Víctor Gómez Pin
Es recurrente la pregunta de los filósofos sobre su propio quehacer, sobre cuáles son los asuntos de los que la filosofía ha de ocuparse, sobre si difieren o no de aquellos de los que trata la ciencia y, en los casos de intersección, sobre cuál es la forma específica de abordaje. He hablado de la cuestión aquí en varias ocasiones, lo cual no quiere decir que haya encontrado siquiera un esbozo de respuesta. Decía en las columnas que preceden que la filosofía se halla abocada a asomarse a múltiples disciplinas que, por vocación concentran su esfuerzo en un dominio particular, y apuntaba a que ello supone para el pensamiento filosófico un doble peligro:
En primer lugar la dificultad para superar realmente las cuestiones técnicas, pues sin ser especialista en materia alguna el filósofo debe necesariamente alimentarse de muchas, lo cual puede simplemente abrumar. La dificultad se agrava por el hecho de que, aun de alcanzarse cierta competencia, en una exposición filosófica los aspectos técnicos no pueden aparecer desde el origen, y menos aun cabe empezar con esos guiños que se hacen mutuamente los eruditos. El filósofo ha de arrancar hablando en términos profundamente cargados de sentido, que ha de combinar de manera simplemente razonable, expresándose, al menos de entrada, en lenguaje común pero a la vez intentando la intrínseca equivocidad de éste no haga del discurso una bruma.
El segundo peligro viene de la posibilidad de que la dificultad misma de resolver los vericuetos técnicos haga olvidar la matriz. La filosofía no es nunca esa inmersión en los átomos del conocimiento (que sólo la especialización en un sector posibilita), sino más bien la tentativa de evidenciar el peso de tal conocimiento puntual a la hora de poner sobre el tapete el acerbo común que nos permite decir que hay un mundo. Por dar un ejemplo que aquí ha tenido gran peso: el esfuerzo por adentrarse en ciertas complejidades matemáticas de la mecánica cuántica podría hacer olvidar que la cuestión del ser de las cosas es lo que conduce a un filósofo al interés por esta disciplina.
Un tratado de ontología sustentado en la reflexión contemporánea (científica, pero no exclusivamente) supondría la superación de ambos escollos: las alforjas bien repletas de datos convertidos en instrumentos, y la cuestión del ser como horizonte permanente que les confiere nuevo sentido. De nuevo algo más fácil de decir que de llevar a cabo. Sin embargo, el obligado reconocimiento de los propios límites que no ha de impedir a nadie seguir en el intento, mediante "estudios", literalmente ensayos, como esos croquis que se hacen en pintura o esos esbozos de composición musical, susceptibles (sólo susceptibles) de traducirse en obra propiamente dicha.