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Veinticinco años sin Simenon

            No leía a Georges Simenon (1903-1989) por los prejuicios que me despertaba saber que había escrito alrededor de cuatrocientas novelas. Pese a los elogios de Faulkner, Céline y John Banville, ¿podía ser bueno alguien que escribía tanto? ¿Era serio un autor capaz de sentarse ante su máquina en una jaula de cristal y escribir un cuento frente al público y contra reloj, como si la literatura pudiera ser también un "reality show"? Tardé mucho en vencer mis resistencias iniciales, pero lo hice hace un par de semanas, acuciado por el entusiasmo popular y la unanimidad crítica con que Francia conmemoró los veinticinco años de su muerte. Hace dos años la editorial Acantilado lo relanzó en español con dos de sus novelas, Pietr, el Letón (1930) y El gato (1966), y decidí comenzar por ahí. Ahora me pregunto por qué tardé tanto.  

            En Pietr, el Letón se inicia la popular serie del comisario Maigret, de la que hay unas ochenta novelas. En las primera páginas aparece el comisario, de pipa y americana, "enorme, con sus hombros impresionantes que proyectaban una gran sombra". Le interesa atrapar al legendario delincuente Pietr el Letón, pero el "caso" es para él un medio para un fin más que un fin en sí mismo: según su teoría de la fisura, todo criminal es dos hombres a la vez; la policía se concentra en uno, el "jugador", el "contrincante", mientras que Maigret busca a otro, que aparece cuando ocurre la fisura, "el momento, dicho de otro modo, en que detrás del jugador aparece el hombre".

El policial en Simenon no sería entonces la gran lucha de inteligencias de Poe ni tampoco la versión noir de Chandler en la que el detective es un cruzado romántico en un mundo corrupto; es la visión del crimen como algo de todos los días, en la que las flaquezas humanas pierden al asesino tanto como podían haber perdido a cualquier hijo de vecino o al mismo Maigret. En Pietr, el Letón hay tiempo para que Maigret, una vez atrapado el criminal, se tome unos ponches de ron con él: entre la policía y el culpable, escribe Simenon, "se crea una especie de intimidad. Sin duda por el hecho de que durante semanas, a veces meses, policía y delincuente sólo se preocupan el uno del otro".

            La novela de Maigret es buena, pero El gato está en otro nivel y es magistral. Simenon llamaba "novelas duras" a las que no eran policiales, y esa definición tiene que ver con la maestría con que escarba en las debilidades de sus personajes, hasta entregarnos un retrato brutal de la condición humana. El gato es la historia de un matrimonio de ancianos que no se soportan; la desconfianza instalada entre los dos hace que, a la muerte del gato de Émile, él piense que la culpable es ella, Marguerite. Así comienza entre los dos una contienda silenciosa, cruel, maquiavélica, que es también un juego: "¿Y no habían acabado por obtener así un secreto placer de ello? Los niños juegan a la guerra. Entre ellos dos, ahora, había una auténtica guerra, aun más apasionante".

El escenario de esta novela es el de un callejón de casas viejas, y allí se encuentra, atendiendo un bar, una genial creación: Nelly, la ex-prostituta compasiva que ofrece sexo gratis a sus clientes fieles. Nelly es una adicta al sexo, y Simenon, que podía escribir cuarenta páginas al día, sabía mucho de adicciones y compulsiones. La guerra de Émile y Marguerite es una compulsión por enmascarar la verdadera batalla, que es contra el tiempo y es absurda y despiadada y termina siempre en derrota. Hay pocos escritores más existencialistas que el Simenon de El gato.  

 

(La Tercera, 18 de octubre 2014)

 

 

 

 

 

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21 de octubre de 2014
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Nada grave sucede

En 2009, antes de acabar con ‘Antes del anochecer' (‘Before Midnight') su trilogía de la pareja Celine/Jesse, Richard Linklater realizó ‘Me and Orson Welles', inédita en España. Es una interesante comedia fallida en la que el protagonista Richard, un alumno de secundaria aspirante a actor, conoce casualmente  -antes de que el joven pero ya eminente Orson Welles se cruce en su vida-  a Gretta, una muchacha que toca el piano en una tienda de música y sueña con ser escritora. Personaje menor pero significativo de esta comedia de romance y disparate centrada en el histórico montaje teatral del ‘Julio César' de Shakespeare que Welles dirigió e interpretó en Nueva York en 1937, Gretta sólo interviene en tres escenas de la película pero en todas habla como un oráculo; al salir de la tienda de discos e instrumentos, y antes de despedirse de Richard, Gretta dice: "Sería una gran escena de un cuento magnífico, dos personas que se conocen así [como ellos dos], y nada más". Días después, reunidos de nuevo por azar ante una urna griega del Metropolitan, Gretta le cuenta a Richard que ha escrito un relato sobre una chica que va al museo porque está triste. "¿Y qué pasa entonces?", le pregunta él. "No pasa nada. [...] ¿Por qué todo ha de tener mucho argumento?".

     Linklater es un director muy prolífico, cambiante y desigual, y entre sus cerca de veinte largometrajes hay historias de mucha peripecia. A mí, como a Gretta, me seduce (a veces) el arte de la nada, y en particular la nadería de este cineasta nacido en Houston, hecha de palabras, ya que tanto la trilogía como ‘Boyhood' son películas en que los personajes no viven grandes pasiones ni sufren tragedias pero no paran de hablar. A la vez que iba filmando, entre 1995 y 2013, siempre con Ethan Hawke y Julie Delpy, los tres ‘befores' (‘Before Sunrise', ‘Before Sunset' y ‘Before Midnight'), se ignoraba la existencia de su otro ambicioso proyecto sobre el curso temporal y sentimental de unos actores/coautores a quienes se convoca intermitentemente, se les sigue, se les impone tramas leves que a menudo surgen de ellos mismos, mientras la cámara capta, sin figuras de estilo ni alardes de montaje, la media verdad de esa mentira novelesca. Y a los dieciocho años del dúo amoroso formado por la francesa Celine y el norteamericano Jesse, que en la última de las tres entregas, ‘Before Midnight', tenía momentos de suma belleza y sublime naturalidad (en un largo paseo por el campo, durante una comida con un parafraseado Patrick Leigh-Fermor interpretado por el anciano camarógrafo Walter Lasally), se suman ahora los doce, desde que tiene seis hasta que cumple los dieciocho, del joven Mason en ‘Boyhood', una obra maestra de control dramático, de construcción, de tempo, de elegancia narrativa.

