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La peste

Es bueno volver a Albert Camus en tiempos de barbarie, pensé hace un par de días, y me refugié en La peste. No la había leído desde los años universitarios de Buenos Aires, cuando todavía cierta discusión oponía al autor nacido en Argelia con Jean Paul Sartre. No entendía la polémica. Camus, siempre Camus, decidí después de descubrir El hombre rebelde, y me puse a leer toda su obra, comenzando por las novelas y el teatro recopilados en un tomo de cubiertas marrones de Seix Barral que compré en un kiosco. Me leí hasta sus Carnets.

Dicen que es peligroso volver a los amores de la adolescencia. Camus se convirtió, con los años, en alguien muy familiar, el símbolo de una inquebrantable postura ética frente a un mundo absurdo. Para qué entonces volverlo a leer, si ya sabía con qué me iba a encontrar. Quizás por eso mismo: es mentira que los clasicos siempre nos dicen algo nuevo. A veces su valor consiste en decirnos algo que ya sabemos en un momento en que necesitamos recordarlo.

Lo primero que me llamó la atención en esta lectura fue la solemnidad de los diálogos. No están hechas para ellos las conversaciones mundanas de, digamos, un Balzac o un Simenon. "¿Cree usted en Dios, doctor?", es una típica pregunta para romper el hielo. El hielo se rompe, pero eso no relaja a los personajes, que siguen empeñados en reflexionar acerca de las grandes cuestiones como si eso fuera cosa de todos los días. Se nota aquí, quizás demasiado, al filosofo, al ensayista. A eso acompaña un gran sentido de la composición de lugar, una notable intuición para la descripción de atmósferas: "La misma ciudad, hay que confesarlo, es fea. De aspecto tranquilo, se necesita cierto tiempo para vislumbrar qué es lo que la hace diferente de las ciudades mercantiles de todas partes. ¿Cómo imaginar, por ejemplo, una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde ni hay ni batir de alas ni temblor de hojas, un lugar neutro ni más ni menos? El paso de las estaciones solo se lee en el cielo".

Camus comenzó a escribir la novela durante la segunda guerra mundial, y la publicó en 1947; cuando menciona la plaga, "esa epidemia biológica que ilustra los dilemas del contagio moral" -las palabras son del historiador Tony Judt--, tiene en mente el nazismo, pero su fuerza alegórica permite otras lecturas. Solo en los últimos meses he leído un par: la peste que asola la ciudad argelina de Orán es el hipercapitalismo rampante, o -y aquí uno se permite ser literal- el ébola. Más que concentrarme en el enemigo de afuera, yo prefiero privilegiar unas palabras de Camus que permiten entender que él sabía que para que ese enemigo triunfe la casa que lo recibe debe estar predispuesta. Como dice Tarrou, uno de los hombres empeñados en hacerle frente junto al doctor Rieux, "cada uno lleva en sí la peste, porque nadie, nadie en el mundo, está indemne. Y hay que vigilarse sin cesar para no ser llevado, en un minuto de distracción, a respirar en la cara de otro y pegarle la infección". El mal que proviene del exterior no es menos peligroso que el que nos hacemos nosotros mismos cuando dejamos que la peste nos domine: "hay en este tierra plagas y víctimas y... es preciso, dentro de lo posible, resistirse a estar con la plaga". Se necesita coraje para buscar la santidad moral en un mundo en el que no existe Dios.

 Se puede vencer a la peste; de hecho, eso es lo que ocurre en la novela. Pero se trata de un vano consuelo. El doctor Rieux, uno de los santos seculares que pueblan los libros de Camus, sabe que cualquier triunfo es frágil, pues el microbio de la peste "no muere ni desaparece nunca... puede permancer adormecido durante años en los muebles y la ropa... y quizás llegue un día en que, para desdicha y enseñanza de los hombres, la peste despierte sus ratas y las envíe a morir a una ciudad alegre". Ante su reaparición no queda más que volver a la lucha, porque el sufrimiento que trae la peste no permite que nos resignemos a vivir con ella. ¿O sí?

