Greenwatch es monitor permanente a las últimas noticias, las que los otros tratan pero que aquí tienen un ángulo ambiental y profundo, y las que escapan a los otros medios. Y es un permanente diálogo con los científicos, las ONGs, los funcionarios públicos de varios países, y especialmente los lectores.

El blog personal de John Vidal, una parte central del suplemento online de medio ambiente en The Guardian, sigue de cerca sus viajes, sus encuentros y sus ideas. Para todas estas partes de la edición digital de su suplemento, usa las últimas tecnologías, así como todo su equipo.  Una de las herramientas más útiles es un podcast de audio, donde habla con los lectores e incluye segmentos de entrevistas.

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Así surgió el único libro de Vidal:  en 1990, el equipo de abogados de la corporación McDonalds  llevó a juicio a la camarera de bar Helen Steel y al cartero desempleado Dave Morris. Los acusaban de distribuir un panfleto de seis páginas en la puerta de uno de los McDonalds de Londres. Stell y Morris eran voluntarios en una organización ecologista. El panfleto se llamaba “Lo que está mal en McDonalds”.

Los abogados alegaban que el panfleto contenía mentiras y exigía en compensación 120.000 libras esterlinas, poco más de 150.000 euros a los dos voluntarios. Poco después de comenzar el juicio, los responsables de comunicación de McDonalds se dieron cuenta de que podía traerles problemas. Era evidentemente la lucha de un Goliat corporativo contra dos pequeñísimos Davides. El jefe del equipo de abogados de McDonalds ganaba 1.500 dólares al día, más de lo que Morris y Steel ganaban en un mes.

Les propusieron a los jóvenes desechar los cargos si se desdecían de sus acusaciones. No hubo acuerdo.

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A medida que avanzaba el juicio, la comunidad de militantes ecologistas, pro derechos humanos, por la solidaridad con el tercer mundo y partidos políticos de izquierda comenzaron a juntar fondos para pagar los gastos legales de los acusados, cuyo presupuesto era ínfimo. 

John Vidal fue el primer periodista que vio que este juicio era mucho más que un caso de difamación contra una empresa, y que además podía marcar una nueva época en momentos en que se empezaban a armar las campañas que con Internet y las redes sociales proliferaron en la siguiente década. McDonalds contra Steel y Morris era un símbolo de la lucha de los ciudadanos y consumidores por hacer oír su voz, y de las grandes corporaciones por callarlos y aplastarlos.

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El juicio duró siete años, y se convirtió en el más largo de la historia judicial británica. Finalmente, el juez declaró a los acusados parcialmente culpables, porque no pudieron demostrar que McDonalds dañaba el bosque lluvioso, que su comida producía cáncer y que provocaba el hambre en el Tercer Mundo, como afirmaban algunos ítems del folleto. Por esto, fueron obligados a pagarle a McDonalds la mitad de lo demandado (60.000 libras o 90.000 euros). 

Pero el juez sí consideró probado a lo largo del proceso que la compañía explotaba el trabajo infantil, ponía en riesgo la salud de los consumidores, trataba con crueldad a los animales, y tenía una política de muy bajos salarios y prohibición ilegal de sindicatos en sus restaurantes. Por esto, Morris, Steel y sus defensores lo consideraron una victoria moral.

Al día siguiente de que se leyera la sentencia, imprimieron un nuevo folleto con las acusaciones que el juez había aceptado, y se pusieron a distribuirlo en la puerta de otro McDonalds. Nunca pagaron la multa, pero la empresa no los presionó. Decidieron que ya habían tenido suficiente publicidad negativa.

El libro de John Vidal muestra todas las caras del activismo ambiental en un caso emblemático. Como él cubrió el juicio desde el comienzo y trabó una relación estrecha con los acusados, el libro está lleno de datos, anécdotas, historias y de la modesta épica de la militancia ambiental. Se convirtió en Gran Bretaña en una especie de manual para la lucha no violenta contra las injusticias contra el medio ambiente y los derechos humanos.

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Aunque es domingo, hoy seguro que John Vidal estará investigando, escribiendo, twiteando, contando, denunciando. Por la magia de Internet puedo seguir sus pasos. Siempre innova, siempre mira hacia adelante. Pero también nos sigue enseñando con sus grandes logros del pasado.

Hoy quise detenerme en su libro amoroso y lento contra la comida desangelada y rápida. 

