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Asuntos Metafísicos 88: El precio de la identidad(3): la desigualdad supone contradicción

Ya he señalado en la columna anterior porqué me interesaba aquí el hegeliano tratamiento del problema de la identidad:   El lector que sigue los meandros de la lógica de la hegeliana  Lógica de la Esencia, cuando lleva un rato pensando en la igualdad se encuentra no de repente pero sí inevitablemente pensando en la desigualdad. Ello ocurre porque la idea misma de  igualdad muta en idea de desigualdad. Pero el lector observa que la igualdad concierne de entrada al uno: uno es igual a sí mismo, uno recibe el atributo de la igualdad. Mas entonces, el mutar en desigualdad de la igualdad, supone el mutar de uno en desigual a sí mismo, o si se prefiere mutar de la propia identidad en alteridad. Asunto éste que queda perfectamente reflejado en la expresión gráfica del principio de identidad, pues para decir que la cosa A es igual  a sí misma ponemos dos A, y no una,  separadas por el signo de igualdad: A=A, la igualdad una relación entre A y A.

En la propia identidad de una cosa se inserta la desigualdad, es decir polaridad respecto a dos rasgos incompatibles Así pues el primer A igual a A es un incompatible respecto  a este su igual, y viceversa. El  incompatible está en uno, la dicotomía esta en el seno de cada cosa. Afirmar que  tras la  igualdad  de una cosa con respecto a sí misma se cierne su desigualdad respecto a las demás, supone afirmar que nunca hay sólo una cosa,  que una cosa es  (al menos) dos cosas.

Muy sensato y prudente queda ahora por comparación el principio de los indiscernibles. Ciertamente si hay dos,  son desiguales, pero además si hay uno hay dos; uno es dos. Pero para haber ha de haber al menos uno, luego  la desigualdad  es inevitable al ser o haber.

A otro  pensador  también calificado de oscuro, se le atribuye el haber sostenido  que los que  descienden al  mismo río son sumergidos por aguas diferentes y en general que lo que se asemeja idéntico a sí mismo se revela en realidad ser otro.  A él se atribuye también la afirmación de que la palabra justicia sólo alcanza sentido en razón de la injusticia y que al remover muchas parcelas de tierra se encuentran pocas pepitas de oro.

La vinculación  entre Hegel y Heráclito es un lugar común de la historiografía filosófica.  Y ciertamente las  afinidades son sorprendentes incluso en lo referente a la permanente ambigüedad respecto a si las proposiciones que se afirman son atribuibles al sujeto que habla o al hablar como tal. Con motivo de una lectura compartida de capítulos de la Ciencia de la Lógica  efectuada en París durante los años en los que se hallaba allí exiliado,  Agustín García Calvo señalaba que las palabras de arranque, Ser, puro ser (Sein, reines Sein) podrían perfectamente entenderse "yo puro yo". La ironía era evidente: se intentaba poner de relieve que todo parecía tener una tonalidad más bien ególatra en ese texto de Hegel. Sin embargo el gran correo  de  Heráclito que era García Calvo sabía  que también en el pensador de Éfeso se daba esa ambigüedad,  pareciendo  que el que habla se identifica a la razón común en nombre de la cual habla, mientras que los otros hombres se mostrarían sordos a la misma.

 En cualquier caso, erigiéndose o no en encarnaciones de la razón que ambos reclaman como motor del mundo, Hegel y Heráclito comparten el punto esencial del que me ocupo hoy aquí, a saber: en primer lugar  que la armonía pre- establecida entre seres múltiples es una ilusión de la representación   y que tras la aparente yuxtaposición de identidades se esconde  una   desigualdad,  la cual  a su vez esconde una polaridad más radical  ( polemos -conflicto- en el que Heráclito ve matriz de las cosas); en segundo lugar, que no se escapa a esta polaridad conflictiva  huyendo de la relación con otro , refugiándose en sí mismo, puesto que la propia igualdad, que uno ciertamente mantiene consigo, lleva en si la disparidad.

