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Sangre o amor

 Por lo que dice una de las solapas del libro, cuando Donna Leon escribió Sangre y amor ya le había hecho resolver veinticinco casos al comisario Guido Brunetti. No recuerdo bien en qué momento  dejé de serle fiel y tampoco sabría decir qué influencia pudo tener en ello la serie de la cadena alemana de  televisión ADR. Ahora vuelvo a encontrarme con Brunetti y compañía y me complace constatar que el elenco completo no sólo sigue al pie del cañón sino que, cada cual en lo suyo, aguantan estupendamente. El comisario Brunetti sigue sin dejarse apabullar del todo por la alcurnia de su familia política, los señores condes de Falier, aunque sigue llevando mal que Paola, su mujer, sea una profesora extraordinariamente culta y, a ratos, algo altiva con quienes no poseen una erudición equiparable.  Los hijos adolescentes del comisario, Chiara y Raffi, continúan siendo una fuente continua de satisfacciones y sobresaltos para sus padres.

                Y en comisaría tampoco parece que hayan cambiado mucho las cosas. El vicequestore Patta, el jefe, mantiene desde hace años una vinculación con el (odioso) teniente Scarpa que nadie se explica, ni siquiera por el hecho de que ambos sean palermitanos y a veces hablen en un dialecto incomprensible para los venecianos de pro. Casi desde su asignación a la comisaría de Venecia el teniente Scarpa ha desarrollado una aversión por el (pobre) policía Alvise que debería tener a éste  profundamente amargado de no ser por la protección de la signorina Elettra, la sibilina secretaria del jefe capaz de “asaltar bancos, allanar archivos ministeriales e incluso remover archivos del Vaticano”, por lo que conseguirse la clave del ordenador del odioso Scarpa y entrometerse en la persecución de éste contra Alvise es algo que ella hace sin que se le desordene uno solo de sus muy cuidados cabellos o se le arrugue una prenda de su muy estudiado vestuario.

                Si me entretengo en perfilar un poco los caracteres y circunstancias de los principales personajes, y que cualquier lector asiduo de Donna Leon conoce bastante mejor que yo, es justamente por lo sorprendente que resulta la fidelidad de todos ellos a sus caracteres iniciales.  Y porque denota a las claras la notable  imaginación de su creadora, que no necesita traicionar y distorsionar a sus criaturas para tener al lector inmerso una vez más – e insisto en que con esta son veintiséis— en el caso que debe resolver el infatigable  Brunetti.

                El gran problema de las series, ya sean novelísticas o televisivas, es que al cabo de unos cuantos episodios el creador, o los guionistas, cada vez encuentran más dificultades para cumplir la regla de oro de toda serie y que les obliga a que todo sea igual pero diferente. Decir siempre lo mismo, poner en  juego siempre a los mismos personajes, hacer que estos respondan a los estímulos que todo lector o espectador conoce (y exige) y sin embargo que cada episodio siga siendo lo bastante interesante como para no espantar a la audiencia.

                El recurso fácil es deformar uno tras otros a los personajes y hacerles cometer actos que en las primeras entregas no cometerían, o enamorarse de quien antes no se enamorarían jamás o ponerle ambiciones hasta ahora desconocidas, ello si no les inventan pasados imperdonables, les descubren hermanos horribles o aparecen hijos insospechados. Quizá, de todas las series longevas y que siguen en pleno vigor la que mejor aguanta el paso del tiempo sean Los Simpson porque como no juegan al realismo, ni pretenden parecerse a la vida real, Homer Simpson puede ser hoy el peor y más dañino empleado de una central nuclear y mañana, sin tener que dar explicación alguna, puede arruinar una expedición espacial, ser un guardaespaldas del alcalde perfectamente creíble o líder de una banda de rock.