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17 de agosto de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Aires escoceses

Tras un accidentado periplo desde que zarparon del puerto de Leith, en el este de Escocia -a fin de no ser avistados por sus vecinos del sur-, las cinco naves al mando del capitán Thomas Drummond por fin recalaron en la desembocadura del río Darién el 2 de noviembre de 1698, en la zona más tórrida de Panamá, a fin de instalar la primera colonia escocesa en territorio americano, a la que bautizarían como Caledonia. Temiendo un ataque de los españoles de la Nueva Granada, Drummond ordenó construir un fuerte que resguardase la bahía, erigido bajo la invocación de San Andrés, y en torno al cual habría de establecerse la capital, Nueva Edimburgo.

            Puesta en marcha por el financiero William Paterson bajo el ejemplo de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, la Compañía de Escocia a duras penas había conseguido el apoyo del parlamento, mientras que el rey Guillermo II -a la sazón también soberano de Inglaterra- había decidido no involucrarse para evitar un conflicto con España. No obstante, en medio de la crisis que azotaba al país desde hacía décadas, Paterson despertó la codicia de sus pares, quienes no dudaron en aportar 400 mil libras esterlinas (unos 60 millones de dólares actuales) con la idea de controlar el jugoso tránsito de mercancías entre el Atlántico y el Pacífico -el mismo principio que, al cabo de dos siglos, impulsaría a Estados Unidos a apoyar la independencia de Panamá. 

            Desprovistos de agua y pertrechos, y diezmados por la malaria, 300 colonos escoceses (de los 1200 que habían llegado) se vieron obligados a abandonar la bahía de Caledonia en julio de 1699 sin saber que una segunda expedición había partido de Leith con otros mil hombres. Cuando éstos arribaron a Panamá en noviembre, Nueva Edimburgo se hallaba en ruinas, devorada por la selva. Tras reconstruir el fuerte de San Andrés, los escoceses fueron atacados por las tropas españolas, que a la postre consiguieron su rendición incondicional a principios de 1700.

            El "esquema del Darién" tendría profundas repercusiones: aunque Escocia e Inglaterra compartían monarca desde que Jaime IV heredara el trono de su prima Isabel I en 1603, las dos naciones conservaban sus propias instituciones políticas. Humillados y en quiebra a raíz del desastre de Panamá, a los escoceses no les quedó más remedio que aceptar los términos impuestos por los ingleses para incorporarse al Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda conforme a la ley de unión de 1706.

Desde entonces, y hasta que en 1999 fue reinstalado un parlamento local con poderes limitados, Escocia fue gobernada directamente desde Londres. Las reivindicaciones nacionalistas, sin embargo, nunca cesaron, amparadas en la poderosa cultura del país -en especial su legendaria tradición musical y literaria de raíces gaélicas- y, cuando en 2011 el Partido Nacional Escocés de Alex Salmond se hizo con la mayoría del parlamento, éste no dudó en exigir una consulta sobre la independencia. Tras una tensa negociación, el gobierno conservador británico de David Cameron aprobó la celebración de un referéndum el próximo 18 de septiembre.

            En estos días de húmedo verano, en Edimburgo y Glasgow no parece hablarse de otra cosa: mientras quienes optan por el a la independencia no se cansan de exhibir el déficit democrático ante la baja representación escocesa en el Parlamento de Buckingham y de referirse a la riqueza petrolera del mar del Norte que podría beneficiarlos, los partidarios del no señalan los desequilibrios económicos de la región, su dependencia de la Unión Europea y el aislamiento que sufriría un país formado por poco más de cinco millones de habitantes.

            Si bien las encuestas muestran un rápido crecimiento del , éste parece haberse estancado en torno al 40 por ciento de los votos. Aun así, más allá del resultado, el referéndum se presenta como un avance mayúsculo en el seno de la Unión Europea. El destino de otras regiones, de Cataluña al País Vasco y de Córcega a la Padania parecería depender de lo que ocurra en esta lluviosa zona del norte de Europa. Aunque es muy probable que los escoceses prefieran quedarse en el Reino Unido -con competencias ampliadas-, otros países podrían aprender mucho de la experiencia. Mientras en España el gobierno de Mariano Rajoy se ha negado de plano a una consulta en Cataluña, la apertura de Londres muestra que quizás la mejor forma de contener el nacionalismo sea permitiendo que los ciudadanos discutan y decidan libremente su futuro.