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5 de marzo de 2015
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Chaladuras

En la defensa a ultranza de la sensatez o, mejor dicho, en la apología de la razón -a menudo única- se esconde un pánico existencial ante la duda. Lo resumía con contundencia la entrevista firmada por Ima Sanchís al filósofo Roger-Pol Droit: “Nietzsche decía que no es la duda la que nos vuelve locos, sino la certidumbre. Sólo los que tienen certidumbres matan”, y añadía que aquellos que pretenden satanizar la locura son unos insensatos, pues esta es “ingeniosa y diversa”. En el enmascaramiento de quienes son dogmáticos, monocordes, y reivindican su sentido común como principio y fin del orden mundial radica un tipo de pereza invisible: la de ver las cosas blancas o negras sin atreverse a desentrañar su gama de grises. Porque los pirados de verdad suelen ser quienes no dudan y pretenden imponer su verdad al resto, desatendiendo por completo los conceptos de cultura, evolución y humanismo. Es la barbarie a la que nos tiene ya acostumbrados el Estado Islámico, o el paraestado policial que se practica en tantos países, de Corea a Rusia, e incluso Argentina, donde quien alerta de una realidad distinta acaba en la tumba. Droit acaba de publicar en nuestro país Si sólo me quedara una hora de vida (Paidós), y Blackie Books, editorial que difunde una cultura original con respecto a lo sabido y manido sobre el arte de vivir, ha reeditado su best seller 101 experiencias de filosofía cotidiana. Puede que algunas de las paideas que Droit nos presenta parezcan tan triviales como excéntricas, chaladuras para aliviar a las almas estresadas que se circunscriben a un bucle de insatisfacción, victimismo y reproches. Como invitarnos a beber un vaso de agua al orinar, cruzar un bosque en coche, comer un alimento azul o correr por un cementerio a fin de que el desconcierto desconecte nuestro piloto automático y provoque una emoción que pueda servir como desencadenante de un pensamiento. En estos tiempos nuestros tan sobreeconomizados, lo cotidiano es banal para una gran mayoría, mientras que para otros es lo único que puede pasar a la posteridad. La revista Psychological Science publica una investigación en la que se pidió a 135 estudiantes universitarios que hiciesen sus propias cápsulas del tiempo con la intención de observar aquello que permanecía en ellos. El resultado no fue nada trascendente: conversaciones con amigos, canciones con pellizco, fotos en Facebook… Ellos mismos lo reconocían. Pero, pasados tres meses, se enamoraban un punto y medio más de su recuerdo. El estudio concluye que preservar lo banal puede generar un valor inesperado en el futuro. Porque la felicidad es una recolección de afortunadas chaladuras. (La Vanguardia)

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4 de marzo de 2015
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Antología personal

El calificativo de “personal” confiere a la presente antología un carácter muy específico. Se trata de una recopilación de textos muy heterogéneos escritos entre 1968 y 2014, o sea, toda una vida. Pero el hecho de que la selección la haya hecho el propio autor y no un antólogo entusiasta, o erudito, o que se está labrando un porvenir académico, incita a mirar los textos con una atención especial porque lo elegido ya es, en sí mismo, un valor.  El valor que le confiere el hecho de que haya sido el propio Piglia quien haya categorizado sus escritos.

                Lo primero que llama la atención, aparte de la calidad, el rigor y la extraordinaria limpieza del lenguaje, es que se trata de una prosa adulta, nacida de la experiencia vital y que se desarrolla como si fuera un pensamiento, o por decirlo de otra forma, una prosa sin efectismos ni complicidades: la voz narradora  transmite en todo momento la certeza de que la cosa va en serio, que el autor se juega la vida en cada línea y que no tiene tiempo ni gusto para las frivolidades. Lo cual, dicho sea de paso, no impide que el libro sea extraordinariamente ameno e instructivo, entre otras razones porque está lleno de hallazgos.

                En la selección hay un poco de todo, desde relatos a esbozos de libros futuros, conferencias, lecturas y unos fragmentos teóricos sobre el escribir, los escritores y la lectura que si no vienen directamente de un taller de escritura narrativa los no alumnos que no asistieron a esas clases no dictadas tienen ahora una ocasión de oro para enmendar su error porque aparte de  soberbios, son muy instructivos.