                Brunetti, en cambio, pretende ser un policía real y hacer el tipo de cosas que puede hacer un policía honesto (y renuncio al sarcasmo fácil) y lo mismo los personajes que son su entorno. Y que tantos casos más tarde sigan siendo ellos mismos es muy de agradecer, por no decir que es una especie de pequeño milagro. Aunque no me cabe duda de que el hecho de ser Venecia el marco de sus pesquisas ayuda mucho, o en cualquier caso más de lo que Sicilia ayuda al bueno de Montalbano.

 

Sangre o amor

Donna Leon

Traducción Maia Figueroa Evans

 

Seix Barral

 

 

   

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26 de marzo de 2015
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Luto y esperanza

Esta es una tragedia toda entera europea. Europeo era el aparato siniestrado, el Airbus 320, una joya de la navegación aérea comercial, que empezó a fabricar en 1984 la compañía EADS, firma aeronáutica y de armamento de capital francés, alemán y español. Europea es Germanwings, filial de Lufthansa, la compañía histórica de bandera, para cubrir trayectos y destinos mayoritariamente europeos con tarifas low cost. Europeas las ciudades conectadas, Barcelona y Düsseldorf, y la mayoría de los viajeros y tripulación fallecidos. Europeo es Eurocontrol, la organización de control aéreo que nada pudo hacer cuando perdió la señal del vuelo 9525. No es una tragedia meramente europea por la geografía y la nacionalidad de las víctimas y de las compañías. Lo es también por el tejido profundamente europeo de relaciones que hiere y desgarra este golpe terrible de un azar cuyas causas hay que desentrañar y de las que hay que aprender. Los 16 escolares y sus dos profesoras de un instituto de Renania del Norte-Westfalia, estudiantes de lengua castellana, que han pasado una semana en intercambio con un instituto catalán. Dos cantantes que habían actuado en el Liceo de Barcelona: Maria Radner, nacida en Düsseldorf, y Oleg Bryjak, un europeo nacido fuera de Europa, en Kazajstán, como muchos otros, pero formado musicalmente en Alemania. Tres padres de alumnos del Colegio Alemán de Barcelona, profesionales y directivos de sociedades afincadas en España. El nutrido grupo de mujeres y hombres de negocios, catalanes casi todos --textil, automoción y química-- que en su mayoría viajaban a una Feria de tecnología y alimentación. También son europeos y como europeos se han comportado los gobernantes y responsables políticos, gobiernos y administraciones, implicados directamente o indirectamente en el accidente. Ayer vimos una cumbre del dolor europea a la que asistieron Merkel, Hollande y Rajoy. Sobre Francia recae la compleja tarea de localizar, recoger y analizar los restos del avión en una zona de acceso muy difícil. Ni un solo chirrido se ha producido entre gobiernos y administraciones, ni siquiera entre los Gobiernos catalán y español. Al contrario, el presidente Rajoy ha demostrado su sensibilidad con su homólogo catalán, al recoger en su mismo avión a Artur Mas. Europa existe. Existe y funciona. Y una tragedia como esta hace visible la tupida red de relaciones y solidaridades, con frecuencia discretas y poco visibles, que hay entre los europeos, sus ciudades, empresas e instituciones públicas y privadas. Como ha hecho visible, felizmente, la capacidad de cooperación y de armonía entre gobiernos y administraciones de distintos niveles y de tres países de tanto peso como Francia, Alemania y España. No siempre el dolor une, sino que a veces se convierte en fuente de resentimiento y de distancia. No ha sido el caso. Por una vez vemos que las solidaridades son más fuertes que los intereses particularistas o los narcisismos de las diferencias menudas o inventadas. Europa funciona y existe mucho más de lo que solemos creer quienes quisiéramos que existiera todavía más.

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26 de marzo de 2015
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Las dos Discordias de Hesíodo

 

 

 

 

La Noche, dice Hesíodo en su Teogonía, fue madre de la Discordia (Eris) firme de ánimo, y ésta engendró la penosa labor, el olvido, las hambres y dolores que hacen llorar, la guerra, la matanza y la destrucción, los odios, las mentiras, las palabras y los embrollos, el desorden civil y la ruina.