      Más que originalidad (es evidente el modelo que Linklater ha tenido en la cabeza, las cinco películas de Truffaut con el personaje de Antoine Doinel encarnado por Jean-Pierre Léaud), ‘Boyhood' aporta el valor de su riesgo, siendo sin embargo una película de línea clara, sin aparato ni programa teórico, y de ubicación muy ceñida al paisaje urbano, suburbial, del estado de Texas, en contraste con el marco cosmopolita e internacional de la citada trilogía. Los peligros eran obvios: los protagonistas ineludibles podían haber fallecido, o no estar disponibles en los 39 días de rodaje salteados a lo largo de esos doce años de intermitencia, o haberle fallado al realizador, en el caso de los más jóvenes, por incompetencia o inconstancia. No ha sido así. La suerte recompensó la tenacidad y la ocurrencia de Linklater y, junto a la solvencia ya probada de Ethan Hawke y Patricia Arquette, que componen sin fisuras sus personajes de cantamañanas bohemio y un poco antisistema y madre sensata que sólo encuentra maridos insensatos, la seducción y el encanto que destila el film se basa en los dos hermanos, Mason (Ellar Coltrane) y Samantha (Lorelei Linklater, hija del cineasta), cuyo transcurrir en la pantalla era impredecible, pues pasa de la niñez a la primera juventud. Coltrane le confiere a su Mason densidad, silencios significativos, mirada y rostro que da gusto mirar, pero mi impresión es que si la película se hubiera fijado en el crecimiento de Samantha como protagonista, la hija de Linklater también habría dado pie a una ‘girlhood' femenina apasionante: su imitación musical en el dormitorio para enredar a su hermanito, la despedida burlonamente solemne de la primera casa de la que se mudan, sus desplantes al padrastro alcohólico, configuran una personalidad y señalan a una actriz dotada para el humor y la contención patética.

     Superadas en la filmación las inclemencias del tiempo, el tiempo permanece como el motor y principio definitivo de ‘Boyhood'; también como su personaje ausente soterradamente presente. A la novedad de una temporalidad sin truca se añade el indudable morbo de saber que allí no hay envejecimientos postizos ni maquillajes o ‘photo shop'. Olivia, la madre, engorda y adelgaza sin duda al margen de los requerimientos del guión, el joven galán Hawke pierde la galanura a ojos vistas, y el acné de los dos hermanos y el garbo enflaquecido de Mason responden sólo al sino de la naturaleza y esconden un agradable suspense fisiológico.

     Ahora bien, ‘Boyhood' no es un documental sobre un paraje humano que el objetivo y la mente de un director se limitan a reflejar. El argumento es trivial, por no decir trillado: divorcios, matrimonios, colegios, mudanzas, estrechez económica, sueños, amigos pesados, iniciaciones al sexo y las drogas. La vida misma tratada artísticamente como si el arte no la transformara, y la única mutación fuese la naturalidad del crecer, del engordar, del arrugarse,  afearse o rejuvenecer; del cambiar de ideas generales y de gustos musicales. Apariencia de un film cuya marca estilística en ‘low key' no debería engañar. Un ejemplo de su potente anti-banalidad son las elipsis, que apenas se dejan notar porque dependen no de un aviso capitular o una numeración sino del ver que los niños han dado un estirón o tienen más granitos que en el plano anterior. Ese callado pero elocuente flujo de las cosas visibles se extiende asimismo al trasfondo social: la campaña pro-Obama, el vecino confederado, la guerras extranjeras del exmilitar, el trabajo de los inmigrantes ilegales (aunque la reaparición del latino redimido por el consejo de Olivia es una mancha de sentimentalidad edificante en una película tan imperturbable en la descripción de las vidas corrientes). Y un último valor, propio de un artista de fuste: al acabar los 165 minutos de metraje, nos quedan  ganas de saber cómo serán Samantha y Mason a los 40, si tan independientes y tan soñadores y tan articulados en su expresión como lo son mientras pasan de la escuela primaria a la universidad. Y si también en esa madurez nada luctuoso o traumático les ha ocurrido.

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21 de octubre de 2014
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Bob de Arabia: las crónicas del iracundo y lúcido Robert Fisk

Releo La era del guerrero, una selección de crónicas, ensayos y reportajes del decano de los reporteros anglosajones en medio oriente, el inglés Robert Fisk (Destino-Imago Mundi, 2009). Se centra en la primera década de este siglo, pero es ahora aún más relevante que en el momento de su publicación.

Esta nueva década en la que estamos inmersos es aún más una era de guerreros sin piedad ni intención de dialogar. Todo está peor, de Siria e Irak a Palestina y Sudán. Obama no es mejor, en este aspecto, que George W. Bush. El Putin de hoy es peor que el Putin de hace una década. Y de los “líderes” europeos, mejor ni hablar.

Leamos, pues, al legendario corresponsal de The Independent, que cuenta lo que pasa desde el lugar de los hechos, viajando desde su casa en Beirut, donde escribe libros memorables y nos recuerda el tamaño de nuestra ignominia.

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En 2005, Fisk publicó su obra magna: La gran guerra por la civilización, un relato de la vida diaria en esa zona convulsa y un formidable ensayo histórico-político de 1.512 páginas.

Ya era famoso por sus crónicas de guerra. La primera que me impresionó fue la que figura en la antología ¡Basta de mentiras! (Ediciones B, editado por John Pilger): su relato de la matanza en los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Shatila, en Líbano, en 1982.

Fisk fue el primer reportero en llegar al lugar de la masacre. Lo atacaron las moscas. Muchísimas moscas. Después está la descripción de los cadáveres y la evidencia de la participación del ejército israelí al mando de Ariel Sharon en esas masacres de civiles.

Pero primero fueron las moscas. No dejan de atormentarme desde que lo leí.

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Para La era del guerrero, Fisk seleccionó algunos de sus estupendos artículos escritos del “cambio de siglo”. Tiene sólo 340 páginas, pero contiene toda la sabiduría del viejo Fisk destilada y concentrada.

Son textos escritos a toda prisa y al calor del último bombardeo israelí, la última bomba de la insurgencia en Iraq o la última enormidad en salir de la boca de Bush o Bin Laden, pero se sostienen bien en formato libro. Leerlos uno tras otro contribuye al asombro por la amplitud de los conocimientos históricos, geográficos y literarios del reportero erudito.

Como indicaba en su prólogo el entonces director de La Vanguardia, José Antich, el diario que publica desde hace años sus columnas en español, “incluso cuando el lector se pelea con Fisk, aprende con Fisk. Aprende a conocer mejor el mundo”.

