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Vida de los escritores

No todos los escritores, del sexo que sean, son fotogénicos. Comparten esa carencia con el resto de los mortales, pero al igual que ellos, por el hecho de tener vida, aun siendo ésta trillada o irrelevante, tienen una biografía posible. Pocas se llevan a cabo de manera artística o pública; la memoria privada de sus seres cercanos es, en general, lo único que hace persistir a la mayoría de los muertos. Es cosa sabida que España, un buen lugar para vivir (al menos según los extranjeros que la visitan turísticamente), es malo biográficamente hablando. Los libros asociados al recuento de las vidas han escaseado siempre, en sus distintos registros, y no deja de ser paradójico que el país más entrometido que existe sea a la vez el que confunda, cuando suena la flauta, la voz de la verdad con la maledicencia. Siendo así en la literatura, terreno en el que nunca nos han faltado las glorias, tal pobreza también se da en el desdeñado cine español, y lo viene a recordar la coincidencia en las carteleras de dos interesantes películas europeas, ‘Violette' y ‘La mujer invisible' (sobre el adulterio de Dickens con Nelly Terman); el año pasado tuvieron reconocimiento, más las dos primeras que la tercera, que era la buena, ‘Hannah Arendt', ‘En la carretera' (con la presencia central de Kerouac y Neal Cassady) y ‘Camille Claudel 1915‘, extraordinaria semblanza de la desdichada escultora y de su hermano y genial dramaturgo Paul Claudel.

 

        Me acordé de Jaime Gil de Biedma en tanto que protagonista de ‘El cónsul de Sodoma' (Sigfrid Monleòn, 2010) viendo ‘Violette', un trabajo algo convencional de factura del director Martin Provost, sobradamente redimido por el interés de la biografiada y las magníficas prestaciones de sus intérpretes, sobre todo Sandrine Kiberlain en el papel de Simone de Beauvoir. No hay dos personas ni dos artistas más distintos que el poeta barcelonés y la novelista francesa Violette Leduc, y la homosexualidad predominante, aunque no excluyente, de ambos escritores, y el mandarinato intelectual y editorial que en ambos ‘biopics' queda reflejado no son razones suficientes para hacer sus vidas paralelas; a las dos películas las une su logrado afán de autenticidad, su anti-hipocresía. La de Monleón pecaba quizá del excesivo empeño en condensar en menos de dos horas vida, obra y contexto, pero además de sus virtudes cinematográficas y sus buenos actores interpretando a figuras aún vivas, era llamativo y a menudo fascinante el tratamiento revelador de estados amorosos que aquí, pero no en otras culturas próximas, aún escandalizan. Vidas sin santidad. Rosalía de Castro, Galdós, Lorca, Cernuda, los Machado, Josep Pla, las parejas Juan Ramón/Zenobia y María Teresa León/Rafael Alberti: el número posible de películas (ya que ahora hablamos de cine) haría la boca agua, si la industria nacional -torpedeada sañudamente por las medidas del gobierno Rajoy- no estuviera yéndose a pique.

    Una cuestión espinosa y para muchos frustrante en la relación de la imagen fílmica con el universo literario es la del parecido. Los públicos de cine se distinguen por su celo a la hora de comparar las películas con las precedentes novelas adaptadas. "Me gustó más el libro", se oye sin cesar en la salida de las mini-salas. No es este el sitio para explayarse, pero hay un número bastante mayor de películas superiores al libro de base del que se piensa, así como directores que llevando a la pantalla ‘El Decamerón', ‘Madame Bovary' o ‘El extraño caso del Dr Jekyll y Mr. Hyde' han honrado artísticamente a Boccaccio, Flaubert y Stevenson. La decepción puede ser aún más dolorosa si la infidelidad se extiende a la fisonomía. Ya no se trata entonces de que las películas no se parecen lo suficiente a nuestros libros venerados, sino de que el espectador, que siempre lleva dentro un enamoradizo en potencia, se siente como un amante traicionado al comprobar que no sólo el actor y la actriz dicen palabras distintas a las escritas en las páginas originales; en el trasvase cinematográfico se ha podido perder la nariz respingona, la voz rauca, los ojos de aguamarina o las gallardas piernas del personaje soñado. Ir al cine a ver lo que cientos de personas en equipo han hecho, dinero mediante, con una obra que sólo una persona ideó, elaboró, terminó y tal vez ni cobró es el camino directo a la desilusión y el encono del purista. Mejor quedarse en casa releyendo la obra maestra.

     Puede causar aún más despecho al escrupuloso que la disimilitud alcance a quien escribió la obra maestra. Ralph Fiennes hace en ‘La mujer invisible' un esfuerzo convincente para quitarse ‘glamour' y echarse los años que le asemejen al maduro Dickens enamorado de su jovencísima ‘fan'. En la embarullada y a ratos cursi ‘Howl, la voz de una generación', James Franco, infinitamente más guapo que Allen Ginsberg, recrea de modo impresionante la cadencia y el deje del poeta ‘beat', pero los directores del film, en una de sus pocas ideas juiciosas, rompen desde los títulos de crédito la ilusión facial, al incluir fotos de época de los personajes reales, en un contrapunto nada chocante con los actores que encarnan verosímilmente a Ginsberg y a sus amigos o amantes, Ferlinghetti, Peter Orlovsky, y los siempre ubicuos -sobre todo en las camas ajenas-  Cassady y Kerouac.