                Otro de los grandes atractivos de esta mezcla heterogénea de textos es que Ricardo Piglia no solo es un lector voraz sino que además consigue transmitir el entusiasmo y la experiencia extraída de sus lecturas. Aunque hablando de personajes y circunstancias muy diversas, casi de continuo se plantea el contraste entre la vida leída y la vida contada (después de vivida, ojo), recurriendo por lo general a imágenes que son una pura delicia. Y ahí está, sin ir más lejos, la conferencia que da en 1947 un Witold Gombrowicz que ha aterrizado en Argentina casi por azar, miserable, desarraigado, ignorado de todos y que haciendo uso de un castellano  casi cómico por el acento, la pronunciación y la macarrónica construcción, osa negar la literaturidad, esa cualidad capaz de transformar un texto en un texto literario (y del que la poesía o la función poética, sería su punto más claro). En circunstancias normales, presentarse ante  un grupo de intelectuales de tu país de adopción y soltarles que la poesía no es inherente al lenguaje sino el fruto de una manipulación, o de la voluntad de imponer al discurso unos valores consensuados como poéticos, debería necesariamente provocar la ruina del osado y condenarlo definitivamente al olvido. Y la verdad es que esa intervención estuvo lejos de proporcionarle a Gombrowicz la gloria y el  reconocimiento que buscaba, pero en cambio le sirvió para que se fijara en él el director del Banco de Polonia en Buenos Aires, que le ofreció el puesto de trabajo que le iba a dar de comer durante sus  años más oscuros.     

                 O la imagen del poeta Osip Mandelstam, muerto en Siberia por la mezquindad criminal de Stalin y al que Piglia recrea al abrigo de un fuego y hablando de Virgilio a sus miserables compañeros de destierro. Y comenta el propio Piglia: […] la idea de que hay algo que debe ser preservado, algo que la lectura ha acumulado como experiencia social”.  Idea que enlaza directamente con la imagen de Che Guevara subido a un árbol para leer momentos antes de entrar en combate, o la frase escrita en la pizarra de la escuela boliviana donde iba a morir: “Ya sé leer”, ponía.

        En definitiva, lo que Ricardo Piglia ofrece es el fruto de una experiencia de lector  que abarca toda una vida. Pero una lectura creativa, obsérvese la rareza: ahora que apenas quedan lectores,  dar con uno que encima es creativo es un hallazgo impagable.

 

   

Antología personal

Ricardo Piglia

Anagrama

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4 de marzo de 2015
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El poder incesante y soberano de la imaginación

El Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria, que he recibido de manos del presidente Enrique Peña Nieto, pone al maestro delante de su discípulo, porque de Fuentes aprendí lecciones de escritura desde mis primeros viajes a México, cuando bajaba ansioso las escaleras de la librería El Sótano para encontrarme con sus libros.

Desde La muerte de Artemio Cruz, a Años con Laura Diaz, a La silla del águila, la historia de México vuelve siempre a ser expuesta con una calidad profética. Vio con lucidez que la historia de su país estaba compuesta por planos superpuestos: arriba la pirámide azteca de los sacrificios, el cuchillo de obsidiana y la sangre humeante en la piedra: abajo el oscuro inframundo que gobernaba las existencias, y donde el mal escondía sus dientes y sus garras; y luego, sobre las ruinas, los edificios coloniales, conventos y cabildos de la parafernalia virreinal, que también estaba hecha de las mismas piedras del poder.

Pero al pintar la historia de México con los colores de la imaginación, que nunca desprecia la realidad, pinta también a América Latina y nos enseña que somos un organismo vivo de vasos comunicantes, realidades compartidas, sueños y derrotas también compartidos, desilusiones y esperanzas. Que debemos convertir la escritura en una permanente expresión de inconformidad y advertencia.

Antes, los temas literarios de nuestra América fueron los dictadores engalonados, el infierno verde de los enclaves bananeros, las intervenciones militares, las revoluciones y las guerras civiles; y otro, aún hoy no dilucidado, el de la lucha permanente entre civilización y barbarie; y otro, tampoco dilucidado todavía, el de la marginación y la miseria, que llevan a la angustiosa odisea de las emigraciones masivas hacia la frontera con Estados Unidos.

Las viejas parcas se visten hoy de sicarios. Vista en su conjunto, la anormalidad de nuestra historia es una macabra fotografía de cuerpos regados en un baldío, un titular en letras rojas sobre alguna masacre. Pero en la vida y en la muerte de cada uno de esos seres, hay una historia que contar. Y la novela es eso, descender al infierno de cada vida, de cada cuerpo mutilado, de cada cuerpo incinerado. Porque la literatura no se ocupa de lo general, como los titulares de los periódicos, sino de lo específico, que son los seres humanos.

Hemos buscado siempre indagar en la sustancia de la realidad para nutrir la imaginación. Porque nuestra historia ha vivido en un estado de anormalidad permanente, y esa anormalidad se transmuta a la literatura. Las anormalidades varían, pero sus inclemencias persisten. Y nos fijamos en ellas porque asombran, y porque son, antes que nada, anormalidades éticas.