 

Twitter: @jvolpi

 



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17 de agosto de 2014
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Atunes, ?pijipis? y flamenquito

En el vuelo de Madrid a Jerez de la Frontera abundan las familias numerosas que parecen parientes de los Domecq, con más hípica que química en sus formas. Ellas tensan sus colas de caballo y les enderezan las perlitas a las niñas; ellos van con mocasines blandos y ansia de rebujito. También lucen las hippijas o las pijipis, aprovisionadas de canastos y raybans rumbo al hotel Hurricane de Tarifa, la meca del windsurf. En las filas de atrás se agolpan los buenos salvajes que siguen bajando a Cádiz como robinsones y que en ningún otro lugar del mundo serían tan bien recibidos, igual que los perroflautas que dormirán bajo el cielo raso en los acantilados de Caños, junto al Faro de Trafalgar, con sus pipas, guitarras y rastas. Al llegar a Jerez, el sol cae aplastado y taurino. A medida que se avanza por el autovía hasta el parque natural de los Alcornocales, los toros conforman una estampa plácida; apenas se mueven, acariciados por las garcillas, mitad garzas, mitad cigüeñas, que les lamen las garrapatas. El azul atlántico asoma de repente, como tiene que ser, desde la loma de Vejer de la Frontera. Marismas, pastelerías árabes, y flores fragantes entre las rocas. Abres la ventanilla, esnifas la brisa y entiendes el verso del poeta andaluz Vicente Núñez: “la vida no tiene más ideología que el olor”. En el tramo de costa que va del Cabo de Trafalgar a Punta Camarinal, la ruta de los atunes, se esparcen los pueblos marineros de rumba lenta que, antes incluso de los fenicios, han practicado el arte de la pesca de la almadraba. El atún aquí es una religión. Y sus sacerdotes sustituyen el palabrerío gourmet por morrillos sin homilía. La máxima autoridad en la materia es Ángel León y los veraneantes más exquisitos van en romería a Aponiente, su restaurante en El Puerto de Santa María que tras el cierre de El Bulli, se ha convertido en el nuevo templo de la experiencia gastronómico-escolástica donde, entre otros platos, se extasían con el chorizo marino o los chips de piel desgrasada de morena. Parques naturales en apenas cincuenta kilómetros de naturaleza desbordante y playas protegidas por ser zona militar, han representado la gran coartada antiladrillo. Conil, Véjer, Zahora, El Palmar, Caños de Meca y sobre todo Zahara de los Atunes componen el litoral de la Janda. “Veraneando en las playas de Cádiz”, rezan los pies de fotos de las revistas del corazón con Hugo Silva, Hiba Abouk o Francisco Rivera. El fenómeno zahareño estalló a primeros de los noventa. Para algunos afilados cronistas se convirtió en “el lounge de la socialdemocracia”, o en “la Marbella roja”. Había un buen cartel de artistas progres con casas de ensueño en la sierra Camarinal, más conocida como “la montaña de los alemanes”, ya que allí se refugiaron muchos nazis después de la Segunda Guerra Mundial antes de huir a Sudamérica. E incluso Franco les regaló terrenos. En verdad quienes llegaron primero fueron los señoritos de Jerez y Jaime Mayor Oreja, de la mano de Javier Arenas y la familia Landaluce, mucho antes que Aitana Sánchez Gijón e Imanol Arias lo pusieran en el mapa del artisteo. La actriz y su madre Fiorella hallaron pureza y dunas. Apenas había locales. Los Sánchez Gijón abrieron el chiringuito La Gata, en la playa de Zahara, y Aitana trasladó el decorado de la obra de teatro La gata sobre el tejado de zinc caliente a pie de arena. La otra cara de la Janda es el paso del Estrecho, los tres millones de autos magrebíes cargados como mulas que a mitad de agosto bordean el Cabo de la Plata. Las redadas anuales representan otro clásico: la de este verano, con 50 detenidos, incluye a dos policías y varios empresarios. Nadie quiere hablar. El trapicheo de hachís lo capitanean mujeres con bata floreada y delantal: “de algo hay que vivir en invierno”, dicen. “Esto es la gloria. Aquí no hay farolas, ni paseos marítimos, ni vallas. Es salvajismo puro”, dice Mariola Orellana, agente y mujer de Antonio Carmona. Los Carmona viven entre Madrid y Miami -triunfando y preparando nuevo sello discográfico- pero cada verano reciben a los amigos en su casa de madera de El Palmar: Carmen Machi, el clan Flores, Piedi Aguirre,hermana de Esperanza… En los chiringos actúan La Negra, Kimi-K y Lion Cortés con su Gipsy Evolution: los jóvenes han cambiado el pesar doliente por el flamenquito electrónico. Las jams y los cameos son continuos: Wyoming, Carles Benavent, Raimundo Amador, Diego Carrasco, Jerry González, cajones, congas y saxos. En El Cortijo de la Plata se han grabado varios discos, incluso David Byrne se prendó del litoral gaditano, cuenta Lala Obrero, directora artística de Solas. La oferta es tan exquisita como surrealista: allí vi los primeros kilims sobre la arena de la playa; alcancé la gloria con unos “pulpos a la escandalera” en el Ramón Pipi -un antro de pescadores-; escuché en la playa a Antonio Vega y su chica de ayer; caté caldos con Álvaro Palacios y José Andrés en el Antonio, y me sentí tan aterrada como rebautizada en las aguas salvajes que tanto gustan a los de Bilbao. Pero esa rizada idea de la libertad no sería lo mismo sin el viento. Entre el Levante y el Poniente: el uno calienta y el otro enfría, hasta despeinar el paisaje.