 

(La Tercera, 18 de enero 2015)

 

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19 de enero de 2015
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El oro y las cenizas

El sábado 17 de enero leí que un músico gaditano llamado "El Barrio" es el artista que con sus canciones ha llenado más veces el Palacio de Deportes de Madrid.

Que yo no hubiera oído mencionar nunca su fama puede tenerse por relativamente normal  porque si la música me interesa menos de lo que debiera (para mi desdicha) este artista, José Luis Figuereo, con 11 discos publicados, tendría que haberse colado por alguna rendija de mi atención. Pues no. No lo conocía y ahora tampoco me hago cargo de lo que entusiasma a sus fans.  Me gusta sin embargo especialmente porque forma parte de los creadores que, como yo mismo, disfrutan  menos del valor de cambio que de valor de uso. Nadie se apunta un tanto citándolo, pero otros haciendo menos y en menos tiempo logran un notorio sello cambiario. Cientos o miles de autores, en la literatura, la pintura, la música o la investigación mueren desconocidos a cambio de haber dejado el espacio despejado para el resplandor de otros que coetáneos o no  cantaron peor o escribieron (en la peana) de pena. Da pena, ciertamente, todo esto pero veo que esa es la regla maestra de la condición humana, del arte y de la salvación. Todas las cenizas de los cenicientos  son el pasto de unos cuantos que se alimentan de aquél martirio o, sencillamente  de su impensable combustión.  

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19 de enero de 2015
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Las ciudades invivibles

Se anuncia el peligro de extinción de las abejas, pero en jardines y terrazas, cuando sacas comida, nunca se habían visto tantas. Parece que, a falta de flores y debido al exceso de química que las aniquila, buscaran la presencia humana a fin de convivir con nosotros con la promesa de no agredir, sólo incordiar, como el ciudadano de a pie que revolotea demandando civismo y naturaleza a medida que a su ciudad le estallan las costuras. El excedente de turistas altera el paisaje acostumbrado, y la búsqueda de un lugar tranquilo se convierte en un imposible en los centros de las principales urbes del mundo, convertidas en un gran centro comercial marcado por una estética de pastiche. La Rambla de Barcelona ha devenido un parque temático con sus voceros en la puerta, entre todos a cien de souvenirs, mesones de jamón y tribus de turistas adocenados o bárbaros. Hay que intuir lo que fueron un día, recordar que las bajábamos casi en solitario cuando íbamos a comer al Amaya. En la Gran Vía madrileña, bocinas y humos, animadores de las cadenas de tiendas que se clonan de norte a sur, fast food y ropa de ganga llegan a descontextualizar a algunos establecimientos añejos, como Loewe. Bolsos de refinadas pieles que reposan sobre nobles boiseries al lado de montaditos a euro y otros bocados prefabricados. No hay fin de semana o festivo en que sus cascos históricos no se colapsen. En Madrid, calles cortadas -e incluso bocas de metro cerradas debido al gentío- complican el acceso a la llamada almendra central. Y, aun así, manadas humanas renquean con dificultad por sus aceras, acompañados de bolsas y niños, y, admirablemente, con una sonrisa en los labios. Qué placer sentirá, me pregunto a menudo, esa gente inmune a la oclofobia que demuestra su querencia por las aglomeraciones: ¿acaso porque en ellas siente que de verdad existe? Mientras, la población de Barcelona desciende, pero su trajín crece al ritmo que marca el turismo de compras. Uno de cada tres viajeros que la visitan asegura que el shopping es su principal finalidad, y, así, más de una tercera parte de los ingresos generados por el turismo se deben al comercio. En el 2013, Barcelona recibió 7,5 millones de forasteros que clonaron itinerarios e imaginarios. Desde la London School of Economics vaticinan el superdesarrollo de las megalópolis, modelo Blade runner, que en las próximas décadas crecerán hasta un 80%. Si estas predicciones son ciertas, urbanistas y políticos deberían afanarse en resolver el conflicto urbanización contra civilización. Habitar no siempre es sinónimo de vivir, tanto en los slums de Bombay como en la banlieue parisina. El filósofo, geógrafo y sociólogo francés Henri Lefebvre -del que el pasado año se tradujo por fin al castellano su Urbanización de la sociedad- afirmaba que es imposible inmovilizar lo urbano, pero, visto lo visto, lo verdaderamente urgente es humanizar las ciudades donde vivimos. (La Vanguardia)