      Casi tanta fama como la obra de J. D. Salinger tiene la foto del anciano Salinger mirando con odio y levantando el brazo, no se sabe bien si para taparle el objetivo o darle un puñetazo, al fotógrafo que le retrató a bocajarro.  Otros escritores, sin llegar a esa iracundia, se niegan a dar entrevistas, a firmar sus libros en público, a dejarse pintar o fotografiar, incluso antes de que el posado junto a la lectora ferviente ante un móvil que suele disparar el novio de la interesada se hiciera la plaga que hoy es; Haruki Murakami la cortó de raíz, aunque con protocolo imperial, en una ocasión de la que fui testigo en Santiago de Compostela. La auto-protección de la privacidad es un derecho humano que también se le debe permitir al artista, por banal o ensimismado que sea. A veces, sin embargo, la lírica posee una épica que despierta la avidez del redactor-jefe, del productor de cine, y, por qué negarlo, del cinéfilo de buena fe. Es un rito de paso comprensible, una especie de sublimada fase del espejo querer ver, por ejemplo, reconstruida por Philip Seymour Hoffman, la pluma de Truman Capote (me refiero a la de sus muñecas incontenibles, no a la estilográfica), el ‘tour de force' de la Streep hablando inglés con la resonancia ártica de Karen Blixen en ‘Memorias de África', o la avejentada carnalidad de Judy Dench y Jim Broadbent al interpretar en ‘Iris' al matrimonio abierto formado por Iris Murdoch y John Bailey. Otra forma vicaria y noblemente curiosa de prolongar la admiración de sus libros, asistiendo a la posteridad figurada de quienes, fueran como fueran, los escribieron. Y después, nos guste más o menos la representación, volver a la novela o al cuento sabiendo que ahí no hay traición posible.      

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2 de septiembre de 2014
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La empatía y los Pujol

En las cenas de este verano que declina, uno de los comentarios más recurrentes sobre el caso Pujol empezaba con un nombre: Marta. “Detrás de todo está la Ferrusola”, escuchaba a los cuatro vientos. Muchos la dibujan como ambiciosa y maquiavélica, dura de pelar, la matriarca, “una bruja”, sustantivo que sigue adjetivando a las mujeres cuando se les quiere negar cualquier rasgo de feminidad. De aquellos vítores de “això és una dona” que endulzaron sus oídos en plena efervescencia del pujolismo, ha pasado al desprecio de quienes antaño la veneraron. Su causticidad, con esa media sonrisa resabiada, y su coraje inmortalizado en aquel vuelo libre, además de un parco vestuario, resumían el estilo Ferrusola: familia y nación, sacrificio y austeridad. En 1980, cuando Pujol ganó las elecciones, decidieron que con siete hijos no se iban a mudar a la Casa dels Canonges, decorada sobriamente por Bibis Salisachs en 1976, cuando la ocupó con su marido, Juan Antonio Samaranch, entonces presidente de la Diputación de Barcelona. Cuatro años después, la revista ¡Hola! solicitó un reportaje sobre la familia -hasta entonces sólo se habían ocupado de los Suárez-, y accedieron. Había que jugar fuerte en España. Los reporteros visitaron el piso de General Mitre, y ante la desalmada austeridad del crucifijo en el cabecero decidieron que el reportaje se haría en la Casa dels Canonges. La casa de los Pujol no tenía foto: ni sombra de ostentación. Durante su estancia en Queralbs, los medios han vigilado a la pareja y han mostrado a un Pujol sereno, sonriente incluso, y empático. Frente a ella, en cambio, la cámara se ha topado con un bloque de hielo. Y la imagen ha congelado el rostro de “la mala”, lo sea o no. Pero hay otro personaje que ha mutado también en estereotipo a lo largo de este caso: “la ciudadana Victoria Álvarez”. En EE.UU. probablemente sería una heroína digna de un biopic de Hollywood; aquí, lo más suave que le han dicho ha sido “mujer despechada”. De “fulana” a “montajista”, si bien ella insiste en que todo saltó, no por despecho, sino por la encerrona del micrófono oculto en La Camarga, Álvarez ha pisado todos los platós contando que no quiso ser cómplice de un saqueo de millones que iban y venían en maleteros. Pero su personaje se ha quedado en carne rosa y amarilla, con aplausos del público y cautela informativa. A pesar de ser la espoleta del culebrón, su testimonio carece de relato y su credibilidad es cuestionada, acaso por otro cliché: el de la chica del gángster. Dirán, un artículo más sobre el tratamiento de las mujeres en los medios, y sus etiquetas: buenas y brujas, monjas y putas. Se podría abundar en ello, pero lo que en verdad demuestran ambos personajes es la importancia de la empatía en el juicio público: al lado de Marta y de Victoria, Pujol pasa por un sabio despistado y alegre, un estadista ajeno a cuestiones mundanas. (La Vanguardia)

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1 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La ley de la oscuridad