(La Vanguardia)

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16 de agosto de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Vivir en hoteles

Cuando uno vive en un hotel el tiempo se detiene. Las toallas siempre están secas y bien dobladas, la cama hecha, el minibar lleno, los envases del champú repuestos y el jabón nuevo. Nunca quedan huellas de lo que uno mismo hizo el día anterior. Viviendo en la habitación 54 descubrí eso acerca de la vida real: gastar jabones y champús es una manera de ir mirando cómo pasa tu tiempo.

Y así como en el hotel uno no avanza, tampoco hay espacio para volver a atrás. En las paredes no puedes colgar cuadros, ni pósteres, ni calendarios, ni fotos familiares, ni diplomas que hablen del pasado. Todo es un extraño, placentero y adictivo limbo. Tus vecinos cambian, en promedio, cada tres días. Los recepcionistas te comienzan a hablar de sus vidas, aunque guardan silencio cuando saben que no quieres conversar. Las mucamas te miran desde la complicidad de quien se encarga de volver tu vida siempre a cero. En el ascensor muy pocas veces te cruzas con la misma persona dos veces. En las mañanas, en vez de despertador tienes una llamada telefónica (todavía recuerdo el "Meneses, ya son las nueve").

Nos gustan los hoteles porque en ellos podemos intentar ser otra persona y en otro lugar, sentenció Julio Ramón Ribeyro. La fantasía de tener una casa nueva, con aventuras nuevas, en una ciudad nueva, hasta que llegue la hora de volver a la vida real. Ahí está, precisamente, el peligro. Quedar atrapado. No poder salir. No poder volver.

Hace diez años me quedé atrapado en el Hotel España de Buenos Aires, en la calle Tacuarí, en el número 80, en la habitación 54.

El primer hotel en que viví fue el Cisneros de Barcelona, en la calle Aribau, en el número 54, en la habitación 503.

Había salido de Chile para escribir historias y viajar. Me matriculé en la Universidad Autónoma y usé la ciudad como centro de operaciones. El hotel era la solución más práctica. Siempre lo es, hasta que descubres que ya no puedes salir.

El año pasado me tocó viajar a Barcelona y, nuevamente, me hospedé en Aribau 54. Pero todo era distinto. Después de que viví en el Hotel Cisneros, y en medio del boom económico e inmobiliario de toda España, el edificio fue vendido, remodelado por completo y se transformó en un exagerado hotel boutique de la cadena Cram. Con la llegada de la crisis, los precios de las habitaciones del Cram pasaron a ser ridículas, y desde entonces siempre tiene vacantes.

Pero cuando todavía era el viejo Hotel Cisneros y vivía ahí, comencé a armar una lista de los tipos de personas que habitaban en el hotel. Me los iba encontrando siempre, en el buffet del desayuno, entre turistas que llevaban bloqueador y bikini si era verano en Cataluña, o abrigo y gorro de lana si era invierno. Un ejercicio que luego seguí en los otros hoteles donde viví.

 

Mi lista de personas que viven en hoteles decía así:

 

El separado. El amor es egoísta, igual que tú. Tu mujer te acaba de expulsar de casa, o te auto-expulsaste del partido. Te parece un retroceso volver donde tus padres y tus amigos no tienen espacio. O vives en otra ciudad y todo círculo de contención está muy lejos. Bueno, entonces, nada mejor que irte a vivir a un hotel esperando a que el chaparrón emocional pase. Eso puede significar, en términos inmobiliarios, que el hotel es un refugio mientras buscas un departamento para reiniciar tu vida de soltero. O un aguantadero hasta que las cosas se tranquilicen y regreses al hogar.

El inmigrante. Decidiste empezar una nueva vida. Llegaste a la gran ciudad a cumplir todos tus sueños y fantasías, pero no conoces a nadie y necesitas un campamento base donde iniciar tu escalada. Por cierto, a los pocos días te das cuenta de que La vida es bella no es otra cosa que una vieja película italiana. Entonces, sin darte cuenta, descubres que instalarte es más complejo de lo que esperabas y que necesitas demasiados papeles (que todavía no tienes) para conseguir un espacio propio. Los hoteles, en cambio, sólo te piden esos papeles verdes que llevan la palabra dollar y un número en las esquinas.