A cinco años de su publicación, estos textos hechos al calor del instante conservan todo su poder: siguen informando, persuadiendo y haciendo pensar. Y nos ubican en el momento en que comenzaron muchos de los males de hoy.

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¿Por qué se llama La era del guerrero? Porque Fisk descubrió que los secuaces de Bush habían cambiado la oración con la que los soldados iban a la guerra desde los tiempos de Normandía y Midway. El nuevo lema es para el autor símbolo y metáfora de este cambio desde un ejército de ‘soldados’ profesionales por una banda desaforada de ‘guerreros’.

Este nuevo ‘credo’ hace repetir a los soldados: “estoy listo para (…) destruir a los enemigo de Estados Unidos de América en el combate cuerpo a cuerpo”.

Muchos de los artículos del libro detallan cómo estas tropas cebadas y azuzadas cumplieron sus órdenes.  

A la distancia, se puede apreciar cómo ese cambio fue duradero: la política exterior de Obama es muy similar a la de Bush, y muy distinta de la tímidamente dialoguista de Clinton. Los imperios se desbarrancan en la lógica de la violencia, sea cual sea el partido que gobierna, nos sigue adviritiendo hoy Fisk desde sus columnas de The Independent.

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Aparecen en las páginas de su antología los personajes usuales de Fisk: su padre ex combatiente de la Primera Guerra Mundial, sus vecinos y choferes de Beirut, sus lecturas – Shakespeare, Wilfred Owen o Lawrence de Arabia – y sus lectores, con quienes dialoga, discute y se reconcilia.

Pero los principales personajes de estos artículos son los pequeños villanos de comienzos de este siglo. George W. Bush, Donald Rumsfeld, Ariel Sharon, Yaser Arafat, Mahmud Ahmadineyad y sobre todo su odiado primer ministro, el funámbulo sonriente Tony Blair.

La mayoría de estos vociferantes ya no están en escena, pero ojalá por muchos años los que vengan sigan teniendo enfrente a este airado y lúcido Bob de Arabia. 

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20 de octubre de 2014
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La fase de la desesperación

 

Por favor, no me cuente usted su vida. Es una frase hecha que todos hemos dicho alguna vez a altas horas de la madrugada, indicando por vía directa que no hay nada más aburrido que escuchar a alguien contar su vida. Por favor, no me someta usted a ese martirio, por favor. Cuénteme cualquier cosa menos su vida.

Durante siglos, a ningún novelista se le ocurrió nunca la peregrina idea de contar su vida. La novela podía ser una imagen de la vida, pero no exactamente de la vida del escritor. Lo decía Anthony Burgess: "Es difícil imaginar una vida más aburrida que la de un escritor". A Burgess la vida de un escritor le resultaba más tediosa y sufriente que la de un monje. Horas y horas sentado en una celda, horas y horas voluntariamente encarcelado, soñando vidas ajenas o soñando la propia vida. Por cierto que Burgess decía eso al comienzo su autobiografía: quien avisa no es traidor. 

No son tantos los que se han hecho ricos contándonos su vida más o menos novelada. Me acuerdo de Papillon... Fue un superventas cuando yo era un chaval. En Papillon un ladrón bastante ejemplar narraba los avatares más memorables de sus existencia. En el fondo y en la forma destacaba el lado heroico. Al final la podías ver como una historia bastante emparentada con El conde de Montecristo. Desde esa perspectiva, unida al estilo firme y decidido del narrador, podías entender su éxito. ¿Se puede entender el éxito de los seis tomos que el noruego Karl Ove Knausgard se ha dedicado a sí mismo bajo el título genérico de Mi lucha? Se puede entender,  si bien aquí el éxito se lleva a cabo por razones opuestas a las de Papillon, y es que no hay que olvidar que estamos en la era de la pornografía. 

En Papillon Henri Carrière resumía, en cambio en Mi lucha  Knausgard emprende una aventura rígidamente proustiana, y digo rígidamente porque Knausgard carece de la capacidad de ondulación que posee la escritura de Proust. Se trata de una narración que estaba al caer por la sencilla razón de que alguien tenía que llevar hasta el límite lo que ya se ha convertido en todo un género dentro de la novela actual: la novela-realidad, la novela que intenta no recurrir a la ficción. Un proyecto imposible, a no ser que caigamos en la ingenuidad de confundir el autor con el narrador. Los límites del narrador son los límites del texto, y allí donde acaba la narración acaba también el narrador, que es una criatura textual, en realidad un espejismo; pero ¿dónde empieza y dónde acaba la vida del escritor? Configurar una ecuación donde narrador es igual a autor y escritura igual a vida resulta tan peregrino como pensar que el objeto silla es lo mismo que la palabra que lo designa. Aclarada esta cuestión, podemos admitir que hay textos que acumulan más ficción que otros, y textos que integran más realidad que otros. 

En todo movimiento literario, siempre hay alguien que lleva el método al límite, y al hacerlo mata ese mismo movimiento. Knausgard ha dado un golpe mortal a la novela-realidad al colocarla en un límite difícil de superar, en su trasparente brutalidad y en su vastedad extenuante y obsesiva. 

Tenía que ocurrir y ha ocurrido ya. Contar tu vida en seis tomos puede convertirte en un millonario con tal de que no omitas casi ninguna de tus vergüenzas. ¿Se trataría de llegar a lo que Barthes llamaba el grado cero de la escritura, o la escritura llegando a una trasparencia radical? Lo dudo por muchas razones y porque basta con acercarse al primer tomo para percibir que el autor está fabulando, está reconstruyendo literariamente (y no literalmente) el pasado, si bien se desnuda mucho más que los demás. En cualquier caso, estamos ante un límite interesante. Hay que ponerse a pensar, a pensar si la novela, tras haber pasado la fase gloriosa del siglo XIX y la fase problemática del siglo XX, no estará llegando a la fase de la desesperación, que tendría mucho que ver con el desnudo integral. 

Y así como las cantantes pop han decidido, guiadas por la impaciencia y la desesperación del mercado, explotar al máximo el culo (no está lejano el día en que una de ellas decida finalmente exhibir el ano en algún concierto), así también muchos escritores y escritoras han optado por hacer más o menos lo mismo, en un viaje literario donde la verdad se confunde con la pornografía existencial.

