Joana Bonet
Llegó el día en que usted por fin entendió lo que ella le contaba. Que los celos no eran un arrebato enfermizo sino dolor, principalmente el de saberse sustituida. De que otra ocupara su mismo lugar y la reemplazara siendo el hombro que le haría de almohada, la mano enlazada al entrar en el cine. La que subiría corriendo sus escaleras y se quitaría el abrigo en el rellano para abrazarlo de puntillas. Ya no sería a ella a quien le confesaría sus demonios o le haría los chistes. Sería otra mujer, tal vez con su mismo número de pie, a la que le pasaría los dedos por el pelo hasta recorrer suavemente una mecha entre el índice y el pulgar, como solía hacer con ella.
Celos por no respirar a su lado, ni ensuciarse los dedos de chocolate al poner unas trufas, ni hacer la cama juntos, agitando las sábanas con una risa tonta. Celos por haber perdido lo encontrado, incluso lo que en raptos eufóricos, desmemoriados había creído que era suyo.
La rueda de la vida. Hoy es usted quien se sabe sustituido cuando vio cómo el otro le abría la puerta del coche con una media reverencia, igual que usted en los buenos tiempos. Entonces era incapaz de comprender sus celos; le provocaban un agobio de los que anudan el pecho y se ahuyentan como un mal bicho. La letanía de siempre: dónde has estado toda la tarde sola, nunca recuerdas nada, hoy era nuestro aniversario, no te creo? La cansina melodía del reproche como escenificación del amor obsesionado que quiere sentirse amado al mismo compás y no admite interferencias.
Cuando empezaron, se decían el uno al otro que eran iguales, dos islas en un archipiélago. Sin apenas proponérselo, usted la atrapó en sus redes porque ella insistía en ser coral frágil y persistente, encastrada en sus hebras. Una vez conquistada, se hizo el huidizo y el caprichoso. Se repetía que, entre dos, siempre hay uno que quiere más que el otro, el que controla la relación y somete delicadamente el amor chispeante hasta convertirlo en un amor doliente.
Cierto es que pertenece a los que no piensan demasiado en el querer, ocupado en otras urgencias. Acaso por ello ignoraba que en cada uno de aquellos recitales desesperados que usted capotaba hacía la tregua, ella perdía un diente. No de la boca, sino del alma. Hasta que un día se levantó con hambre y decidió que debía recuperarlos. No lo hizo por venganza, ni por orgullo, sino por un natural instinto de supervivencia. Es ocioso explicar cómo ella consiguió desengarzarse de sus redes. Me preguntará: ¿y por qué nos explica historias de mujeres en una revista para hombres? Un cuentito con moraleja, una cursilada. Sepa que yo podría ser usted, y usted yo, sin roles de género. Aunque en verdad no lo hubiera escrito si no me hubiera mandado ese correo, bello y triste, en el que me confiesa que se le ha desdentado el alma.
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