Sufrimos la incongruencia de que los principios que inspiraron las luchas por la independencia siguen escritos en la letra de las constituciones pero no terminan de abatir la desigualdad, allí donde el crimen y el terror, y también la demagogia, se incuban en la pobreza.

Fui protagonista en mi patria de una revolución triunfante, y puedo decir que la de hoy no es una violencia que busca transformar la sociedad para hacerla más justa, sino una violencia criminal, para envilecerla. Pero tiene la misma raíz, porque se alimenta de la pobreza. Para entrar en el siglo veintiuno, debemos dejar atrás primero el siglo diecinueve.

Los escritores latinoamericanos somos cronistas de los hechos, y debemos registrarlos, exponerlos. Iluminarlos. Somos testigos privilegiados de la vida cotidiana trastocada por la violencia, el miedo, la corrupción, las grandes deficiencias del estado de derecho. Somos testigos de cargo. Mi oficio es levantar piedras, decía José Saramago; no es mi culpa si debajo de esas piedras lo que encuentro son monstruos que quedan al descubierto. El escritor no es otra cosa que un cazador de monstruos.

La palabra siempre ha luchado por defenderse de los autoritarismos mesiánicos, de los sectarismos religiosos, de los nacionalismos extremos, de las veleidades del poder económico, de las ideologías totalizantes que pretenden imponer un pensamiento único, lo que significa también imponer la mediocridad.

            La literatura no existe para convencer a nadie sobre credos ideológicos, sino para hacer preguntas. Cuando el escritor se expresa como ciudadano desde la tribuna que le da la literatura, su voz se multiplica porque es escuchado. Está ejerciendo entonces su primer deber cívico, que es el de nunca callarse. Puede ser que un libro no cambie el mundo, pero sí que cambie a quien lo ha escrito, y que cambie también a quien lo lee, porque la imaginación tiene un poder soberano.

Pero un libro debe ser para un escritor un territorio libre de imposiciones, libre de la cobardía de la autocensura, y al mismo tiempo libre de la pretensión de imponer verdades. La verdad siempre estará sujeta a revisión, porque las creencias eternas se vuelven inmóviles, y la inmovilidad significa la muerte. La creencia de que el mundo puede ser cambiado desde los libros es una arrogancia. Más bien  el mundo debe ser interrogado una y otra vez desde los libros.

Es allí donde reside ese poder incesante y soberano de la imaginación.

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4 de marzo de 2015
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Los múltiples presentes de Ben Lerner

            Ben Lerner es, junto a Teju Cole, uno de los mejores herederos de Sebald. Este premiado poeta norteamericano también escribe novelas en las que más que trama hay una sucesión de incidentes cargados de intensidad y sentido, en las que la prosa dialoga con fotos y en las que el protagonista es un paseante en la gran ciudad -en su caso, New York--, con una conciencia hiperactiva que registra los detalles más triviales a su alrededor. 10:04, su segunda novela, confirma la expectativa creada por su primera, Leaving the Atocha Station: estamos ante uno de los escritores que más está haciendo por reformular el género.

            En 10:04, Lerner expone su proyecto en la primera escena: el escritor -cuya vida se parece muchísimo a la de Ben Lerner--, habla con su agente, que le dice que si expande un cuento suyo aparecido en el New Yorker y lo convierte en una novela, puede lograr un adelanto de seis cifras. Como en su primera novela, Lerner está preocupado por la intersección entre el arte y el comercio, y toma una postura radical: su agente le recomienda que utilice una trama lineal que pueda ser fácilmente seguida por los lectores, pero lo que hace el escritor es burlarse de las convenciones y frustrar expectativas. El marco es muy "novelístico": la acción transcurre en medio de dos huracanes que asolan la ciudad, con un narrador al que le acaban de diagnosticar una enfermedad de peligro y que se presta a inseminar artificialmente a su mejor amiga, Alex. Y sin embargo todo ese marco es intencionalmente "desaprovechado".