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20 de octubre de 2014
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La vida como saqueo

Únicamente conozco a un broker que actúe en Wall Street. Se trata de un antiguo compañero de colegio que ya en la infancia apuntaba maneras. Era abierto, decidido y, a la que te descuidabas, te devolvía un lápiz tras haberle prestado una pluma estilográfica. El otro día me lo encontré por la calle y estuvimos charlando un rato. Estaba contento porque los negocios le iban bien. Le pregunté si se reproducían las condiciones -propicias para él, por cierto- que dieron lugar al colapso financiero de hace algunos años. Me contestó que no sólo se reproducían sino que dentro de no mucho el colapso sería mayor. Los especuladores, empezando por él mismo, campaban a su aire, sin freno, y sus ganancias eran fabulosas. A su alrededor las burbujas fomentadas por la especulación crecían sin cesar, aunque, como es lógico, nadie pensaba acabar atrapado por ellas.

Mi antiguo compañero de colegio era feliz: todo volvía a producirse, corregido y aumentado, ante un mundo ciego y sordo, o, lo que era todavía más eficaz, cómplice. En definitiva, de creer sus palabras, la codicia seguía creando fuertes lazos de complicidad entre el engañador y el engañado, parecidos a los de los colegiales que intercambiaban lápices y plumas estilográficas. Claro que él no hablaba de codicia sino de interés y de provecho.

Y creo que no le falta razón. No tengo conocimientos suficientes para saber, o profetizar, si se avecina un nuevo colapso, pero sí tengo la sospecha de que no se ha generado un aprendizaje profundo en relación con lo sucedido estos últimos años. No se ha eliminado el huevo de la serpiente, ya que dicha eliminación concernía, además de a la economía y a la política, al espíritu, o, si se teme esa palabra, a la mentalidad. No ha habido catarsis, no se ha hecho limpieza, y las nuevas turbulencias pueden presentarse sin que se hayan construido diques de contención que las detengan.

No ha habido catarsis y las nuevas turbulencias económicas pueden presentarse sin que se hayan construido diques de contención que las detengan

A este respecto es muy interesante -incluso literariamente- escuchar el relato sobre el fin de la crisis que muchos políticos y financieros están contando. Es en cierto modo simétrico al del inicio de la crisis, e inevitablemente recuerda las narraciones tejidas en torno al absurdo. La crisis estalló inexplicablemente, y bastaría recurrir a las hemerotecas para comprobar la maravillada candidez de los dirigentes políticos y económicos: nadie podía prever nada porque -como los grandes fenómenos diabólicos y divinos, o como el absurdo- todo era imprevisible. Inopinadamente la peste se apoderó de la ciudad. Ahora se declara que la peste ya ha sido vencida, si bien es cierto que dejando tras de sí un reguero de cadáveres. Es magnífico ver a los banqueros proclamar el triunfo sobre la peste, ajenos ellos por completo a la instalación de la epidemia. También es aleccionador comprobar el triunfalismo de Rajoy o Montoro, aunque en sus caras se insinúe todavía un rictus de espanto, como si no estuviesen muy seguros de los augurios, o simplemente tuvieran dificultades a la hora de jugar su nuevo papel en la representación teatral.

Sin embargo, con mayor o menor eficacia, la representación funciona. Los espectadores -es decir, los ciudadanos- empiezan a aceptar que la peste se está desvaneciendo, y tienen tantas ganas de que esto suceda que están olvidando ya las causas del contagio que afectó a la comunidad. Si hacemos caso de la lógica expuesta por mi antiguo compañero de colegio, el entero ciclo va a repetirse de nuevo porque otra vez van a funcionar férreamente los lazos de la codicia: los especuladores, como corresponde a su papel en la función, buscarán la complicidad de los ciudadanos para la obtención de unos beneficios que, aunque a la larga sean catastróficos, a corto plazo brillan con luz propia.

La repetición del ciclo, de producirse, implicaría una ausencia total de aprendizaje con respecto a lo que hemos denominado crisis. Si tuviésemos la voluntad de aprender deberíamos ir, creo, más allá de las explicaciones económicas y políticas para preguntarnos sobre una determinada interpretación de la existencia. Dicho directamente: mientras la vida sea entendida como un objeto de rapiña, de saqueo, cualquier otra consideración se antoja secundaria. Y esta parece ser la ideología dominante en estos primeros lustros del siglo XXI en los que el utilitarismo y el pragmatismo se ven acompañados por una exaltación permanente de la posesión inmediata de las cosas (y de las personas). La existencia está ahí para ser tomada, para ser consumida, y no para llegar a un compromiso con ella. Más importante que el contrato social del que hablaron los ilustrados es el contrato existencial, del que carecemos y que supondría entender la vida como un sutil juego de equilibrios entre deseo y respeto, entre posesión y contención.

Cuando en la tragedia griega los poetas luchaban contra la desmesura y el desequilibrio, poniéndolos precisamente en escena, era porque partían de la honda convicción de que el hombre no puede ser libre si está atenazado por la hybris. Como supo ver muy bien Esquilo, no puede haber libertad si las fuerzas dominantes son la desmesura y el desequilibrio. Por importante que sea la urna para la democracia todavía más importante es la capacidad de mediación y de regulación: entre los individuos, entre los poderes, entre el hombre y su entorno. No obstante, el capitalismo que, globalizado, se asienta en el mundo tras la caída del muro de Berlín, hace ahora 25 años, es una auténtica civilización de la hybris y, en consecuencia, si aún son válidas las enseñanzas de Esquilo -y pienso que lo son-, un sistemático antídoto contra la democracia. La perpetua invitación a la codicia y al fast food vital significan un continuo sabotaje al ejercicio de la libertad.

Por eso es alarmante -no para él, claro- el pronóstico de mi compañero de infancia, el actual broker de Wall Street, cuando supone que las circunstancias van a repetirse porque los hombres están predispuestos a que se repitan. Indicaría que estamos atrapados en esa civilización de la hybris que no contempla otro camino que el del saqueo vital y la posesión inmediata de las cosas. Prisioneros de ese sortilegio, lo normal es que marcháramos de crisis en crisis, de nuevo riquismo en nuevo riquismo, con asombrosas irrupciones de la peste en la ciudad y no menos asombrosas desapariciones de esa misma peste. Eso sí, con visionarios, con augures, con magos, vestidos de ministros o de banqueros, abriendo o cerrando las puertas del porvenir. Y sin posibilidad de aprender.