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19 de enero de 2015
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Opresor y amenazado

Es la única nación occidental que está ocupando a otro pueblo. También es la única amenazada en su existencia. El país que reúne tan extrañas condiciones es Israel, al decir de Ari Shavit, editorialista del diario Haaretz y autor de esta inusual colección de ensayos y reportajes que componen una historia entera de su país a partir de una antigua y relevante memoria familiar, una intensa experiencia vital y una minuciosa indagación periodística. Shavit es originario de Rejovot, la ciudad universitaria donde se gestó el proyecto de arma nuclear israelí, e hijo de una familia con notables antepasados sionistas. Como todos los israelíes laicos, hizo su servicio militar, en su caso como paracaidista, y se vio obligado a custodiar a detenidos palestinos en campos de detención durante la primera Intifada. Aunque ha militado en los movimientos pacifistas en contra de la ocupación, no cree en las soluciones sencillas y rápidas ni que la paz esté a la vuelta de la esquina, porque observa que ?la condición israelí es extremadamente compleja, e incluso trágica?. En nada se expresa más claramente esta complejidad como en la doble condición de Israel como país opresor y a la vez país amenazado, algo difícil de entender para el común de los mortales y que suele escapar a los esquemas al uso que dividen el mundo entre derecha e izquierda. Es difícil de entender incluso para los israelíes, que prefieren buscar, como todos, un punto de vista claro y contundente a favor de unos o de los otros sin mayores matices. Shavit se esfuerza por profundizar en estas dos caras de una realidad compleja, en dirección contraria a la falsa claridad del maniqueísmo respecto a israelíes y palestinos, que echa todo el peso de la iniquidad sobre unos en la medida en que no recae sobre los otros. No es fácil su indagación, porque implica un esfuerzo de autenticidad que va más allá de la verificación periodística: mirar la realidad de frente, llamar a las cosas por su nombre, recordar la historia entera sin falsificaciones hasta reconocer la incompatibilidad radical entre los intereses y los derechos de palestinos e israelíes. Shavit no se engaña respecto a la limpieza étnica efectuada en la guerra de independencia israelí para rehacer totalmente el país, desposeer a la población palestina y sustituirla por los nuevos habitantes. Tampoco, sobre la violencia y la crueldad ejercida por unos y por otros, en su caso con especial atención a las atrocidades propias. Capítulo especial es el que dedica a su experiencia durante 12 días como guardián de un campo de prisioneros palestinos, que en su mayoría no son terroristas, sino manifestantes y lanzadores de piedras, tratados de forma inhumana hasta la tortura. En él se enfrenta a las comparaciones odiosas y odiadas que se agolpan en su cabeza y en las de sus compañeros. ?Las asociaciones son demasiado fuertes?, asegura. El problema no es la similitud entre esos campos y los que conocieron el exterminio de los judíos, concluye, sino ?que no hay una falta suficiente de similitud?. Al menos, ?para silenciar de una vez por todas los ecos malignos?. Shavit quiere comprender. A los palestinos, claro está. Pero también y todavía más a los suyos, a sus bisabuelos y abuelos, a sus padres y a sí mismo, y a sus conciudadanos de todas las tribus israelíes. Por eso habla con todos y a todos les da la palabra, desde los extremistas judíos de Gush Emunim hasta los palestinos que niegan el Estado judío. Hay un trasfondo de piedad enorme hacia todos, palestinos e israelíes, hacia sus sufrimientos y sus angustias, pero también un sentido de pertenencia irrenunciable respecto a la identidad judía, así como un orgullo profundo por la conquista excepcional de ese Estado creado de nueva planta al hilo de un sueño milenario que el escritor comparte enteramente. Shavit analiza los siete peligros que se ciernen sobre su país y hacen temer por su futuro, en el preciso momento en que el caos regional le abre nuevas ventajas estratégicas. En primer lugar, el mar islámico, 1.500 millones de creyentes, en el que se encuentran sumergidos un puñado de millones de judíos. En segundo lugar, el mundo árabe con su fracasado nacionalismo y su demografía amenazante. En tercer lugar, la realidad palestina, la más directamente incompatible. En cuarto, los propios árabes israelíes, ?oprimidos por el sionismo? y convertidos en una minoría dentro del Estado judío. Y luego, tres peligros interiores: una psicología colectiva sin el compromiso y el sentido utópico que permitió la fundación del Estado, una amenaza moral derivada de la ocupación de otro pueblo que podría conducir al militarismo y al fascismo, y una corrosión de la identidad israelí que se desmorona en forma de tribalismos. Shavit se despide en este libro de la esperanza de paz. ?No en esta generación?. Y se agarra desesperadamente a la nueva identidad israelí que está surgiendo de esta tragedia, que es la de una experiencia en el límite, una vida nacional intensa y emocionante, pero también bárbara y peligrosa, como bailar en el borde mismo del acantilado. (Este texto es la reseña del libro 'Mi tierra prometida. El triunfo y la tragedia de Israel' de Ari Shavit. Traducción de J. F. Varela Fuentes Debate. Barcelona, 2014. Ha sido publicada también en el número de Babelia del sábado 17 de enero).