 

Pero Hesíodo vivió más allá de ese poema, e hizo otro titulado Trabajos y días. Y en éste concedió que existe además otra Discordia buena, ingénita en la tierra que nos nutre, y quien la conoce la aprueba como benefactora porque incita al envidioso a trabajar y perfeccionarse. Esta Discordia suscita los celos de emulación que hacen que se detesten los iguales. Y, por ella, “el ceramista detesta al ceramista, y el artista, al artista; y el mendigo envidia al mendigo, y el aedo, al aedo.” 

 

Pare cerrar su observación poética sobre la Discordia, Hesíodo hace compartir verbo a mendigos y aedos. Y él queda como un aedo mayor que da gracias al destino por haberle concedido participar en el gran campeonato épico.

 

Notemos que Hesíodo no conoce la Ilíada, pero sí la Cipríada. Que el poeta de la  Ilíada no conoce a Hesíodo, pero da por sabida la Cipríada. Y que el poeta de la Odisea se sabe de memoria a Hesíodo, y lo admira casi tanto como al poeta de la Ilíada. 

Así que son cuatro poetas, el de la Cipríada, el de la Teogonía, el de la Ilíada, y el de la Odisea. Y la competición consiste en quedar como campeón famoso de la épica griega antigua. Lo consiguen en la posteridad, por este orden, el poeta de la Ilíada y el de la Odisea, aunque con cierta confusión en los dorsales; Hesíodo, gran poeta, queda tercero; por su parte, el cuarto, que fue el primero, el poeta de la Cipríada y padre de todos, queda en manos del olvido.

 

 

Y de Eris cuenta el poeta de la Ilíada que a lo primero, cuando echa a andar, Discordia la chillona es una diosa muy bajita, que no levanta una cuarta del suelo, pero enseguida toca con la cabeza el cielo, y  camina por encima de la tierra.

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25 de marzo de 2015
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Al más alto nivel

La primera vez que oí la expresión, hace ya un par de años, no me atreví a preguntar a quién o quiénes aludía: “Estamos a la espera de un contacto al más alto nivel”, dijo un empresario con rictus grave, como si todos tuviéramos que saber de qué estábamos hablando. Pero ¿de quién se trataba?, ¿quién encarnaba ese “alto nivel”? Acaso un oligarca, el ángel custodio de los fondos de la banca andorrana, un diplomático sabelotodo o el jefe del CNI. La expresión intimidaba, y más cuando mis interlocutores la pronunciaban mascando la goma de la omnipotencia. Me vinieron a la cabeza narices aguileñas y barbas dionisiacas, tipos con el cabello recortado al estilo de los jugadores del futbolín. Seres misteriosos aunque forrados de venerabilidad, a la manera de los libros de texto plastificados. Símbolos que cotizan al mismo tiempo que la carcoma avanza por las boiseries de sus bibliotecas, como los personajes de Harold Pinter en el Invernadero -que estos días dirige Mario Gas en el madrileño teatro La Abadía-, víctimas de sus almas agotadas por una absurda hegemonía hasta que les corroe y destruye el propio abuso de poder. ¿A qué viene la opacidad que transmite la expresión “al más alto nivel”, y por qué se utiliza tanto? Quizá por tratarse de un genérico que nos conduce hasta el imaginario de una llave que lo abre todo. Del poder en mayúsculas. También es producto de una pedantería sin igual que engloba a mequetrefes, intermediarios y comisionistas. Puede que algunos lo denominen discreción, y por ello prefieran sustituir el sujeto por un complemento circunstancial en asuntos que van desde la negociación del pacto salarial “al más alto nivel” hasta la defensa del sector minero “al más alto nivel”. Cuando se puso de moda apoyar construcciones semánticas con “a nivel”, los guardianes del lenguaje alertaron acerca de lo que suponía tal terrorismo lingüístico, porque bien distinto es vivir a nivel del mar que llenarse la boca “a nivel político” cuando basta con decir “en política”. Es probable que algunos de ustedes hayan estado en reuniones al más alto nivel sin tener conciencia de ello, con orden del día, termos de café, jarritas de leche fría, platos con caramelos eucaliptus, algún fatigoso powerpoint, y un acta que lo recoge todo, aunque en verdad de nada importe el acta porque la decisión final se tomará “al más alto nivel”. Tendríamos que saber quiénes asisten a las verdaderas reuniones en la cumbre. Personas “de categoría”, se decía en los pueblos, con galones, títulos o, mejor dicho, influencia y “contactos”. La mascarada de “alto nivel” oculta los rostros que lo representan porque en lo que media el vuelo de una mosca pueden caer al más bajo nivel. (La Vanguardia)