Lo contrario sería aprender. Pero eso entrañaría un nuevo concepto de educación que desborda, con mucho, el marco de las escuelas y las universidades para afectar, directamente, a la mente del hombre. Al comprobar los estragos violentos de la Revolución Francesa, un revolucionario como Friedrich Schiller escribió un breve y valiosísimo libro, Cartas sobre la educación estética de la humanidad. En él se afirmaba que ningún cambio era posible, por espectacular que fuera en su efecto exterior, si no conlleva una modificación de la sensibilidad. Fue, en cierto modo, una profecía con respecto a las revoluciones que estaban por venir, especialmente las que tuvieron lugar en el siglo XX.

Aprender sería aprender a desarticular la civilización de la hybris. Educar al hombre en un nuevo contrato existencial, con sus derechos y sus deberes, en que la vida, lejos de ser un objeto de saqueo, fuese un sujeto de armonía. Claro que eso implicaría hacer una verdadera revolución espiritual, algo más delicado que cualquier revolución de otro tipo. La próxima vez que me encuentre con mi antiguo compañero de colegio voy a preguntarle qué opina al respecto. Quizá ría porque no lo entienda; quizá se asuste porque lo entienda demasiado.

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20 de octubre de 2014
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Crónica de un clásico de temporada

Bueno, bueno, ¡no reconocía a Arguiñano con barba!”, dice el conductor del autobús que durante dos días ha paseado a periodistas culturales y autores por Barcelona con motivo del premio Planeta. “También he visto a esa periodista, muy maja ella, la que de joven llevaba el pelo de pincho”; “Sí hombre, la Julia Otero, quieres decir”. “Eso, y también a la otra: Amparo… la que salía en la tele con el Cuní”. El conductor de reserva rumía un rato: “¿Amparo Moreno?”; “No, no. Esta es flaca. Una que sale con las piernas cruzadas…”. “Ah, ¡Empar Moliner!”. El autobús aparca frente a la alfombra negra donde posan el matrimonio Tous, Judit Mascó, Risto Mejide o Manel Fuentes. Hay equilibrio entre autores mediáticos y escritores de verdad, como en las proporciones de gambas y jamón del salmorejo, o entre políticos del PP y del PSOE: Ana Pastor, Alicia Sánchez-Camacho, ellas; Miquel Iceta, Pedro Sánchez, ellos. Concentración de poder y pedigrí en la entrega de unos premios literarios que ya forman parte del santoral: invariablemente el 15 de noviembre, día de Santa Teresa de Jesús, en homenaje a Maria Teresa Bosch, la madre del presidente del grupo. Como es habitual, los nombres de los ganadores se filtran, aunque los comensales interpretan la solemnidad y el suspense, y los más románticos se imaginan a un jurado deliberando acaloradamente en el sótano del Palau. Carmen Posadas abre primero la plica del ganador: Jorge Zepeda. Se da cuenta del error, pide disculpas y le echa la culpa a la presbicia: “Ahora sí me pondré las gafas”. Hay que retomar la coreografía, y la finalista, Pilar Eyre, lo logra al minuto: “Fue en un restaurante. Conocí a un corresponsal de guerra y pasamos tres días y noches de pasión. Luego se fue a Siria, y en la frontera con Turquía desapareció. Narro mis esfuerzos por rescatarlo”. El público enmudece, se reboza el morbo en el ambiente, y la escaleta del guión vuelve a su sitio. El flamante ganador mexicano, de dientes nicotinados, barba de dos días y verbo sobrio, se persona en la tarima con un título anatómico -Milena y el fémur más bello del mundo- y un aura de periodista valiente con maneras suaves. El misterioso reportero de Eyre y el fundador del periódico Siglo 21 de Guadalajara conjuntaban como una de las próximas tendencias de este otoño-invierno: periodismo al servicio de la literatura, todo un clásico. Mientras, en Madrid, se escenificaba el primer homenaje al mejor clásico de todos los tiempos, el modisto aristócrata que triunfó en París y Hollywood, y creó la más perfecta petite robe noir para Audrey Hepburn. “La ropa de Givenchy es la única con la que me siento yo misma. Es más que un diseñador, es un creador de personalidad”, decía la mítica actriz. A sus 87 años, Hubert de Givenchy comisaría en persona la primera retrospectiva de su trabajo -cerca de un centenar de creaciones emblemáticas- y por tal motivo lleva ya varios meses en Madrid custodiado por Sonsoles Díez de Rivera. El Thyssen apuesta cada vez más por las exposiciones de moda patrocinadas, siguiendo la línea de grandes museos del mundo: atrae a multitudes por su combinación mágica de hermosos objetos con historia social. Ya lo decía Diana de Vreeland: “El público quiere ver lo que no puede conseguir”. Fuera de juego Hay frases hechas nefastas con las que ni la inteligencia emocional ha podido, propias de personajes malcriados que exigen tratamiento vip incluso al cometer una infracción. “Voy a hablar con tus jefes y se te va a caer el pelo”. Esa -y otras lindezas: “Me tenéis envidia porque soy famoso”, “me estáis multando porque vais a comisión, porque no tenéis dinero”, “me da asco vuestro trabajo, la Guardia Urbana es una puta vergüenza”- les dedicó el central del Barça Gerard Piqué a los agentes que multaron a su hermano la madrugada del domingo pasado por aparcar en el carril bus durante un cuarto de hora. ¿Esperanza Aguirre? Una pacata a su lado. Esperemos que el próximo fin de semana, en el derbi, hable en el campo. Sin resoplar Es fácil imaginar cómo deben de digerir el afroamericanismo de Michelle Obama esos republicanos enharinados. Por ello le buscan las cosquillas eternizando el mito de la angry black woman, esa negra cabreada que se resopla el flequillo y pone los brazos en jarras. Nunca ha habido tantas mujeres deseando que un hombre se divorcie de su mujer, pero Michelle tiene bien afilados los colmillos. A la ordinaria pregunta de “¿Cuántas calorías quemas cuando te excitas?”, Michelle respondió con un ingenioso juego de palabras -turnip (nabo) por turn up (excitarse coloquialmente)- y moviéndose a ritmo de rap con los ojos semicerrados. Y encima hace campaña: Turn down for what? se ha convertido en un himno pro-participación electoral. Antes que la voz? En algunos mesteres, como las letras, el malditismo pone galones. Sylvia Plath es un inmejorable ejemplo: delicada, bella y precoz, madre y esposa amantísima obsesionada con la infidelidad de Ted Hughes, el horno de su casa victoriana en Londres donde metió la cabeza, e incluso el suicidio de su hijo, 56 años más tarde, han conformado el mito. No hubo mejor novela de iniciación que La campana de cristal, que tanto nos golpeó. Aparece ahora Dibujos (Nórdica), que recoge bocetos de la autora de Ariel: retratos de Ted, tejados parisinos, unas barcas de pesca en el Benidorm de su luna de miel… Cuando era redactora de la revista Mademoiselle, una noche, profundamente indignada, arrojó sus trajes por la ventana de un hotel de Nueva York. (La Vanguardia)