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18 de enero de 2015
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La incomunicación de las máquinas diabólicas

Una grabadora de casete y un teléfono negro con cable enrollado: con la desaparición de estas máquinas del siglo XX, la incomunicación ya no es lo que era.

El Liceu estrena mañana nuevas producciones de Paco Azorín de dos óperas breves donde la tecnología juega un papel determinante. Ángeles Blancas protagoniza Una voce in off de Montsalvatge; María Bayo, La voix humaine de Poulenc. Pablo González dirige en el foso del teatro de la Rambla a la Orquesta Nacional de Catalunya. Pero las máquinas que nos dominaban antes de la era digital son las verdaderas protagonistas. Hoy quiero romper una lanza por las viejas e imperfectas máquinas: un grito de nostalgia por la incomunicación por causas externas, que ya no volverá.

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Dos óperas extrañas, unidas por aparatos sonoros de otra época. Tanto en La voix humaine de Francis Poulenc (1959) como en Una voce in off de Xavier Montsalvatge (1962), los medios de grabación y transmisión de sonido de mediados del siglo XX (un teléfono y un magnetófono) transmiten y a la vez dificultan la comunicación de amores imposibles.

En la angustiante obra del francés, una mujer desesperada habla por teléfono con su antiguo amante. Él la llama para anunciarle que se casará con otra al día siguiente. Ella intenta que no se corte la comunicación, pero otras voces se interponen, la conexión se corta, hay ruido en la línea.

“Perdóname”, canta ella en los precisos, dolorosos versos de Jean Cocteau. “Sé que esta escena es intolerable y que tienes mucha paciencia, pero, entiéndeme, sufro, estoy muy mal. Este hilo es el último que nos sigue uniendo...”

Ella, que no tiene nombre (tampoco el amante), le cuenta detalles nimios de sus horas juntos, se queja de sus problemas domésticos como si así pudiera recomponer una vida en común, y se pelea con las voces de otras llamadas que se cruzan en la conversación. Finalmente, el hilo se rompe, el teléfono cae al piso con estrépito, ella se queda inmóvil en la cama. Horrorizados, mientras baja el telón los espectadores comenzamos a sospechar el final.