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25 de marzo de 2015
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Comer platos magiares en vajilla sueca

A veces, con afán un tanto deportivo, repaso la nómina de los premios Nobel de todos los tiempos, a quienes he leído, cuáles no leería nunca, cuales otros no volvería a leer, y aquellos cuyos nombres no me dicen nada. Están inscritos en las lápidas de un vasto cementerio, algunas de ellas sobresalientes, otras perdidas entre la hierba.

¿Qué pasa, por ejemplo, con mi paisano centroamericano, Miguel Ángel Asturias? Cuando le concedieron el premio Nobel las campanas de todas las iglesias de Guatemala se echaron al vuelo, y antes de hacer su triunfal viaje en tren a Estocolmo, vino a su país, porque entonces vivía en Europa, y fue revestido con honores provincianos; una copa de champaña en el palacio presidencial, las llaves de la ciudad que le otorgaba el municipio, diplomas de asociaciones artísticas, algún concierto de marimba en su homenaje.

Yo era entonces joven funcionario del Consejo Superior Universitario Centroamericano y lo busqué en casa de su hermano, donde se alojaba, para rendirle una visita protocolaria. Me recibió con cortesía diplomática, rotunda su estampa de ídolo maya, generoso el vientre, el traje un tanto flojo, ceremonioso, comedido en su gloria.

Tenía la estampa de un hombre de buen diente, y sí que lo fue, como lo demuestra el libro que escribió al alimón con Pablo Neruda, Comiendo en Hungría, donde relatan sus aventuras culinarias en Budapest y sus alrededores,  cuando coincidieron en agosto de 1965 como invitados oficiales del Partido Comunista.

Como valientes comedores que ambos eran, emprendieron una bien planeada excursión por los más señalados y augustos  restaurantes de la ciudad y sus alrededores, todos propiedad del estado, y sus anfitriones del partido sabían escoger bien cuáles platos de la cocina magiar los seducirían mejor.

Se llamaban entre ellos "chompipones", en burla mutua a su lento andar de pavos orgullosos, o guajolotes rozagantes, "poetas gordos" los dos, de figuras infladas. En aquellos restaurantes, cuyos decorados recordaban aún las glorias del imperio austrohúngaro, les dispensaban las mismas atenciones que a los jerarcas de la nomenclatura del partido de los trabajadores, y cuando les tocaba comer fuera de la ciudad, los recibían y agasajaban el alcalde del lugar y demás autoridades. Toda una gira triunfal.

"¡Hígado de ángel eres"!, exclama Neruda en una breve oda al foi gras húngaro, incluida en el libro, tal como Charles Monselet, el poeta de las cocinas, llamaba al cerdo "¡mi ángel!"; y sobran los elogios al Tokay y al Egri Bikáver, el rojo y espeso vino Sangre de Toro, "toro con corazón de terciopelo", como canta el mismo Neruda en un soneto, también incluido en el libro; pero bajo esa marca los hay de diferentes calidades, pues el Sangre de Toro que yo compraba en Berlín Occidental en los años setenta, en las temporadas en que escaseaban los marcos en el presupuesto doméstico, era de los más baratos que uno podía hallar.