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18 de octubre de 2014
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La guerra de la energía

Hay muchas formas de librar la guerra. No siempre hacen falta los tiros. Una decisión sobre los precios del gas o del petróleo o una restricción en los suministros basta a veces para producir efectos de mayor eficacia que un bombardeo o una invasión. Muchas guerras se han librado por la energía, y más concretamente por el petróleo. La primera guerra del Golfo, emprendida con todas las de la ley por Bush padre en 1990, fue para evitar que Sadam Husein se convirtiera con la anexión de Kuwait en el primer productor de petróleo del mundo. Pero hay otras guerras, como la de Ucrania, que se libran bajo la amenaza de la energía: si llegamos al invierno con la penosa tregua sangrienta que hay ahora en Donestk y Lugansk podemos ver cortes del suministro de gas que van a afectar al conjunto de Europa. Arabia Saudí, el primer productor de petróleo del mundo y dueño de las mayores reservas mundiales, acaba de tomar una decisión que ha sido interpretada en muchos países como una forma de guerra subrepticia. Justo cuando los precios empezaban a bajar, como resultado del incremento de la producción en Estados Unidos y de la caída de la demanda en Europa y en China, los príncipes saudíes han decidido mantener los altos niveles de producción, perjudicando directamente a sus adversarios geopolíticos más próximos, que son Rusia e Irán. Los sauditas quisieran que Rusia sacara las manos de Siria, donde apoya a Bachar el Asad en un acto reflejo de la presencia soviética en Oriente Próximo durante la guerra fría. También quieren perjudicar la economía de Irán, su mayor rival regional, con el que se disputan la hegemonía en el mundo islámico. La decisión está llena de recovecos. De una parte echa un cable a Washington en su presión sobre Teherán para que firme de una vez el acuerdo sobre la fabricación pacífica de energía nuclear. Pero a la vez, es un ataque en toda regla a la estrategia de independencia energética de Estados Unidos. Con el barril estabilizado a 80 dólares dejarán de ser rentables muchos proyectos de extracción no convencional, especialmente yacimientos en los que se utiliza el fracking. La caída de ingresos perjudicará también a las finanzas saudíes, pero proporcionan al reino árabe una palanca de acción geopolítica que acrecienta su interés como aliado. Thomas Friedman, en una columna publicada esta semana en The New York Times, se pregunta si Ryad y Washington no estarán haciendo a Putin y a Kamenei lo mismo que los saudíes hicieron a Gorbachov en 1985, cuando incrementaron súbitamente su producción petrolífera hasta conseguir la bancarrota de Moscú. Según esta versión de los hechos, no fueron las divisiones espirituales de Karol Wojtila, ni la tozudez neoliberal y armamentística de Reagan con la ayuda de Thatcher, sino los príncipes saudíes quienes infligieron la derrota definitiva al comunismo. 

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18 de octubre de 2014
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Evo Morales: Administrar la hegemonía

La noche del domingo, en su alocución en la histórica plaza Murillo una vez que se confirmó su victoria en las elecciones presidenciales, Evo Morales dijo ante el aplauso de la multitud que su reelección era un triunfo de las fuerzas anticapitalistas y antiimperialistas. Ha sido, sin duda, una victoria notable, contundente, capaz por fin de destrabar una lógica de enfrentamientos que habían dividido el país en dos en las anteriores elecciones. La cuadratura del círculo suele ser imposible, y por lo pronto la habilidad política y el carisma de Evo han logrado que funcione su doble discurso: la retórica sigue siendo de la tradicional izquierda latinoamericana, pero el modelo es el de un capitalismo de Estado que sabe limar los peores excesos neoliberales.

Para Evo y su partido, el MAS, sin embargo, resulta cada vez más difícil atacar al capitalismo y al imperialismo, cuando organismos como el FMI y medios como el Wall Street Journal no han hecho más que destacar en los últimos días los éxitos económicos del gobierno boliviano. Son los riesgos de un proyecto hegemónico, que a medida que avanza e incorpora a sus enemigos derrotados va desdibujando su núcleo ideológico. El desafío para este nuevo mandato consiste entonces en mantener felices a sus bases con el corazón más a la izquierda -los movimientos sociales y populares que lo han acompañado desde el principio- y a la vez los nuevos adherentes del centro y la derecha. ¿Cómo administrar la hegemonía?

Entre las asignaturas pendientes de Evo está la prometida industrialización del país; la buena o mala salud de la economía boliviana no puede estar sujeta a los precios de los recursos naturales. El problema es que en proyectos ambiciosos como el de una fábrica de litio, Evo ha querido evitar pactos con inversores extranjeros y mantener el control total del Estado en su implementación. Los analistas dicen que es poco práctico que un proyecto como este despegue sin capital humano e inversiones de afuera, por lo que no resulta fácil la decisión de Evo: un pacto con capitales extranjeros puede verse como un paso más hacia la derechización del modelo económico, y quizás en este tema la retórica no baste para convencer a los sectores que tradicionalmente han apoyado a Evo de que su gobierno no es un aliado del capitalismo ortodoxo.      

Evo ha logrado una transformación profunda en las estructuras sociales del país, incorporando a la esfera pública a los representantes de las mayorías excluidas, pero el agujero negro de su agenda de cambio es el tema de los derechos de las mujeres; su falta de urgencia no se explica en un país en que la violencia de género ha ido en aumento. Son los límites de un proyecto patriarcal y caudillista; la izquierda, aquí, nunca ha sido revolucionaria (y la derecha tampoco). Puede que sea difícil -el machismo está enraizado en la conservadora sociedad boliviana--, pero Evo tiene el suficiente capital político para lograr cambios fundamentales en este tema, si se lo propone. El problema es que hasta ahora ha sido más bien un representante del retrógrado status quo.  

La industrialización del país y un programa serio de apoyo a los derechos de las mujeres podrían ser las bases del nuevo período de Evo y el MAS; ayudarían, sin duda, a administrar la hegemonía. Eso sí, en el camino la ideología original del partido de gobierno seguirá desdibujándose.    

      

                       

 (El País, 14 de octubre 2014)

 

 

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17 de octubre de 2014
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Puerta del Sol: ¿Podemos?