El artista. Te compraste todas las leyendas que mezclan el hotel con una vida sofisticadamente maldita. El golpe final fue cuando llegó a tus manos un ejemplar de Hoteles literarios, de Nathalie de Saint Phalle, y te convenciste de que la mejor manera de sacar adelante una obra (literaria o musical o pictórica) era encerrarte en las cuatro paredes de un hotel de ciudad grande. Al poco tiempo te diste cuenta de que no avanzas en tu propósito creador, pero para ese momento ya llevas casi un año viviendo en un hotel y ya te acostumbraste. Si en el piso de abajo vive un joven violinista que se quiere comer el mundo es probable, como me ocurrió en el Cisneros, que todas las mañanas te despierte el alarido de sus cuerdas por los ensayos matutinos.

El empleado. Te han hecho creer que eres un engranaje clave en el funcionamiento de la compañía. Tu empresa te trasladó de ciudad de un momento a otro, convenciéndote de que esa mudanza es sobre todo "estratégica". Regresas a casa los fines de semana si no estás muy lejos; los fines de semana largos, si estás a una distancia más lejana; sólo para vacaciones, si te separa un mar de tu familia. No sabes hacer nada por tu cuenta. Como la empresa corre con los gastos y el recepcionista es tu amigo, las compañías que subes los jueves te las anotan como llamadas de larga distancia. En unos meses, tu familia no entiende por qué te pones tan feliz el domingo en la tarde, cuando debes volver al hotel.

El jubilado. Estás solo y tienes dinero. No quieres ser de aquellos ancianos que se van a vivir a las clínicas porque todavía te sientes joven. Por entregarte al plan de hacer una minifortuna, no te casaste ni tuviste hijos ni hermanos (o tuviste todo eso, pero lo fuiste perdiendo uno a uno, como un asesino serial). Trabajabas bien y la jubilación te alcanza para un cuarto de hotel. Te revitaliza encontrarte con gente joven y feliz en el desayuno y la cena, porque en los hoteles la mayoría de la gente que pasa está contenta, siguiendo la máxima de Ribeyro de estar viviendo otra vida y en otro lugar. Pese a que ya pasaste los 70, llevar una vida de hotel te mantiene en carrera. Jamás irías a un sanatorio para la tercera edad para rodearte de pura gente parecida a ti.

El mercenario. Vas donde hay dinero, o donde te contratan para ganarlo. No te importa pasar largas temporadas en una casa de arriendo, como podría llamarse a un hotel. Eres un entrenador de fútbol que dejó el país y la familia por un proyecto deportivo, o un músico internacional que vive de gira, o un matutero profesional. En este último caso, puedes tener como morada fija varios hoteles al mismo tiempo, todos repartidos a lo largo de la ruta por dónde mueves tus contrabandos. Muchos representantes de jugadores usan esta modalidad de radicarse en hoteles europeos los meses de las temporadas de fichajes, cerrando contratos en el lobby, antes de emigrar como golondrinas al próximo destino de la cadena del negocio.

El desarraigado. Lo intentaste dejar mil veces. Probaste con novias con departamento, con alquilar un piso compartido o llegaste a pensar en la casa propia. Cuando estabas por dar el paso de la estabilidad, tuviste que cambiar de ciudad y partir de cero. Cuando miras tu vida hacia atrás descubres -a veces con horror; otras, con cierta simpatía- que las únicas raíces que conservas son las de tus muelas. El hotel, como ese territorio paralelo, donde pasan miles de turistas al año. Viajeros en plan de vacaciones que, muchas veces, la mayoría de estas veces, nunca se dan cuenta de que en ese mismo edificio donde ellos están una temporada desconectados de su realidad hay gente que vive, que ha hecho ahí su casa, y que ha transformado a estos veraneantes en sus vecinos temporales.

 

El Hotel España de Buenos Aires era una solución práctica. Había arreglado un buen precio por temporadas largas y, como frecuentemente estaba viajando a otros lugares, si me iba mucho tiempo me guardaban mis maletas en la bodega. A la vuelta, como siempre, pedía la habitación 54, en el último piso, con balcón grande, vista a las cúpulas y antenas de la Avenida de Mayo, baño con ventana y tina. Si estaba ocupada la 54, pedía una en el mismo piso, y esperaba hasta que la dejaran y me pudiera mudar ahí.

Me había ido de Chile pensando en viajar y escribir historias por el mundo, y el proyecto resultaba. Lo que no sabía era que terminaría viviendo en un hotel. Porque uno no elige vivir en un hotel: termina viviendo en ellos.

