Lluís Bassets
La foto era el éxito mínimo asegurado. Artur Mas la obtuvo. Las enormes colas en las puertas de los colegios electorales son la expresión plástica del deseo ampliamente compartido de decidir el futuro de las relaciones de Cataluña con España a través del voto. Esto está hecho y es difícil que alguien lo someta a discusión. El problema existe, tiene dimensiones serias y ha sido perfectamente captado por los periscopios del mundo entero.
No debe extrañarnos. Sabíamos según las encuestas que la idea de votar en una consulta, con todas sus variantes, era compartida por el 80% de la población. Unos querían un referéndum de autodeterminación, otros una consulta acordada y legal y otros más ese proceso participativo de ayer o lo que fuera, pero todos estaban de acuerdo en que solo un clavo podía sacar a otro clavo: la sentencia del Constitucional, que enmendó en 2010 un Estatuto aprobado por tres cámaras representativas (Parlamento catalán, Congreso y Senado españoles) y por el cuerpo electoral catalán en referéndum, obliga primero a ofrecer una nueva propuesta de relación y luego a preguntar sobre ella a los catalanes. Hasta ahora, con la salvedad de la todavía nebulosa reforma constitucional federalista del PSOE, la única propuesta que había aparecido sobre la mesa era la de la independencia. Nadie debe sorprenderse por tanto del éxito de la jornada de ayer, a la vista incluso de las encuestas sobre identidades compartidas y sobre preferencias mayoritariamente federalistas o de tercera vía. Muchos de los que fueron a votar no desean la independencia o se acomodarían perfectamente a fórmulas federalistas o a un pacto fiscal. También son muchos, incluso entre los que quieren la independencia, que hubieran preferido votar en una consulta legal y pactada.
El punto de convicción que pudiera faltar lo colmó con creces la retórica excitada y escasa de argumentos que han venido suscitando las iniciativas soberanistas y los últimos esfuerzos por prohibir las urnas, incluido el recurso del Gobierno contra el proceso participativo. Votar es hermoso y votar cuando alguien pretende prohibirlo o impedirlo añade a las urnas un plus de atractivo. Lo era al salir del franquismo y para muchos catalanes lo ha sido ahora otra vez tratándose de responder a una pregunta que nadie había osado formular hasta ayer mismo, como es saber si desean que Cataluña sea independiente. Aunque no sea un referéndum, aunque no sea una consulta, aunque no sea ni siquiera un proceso participativo, puesto que el Gobierno lo ha recurrido ante los tribunales, el solo hecho de expresar un deseo, este deseo, aunque luego no se realice, basta para muchos ciudadanos catalanes para sentirse satisfechos e incluso agradecidos con el presidente Mas, que es quien se lo ha facilitado.
Descontada la foto de expresión del deseo, conviene entrar en el detalle de las cifras de participación: la proporción de votos del doble sí y de los noes a la primera o a la segunda pregunta importan menos o nada. Cabe realizar proyecciones sobre lo que significan de cara a unas elecciones autonómicas e incluso a una consulta acordada y legal en la que participaran los que prefirieron quedarse ayer en casa. Pero eso no tiene ahora relevancia, porque sigue estableciendo el análisis en el plano de los deseos, lo que la gente quiere, no lo que la gente puede. La participación interesa, en cambio, porque la cifra expresa sobre todo el calibre del arma que los ciudadanos han puesto en las manos de Mas para seguir liderando el proceso, no lo que la gente quiere sino lo que Mas puede.
Con una participación muy baja, pongamos por debajo del millón, Artur Mas salía seriamente tocado del envite. Su proceso participativo no habría tenido credibilidad ni entre los soberanistas: un segundo fracaso a añadir al de las elecciones de 2012, cuando quiso una mayoría indestructible y perdió 12 diputados. Mariano Rajoy no imaginó estrategia alguna para conseguir ese jaque mate. Convocar elecciones inmediatamente hubiera sido el único camino razonable para un presidente desautorizado ante los suyos y, sobre todo, ante el Gobierno español. Nadie fuera de Convergència aceptaría en tal caso su intención de encabezar una lista única independentista. Una amplia y sonriente avenida se hubiera abierto entonces ante Oriol Junqueras y su Esquerra Republicana. Era el escenario preferido desde el PP: ya se enterarán los catalanes lo que vale Esquerra mandando sola.
Una participación considerable, alrededor de los dos millones, significa todo lo contrario para Artur Mas. Le ofrece la posibilidad de recuperar el liderazgo único del proceso que perdió en las elecciones de 2012 en favor de Junqueras y en algún grado de las señoras Forcadell y Casals. Y con el timón, tiene también la oportunidad de retomar el control del calendario e incluso del programa soberanista, perdido en aquella ocasión. No es ocioso recordar que el pacto de estabilidad parlamentaria firmado entre CiU y Esquerra preveía realizar una consulta en 2014; pero no hablaba directamente de independencia, sino de un Estado propio dentro de Europa, y establecía unas salvedades respecto a la fecha para el caso de que no hubiera condiciones para realizarla. Con un Mas debilitado, todo tomó el cariz más extremado posible.
Después de haber desafiado a Rajoy y haberle ganado el envite, sobre todo en el plano mediático, el de la foto, que tanto importa en la política internacional de hoy, Artur Mas tiene ahora mayor autoridad ante los suyos para procurar alargar la legislatura hasta 2016, en vez de precipitarse a unas elecciones que solo convienen a Esquerra. Tiene además la oportunidad de abrir un nuevo tiempo de diálogo, gobernar un poco tras no haber gobernado nada en dos años, pactar al menos la abstención con el PSC y el PP para hacer los presupuestos de 2015 y esperar tranquilamente, sin el sobresalto de una fecha compulsiva, a que cambie la correlación de fuerzas en el conjunto de España. Todo esto es lo mejor del 9N: que ya es pasado y no hay ninguna fecha que haga de tope a partir de ahora. Una puerta se cierra y se abre otra. Por tanto, tiempo y obligación para el diálogo y para el pacto, desde la fuerza que cada uno ha obtenido tras este largo, tedioso y exasperante envite.