Fue el lugar de los enamorados en sus primeras citas ilusionadas. Y el lugar de los forasteros que al llegar a la capital querían empezar su visita ordenadamente: en la Puerta del Sol está marcado en el suelo, sobre una losa de piedra, el kilómetro cero de todos los caminos de España. Pero también fue, durante más de un siglo, un lugar de protestas, de libertades, de matanzas. Una gran multitud se agolpó, por ejemplo, alrededor de esa plaza y las adyacentes calles de Alcalá y del Arenal un 2 de mayo histórico, el de 1808, cuando las tropas de Napoleón ocupaban la ciudad. Había "veinte mil rebeldes", le escribe ese día el general Murat a su cuñado, contándole con detalle los graves incidentes producidos cuando los madrileños resistieron la carga de los Mamelucos del ejército francés, un episodio también contado por otro testigo presencial, el pintor de una de las más célebres obras del Museo del Prado, ‘El Dos de Mayo en la Puerta del Sol', residente entonces en una casa situada en la misma plaza. Ese cuadro de Francisco de Goya tiene para los españoles una carga sentimental similar a la que puede tener para los franceses el que pintó en 1830 Delacroix, ‘La libertad guiando a su pueblo', aunque la república tardó en llegar a España y fue breve en sus dos únicos periodos, veinte meses en 1873 y apenas ocho años entre 1931-1939. No hay pinturas comparables a la de Goya, pero sí fotos emocionantes de la Puerta del Sol llena de gente con escarapelas republicanas celebrando la caída del rey Alfonso XIII el 14 de abril de 1931; al fondo de esas fotografías se ve la gran bandera tricolor colgada en el balcón de un edificio neoclásico encargado en 1760 por otro rey Borbón ilustrado y querido, Carlos III, a un arquitecto francés, Jacques Marquet, como sede de la Real Casa de Correos.

       Cuando yo llegué con 17 años a Madrid desde la provincia para estudiar en la facultad de Letras y hacerme ‘gauchiste' tuve también algún rendez-vous amoroso, pero nunca en la Puerta del Sol. A la Puerta del Sol sólo se iba por aquel entonces detenido. El elegante edificio de Marquet que, acabada su función postal, albergó desde 1848 a 1939 el Ministerio del Interior, se convirtió con la llegada al poder del Caudillo en el local siniestro de la policía franquista, "la Brigada Político-Social"; sus nobles despachos fueron ocupados por los comisarios más innobles de la dictadura, y en sus calabozos se torturó y se humilló y se asesinó. El general Franco no lo usó nunca como lugar protocolario; arengaba a las masas desde el Palacio Real, como un falso monarca chusco ansioso de legitimidad.

     Desde la llegada de la democracia bajo el reinado de Juan Carlos I, la Puerta del Sol se hizo ecuménica. Un lugar de paso y de negocio, menos hermoso que la cercana Plaza Mayor pero más vivo, más vulgar, más denso. Y el edificio de Marquet, restaurado y redistribuido en su interior, se convirtió en la sede del gobierno regional de la Comunidad Autónoma de Madrid. Los nuevos tiempos permitían las manifestaciones públicas, sin riesgo de paliza ni matanza; según los días y las horas, se veía en la Puerta del Sol a republicanos nostálgicos, obreros despedidos, ahorradores timados por la Banca, aunque a quienes más se oía era a los predicadores de un inminente Apocalipsis y a grupos de extremistas pro-vida con estandartes tétricos y cánticos de una espiritualidad agresiva. La Puerta del Sol volvía a ser el kilómetro cero de las rutas cruzadas de un país descentralizado y poco a poco decepcionado.

     Y de repente, en otro mes de mayo, doscientos años después de la guerra de independencia frente a los Bonaparte, los rebeldes ocupan la plaza. Son pocos al principio, aunque muy locuaces; no todos jóvenes. Su presencia en la Puerta del Sol se hizo notar enseguida, porque no se iban; llegaba la noche y no se iban. Nacía algo que no tenía nombre, y hubo que dárselo: el 15-M, en razón de que a lo largo de aquel 15 de mayo de 2011 los primeros indignados se manifestaron en más de 50 ciudades españolas, protestando contra los recortes económicos y las políticas anti-sociales dictadas, o al menos aceptadas, por un gobierno socialista, el de Zapatero. Las manifestaciones más numerosas fueron en Barcelona y Madrid, y en ambas ciudades una parte de los manifestantes ocuparon los puntos céntricos: la Plaza de Cataluña en Barcelona y la Puerta del Sol. En Madrid, los primeros acampados fueron hostigados por la policía, y en la madrugada del 16, diecinueve de ellos fueron detenidos. Al día siguiente, 17 de mayo, ya había en la Puerta del Sol diez mil personas. La cifra fue creciendo. Durante un mes, una ciudad de ilusiones creció en el corazón de una capital enferma. Tiendas de campaña, cocinas de gas, retretes bien ordenados, altavoces, canciones, y discusiones, más discusiones que discursos. Ni la gente que durmió allí 28 noches, ni los que pasamos en distintos momentos del día de aquellas cuatro semanas por la Puerta del Sol, queríamos discursos. ¿Qué querían los indignados del 15-M? ¿Qué queríamos los demás ciudadanos descontentos de la clase política de un país que en cinco años había pasado de ser el modelo de Europa a uno de los empobrecidos ‘pigs' junto a Portugal, Irlanda y Grecia?

    El cambio deseado no llegó. No hubo, tampoco, como en la mayoría de los países árabes, una "primavera española" con éxito. Vino el verano, la indignación siguió más en privado que en la calle, hubo elecciones generales en noviembre de 2011, y la caída prevista del desastroso segundo gobierno Zapatero dio paso a un régimen mucho más catastrófico, el de Rajoy y su derechista Partido Popular, que afrontaría la crisis desmantelando los escasos bienes que aún quedaban en la educación, en la sanidad, en la cultura. Mientras eso sucedía, un número muy elevado de altos cargos del Partido Popular iban a la cárcel o eran condenados por graves casos de corrupción, algunos de ellos en connivencia con el yerno del saliente rey Juan Carlos.

    ¿Ha quedado algo del espíritu libertario del 15-M? Unos cuantos socialistas y comunistas creen que no; yo, que sólo estoy afiliado a mí mismo, creo que sí. En las últimas elecciones europeas un nuevo grupo político nacido del movimiento de los indignados, ‘Podemos', ha obtenido más un millón doscientos mil votos, y cinco diputados. Yo no les he votado, pero me alegro de que existan. Cuando su lider Pablo Iglesias se reclama heredero del Comandante Chávez o de los hermanos Castro siento un rechazo visceral, pero hay también cosas que dice que me gusta oír, y que me gustaría ver aplicadas. ¿Soy un iluso por ello?