Tras esta envidiosa disquisición gastronómica, regreso a los engañosos parámetros de la eternidad literaria. ¿De qué vale, en verdad, el título de premio Nobel frente al olvido? En vida, sirve para ser tratado a cuerpo de rey en agotadoras, y a la vez placenteras, giras por restaurantes, como esa de que disfrutaron Asturias y Neruda, ambos ceñidos por los mismos dorados lauros suecos.

Pero, ¿Henryk Pontoppidan, Karl Spitteler, José Echegaray? Están en la augusta lista, pero nunca los leeré. Tampoco sabré nunca si fueron gourmets de categoría o no lo fueron. El premio a Echegaray despertó protestas entre los escritores jóvenes de la época, que firmaron un manifiesto denostándolo, entre ellos Rubén Darío. Pobre don José, no sé cuáles habrán sido sus culpas, y a lo mejor hasta buen colmillo tenía, como Neruda y Asturias, y como el propio Darío.

Neruda, más allá de esa pasada piedra fundamental que es el Canto General, sus Veinte Poemas seguirán consolando los amores juveniles. Con Asturias no estoy tan seguro de que los siglos sostengan su popularidad. Pero me sigue seduciendo el retrato sombrío de la Guatemala crepuscular de El señor presidente, y la parafernalia verbal de Hombres de maíz.

Y ambos, estemos seguros, seguirán comiendo en la misma mesa vestida de manteles largos.

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25 de marzo de 2015
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El gran momento de los enanos

Por lo general, el ciudadano no se acerca a una ventanilla de la administración a menos de que sea cuestión de vida o muerte. Jamás se le ocurriría acudir en busca de ayuda. Todos sabemos que en cuanto caes en manos del Estado vas a tener que sufrir indeciblemente para no salir arruinado. Nunca es suficiente con una visita a la ventanilla, siempre hay que volver una o dos veces. Nunca están todos los papeles, siempre hay algo mal inscrito, desordenado, equivocado. Es inútil acudir a la web oficial: es arcaica, nebulosa, liante, confusa. Por no hablar de los teléfonos, verdaderos infiernos de la repetición. Hubo un tiempo en que soñamos que era posible una administración más eficaz que la de Larra. Todo ha regresado a la vieja incuria.

Esta colosal ineficacia produce una irritación creciente. Los últimos recortes han devuelto la sanidad a los tiempos de Fraga y la piratería es la mayor de Europa porque este es un país sin principios. El votante tiene la convicción de que los grandes partidos sólo estudian o resuelven los problemas de sus amigos y parientes. Y lo que es más doloroso, les importa poco el votante al que apelan como plañideras. En realidad solo trabajan para un grupo muy reducido de ciudadanos. No sólo los poderosos, los ricos, o los bien conectados son la invisible red feudal que sostiene al partido, ésta, a su vez, produce otra gigantesca red clientelar expansiva. En algunos lugares, como Andalucía o Cataluña, un pequeño grupo caciquil domina la totalidad del territorio mediante el reparto de un dinero que desde luego no es suyo.

La desidia y la avaricia de los partidos han llevado esta situación hasta un punto que parece sin retorno. El votante se pregunta, ¿pero cómo se va a desmontar esta máquina de sumisión si todos los engranajes pertenecen a los partidos que nos someten? ¿Cómo puede destruirse la Jauja de los aforados cuando hay tantos al borde de la cárcel? ¿Cómo vas a suprimir Diputaciones cuando son asilos para políticos acabados? Hay casos extremos, como la carísima red de Consejos Comarcales de Cataluña que en 2012 costó más de seiscientos millones de euros y cuya única función es mantener los elevados sueldos de políticos cesantes o nulos.