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Tres años después del estreno de La voix humaine, Xavier Montsalvatge compone Una voce in off. Se trata de un extraño y fascinante experimento con letra del mismo Montsalvatge (en italiano) basado en un relato de Joan Puigdevall, que combina un lirismo pucciniano con modernismos de sabor francés. El fino sentido teatral del compositor hace jugar a los tres personajes con idiomas musicales distintos.

 Ángela se sentía frustrada con Claudio, su marido frío. A la muerte de éste, vive con un amante fogoso. Pero el descubrimiento de una grabación magnetofónica con la voz de Claudio sacude su mundo y sus certezas.

 En la grabación, el marido muerto le declara un amor que nunca pudo confesarle. Al principio Ángela reacciona con fastidio, pero poco a poco, la voz grabada la va conquistando. Mario, el amante, intenta destruir el aparato en un ataque de celos, y Ángela lo echa, llena de odio. La obra termina en un dulce y desesperado dúo de amor entre la viuda y la voz de su muerto. Con el cambio de Ángela también muta la música que canta la protagonista: comienza con las frases angulosas y ásperas propias del lenguaje sonoro de Mario, y termina inmersa en el suave lirismo de la grabación de su esposo ausente.

Aunque gran parte de la obra del compositor catalán (su delicada música de cámara, sus famosas Canciones negras, la ópera para niños El gato con botas), muestra una conexión con la escuela francesa, sus dos óperas de madurez (Una voce in off y Babel 46) están más ligadas al verismo italiano.

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Esta combinación novedosa será la apuesta más vanguardista en la última temporada del Gran Teatre del Liceu diseñada por Joan Matabosch (quien desde este año se pasó a la dirección  artística del Teatro Real de Madrid). En una temporada donde priman los grandes títulos del siglo XIX, estas dos obras concisas y dramáticas componen una aventura artística dura, antirromántica. Al mostrarlas juntas se potencia la relación entre la imposibilidad de la comunicación con las jaulas impuestas por la tecnología de su época.

Los problemas de comunicación siempre fueron importantes en la ópera. En las obras del XIXI, los dramas se desencadenaban con la lectura de cartas que tardan meses en llegar a sus destinatarios. Así, el cruzado Tancredi de la ópera homónima de Rossini se hunde en el drama por una falsa carta del emperador otomano, mientras que la Violeta y la Lady Macbeth de Verdi reciben misivas que las lanzan a la desesperación (la primera) y el ansia de venganza (la segunda). ¿Y qué sería del joven Werther sin el arte epistolar?

Hoy, como muestra la excelente serie británica Black Mirror, la comunicación perpetua y la grabación de todos los detalles de la vida humana producen monstruosas creaciones: el mundo se ha vuelto una inhumana colección de transmisiones inmediatas y grabaciones, donde solo se vive para ser reproducido, donde no existen los recuerdos más allá del universo digital y donde la política y la experiencia personal se reducen cada vez más a pura imagen, diversión, banalidad.

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La voix humaine y Una voce in off tienen sentido en ese breve espacio del siglo XX: el de la comunicación rudimentaria a través del tiempo y el espacio, una comunicación siempre interrumpida e imperfecta. En el mundo de hace medio siglo, una grabación con un solo soporte físico se puede destruir para siempre y una patética comunicación telefónica se puede malograr por fallas técnicas.

Poulenc y Montsalvatge supieron ver en las máquinas toscas de su tiempo la metáfora de la imposibilidad de comunicarse, la tragedia de la voz que se desvanece, se pierde. Tal vez el amor, esa espina que duele y nunca sana, que es el drama de casi todas las tragedias musicales, se pareció siempre más a los experimentos sonoros de hace medio siglo que a la insoportable perfección de hoy. 