     Mis amigos de izquierda más cínicos sostienen que Pablo Iglesias es un ‘bluff' y que ‘Podemos' se romperá por sí solo. Y creen también que la Puerta del Sol sólo volverá a llenarse la noche de San Silvestre, cuando, como todos los días de Fin de Año, los madrileños la llenan para emborracharse y tomarse -un rito sagrado de los españoles, que por supuesto comparto- las doce uvas al son de las doce campanadas del carillón que adorna el edificio de Jacques Marquet. Espero que mis amigos se equivoquen.

 

(Artículo publicado, con traducción de Claude Bleton, en una serie sobre las Plazas de la Libertad aparecida en el diario ‘Libération' durante el pasado mes de agosto)

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17 de octubre de 2014
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Correspondencia y Diarios

George Orwell disfruta actualmente  de un reconocimiento prácticamente universal, y esa unanimidad no deja de ser curiosa porque, en su día, sus críticas persistentes y furibundas contra el comunismo, el capitalismo y el imperialismo le valieron una respuesta no menos persistente y furibunda tanto de la derecha  como de la izquierda. Quien se pregunte cómo es posible que tanta inquina se haya convertido hoy en admiración y respeto quizá encuentre la respuesta en esta selección de su Correspondencia y Diarios. Al menos a mí no me cabe duda de que una de las explicaciones hay que buscarla en  la imagen de hombre honesto, ponderado y de una envidiable integridad  intelectual que surge durante la lectura de sus cartas y diarios. Por ejemplo cuando, todavía convaleciente de la herida recibida en España, escribe a un crítico que además de cargarse su última novela le ha acusado de haber estado a sueldo de Franco. No hay en su carta el menor reproche y menos aún una opinión malsonante, y eso que el crítico en cuestión no sólo le estaba ahuyentando a los posibles lectores (se trataba de Homenaje a Cataluña) sino que le iba a impedir seguier haciendo colaboraciones con la prensa de izquierdas, que era su medio de vida.

                Orwell fue un aficionado casi compulsivo a la correspondencia y los diarios y lo que ahora publica Debate es una selección de la voluminosa edición inglesa realizada por Peter Davison. Pero hay material de sobra para hacerse una idea de sus postulados políticos e intelectuales, y también para conocer esa parte humana de Orwell que él mismo tendría que haber ofrecido en una autobiografía que su muerte prematura le impidió escribir. Tanto las cartas como los diarios elegidos corresponden a las últimas semanas de la estancia en España  de Orwell y su mujer Eileen y abarcan hasta bien entrado el año 1943, cuando la II Guerra Mundial está en su apogeo y el narrador constata con creciente alarma que el esfuerzo bélico contra Alemania no surte los efectos disuasorios deseados y que por el contrario Gran Bretaña está sufriendo repetidas derrotas en los numerosos frentes abiertos: Londres sañudamente bombardeado, acoso alemán en Egipto y Oriente Medio, progresivo distanciamiento de la India y pérdida de influencia en el imperio del Extremo Oriente, etc.  A veces se desmoraliza (“Si se puede hacer algo mal indefectiblemente se hará”) y  en un momento de desánimo se plantea qué hacer si Alemania cumple su amenaza de invadir Inglaterra y su respuesta no deja de ser curiosa: morir matando, y si no huir, pero no más lejos de Irlanda… También deja constancia del daño moral que está causando la guerra al resumirlo en una consigna generalizada entre quienes rigen los destinos de todos: “Mal, sé mi bien”.

                Son continuas sus referencias y reflexiones relativas a España, la geoestrategia contemporánea, las conductas de unos y otros ante los acontecimientos que se avecinan. Y son particularmente emotivas las entradas en su diario relacionadas con el comportamiento de la población civil sometida a unos bombardeos salvajes.  La tardanza de Estados Unidos en sumarse al frente antialemán. Los reveses en las colonias.  El catastrófico acuerdo de no agresión entre Stalin y Hitler. Pero entre tamaño desastre, de cuando en cuando hay anotaciones que denotan una sensibilidad muy peculiar. El 27 de julio de 1940  dice: ”He visto una garza en Baker Street”. Y el 23 de marzo de 1942: “Ya ha florecido el azafrán silvestre”.También sale muy favorecida la imagen de Eileen O´Shaughnessy, la mujer con la que se casó en 1936 y que no solo se mantuvo a su lado hasta su muerte (la de ella) sino que le apoyó en su aventura profesional e intelectual, compartiendo con él una vida de privaciones y acoso. Pero resulta encantador verla, cuando están teniendo que salir a escondidas de Barcelona porque los comunistas estalinistas quieren juzgarlos por traición, escribir cartas a quienes les estaban guardando su casa de Inglaterra y darles instrucciones para el cuidado de las gallinas que dejaron a su cargo o pidiéndoles  noticias sobre su perro llamado, no por casualidad, Marx.

                En la entrada de su diario correspondiente a junio de 1940 Orwell alude a su deseo de instalarse algún día en alguna de las 500 islas Hébridas “que están casi todas deshabitadas pero tienen agua, un poco de tierra cultivable y cabras que viven en libertad”. No podía saberlo, pero en 1945 pudo cumplir su deseo de instalarse allí, concretamente en una preciosa granja de la isla de Jura. Sin embargo, para bien y para mal, su circunstancia personal había cambiado radicalmente, sobre todo debido a la muerte de Eileen justo cuando acababan de adoptar un niño de 10 meses, Richard, y cuando su posición económica se presentaba muy desahogada gracias a las ventas de Rebelión en la granja.  Pese a la pérdida de su compañera y aliada, Orwell se instaló en Jura con Richard y en compañía de su hermana  Avril, que se haría cargo del niño tras la muerte del escritor. Pese al continuado acoso de la tuberculosis que finalmente acabó con su vida en 1950, Orwell tuvo tiempo de cultivar la tierra y cuidar de cincuenta ovejas, diez vacas y un cerdo, aparte de guiar al pequeño Richard en sus primeros años.  Por fortuna tuvo tiempo también para escribir 1980, que por retrasos en  la entrega del manuscrito pasó a llamarse 1982 y que finalmente, debido a nuevos retrasos, recibió el título definitivo de 1984.

 

Correspondencia y diarios (1936-1943)

George Orwell

Traducción de Miguel Temprano García

Editorial Debate

 

                 

   

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17 de octubre de 2014
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