Llegamos a los días decisivos entre setiembre y noviembre en mitad de la más espesa niebla política que se haya visto jamás. Tres son las espesas cortinas que ensombrecen el proceso de la consulta del 9 de noviembre y que han ido cayendo uno detrás de otro hasta dejarnos con la habitación en la penumbra más absoluta, sin que podamos ver a un palmo de nuestras narices ni saber qué diablos estamos haciendo. La primera en el tiempo y en la construcción lógica, es la espesa cortina de la oscuridad en los propósitos. La formación que dirige el proceso se presentó ante los electores y obtuvo su exigua e incompleta mayoría de 50 diputados en las elecciones de noviembre de 2012 sin explicar muy bien qué quería ni qué proponía. Una parte, la demócrata cristiana, no estaba ni está hoy por la independencia, sino por algo así como la confederación. La otra parte, descubrió súbitamente su vocación independentista poco antes de las elecciones pero prefirió ocultarla en su programa o dejarla en la ambigüedad para no perjudicarse electoralmente: los votos que obtuvo fueron estrictamente en favor del Estado propio dentro de Europa, sin saber muy bien qué sería eso, si como Baviera o como Eslovenia. Con estos bueyes hay que arar y así es como se conformó la actual mayoría y el pacto de estabilidad con Esquerra, que llevó a Artur Mas a adoptar el calendario y la posición de Esquerra --sí al Estado catalán y sí a la independencia--, sin haberla de ningún modo llevado en su programa ni haber obtenido el aval de su electorado, por mucho que ahora se quiera maquillar retrospectivamente. Los nacionalistas quebequeses la han revindicado siempre y Alex Salmond la llevó en el programa con el que ganó las elecciones, antes incluso de que Cameron aceptara en envite. Nadie podía llamarse a engaño: la claridad empieza por uno mismo. La segunda cortina, doble además, es la forma de la pregunta, confusa donde las haya. Dos preguntas a falta de una. Y sin manual de interpretación, para dejar más espacio a la discusión y a la incertidumbre. Sobre la primera --¿quiere que Cataluña sea un Estado?-- ya se ha hecho toda clase de bromas respecto a los estados de la física y las metáforas que ocultan. Todos queremos una Cataluña bien sólida. Aceptamos gracias al filósofo Zygmund Bauman que estamos en una Cataluña líquida. Y nos repugna abiertamente la Cataluña gaseosa, porque ni siquiera la podemos ver, aunque en cierta forma es la que más se asemeja a la Cataluña en penumbra que tenemos. Y en todo caso, poca broma: ¿Qué tipo de Estado? ¿Massachusetts o Baviera, Andorra o Ciudad del Vaticano, Quebec o Singapur? La primera pregunta no sirve para nada, salvo para confundir y aliviar malas consciencias: la buena, directa y clara es la segunda, por supuesto. Llegamos a la tercera cortina, gruesa también, que es la ley catalana de consultas no referendarias. Lo dirá mejor que yo un profesor de Ciencia Política de la Pompeu como Jaume López: ?Podemos decirlo clar i català: una consulta política efectuada al conjunto de los catalanes es un referéndum que, por razones jurídicas y políticas, no puede denominarse como tal? (Ara, 28 de agosto). Esta es una cortina mágica, con trampa por tanto, de las que utilizan los prestidigitadores para hacer desaparecer y reaparecer cosas. Aquí tienen ustedes una consulta no vinculante, un pañuelo, que cuando conviene se convierte en un referéndum con efectos políticos ineludibles, ¡y aquí está una paloma! Además de las cortinas hay un aditamento previo, que rebajó la luz y la difuminó, creando así un estupendo efecto visual para acostumbrar nuestros ojos a la oscuridad actual. Es el velo o gasa del derecho a decidir, ese inaprensible e inconsútil tejido que sustituye al imposible e innombrable derecho de autodeterminación. ¿Derecho de quién a decidir qué y con qué motivo? ¿A decidir la integración en el euro o la participación en la OTAN, la aceptación de las políticas de austeridad o la sustitución de la monarquía por una república? Busquemos el auxilio del mismo Jaume López en su artículo Consulta o referéndum las cosas por su nombre: ?Los juristas dicen que no existe. Que solo existe el derecho de autodeterminación, Tienen razón. No existe formalmente: no hay ninguna norma que lo recoja?. Conclusión: el Gobierno catalán pretende convocarnos a votar el día 9 de noviembre en ejercicio de un derecho inexistente, en aplicación del compromiso de una mayoría parlamentaria que tampoco existe, respondiendo a unas preguntas confusas cuyas respuestas serán de difícil interpretación y aplicando una legislación catalana que confunde adrede las consultas no referendarias y no vinculantes con los referendos consultivos de efectos políticos. Esta es la política de la claridad catalana. Que venga el Tribunal Supremo de Canadá y nos eche una mano, por favor.



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1 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Tirano(s)

Un típico país árabe, con sus desiertos poblados por beduinos, sus costas arenosas y sus atardeceres sanguinarios, sus plácidos oasis y sus abigarrados palacetes -con sus ineludibles cúpulas de oro-, sus oligarcas fatuos o corruptos y sus masas sojuzgadas y, por supuesto, sus fanáticos rebeldes dispuestos a inmolarse en la yihad. Un típico país árabe con el improbable, cuando no ridículo, nombre de Abuddín.