 

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17 de enero de 2015
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Saber perder y saber ganar

Qué bien ha soportado François Hollande la pesadumbre sobre sus espaldas, demostrando que la solemnidad del duelo esta hecha para él, una solemnidad contundente y laica donde la palabra tiene crédito y verso: “Francia está de pie”. Con su gabán negro, corbata azul marino, y un rictus que expresaba determinación y lucha, pero también dolor y consuelo, ha liderado no sólo un país, sino un estado de ánimo, fiel al deber y la dignidad. El presidente de la República más impopular de la historia ha incrementado en cinco puntos su valoración pública, pues ha sido capaz de unir a una nación golpeada y perpleja haciendo piña con las democracias occidentales, víctimas en potencia de la fanática amenaza. Quien fuera fontanero mayor del PSF, avezado taponador de fugas de honor y ambición, el Hollande ridículo con casco de moto al salir de su cita galante, o el que fue capaz de pasar de hombre normal a mezquino, según su ex, Valérie Trierweiler, un personaje despreciativo como sólo saben serlo los franceses de barbilla esquinada, se ha topado con el aliento helado de la historia. “A la literatura no se llega por casualidad” escribía mi admirado Vila-Matas en Kassel no invita a la lógica, añadiendo que es un destino oscuro, y que es muy probable que se llegue mediante un “golpe en la nuca en un callejón oscuro”. Hollande debió sentir algo parecido al aliento helado y el golpe en la nuca en el homenaje a los policías asesinados. Las imágenes ponen un nudo en la garganta: una madre rota, la de Clarissa Jean-Philippe que sólo repite: “No estaba preparada para irse, la necesito a mi lado, d’accord?”. Hollande le acaricia la espalda, asiente, le habla delicadamente, con el cuerpo y los sentidos. Pero sólo se respira el sinsentido de la muerte. En la vida hay que saber ganar y saber perder. Lo decía mi padre poco antes de morir en los pasillos de Bellvitge, mirando el tráfico desde los ventanales. Pero saber ganar siempre ha tenido peor escenografía que saber perder. La voz de Cristiano Ronaldo es mucho más dulce en su lengua materna, pero ni aún así es capaz de traspasar el umbral de percepción emocional al recibir esa bolinha. Su grito de falsa alegría heló la sangre del auditorio. “Cristiano Ronaldo gana su tercer Balón de Oro y ruge como un demente”, titulaba el cronista de USA Today. Comprendo que muchos de estos chicos, cracks con balones de oro, no han tenido una infancia fácil, pero, aún así, me pregunto quién les arrebató la empatía. Cristiano ya no podrá ejercer de marido de Irina Shayk, como David lo es de la triunfal diseñadora Victoria Beckham (que ha conseguido demostrar que durante años fue víctima de esos peluqueros-psicólogos que se aprovechan de las crisis existenciales). Irina no le gustaba a la señora Dolores Aveiro: una rusa demasiado guapa que nunca estaba en casa. Pero él se vale solito para fotografiarse con su lencería para apretar las mandíbulas y sentirse un héroe. Posar, facturar, y meter bolinhas: ¡Uuuuuuuuh! ¿Cómo no vamos a preferir la épica de la derrota? La antidiva / Blanca Portillo

Los actores discretos no abundan y menos si, como ella, son monstruos sagrados para la profesión. Blanca Portillo puede apuntarse estos dos tantos, y algunos más: una predilección militante por la pureza del teatro frente a los vaivenes del cine, una versatilidad que le permite interpretar o dirigir con idéntico talento, y un verbo clarísimo. Como cuando tiró de la manta descubriendo el politiqueo que lastra a la cultura en su fugaz paso por la dirección del Festival de Mérida, o ahora, que, con la complicidad de Juan Mayorga, apunta y dispara a un mito nacional. “Tenorio es un personaje deleznable”, dice y añade: “No es un transgresor ni un hedonista, más bien un psicópata”. Dirigir teatro significa revisar mitos. La nueva Oprah / Mark Zuckerberg