            El narrador le dice a la agente cómo expandirá la novela: "Me proyectaré simultáneamente en múltiples futuros... Iré de la ironía a la sinceridad en la ciudad hundida, seré un aspirante a Whitman de la red vulnerable". 10:04 (la hora en que Michael J. Fox regresa al futuro en Volver al futuro) no es, entonces, la novela de trama simple con que sueña la agente, sino un texto de momentos sueltos incapaces de armarse en una sola trama, una novela sobre la forma de percibir varios tiempos a la vez, sobre cómo la subjetividad contemporánea se anuda y desanuda del pasado y se proyecta en futuros que son ficciones. La influencia del Sebald reflexivo e irremediablemente melancólico atravesada por la del democrático Whitman, que ayuda en algo al narrador a salir de su excesiva conciencia de sí mismo para proyectarse en los demás. 10:04 es una novela política inteligente en su diagnóstico de la crisis de un individuo que quisiera articularse a una comunidad pero no sabe muy bien cómo; su ironía, su distanciamento, le impiden entregarse del todo a la colectividad.            

Ben Lerner sabe de comedia, como cuando el narrador va a una clínica a ver porno asiático para así poder inseminar artificialmente a su amiga, y también de las múltiples influencias en la escritura, como cuando comenta cómo lo han influido los discursos de Reagan. Sus ensayos breves sobre temas dispares son fascinantes, como cuando relaciona el arte que al destruirse pierde valor con el fetichismo del mercado y la imposibilidad de pensar en un régimen de cotización alejado de la "tiranía del precio". Su uso del lenguaje es brillante: en cada párrafo hay una imagen original, una palabra inventada o redescubierta ("craquelure", "coconstructed"). A ratos es petulante y pretencioso y también puede ser ininteligible, pero aun así se salva porque es muy bueno para desarmar el arte de hacer novelas mientras escribe una de las mejores y más poéticas novelas sobre el New York de hoy, el de las "innumerables ventanas iluminadas y el safiro y rubí líquidos del tráfico en FDR Drive y la ausencia presente de las torres".

   

 (La Tercera, 1 de marzo 2015)

 

 

 

 

 

 

 

 

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3 de marzo de 2015
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El mañana es cosa del ayer

Desde luego, es posible que no suceda tal cosa y todo siga como siempre, ¡el nuestro es un país tan conservador por la derecha y por la izquierda! Pero también pudiera ser que asistiéramos a uno de esos inesperados cambios de régimen a los que estamos acostumbrados sin que ni siquiera lo advirtamos.No me refiero, por supuesto, a la emergencia de Podemos. La primera vez que les vi en pantalla se cogían por los hombros y se balanceaban cantando una canción de Lluis Llach que ya era cursi cuando triunfaba entre los colegiales de hace 50 años. Un partido revolucionario que usa como música de fondo a la Sarita Montiel del separatismo catalán no puede llegar muy lejos. Ganarán elecciones, pueblos y presupuestos, pero no añadirán ni una sola idea al coro político español. Fantasmagoría sin cerebro.

A lo que me refiero es a la fatiga de los materiales lingüísticos. Fue Víctor Klemperer en su fascinante La lengua del Tercer Reich (hay una selección en la editorial Minúscula) quien dio cuenta de cómo se iba corrompiendo el lenguaje y hasta qué punto las expresiones cotidianas ya no tenían ningún sentido a medida que los nazis avanzaban sus posiciones. En aquel caso un hecho sin precedentes, el ascenso de una fuerza política demente, estaba en la raíz de la transformación, algo que de un modo más ligero y trivial se está produciendo en Cataluña. Pero no es preciso que haya un suceso concreto detrás de esa fatiga lingüística, puede venir por el puro hastío. Y ese es el caso, creo yo, de la España actual.

Si uno repasa la terminología política se encuentra con grandes desiertos de sentido punteados por charcas de chifladura. Muchos políticos, sobre todo los amenazados por el desprestigio, el tribunal o la pura desnudez cerebral, dicen constantemente que lo que hacen es "profundamente democrático", o bien sólo "democrático". Nadie podría adivinar qué quiere decir esa palabra en boca de un defraudador, un evasor de impuestos, un oportunista, un cliente, un asambleario, un separatista o un político que jamás ha dado muestras de conocer lo que exige la democracia a un cargo público.

Por otra parte, esos mismos políticos citan constantemente metáforas y símiles futbolísticos para hacer comprensible lo que ellos llaman "sus ideas", sin percatarse de que el fútbol es hoy lo mismo que durante el nacional-catolicismo, una espesa maraña de intereses que pinta de purpurina la violencia étnica en algún caso, racista en otros y nacionalista en casi todos. Así que cuando dicen, por ejemplo, que "queda mucho partido" antes de las elecciones, están pavoneándose en el difuso fascismo blando que nos atosiga.