La sensación de que la corrupción de los políticos, tan típica del periodo franquista, es endémica y forma parte de una moral aceptada por la clase dirigente conduce a la desesperación de los ciudadanos. Son corruptas la casi totalidad de las instituciones en mayor o menor grado. Puede ser, por ejemplo, un rector de la Complutense que para hacerse reelegir no aplica el reglamento a quienes le van a dar de comer. Algo mínimo, pero tan frecuente que lleva a creer que no queda un solo cargo público que no abuse de su poder. Aunque también es evidente la persuasión de que las grandes compañías de la energía, o las petroleras, o las farmacéuticas mueven a los responsables políticos como monigotes. Quizás no sea cierto, pero ya es muy difícil convencer a los electores de que todo esto, de lo muy pequeño a lo muy grande, son calumnias.

El gobierno ha dedicado un gran esfuerzo a cumplir con las exigencias europeas y es muy probable que en verdad nos haya sacado del pozo en donde nos metió el presidente más insensato que hemos soportado desde Fernando VII. No obedecer a Bruselas ya estamos viendo, gracias a las barbas griegas, a dónde conduce. El esfuerzo de Rajoy es notable y hay que reconocerlo, aunque todo el mérito es nuestro. Sin embargo, no ha dado un solo paso más y es imposible seguir encerrados con un solo juguete. No ha tocado ni un privilegio, ha consentido toda suerte de corruptelas, es incapaz de dar explicaciones de asuntos tan monstruosos como el de Bárcenas, y elige a sus portavoces entre cómicos de zarzuela.

Con este panorama, al que podríamos añadir bastantes más desgracias las cuales, como las anteriores, nadie sabría decir si son ciertas o falsas pero cuyo peso en el alma del votante es innegable, ¿cómo no van a aparecer partidos que propongan el arrasamiento de todo cuanto hay? De la misma manera que las masas supersticiosas de la revolución francesa (o de la bolchevique) creyeron que bastaba con borrar del mapa a la clase enemiga para alcanzar de inmediato la felicidad y la riqueza, así también muchos crédulos españoles creen que eliminando a "la casta" se volverán ricos al instante, o que suprimiendo a "los españoles" los catalanes se convertirán en suizos. Lo cierto es que después de cada revolución comienza un periodo de espantosas hambrunas y matanzas, de las que acaba emergiendo una nueva clase que se ha apropiado de la riqueza y ha colocado en su sitio a los mismos pobres de siempre.

¿Quiere esto decir que es mejor el inmovilismo y la resignación? En absoluto. Quiere decir que no hay avance verdadero que no tenga un pie firmemente asentado en lo anterior. Y que todo intento de saltar con ambas piernas, a la manera de la rana, conduce a la rotura y el descalabro. El cambio es imprescindible y mucho más en la España arriba descrita. Un cambio que debe recomponer la máquina misma del Estado. Pero ese cambio hay que hacerlo sin tirar toda la máquina al desguace mientras llega una nueva que hemos encargado a Venezuela.

Tanto Podemos como los partidos separatistas catalanes, muy similares entre sí, confían en que la población, harta, aburrida, resentida, rompa la baraja y decida que a partir de ahora ya no se juega al mus sino a la ruleta rusa. La baraja, en nuestro caso, es la Constitución. Mucha gente cree que la Constitución es como una muñeca Barbie perfectamente sustituible por una Barriguitas. Olvidan que este bendito país no ha tenido apenas constituciones y las que ha tenido han durado tres días. Si se produjo el milagro de que varios cientos de españoles decisivos se pusieran de acuerdo sobre un texto que fue luego asumido con gran alborozo por el país en pleno, vayan ustedes con cuidado y no estropeen una de las pocas cosas que hemos sabido hacer con sensatez en este país de histéricos. Todas las constituciones pueden y deben mejorarse, pero para mejorarlas deben primero existir de modo indudable. Siempre que exista, la Barbie puede luego llevar un faldón o una tanga.

Así pues, ante la cascada de elecciones que se nos viene encima, tengo para mí que es imprescindible, en primer lugar, negarles a los grandes partidos tanto poder como el que hasta ahora les ha beneficiado. Y en segundo lugar, elegir con todo cuidado cuáles son aquellas formaciones más adecuadas para pactar gobiernos de coalición. Quiero decir que sólo me parece interesante el voto a los partidos pequeños para que alguno de ellos alcance un tamaño que le permita, a la hora de negociar, exigir algunas de las reivindicaciones que he expuesto al principio.