Luego, un típico dictador, Khaled al-Fayeed (en la correcta transliteración española, Jaled al-Fayid), tan brutal como comprometido con su patria, rodeado por su monstruosa familia: su primogénito Jamal, destinado a convertirse en su heredero, tan frágil como cruento, tan mujeriego como soberbio, y la esposa de éste, una misteriosa -y típicamente perversa- Lady Macbeth levantina, Leila; y, por último, el general Tariq, responsable del ejército y de las sucesivas olas de represión sufridas por sus habitantes. Hasta aquí, el escenario parecería calcado del Irak de Saddam Hussein si no fuera por la súbita aparición de la oveja negra de la familia: Bassam (mejor conocido como Barry), el hijo menor del tirano, el cual, luego de pasar veinte años en Estados Unidos, donde se graduó como pediatra y se casó con una rubia para procrear una típica familia estadounidense, regresa a Abuddín para asistir a la boda de su sobrino con la hija del dueño del monopolio televisivo del país.

            La premisa de Tyrant, la nueva serie creada por Gideon Raff (uno de los responsables de Homeland), producida por FX y actualmente al aire tanto en Estados Unidos como en México, radica en la confrontación entre estos dos estereotipos: la corte de Abuddín, inspirada tanto en los excesos de un sinfín de dictadores y jeques árabes como en los cuentos de las Mil noches y una noche, y una familia estadounidense normal, esto es, una pareja con dos hijos adolescentes: una chica frívola y un chico gay.

            En el capítulo piloto, observamos el primer choque entre estos dos mundos -en donde Barry/Bassam hace de puente- justo cuando el patriarca Khaled muere de pronto. A partir de aquí, la serie aspira a convertirse en un relato más sobre la lucha por el poder, al estilo de House of Cards, sin llegar a conseguirlo. Mientras Jamal asume la presidencia, Bassam se transforma en su consejero áulico. Con sus ideales típicamente estadounidenses, éste se dedicará entonces a tratar de educar a su violento hermano en los valores de la democracia y la libertad. La tarea no se revelará, evidentemente, sencilla, y nuestro héroe, en su afán por modernizar a su país, descubrirá que "para cocinar un omelette hay que romper varios huevos" y que sus buenas intenciones no sólo se verán traicionadas por su iracundo hermano, sino que su "intervención humanitaria" provocará decenas de muertes.

            Como metáfora de la invasión de Irak y del fracaso estadounidense a la hora de imponer allí una democracia por la fuerza, Tyrant se queda corta: por más que Barry/Bassam tenga que ensuciarse las manos y, por tanto, se convierta en otro de esos antihéroes que tanto encandilan a las audiencias televisivas hoy en día (con Tony Soprano y Walter White como epítomes), su papel como representante de la civilización -así sea corrupta- frente a la barbarie de Abuddín no hace sino confirmar todos los prejuicios occidentales frente al mundo árabe. Si acaso el deseo de sus creadores fue acercar esa realidad ajena a cada hogar estadounidense, no han hecho más que reforzar los peores prejuicios sobre esta parte del mundo, reiterando la costumbre que Edward Said estudió en su célebre Orientalismo (1978). Para muestra, un botón: mientras que Barry/Bassam se expresa en un inglés perfecto -de hecho, con un inverosímil dejo británico-, todos los demás, incluido el carismático actor árabe-israelí Ashraf Barhom (Jamal), lo hacen en un inglés quebrado por más que se suponga que están hablando en árabe.

Desde luego, sus productores no podían prever que el estreno de Tyrant coincidiría con el auge del terrorismo radical del Estado Islámico de Irak y de Levante o con la lamentable incursión israelí en Gaza -dos pruebas del fracaso de Estados Unidos en Medio Oriente-, pero su superficial y unívoco retrato del mundo árabe en poco contribuirá a que una comunidad tan variada -que va de Marruecos a Irak y de Líbano a Yemén, y en la que conviven radicales con moderados y musulmanes con cristianos- no termine una vez más identificada sólo con los pedestres y malévolos dirigentes de Abuddín. 

 

Twitter: @jvolpi



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31 de agosto de 2014
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Entre el edén y la ?happy hour?

