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Sangre o amor

Javier Fernández de Castro

 Por lo que dice una de las solapas del libro, cuando Donna Leon escribió Sangre y amor ya le había hecho resolver veinticinco casos al comisario Guido Brunetti. No recuerdo bien en qué momento  dejé de serle fiel y tampoco sabría decir qué influencia pudo tener en ello la serie de la cadena alemana de  televisión ADR. Ahora vuelvo a encontrarme con Brunetti y compañía y me complace constatar que el elenco completo no sólo sigue al pie del cañón sino que, cada cual en lo suyo, aguantan estupendamente. El comisario Brunetti sigue sin dejarse apabullar del todo por la alcurnia de su familia política, los señores condes de Falier, aunque sigue llevando mal que Paola, su mujer, sea una profesora extraordinariamente culta y, a ratos, algo altiva con quienes no poseen una erudición equiparable.  Los hijos adolescentes del comisario, Chiara y Raffi, continúan siendo una fuente continua de satisfacciones y sobresaltos para sus padres.

                Y en comisaría tampoco parece que hayan cambiado mucho las cosas. El vicequestore Patta, el jefe, mantiene desde hace años una vinculación con el (odioso) teniente Scarpa que nadie se explica, ni siquiera por el hecho de que ambos sean palermitanos y a veces hablen en un dialecto incomprensible para los venecianos de pro. Casi desde su asignación a la comisaría de Venecia el teniente Scarpa ha desarrollado una aversión por el (pobre) policía Alvise que debería tener a éste  profundamente amargado de no ser por la protección de la signorina Elettra, la sibilina secretaria del jefe capaz de “asaltar bancos, allanar archivos ministeriales e incluso remover archivos del Vaticano”, por lo que conseguirse la clave del ordenador del odioso Scarpa y entrometerse en la persecución de éste contra Alvise es algo que ella hace sin que se le desordene uno solo de sus muy cuidados cabellos o se le arrugue una prenda de su muy estudiado vestuario.

                Si me entretengo en perfilar un poco los caracteres y circunstancias de los principales personajes, y que cualquier lector asiduo de Donna Leon conoce bastante mejor que yo, es justamente por lo sorprendente que resulta la fidelidad de todos ellos a sus caracteres iniciales.  Y porque denota a las claras la notable  imaginación de su creadora, que no necesita traicionar y distorsionar a sus criaturas para tener al lector inmerso una vez más – e insisto en que con esta son veintiséis— en el caso que debe resolver el infatigable  Brunetti.

                El gran problema de las series, ya sean novelísticas o televisivas, es que al cabo de unos cuantos episodios el creador, o los guionistas, cada vez encuentran más dificultades para cumplir la regla de oro de toda serie y que les obliga a que todo sea igual pero diferente. Decir siempre lo mismo, poner en  juego siempre a los mismos personajes, hacer que estos respondan a los estímulos que todo lector o espectador conoce (y exige) y sin embargo que cada episodio siga siendo lo bastante interesante como para no espantar a la audiencia.

                El recurso fácil es deformar uno tras otros a los personajes y hacerles cometer actos que en las primeras entregas no cometerían, o enamorarse de quien antes no se enamorarían jamás o ponerle ambiciones hasta ahora desconocidas, ello si no les inventan pasados imperdonables, les descubren hermanos horribles o aparecen hijos insospechados. Quizá, de todas las series longevas y que siguen en pleno vigor la que mejor aguanta el paso del tiempo sean Los Simpson porque como no juegan al realismo, ni pretenden parecerse a la vida real, Homer Simpson puede ser hoy el peor y más dañino empleado de una central nuclear y mañana, sin tener que dar explicación alguna, puede arruinar una expedición espacial, ser un guardaespaldas del alcalde perfectamente creíble o líder de una banda de rock.

                Brunetti, en cambio, pretende ser un policía real y hacer el tipo de cosas que puede hacer un policía honesto (y renuncio al sarcasmo fácil) y lo mismo los personajes que son su entorno. Y que tantos casos más tarde sigan siendo ellos mismos es muy de agradecer, por no decir que es una especie de pequeño milagro. Aunque no me cabe duda de que el hecho de ser Venecia el marco de sus pesquisas ayuda mucho, o en cualquier caso más de lo que Sicilia ayuda al bueno de Montalbano.

 

Sangre o amor

Donna Leon

Traducción Maia Figueroa Evans

 

Seix Barral

 

 

   

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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