Para darle una suerte de estabilidad a la trashumancia, en cada nuevo viaje comencé a buscar hoteles con el mismo nombre. Si volvía a Chile, por ejemplo, me quedaba en el Hotel España de calle Teatinos. Pensaba que, aunque llevara la vida de periodista portátil, había logrado cierta estabilidad. Podía despertar en ciudades distintas, pero el llavero del hotel y las toallas siempre dirían: Hotel España.

Amigos, conocidos, comenzaron a contarme de otros hoteles España en distintas ciudades. Sentía que en todos lados había una sucursal de mi proyecto. Cuando descubrí que llevaba tres años viviendo en el Hotel España de Buenos Aires, hice ese plan para abandonarlo. Recorrer todo Latinoamérica, del sur hasta México, quedándome en hoteles España. Una suerte de despedida antes de una vida.

En el Hotel España de Buenos Aires había vivido Rafael Alberti; el Hotel España de Guatemala era una cárcel para indocumentados que Estados Unidos capturaba en el mar de Centroamérica; el Hotel España de Cuba había sido demolido; el Hotel España de Perú era para mochileros; el Hotel España de Chile había sido remodelado. De ese viaje publiqué un libro llamado Hotel España, que podría definirse como un manual para intentar dejar la vida de hotel.

Los hoteles pueden ser peligrosos. Y no lo digo sólo porque puedes elegir estos lugares de paso para terminar con la vida, como fue el caso de Sid Vicious, de los Sex Pistols, qué se mató en un hotel de Nueva York. O de Cesare Pavece, el escritor italiano que se despidió de este lado en el cuarto de un hotel de Turín. Son peligrosos porque no los puedes dejar.

La aparición de Hotel España fue la contradicción máxima. Me obligó a una gira por 7 países y 27 ciudades distintas en poco más de tres meses. Una sobredosis de hoteles a los que llegaba justamente para hablar de dejar esa vida.

Fue en medio de ese recorrido que descubrí que el daño ya estaba hecho. La marca se había tornado imborrable. Vivir en hoteles es, finalmente, como cualquier adicción. Es probable que ya lo hayas dejado atrás, que sea tema del pasado, que te vayas a un departamento, que armes un hogar, que tengas un trabajo estable, que intentes tener una familia, que sientas que por fin lo lograste, pero siempre, en algún momento, aparecerá un hotel en tu camino. Están por todos lados. Y ahí, una vez más, sentirás la tentación de dejarlo todo y meterte a vivir en unos de esos lugares donde el tiempo se detiene y los jabones siempre están nuevos.

 

 

Publicado en la revista Domingo de El Mercurio 

 

 



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16 de agosto de 2014
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Asuntos metafísicos 62: En la frontera de la cuestión del ser del hombre

Cabe preguntarse: ¿en qué disciplinas como la mecánica cuántica pueden aportar a nuestro intelecto un enriquecimiento de tal magnitud que sea posible hablar de promesa filosófica? Basta quizás recordar que somos seres naturales y que en consecuencia una trasformación relativa a nuestra percepción de las estructuras básicas de la naturaleza implica una modificación de las representaciones que nos hacemos de nosotros mismos. La mecánica cuántica se ocupa del comportamiento de las partículas elementales, y si tal comportamiento se revelara no obedecer a reglas que habíamos supuesto  inviolables tendríamos todo el derecho a interrogarnos críticamente sobre el  peso que ha tenido en la configuración de nuestra subjetividad el conjunto de las mismas. Hay incluso razones para pensar que nuestra subjetividad ha sido algo más que sobredeterminada por la   interiorización de tales reglas,  y  que en realidad no habría sujeto fuera de las reglas mismas.

Obviamente hay ya un animal humano ante de que, por ejemplo, el sentimiento de alguna forma de localidad  haga a un niño renunciar a la esperanza de tener influencia sobre lo que no está a su alcance. Mas es difícil considerar que ese animal humano para el cual la localidad aun no impera  es ya un ser humano plenamente actualizado. Ya he señalado que los principios  son equivalentes a las orteguianas ideas que somos y no a las ideas que, como seres ya previamente constituidos,  podríamos eventualmente llegar  a tener.

Por eso confrontarse al problema de la prioridad ontológica entre los postulados cuánticos y  los principios que han determinado nuestras  concepciones de la naturaleza  (en un espectro que va cuando menos de Aristóteles a Einstein) supone literalmente confrontarse a lo que somos. Extremo en el cual el problema de la metafísica se revela indisociable del problema fundamental, el problema antropológico, la cuestión del ser del hombre.

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12 de agosto de 2014
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La ?jet happy?