Ha descubierto -¡por fin!- que leer un libro puede ser una aventura fascinante. Su primer propósito del año -el anterior fue aprender chino, y en el 2009 ponerse corbata- ha consistido en montar un club de lectura, que convierte en bestseller todo lo que toca, al estilo del poder prescriptivo de Oprah. Sorprendido y abrumado ha declarado sentirse el autor del primer libro recomendado, Moisés Naim, que en menos de tres horas agotó todos los ejemplares de El fin del poder. El treinteañero disruptivo creador de Facebook también se sumó al “Yo soy Charlie”, a lo que una escritora tibetana Tsering Woeser replicó: “¿Ha olvidado algo Zuckerberg?”, acusándolo de tener doble rasero al censurar en su red a activistas chinos. ¿Los recomendará en su club? Saca pecho / Rania de Jordania

Hace cuatro años, los fastos de su 40.º cumpleaños -celebrado cuando el país ardía tras la enfebrecida Primavera árabe-, añadieron a sus trajes de alta costura un plus de frivolidad intolerable. Tras un prolongado silencio, Rania sorprendió hace poco a la prensa internacional, en un encuentro tecnológico en Abu Dhabi, alertando al Estado Islámico de que “su cruzada para secuestrar al mundo árabe” fracasaría. En el Huffington Post escribió una tribuna por los niños asesinados en Pakistán. Y acudió a la manifestación contra la barbarie en París. Al día siguiente los judíos ortodoxos se ocuparon de borrarla de la foto. ¿Por mujer o por palestina? Así de incoherente puede llegar a ser la defensa de los derechos humanos.

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17 de enero de 2015
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Socios abusones

Hace tiempo que hace aguas el negocio de la globalización, después de proporcionar fabulosos beneficios a unos pocos y nada despreciables incrementos de rentas a otros muchos, las célebres nuevas clases medias emergentes. Todo queda sintetizado en el incremento de la desigualdad en el mundo a lo largo de la actual crisis, en la que la política ha sido la criada y el amo el dinero. Últimamente, sin embargo, nos está llegando un suplemento de disgustos. Es una cuestión, ante todo, de abuso de confianza entre socios. Vladímir Putin, por ejemplo, gracias a los grifos de la energía y a las inversiones de los millonarios rusos crecidos al calor del Kremlin, se ha creído con derecho de veto sobre la soberanía de los países europeos de su entorno para firmar acuerdos comerciales o de defensa. Su abuso ha llegado hasta el punto de invadir Ucrania, quedarse con un bocado entero, como es Crimea, y mantener una guerra encubierta en Lugantsk y Donetsk. Algo no muy distinto sucede con ciertos países productores de petróleo, enriquecidos gracias a nuestra adicción a la gasolina, y algunos de ellos socios capitalistas, patrocinadores e inversores de numerosas empresas, instituciones e incluso entidades deportivas y benéficas nuestras. Ellos no invaden países directamente sino que actúan de forma más subrepticia. Financian la difusión y la enseñanza del islam más rigorista y medieval o exigen de sus socios y amigos que se acomoden en territorio europeo a las prohibiciones y tabúes que rigen en sus países, restringiendo las libertades públicas, y sobre todo la de expresión, con la excusa de no ofender sus sensibilidades. Los comunistas chinos conforman una tercera clase de socios, más discreta pero no menos cascarrabias respecto a los límites de la libertad de expresión. En su caso solo suele disgustarles que la prensa occidental cuente historias de corrupción de sus dirigentes. No hay que menospreciar hasta dónde nos tienen pillados con sus inversiones y compras de deuda pública. De todos los abusones, los peores son los que no se conforman con el chantaje o la presión en los organismos internacionales, sino que desenfundan las armas, aunque sea por matones interpuestos, y sobre todo secuestran la representación de ciudadanos europeos de religión musulmana, para presentar sus ofensivas antioccidentales como si fueran campañas en defensa de minorías oprimidas o marginadas. Sería invivible un mundo global con veto ruso para la geometría política europea, censura china para las denuncias de corrupción de la élite comunista y prohibición saudí del humor irreverente y la blasfemia. Pero es hacia donde vamos si los europeos seguimos en la actual siesta y no nos decidimos por gobernarnos a nosotros mismos en vez de dejar que nos gobiernen los mercados, el poder de la energía y el dinero de los multimillonarios rusos y árabes.

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17 de enero de 2015
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