Entre Magaluf y Formentor no sólo hay kilómetros de olivos y enebros, acantilados pardos, bofetadas de azul cián y huertos de coles, acaso una cortina invisible que separa dos espacios morales y dos visiones del mundo. La del cuerpo extraviado y la del espíritu reencontrado. Mis padres pasaron su luna de miel en la isla, y dieciséis años más tarde pisaba los mismos empedrados que había visto en el álbum de fotos, gracias a un encuentro de jóvenes poetas que participábamos en los Jocs Florals y recitábamos versos en la playa: Carles Torner y Alfred Bosch, entre ellos. Eso ocurrió hace mucho tiempo, entre las frutas libidinosas de Ábaco y la estela mítica de la librería Cavall Verd. Después llegaron las fotos de la Mallorca de los celebrities y Marivent, de Claudia Schiffer y los Douglas en S’Estaca (este año no se les ha visto). La Mallorca de los artesanos y la cultural: los conciertos en Pollença o el Festival Chopin de música de Valldemossa. De Barenboim a Miguel Poveda. En sus calas, descansan desde la familia Swarovski, Alfonso Cortina, los Polanco o Plácido Arango hasta Madame Bettenncourt, que pasea despacio con sombrero de paja. “Mallorca tendría que ser el Palm Beach de Europa”, me cuenta el empresario y presidente de la Fundación Macba, Leopoldo Rodés , que veranea junto a su esposa, Ainhoa Grandes, en la isla desde hace doce años. “Siempre les digo a los mallorquines que han vendido muy mal la isla. Mallorca posee todas las ventajas de la civilización y ninguno de sus inconvenientes. Pero hay dos Mallorcas, su imagen internacional sigue siendo la bloques de cemento, playas llenas y borrachera, pero un 60% de Mallorca es virgen; es la mejor isla de Europa”. La misma mirada de Rodés atravesó la retina de Adan Diehl, millonario y poeta argentino. Cuando recaló en Formentor, padeció una suerte de síndrome de Stendhal: aquella belleza tenía que servir de refugio para artistas. Y con ese ímpetu levantó el hotel Formentor y los jardines tropicales que acogerían a almas elegantes en busca de nuevas palabras para nombrar la belleza. “Un lugar parecido a la felicidad”, dijo años más tarde Borges cuando le entregaron el Premio Formentor en un ex aequo de infarto: él y Samuel Beckett. En el año 31, Francesc Cambó -y su colaborador, Joan Estelrich- organizaron la Semana de la Sabiduría ante la roca telúrica, con el conde Hermann von Keyserling empeñado en comunicar “impulsos vitales” en lugar de teorías. Allí estaban, entre otros, un joven Pla y el inevitable Gómez de la Serna. Aquellos fueron los cimientos sobre los que, en 1959, se iniciarán las Conversaciones Poéticas, sobre poesía y con la poesía. En los años cincuenta el hotel fue adquirido por la familia Buadas. Y nació el Club de los Poetas. Las fotos que recoge el libro Formentor. Una utopía posible ilustran el afán de modernidad, así como la huella de unos días de vino, rosas y letras, en los que mujeres elegantes con escotes halter fumaban Gitanes. Cuando Simón Pedro Barceló adquirió el viejo hotel, era consciente del increíble legado cultural que acompañaba al mito. Había que devolver la voz a los poetas y darle a sus salones por los que pasaron Italo Calvino, Churchill, Le Corbusier o Rainiero y Grace un nuevo pulso. Con Basilio Baltasar al frente como presidente del jurado se reinstauró el Premio Formentor de las Letras en el 2011 (patrocinado por los Barceló y los Buadas). Este año, un jurado formado por Ignacio Vidal-Folch, Cristina Fernández Cubas, Eduardo Lago, Aurelio Major y Basilio Baltasar eligió a Enrique Vila-Matas, por la elegancia literaria con la que ha renovado los horizontes de la novela así como por inventar nuevos procedimientos literarios que le han valido un lugar de honor en la literatura internacional. Hoy a las ocho, cuando en Magaluf y San Antonio comiencen los viacrucis autodestructivos, con su pachanga narcotizada, mamadings y balconings: cuando los veraneantes con abarcas paseen por Port Portals, y cuando las celebrities adoradas por los paparazzis, como Carlos Moyá y Carolina Cerezuela, posen con felicidad familiar para la foto, en el otro extremo, a resguardo de la Serra de Tramontana y de la sociabilidad elitista, Enrique Vila-Matas recogerá el Formentor en la cascada de verdes que le hizo llorar de joven. Y leerá: “Este 30 de agosto del 2014 se cumplen 50 años exactos del día de 1964 en que visité, con mis padres y mis dos hermanas, este hotel y, al caer la tarde y llegar la hora de irnos, en las escalinatas que escoltadas por cipreses descienden hasta el mar, inicié un movimiento de resistencia para impedir que dejáramos el lugar. Qué pudo pasar para que incluso llorara en las escalinatas? ¿Por qué tanta desesperación al oír que nos íbamos?”, se pregunta el escritor. Apunta que esas lágrimas pertenecían a la nostalgia del futuro: en la isla vivía Paula de Parma, a quien conocería doce años después y se convertiría en su mujer. Además de ese destello de belleza que roba el corazón de quien siente su flecha, en el cabo Formentor, una gamuza de neblina abre las cortinas que separan la realidad de la ficción.

(La Vanguardia)

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30 de agosto de 2014
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Alguien que anduvo por ahí

Estamos en el mes del centenario de Julio Cortázar, y es la hora de evocarlo. Contar cómo lo conocimos, dónde nos encontramos con él por primera vez. Para mí esa primera vez fue en abril de 1976 en San José, Costa Rica, donde yo vivía para entonces.

En su cuento Apocalipsis en Solentiname relata el viaje que en esa ocasión hicimos a Solentiname, en el Gran Lago de Nicaragua, donde Ernesto Cardenal tenía su comunidad campesina, no muy lejos de la frontera. Nuestro otro acompañante era Óscar Castillo, actor y director de cine:

"Sergio y Óscar y Ernesto y yo colmábamos la demasiado colmable capacidad de una avioneta Piper Aztec, cuyo nombre será siempre un enigma para mí pero que volaba entre hipos y borborigmos ominosos mientras el rubio piloto sintonizaba unos calipsos contrarrestantes y parecía por completo indiferente a mi noción de que el azteca nos llevaba derecho a la pirámide del sacrificio. No fue así, como puede verse, bajamos en Los Chiles y de ahí un yip igualmente tambaleante nos puso en la finca del poeta José Coronel Urtecho, a quién más gente haría bien en leer..."           