¿Podemos, UpyD, Ciudadanos? Cualquiera de los tres. Yo me inclino por la sensatez del equipo económico de Ciudadanos y la indudable calidad de su líder, así como me parecen nefastas las mentiras y chulerías de Podemos, pero no quiero dudar de la cordura de los votantes españoles. No pido que gane el mejor, sólo que no gane el peor.

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24 de marzo de 2015
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Bombardeo en Múnich

     Hace tres años David Trueba realizó una película atrevida y muy lograda, ‘Madrid 1987‘, que tuvo una reducida difusión en cines, aunque luego salió en el insólito formato de libro-dvd dentro de la colección de Anagrama donde aparece ahora su fascinante novela ‘Blitz'. En ‘Madrid 1987‘ un hombre rondando la sesentena pasaba, por accidente, un fin de semana encerrado con una estudiante de periodismo cuarenta años más joven, y entre ellos surgía una relación hecha de palabras, de desnudos íntegros, de sexualidad emboscada. Se dijo en su momento que esa historia tenía una base real, inspirada por algo que le sucedió a un célebre columnista y novelista, ya fallecido, con una joven admiradora. Ignoro si ‘Blitz' extrae su inspiración de la realidad, aunque pienso que al menos una sí, transfigurada: la situación del congreso-concurso internacional al que asiste Beto, el protagonista del relato, sin duda hace pensar en las ocasiones en que David Trueba, en su faceta de cineasta, se habrá visto presentando en una lengua que no es la suya su obra, contestando preguntas, recibiendo  parabienes, encontrando rivales odiosos y quizá algún ángel protector.

     La figura angélica de esta novela nada extensa es Helga, una mujer también sesentona, viuda y madre de hijos adultos, que parece circunstancial y va adquiriendo en el libro un relieve extraordinario y una densidad que la convierten en un personaje memorable. Ella es la que se encarga de recibir, acompañar, acomodar y traducir al arquitecto-paisajista que presenta en Múnich su proyecto de "Jardín de los Tres Minutos", pero Beto no ha viajado solo al congreso; le acompaña su pareja y colaboradora Marta, de 27 años, tres menos de los que tiene él. La peripecia progresa tenuemente desde la primera explosión, producida en la página de arranque por un sms equivocado que supone el final brusco de la relación de Beto y Marta. Nada hace presagiar hasta que el libro alcanza su mitad que Helga y Beto van a desarrollar, encerrados metafóricamente en lo accidental, una historia de intensa y explícita sexualidad y de cautelas, miedos, defensas: las propias de quienes, en una guerra como es la del amor, han de sortear las bombas.  

     Y es que si bien ‘Blitz' en alemán quiere decir relámpago, y hay otro ‘blitz' balear nada belicoso en el relato de Trueba, yo no pude sustraerme en ningún momento de mi lectura del libro al significado que ese término de origen germánico ha adquirido en la lengua inglesa, que lo utiliza desde 1940 para referirse a los bombardeos aéreos nazis sobre Londres, manteniendo asimismo un sentido metafórico. Este ‘blitz' novelesco a tres o cuatro bandas (si incluimos entre los contendientes al arquitecto Àlex Ripollés, en un principio enemigo de Beto) no sólo se desarrolla sobre el campo de batalla erótico. "El dolor es una inversión", le dice Helga a su joven invitado, quien en todo momento se rebela, tras ser abandonado bruscamente por Marta, contra el flujo de los sentimientos: el sentimentalismo, piensa él con mucho ingenio, "es un nacionalismo del yo". La novela habla de la precariedad, el temor y los desconciertos que ahora se viven, dentro y fuera de las parejas felices o infelices, pero el concierto a dúo ejecutado por dos instrumentistas tan opuestos como son Helga y Beto produce un sonido hermoso y conmovedor.

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24 de marzo de 2015
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