La moda casi siempre es porque sí, a pesar de que persista la manía de revolver en el pozo de los porqués en busca de respuestas que argumenten sus caprichos. El estilo, en cambio, es porque no: se acomoda y se mimetiza con el hábitat e incluso transmite ideología en un respingo de identidad retadora. De la misma forma que las mujeres catalanas presumen de vestir de manera más sobria -y más asimétrica- que las madrileñas, las diferencias estéticas entre derechas e izquierdas se evidencian más en verano, especialmente en el Sur, donde se demuestra una vez más que “la mirada crea el horizonte” (Banville). Vean sino a los ilustres veraneantes de Marbella con estilo ídem -ellas remetidas en turquesas y altas cuñas con swaroskis; ellos, polos amarillo pollito y camisas al viento- respecto a los amantes de las playas atuneras de Cádiz, amañados con un deje entre sensual y homeless: shorts con el forro de los bolsillos asomando por debajo del denim y desastradas camisetas. En tan solo dos horas y media de viaje en coche, de Málaga a Cádiz, se palpa el estereotipo, y ¡hasta qué extremo!. Del puro al porro, de las sevillanas con mantel al flamenco de chiringuito, de Terelu Campos a Aitana Sánchez Gijón. El paisaje a la altura de Sotogrande, cegadoramente encendido con un sol que al atardecer se sumerge en el mar como un huevo estrellado, resume con rectitud la casta que separa esos 27 km de costa mediterránea del Atlántico más jondo. El intelectual y bon vivant Edgar Neville, y el aristócrata español Ricardo Soriano, impulsaron la primera Marbella, un paraíso suavemente tropical bendecido por un microclima extraordinario capaz de lavar el más arduo prejuicio calvinista. Neville levantó su Malibú, con costras de leyendas hollywoodienses. Entre clínicas de adelgazamiento y lujosas villas donde recalaban Deborah Kerr, Laurence Olivier o Audrey Hepburn, el príncipe Alfonso de Hohenlohe se erigió en embajador del glamur y la nobleza. La fiesta de sesenta aniversario de su particular Ítaca: el Marbella Club, acaba de reunir ni más ni menos que a los Longoria, Orleans, los Abelló y su huésped, Jaime de Marichalar. De los duques de Kent, o Rainiero y Grace a un soplar de Antonio el bailarín y Conchita Montes, permanece un olor acre y un puñado de buenas fotos. Sucedieron los Thyssen, Von Bismarcks, Fürstenbergs, Prusia y “los choris”, así le llaman al grupo de Yeyo Llagostera, Luis Ortiz (Gunilla) y otros conseguidores. Los nuevos forajidos no se hicieron esperar. El moderno bandolerismo hizo bruñir las campanas de un mundo corrupto, un fake completo. Pero muchos madrileños le habían comprado casa a Gil y pusieron de moda ir a Puente Romano a ver pasar famosos. Este verano, en Moa, un spa del centro comercial de Guadalmina, José María Aznar ha acudido a masajearse los pies: reflexología podal. Una buena metáfora para la extensión marítima del Madrid cañí. Marbella quiere pasar página, volver a estar de moda porque sí, reivindicar su honradez -de cintura para arriba- sacudir las sobras de la ignominia en Puerto Banús y fregar sus máculas faranduleras. Este verano, en sus playas se pasean las it girls televisivas: Paula Echevarría o Amaya Salamanca; Se espera a María Teresa Campos y a su rubia familia, y se hace patente la diáspora ibicenca: los recelosos nacionalistas españoles vuelven a las raíces, como Cari Lapique y Carlos Goyanes. Aquí hay suficiente caché para que Julio Iglesias le cante el happy birthday a un millonario ruso, y motivos suficientes para que Antonio Banderas ocupe ese “espacio estético-moral” que hace años coronó a Julio en Ojén. Esta semana, el poderoso Banderas trajo a sus amigos exconvictos, Stallone y Wesley Snipes, al festival multicultural y solidario Starlite. Tal es el poder del exmarido de Melanie que le entregará un premio al hombre más rico del mundo Carlos Slim. La noticia es qué este haya aceptado recogerlo. En el Trocadero Arena, baluarte popular frecuentado por Famaztella (Josemaría y Ana), Ángel Acebes o Iñaki Oyarzábal, también le dan de comer al jefe de seguridad de François Hollande, a no demasiados metros de las fastuosas cenas de millonarios sirios en Grey Albion, donde los pisos pequeños tienen mil metros cuadrados, con búnker de seguridad en el sótano. Ignacio González, por supuesto, comanda Madrid desde Guadalmina. Si pinchan el vídeo Marbella happy also, podrán contemplar a Carmen Lomana, Manuel Santana o la propia alcaldesa, M. Ángeles Muñoz, marcando con aspavientos la cancioncilla endorfínica del año, eso sí, bailotean por calles tan inmaculadas como las de Singapur. No en vano Marbella siempre ha alardeado de “limpia”. Otra metáfora, más imperfecta. Al vídeo le hace falta Cospedal, cuya pertenencia al club marbellí quedó grabada en nuestro imaginario cuando concedió una entrevista a Efe en el 2009 acusando al Gobierno de espiar a dirigentes de su partido: Estepona-sur-Mer de fondo. Sí, el vídeo pide a gritos la presencia de Cospedal porque rubricaría con su determinación la estética de esta jet happy que echa la nuca hacia atrás, en la noche marbellí, mientras el resto de España resopla desdeñosamente.