Eso fue un sábado. Julio había llegado a Costa Rica invitado a dar unas conferencias en el Teatro Nacional. Desde la finca Las Brisas, donde vivía Coronel Urtecho, cercana al río San Juan, se llegaba en bote hasta el puerto de San Carlos, y de acuerdo al santo y seña acordado entre la familia Coronel y los guardias  del puesto nicaragüense, se hacía un giro con el bote y así se podía seguir hacia el Gran Lago sin necesidad de bajar en el muelle para los trámites de migración. Julio entró a Nicaragua sin que la dictadura de Somoza se enterara. Clandestino.

Con alguna frecuencia yo iba a Las Brisas, en vuelos más azarosos que el que describe Julio, pues tomaba, a veces en compañía del poeta Carlos Martínez Rivas, un viejo bimotor DC-3 de tiempos de la segunda guerra mundial, de esos que mientras están en tierra parecen insectos gordos sentados en sus patas traseras. Un ruidaje de las latas del fuselaje  al despegar, y cuando iba a aterrizar en la pista de barro rojizo de Los Chiles, el piloto debía pasar rasante y volver a elevarse en señal de que las vacas vagabundas debían ser ahuyentadas.

            Llegamos a Solentiname al atardecer, y al día siguiente asistimos a la misa de Ernesto. Después de la lectura del Evangelio se iniciaba un diálogo con los feligreses; las conversaciones se grababan, y luego se editaron en un libro, El Evangelio de Solentiname. Ese domingo tocaba el prendimiento de Jesús en el huerto, y allí están las intervenciones de Julio al comentar ese episodio de la pasión de Cristo. El evangelio según Cortázar. También tomaron la palabra los  muchachos campesinos que en octubre del año siguiente participarían en el asalto al cuartel del puerto de San Carlos al iniciarse la insurrección contra Somoza; en represalia, fue incendiada la casa comunal, y destruida la iglesia.

Pasada la misa, Julio decidió fotografiar los cuadros primitivos pintados por los campesinos: "...Sergio que llegaba me ayudó a tenerlos parados en la buena luz, y de uno en uno los fui fotografiando con cuidado, centrando de manera que cada cuadro ocupara enteramente el visor..."

            Luego cuenta que ya de regreso en París, cuando proyecta una noche las diapositivas a colores, en lugar de los cuadros empiezan a aparecer escenas del terror de las dictaduras militares, prisioneros encapuchados, cadáveres mutilados.

Pero entre esas imágenes hay una en que aparece la escena del asesinato del poeta salvadoreño Roque Dalton, ejecutado por sus propios compañeros de armas acusado de ser agente de la CIA, una acusación que iba más allá de la ejecución física porque pretendía la ejecución moral.

Esa fue la primera vez que nos encontramos. Y con el paso de los años, hasta su muerte en 1983, quedarían muchas otras cosas que contar. Como para un libro.

 

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27 de agosto de 2014
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Truman Capote: Ícaro quemado por las luces de la fiesta

Hace treinta años murió Truman Capote, el gran niño viejo de la narrativa. Capote inventó géneros y modos de contar, se inventó a sí mismo y terminó inventando una destrucción a su medida, consumido por su propio genio y quemado por las luces de una fiesta que él organizó y de la que fue echado a patadas.

Fue el más inexacto de los genios de la no ficción. Y el más genial de los inexactos.

Cuando hace cuatro años mi exquisito editor de Cultura/s de La Vanguardia Sergio Vila-Sanjuan me pidió un ensayo sobre el aporte de Truman Capote al periodismo actual, pergeñé un retrato a partir de sus grandes obras no ficticias y de los caminos en muchas direcciones que esos libros abrieron.     

*          *          *

Cuando en la década de 1940 un jovencísimo aspirante a escritor de éxito comenzó a escribir crónicas de viaje para hacerse famoso y ganar el dinero suficiente para sentarse a escribir sus novelas, nadie supuso que estaba despuntando una nueva forma de escribir. Truman Capote había llegado a Nueva York desde el profundo Sur norteamericano y desde una infancia de abandono y desamor.

Tenía voz de pito, cara de niño y una extraordinaria capacidad para contar historias y llamar la atención. A los 20 años ya se había convertido en una celebridad literaria con un puñado de cuentos en revistas de moda, y a los 23, con la novela breve Otras voces, otros ámbitos, ya era considerado un escritor maduro.

Pero poco a poco, junto con obras de ficción, fue soltando algo nuevo y excitante. Primero fue un picante relato del viaje de una troupe de cantantes y bailarines negros a la Unión Soviética (Se oyen las musas, 1956), luego una serie de perfiles de íconos culturales de su tiempo, sobre todo un agudo y malicioso retrato de Marlon Brando (El duque en sus dominios, del mismo año), y finalmente su obra maestra, A sangre fría (1965).

Al terminar, exhausto tras seis años de absoluta inmersión en el mundo de esta “novela real”, Capote se había convirtió en el padre y el genio fundador del ecléctico y brillante grupo inventor de lo que su más colorido representante, Tom Wolfe, bautizó como Nuevo Periodismo.