El hastío se generaliza cuando la izquierda no conoce otro lenguaje que la negación del de la derecha. Algunos elementos que tenían gracia, como la lucha de clases, han desaparecido, lo que hace difícil de entender qué papel juegan los "obreros", si es que los hay, en los programas. Peor aún, la extrema izquierda o su fantasmagoría, ya sólo sabe usar el lenguaje de la Iglesia para explicar sus quimeras, las cuales consisten en acabar con quienes no superen el examen de pureza de sangre (la casta), aplastar a los ricos (aunque aún no los califican de lujuriosos y violadores) y llamar benditos a los hijos de Dios, los santos inocentes, los pobres o como quiera llamárseles. Sentimentalismo burgués pasado por la sacristía.

Durante la Revolución Francesa hubo un tiempo en el que tuvieron un gran poder los puros, los moralistas. Se dedicaron a matar, claro, pero también a destruir las obras del "lujo corruptor", es decir, iglesias, palacios, estatuas, cuadros o jardines, como los actuales islamistas del EI. Un parlamentario que podría ser español, Babeuf, proponía la supresión de toda educación ya que contribuía a incrementar las desigualdades. Es decir, la diferencia entre tontos y listos. Esta encomiable pureza moral y amor por una "vida sobria y sencilla" recuerda aquel sermón de Arnaldo Otegui cuando decía que una vez separados de España, los jóvenes vascos en lugar de estar delante de un ordenador corretearían por los montes y valles de la patria. El lenguaje de esa izquierda española es puro catolicismo corrompido.

¿Qué demonios defiende la izquierda oficial, por lo menos desde el punto de vista del lenguaje? ¿La desaparición de los privilegios? No. Cataluña y el País Vasco tienen un estatuto superior. ¿La aplicación implacable de la justicia? No. La Junta de Andalucía hace todo lo posible por ocultar una Administración cleptómana que ha desvalijado a los españoles durante décadas. ¿Un programa educativo que ponga en manos del alumnado las herramientas eficaces de la crítica intelectual? No. Sólo defienden la estructura parasitaria de los sindicatos y la permanencia del analfabetismo estructural. Seguimos en el último lugar de toda encuesta sobre educación en Europa. ¿Acaso un mayor reparto de la riqueza? Resulta cansino repetir que fue el Gobierno de Zapatero, el peor dirigente que ha soportado España desde Fernando VII, quien desató la furia depredadora de los bancarios.

Así pues, no hay un lenguaje inteligible en la política actual y el que se usa o bien es grotescamente demagógico o está vacío de todo contenido. Para remediarlo es frecuente que los profesionales echen mano del viejo lenguaje de la guerra fría (derecha e izquierda) o el de la carnicería republicana (fascistas y rojos), como si un ciudadano de 1930 o la sociedad de 1950 tuvieran el más mínimo rasgo en común con lo actual. En buena medida, el éxito televisivo de Podemos se debe a que usan un lenguaje arcaico, simple y reaccionario que muchos entienden porque es el viejo lenguaje religioso del Tercer Mundo (Chaves era el mejor ejemplo de caudillo episcopal) y buena parte del país aún no se ha arrancado al tercermundismo.

El cambio de lenguaje supondría en verdad la superación de nuestro último capítulo como frontera africana. Asimilar la enseñanza de las democracias europeas debería pasar por la supresión de los restos tercermundistas a lo Marinaleda, una de cuyas secuaces se presenta por Podemos en Andalucía. Pero no somos los únicos en sufrir ese desgaste de materiales, también están ahí los feudales del Partido Socialista Francés que no puede admitir ni siquiera las propuestas de Valls. La izquierda debería tomar distancia con estos restos de feudalismo sureño, como los separatistas de la Liga Norte o los bocazas griegos. Y, en fin, aproximarse a aquellas democracias en las que la demagogia ideológica no se impone sobre el análisis crítico.

Todo lo cual es imposible mientras mantengamos a cientos de cargos inútiles, miles de empleados de partidos obsoletos, 17 Estados de juguete, una masa de aforados, un océano funcionarial cuyos sueldos son superiores a los de los trabajadores y un sistema judicial del siglo XIX. De ahí que el discurso mudo del poder sea, por ahora, todo lo que tenemos. Sin embargo, grande es el hastío. Y no hay nada tan peligroso como un hincha del fútbol que se aburre.

 

Artículo publicado en El País. 

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3 de marzo de 2015
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