(La Vanguardia)

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9 de agosto de 2014
Blogs de autor

Papel falsificado

Es un libro que hace travesuras con el lector desde la portada, en la que, encima del título, aparece el del autor: J. Volpi. Reconozco que al verlo por primera vez en una librería tuve un mal pensamiento, acrecentado por la foto en silueta borrosa que aparece en la solapa interior: otro ejemplo, me dije, de novela de agravios memoriales o ajuste de cuentas familiar. Y al hacer el cálculo de que el más notable detentador del apellido Volpi, Jorge, no está todavía en edad de haber procreado cuervos literariamente resentidos, fantaseé con un primo hermano del autor de ‘En busca de Klingsor‘ buscando notoriedad o clamando venganza atávica.

 

      Y resulta que no. El falsificador de sí mismo, el disoluto auto-castigado, el ladrón feliz, es -todo parece indicarlo- el propio novelista mexicano, cosa que únicamente al leer las más de cuatrocientas páginas de ‘Memorial del engaño' (Alfaguara, 2014) se va coligiendo, pese a las pistas engañosas, que abundan: hay un traductor acreditado y con su correspondiente copyright, Gustavo Izquierdo, un título inglés original, ‘Deceit' (‘Falacia‘) y unas fotos extravagantes que unas veces responden a la histórica verdad fisonómica y otras, seguramente, no. Me dice algún oriundo que los padres del Volpi del libro, fotografiados en distintos momentos de su vida, son los genuinos.

     Establecida, al menos en parte, la paternidad de ‘Memorial del engaño', hay que decir que se trata de un gran oratorio bufo que continúa de otro modo esa serie de gigantescas corales novelescas que Jorge Volpi llama su ‘Trilogía del siglo XX'. En su narrativa, Volpi tiene un don envidiable: alterna sin dificultad la magnitud wagneriana con el aria de salón. El relato planea sobre los hechos contemporáneos y adquiere dimensiones mitológicas, pero no pierde de vista a los personajes; el escritor baja por una secreta escala desde el vendaval de la historia a la antesala de sus criaturas, a su corazón, a su lecho. ‘Memorial del engaño' es de todas las que conozco su novela más musical, por la conexión existente entre la ópera y el protagonista, por las tres particiones del conjunto y por su estructura en recitativos, concertantes, solos, duetos, cavatinas, y un desopilante coro de la familia Volpi entonado a partir de la página 327. En el estrépito de la orquesta, los solistas se dejan oír, y hay dos voces de soprano que llegan de manera intensa: la madre Judith, la esposa Leah. Quizá no sean parientes reales; su voz literaria lo es.

      Pero el libro tiene, además, algo que lo singulariza, más allá de su polifonía y sus fuerzas instrumentales. ‘Memorial del engaño' habla del hoy, del reciente ayer que sigue estando de actualidad, de los fondos-buitre, de las quiebras bancarias, de los detentadores de nuestra miseria y los merodeadores de la riqueza, estando hermanados los economistas (algunos de fama) y los espías por el sigilo y la rapacidad. No son sin embargo ellos los únicos malvados del argumento. Volpi traza la genealogía del latrocinio ajeno y se reserva una culpa propia. Es uno de los puntos más sugestivos de esta obra impar en la que casi todos engañan y sacan provecho. Volpi, que tal vez no se llame así, sino Wolpe, también juega con nuestros depósitos a plazo corto, con nuestra fe de inversores en la ficción. El dinero es un nombre y no una entidad; el dólar, el euro, el peso. Un día tenemos en una cuenta una cantidad de moneda y al día siguiente esa moneda no existe, ha perdido su ser real. Un libro es asimismo un valor abstracto, un aglomerado de papel impreso, o inmaterial. Se lee, hace pensar o reír, y al acabar, ¿qué? ¿Hemos ganado algo? ¿Perdimos la inocencia, o el tiempo, al arriesgar en la credulidad? ¿Somos más ricos que antes? Buenas preguntas para saber si el arte de la novela vale la pena.  

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8 de agosto de 2014
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El Boomeran(g)
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