Cuando murió en 1984, a punto de cumplir los 60, solo y abandonado por los ricos y famosos a los que aspiró con desesperación a acercarse, Capote dejó una extraña obra inacabada, Plegarias atendidas (1987), que a los tumbos y fragmentariamente otra vez abría caminos en el afán de contar lo real.

Tal vez la forma más ordenada de presentar lo que Capote aportó a quienes desde entonces buscan aunar periodismo y literatura sea recorrer algunos de los “inventos” de estas cuatro obras emblemáticas, y citar algunas libros posteriores que siguieron de alguna manera sus pasos.

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Se oyen las musas. Los relatos de viajes tenían mucha tradición, pero esta deliciosa crónica de una compañía que llevó Porgy and Bess de Gershwin a Leningrado y Moscú en plena Guerra Fría muestra cómo el análisis puede ceder primacía a recursos narrativos y descriptivos para que se comprenda una situación y se entienda la lógica y el drama de personajes inolvidables, sin que se pierda el ritmo y el interés de cada pasaje.

El género de la crónica de giras musicales, en el que la revista Rolling Stone basó gran parte de su prestigio y sin el cual quedaría muy pobre el conocimiento de la generación del rock parte de esta pequeña joya.

Capote perfeccionó el recurso de la narración por escenas, más tributaria del cine que de la literatura, ideal para narrar las estaciones de un viaje. Hoy tanto las crónicas músico-sociales como los relatos corales de viaje llevan su impronta. 

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El duque en sus dominios. Este perfil en profundidad de Brando muestra de forma a la vez divertida y atroz el momento en que sus demonios internos y su excentricidad externa estaban a punto de transformarlo de ídolo de masas en genio huraño e intratable. Como casi todas las grandes obras de Capote, el texto apareció en la revista New Yorker, que desde los años treinta se ufana de haberle dado forma al perfil periodístico literario.

Capote no inventó ni la combinación de diálogo extenso y a corazón abierto, ni la narración de escenas que muestran al perfilado “en su salsa”, ni la  descripción perceptiva en la que lo que se selecciona y presenta es imagen y metáfora de lo que sucede con el personaje. Pero en perfiles como este o el que realizó sobre Marilyn Monroe en Música para camaleones hizo del género arte perdurable. Sus perfiles han influido en muchos de los que siguieron.

Adrien Nicole Le Blanc y Susan Orlean, por ejemplo, publican en New Yorker perfiles donde informan sobre lo complejo de una vida y presentan trozos brillantes e incompletos de experiencia humana, como pequeñas piezas de cristal quebrado.

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A sangre fría. Será éste, el libro más largo y ambicioso de Capote, el que cimiente su prestigio literario y periodístico. A sangre fría cuenta el asesinato premeditado y cruel de cuatro miembros de una familia en el pueblo de Holcomb en Kansas por una pareja de delincuentes comunes, Dick y Perry. Capote sigue la vida de las víctimas hasta su final, que se nos presenta tan inevitable y espantoso como el de una tragedia griega, y acompaña a sus asesinos hasta la horca.

Para Gerald Clarke, el gran biógrafo de Capote, éste logra trasformar a los criminales en dos personajes formidables de la literatura del siglo XX. Para Ben Yagoda, coautor de la antología El arte de los hechos, el gran mérito del libro es la exhaustiva investigación y las entrevistas tan intensas que le permiten contar hechos que no presenció con la fuerza y el colorido que emplearía un novelista con un argumento de su invención. “Con su oído de novelista, (Capote) escuchó lo que sus personajes pudieron haber dicho y lo transcribió más fielmente que ningún periodista antes o después”, apunta Yagoda.

A diferencia de sus reportajes anteriores, A sangre fría se noveliza sin meter en ningún momento al autor como personaje ni como comentador de lo que muestra. Pero por supuesto, su mirada no está ausente sino todo lo contrario. Albert Chillón, en Literatura y periodismo: una tradición de relaciones promiscuas, enfatiza que “In Cold Blood resulta ser, en definitiva, un alegato contra la pena de muerte, pero no al estilo franco y declamatorio de un manifiesto o una novela de tesis, sino a la manera sutil de aquellas narraciones que extraen su fuerza persuasiva del ensanchamiento que provoca en la mente del lector el mundo que ponen en pie”.

La espeluznante historia de Perry y Dick influyó en generaciones de periodistas. Joe McGinnis se internó como pocos en el “relato de crímenes verdaderos” en libros como Visión fatal. Gourevitch también siguió la senda de Capote en una fábula moral, Caso cerrado, sobre un asesino capturado tras pasar décadas escondido. En España, Vázquez Montalbán en Galíndez o Arcadi Espada en Raval adaptan a sus personales estilos y temas algo del legado de Capote.

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Plegarias atendidas. Esta colección de fragmentos, que Capote soñó en convertir en su En busca del tiempo perdido, es un retrato colectivo amargo y mordaz de la clase alta norteamericana.

Hoy revistas como Vanity Fair, que critican con fascinación el mundo de los ricos y famosos, abrevan en este modelo. Pero desde su muerte, hace más de dos décadas, nadie ha conseguir contar anécdotas de opulencia y degradación como el perverso niño prodigio que nunca dejó de perseguir la gloria.

 

Las plegarias atendidas producen más lágrimas que las desoídas, decía Capote que había escrito Santa Teresa. Pero legiones de periodistas y “escribidores” igual siguen elevado plegarias. Las elevan a las musas  o a los santos más literarios, como San Juan de la Cruz, y en sus plegarias siguen implorando el don de poder escribir, al menos una vez, como Truman Capote. 

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26 de agosto de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Repertorio de ideas del surrealismo

André Breton acabó ganándose el calificativo de “papa” porque se hinchó de bendecir, excomulgar, beatificar o, en el más benévolo de los casos, reprender a quienes no veían y practicaban el surrealismo como él lo vivía. No le gustaba la palabra “escuela”, ni tampoco el calificativo de “grupo” y prefería describirlo como “una asociación libre, espontánea, de personas [entre las cuales] se establece una especie de pacto que define una actitud poética, social, filosófica que no puede ser transgredida sin producir la ruptura con el espíritu (y la comunidad) surrealista”. Poco después aceptaba que se calificase al surrealismo de “movimiento”, si se entendía éste como “una actitud común ante la vida” o también como una “aventura espiritual.

                Y bien, teniendo en cuenta las matizaciones y precauciones antedichas puede decirse que el surrealismo, al menos en sus comienzos, fue un movimiento vigoroso, saludable, desvergonzado  e iconoclasta, es decir justo lo que buscaba una Europa que necesitaba una revisión urgente de los valores y creencias que tan malparados habían quedado tras la I Guerra Mundial. Y qué mejor remedio que el administrado por unos jóvenes convencidos de la ineludible necesidad de soltar lastre, derribar ídolos y desenmascarar a los impostores a fin de “transformar el mundo, cambiar la vida y rehacer de arriba abajo el pensamiento humano”. Nada menos.

                El problema fue que unos pocos años después Europa se las arregló para representar una nueva versión del Apocalipsis igual de sangrienta y brutal que la de la anterior solo que esta vez con el añadido del Holocausto. Y aunque el surrealismo seguía en activo, esta segunda hecatombe, como dijo Buñuel para manifestar su rechazo y su impotencia ante el mercantilismo y la politización que rodeó (y rodea) al “Gernika” de Picasso, ya era “demasiado viejo para poner bombas”.   

                En este Repertorio de ideas del surrealismo (título tomado de un proyecto de Antonin Artaud no llevado a la práctica) Ángel Pariente ha reealizado una brillante recopilación de dichos y ocurrencias surrealistas que además ha ordenado alfabéticamente por temas. Como comprobará el lector, los surrealistas no se arredraban ante nada y entraban de frente en temas tan peliagudos como podían ser entonces los Juicios de Moscú o el Comunismo, pues les obligaba a ventilar públicamente una cuestión tan contradictoria para ellos como era su ferviente apoyo a la dictadura del proletariado y la evidencia de lo que estaba pasando de verdad en Moscú. Pácticamente no guardaron silencio ante cualquier cosa que pueda incluirse entre la primea entrada en el repertorio, Absurdo, y la última, Z de Zola, “un escritor de genio: el imbécil Zola”, según Louis Scutenaire (1945). Aunque aseguraban no tener padres, poco a poco fueron elaborando un Olimpo de favoritos, con Valery y Apollinaire a la cabeza, a los después se irían uniendo los Baudelaire, Rimbaud y Lautreamont, aparte de Marx y Freud. Y frente a éstos surgieron los aborrecibles Claudel (asno oficial, granuja, pedante), Pierre Loti (el idiota), Maurice Barrés (el traidor) o Anatole France (el policía). Como asimismo comprobará el lector, la lista de réprobos es interminable, con el agravante de que había figuras, sin ir más lejos Picasso, con las que Breton mantuvo una prolongada y muy complicada relación de amor odio, fundamentalmente porque sería una locura querer encuadrar a Picasso en una escuela, grupo, movimiento o cualquier otra entidad que no indique una noción de individualismo radical. Hubo otros, como Antonin Artaud que recibieron tantas críticas como alabanzas.  Más problemáticos fueron, sin ir más lejos, los insultos proferidos contra Anatole France durante su entierro, una tirria que llevó a Breton a pedir públicamente que los despojos del fallecido fuesen metidos en un cajón y arrojados al Sena porque le negaba incluso el derecho a convertirse en polvo.

                Otras veces, en cambio, la crítica era elegante, mensurada y, en mi opinión, justa, como por ejemplo cuando en 1928 Luis Buñuel y Salvador Dalí le mandan a Juan Ramón Jiménez una nota manuscrita que decía: “Nos creemos en el deber de decirle –sí, desinteresadamente– que su obra nos repugna por inmoral, por histérica, por arbitraria”. Movido por su inquebrantable propensión a la sinceridad, al repasar su propia obra, y la de sus compañeros, Luis Buñuel reconocía el valor de lo conseguido, ya fuera en literatura y pintura e incluso en el cine, pero lamentaba que el surrealismo no hubiese alcanzado uno de sus compromisos más queridos: cambiar la vida.         

 

Repertorio de ideas del surrealismo

Ángel Pariente

Editorial Pepitas de calabaza



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26 de agosto de 2014
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El Boomeran(g)
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