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YORO

Yoro es una novela rica, en el sentido de que tanto los personajes como su peripecia exigen una tensión narrativa que da lugar a situaciones, imágenes y metáforas a veces deslumbrantes pero también oscuras y que  por lo general se abren a diversas interpretaciones. Pero, justamente debido a su propia riqueza, esta novela no es de fácil lectura, en gran parte porque obliga al lector a poner lo que falta, desechar lo superfluo y, entre las diversas interpretaciones posibles, elegir aquella que conforme en su imaginario personal un relato coherente. O si se prefiere, y ya que pedir coherencia total sería excesivo, una interpretación que visualice un universo narrativo reconocible. O colonizable.

                Resumiendo mucho, Yoro es la larga, dolorosa, a ratos desafiante y siempre lúcida confesión de una mujer natural de Hiroshima y que era una adolescente cuando, el 6 de agosto de 1945, un bombardero B 29 estadounidense apodado Enola Gay dejó caer sobre esa población de 250.000 habitantes una bomba cuyo nombre en clave era Little John. Debido a la terrible y hasta entonces desconocida capacidad destructiva del ingenio termonuclear, la mayor parte de la población civil murió en el acto y el resto fue muriendo en las semanas y años siguientes debido a las quemaduras y los numerosos e imprevisibles efectos secundarios a largo plazo de la radiactividad. Contra toda razón, la narradora sobrevivió. Muy maltrecha, pero viva. Ahora se hace llamar H (por Hiroshima, pero también porque le han dicho que en algunas lenguas la h es muda).

Como es lógico, ese trágico suceso es una presencia continua en la novela. Y puesto que incluso en el horror puede haber belleza (a condición de que el horror cuente con un buen cronista) junto con relatos y descripciones directamente espeluznantes, hay ocasiones en que, además de espeluznantes, los relatos dan lugar a imágenes de gran belleza. Sin ir más lejos, cuando la narradora está desarrollando la idea de que en Hiroshima las cosas no desaparecieron del todo con la explosión sino que dejaron unos contornos llenos de vacío, afirma que si la radiación atravesaba a una persona la superficie que esta ocupaba  quedaba como recortada en su entorno. Y pone como ejemplo el de  una madre que creyó reconocer la sombra de su hija en una pared de la escuela y la estuvo protegiendo durante meses del viento y la lluvia para impedir que se desdibujara el claroscuro que le recordaba la última postura de su niña.

Lo curioso es que esa presencia posterior a la desaparición no es exclusiva de las personas, y se cita el caso de una mujer que parecía ir vestida con un kimono muy ajustado al cuerpo tras la explosión, aunque fijándose mejor se veía que la mujer estaba en realidad desnuda y que los colores de su kimono, al adsorber y reflejar de manera diferente el calor de la bomba, habían dejado impresas en su cuerpo las flores del antiguo paño.

Hay muchos otros ejemplos de horror puro y duro (y no sólo a costa de la bomba, porque también tienen cabida en la confesión de la narradora minuciosas descripciones del trato inhumano dispensado a unos prisioneros de guerra estadounidenses que durante la II Guerra Mundial eran traslados en la bodega de un trasatlántico japonés, las estremecedoras condiciones de vida actuales en las minas a cielo abierto en África, o las continuas agresiones que sufren la mujeres de cualquier continente y época, con o sin la excusa de la guerra). Sin embargo, hará bien el lector en retener las imágenes antes descritas sobre la presencia de las personas y las cosas que parecen haber desaparecido porque, cosa de 150 páginas después, hay una cita del filósofo chino Lao-Tse que apunta en la misma dirección desde otra perspectiva al decir: “La esencia de una habitación reside en el espacio vacío encerrado por las paredes, no en las propias paredes o techos. La utilidad de un cántaro de agua estriba en el vacío donde se puede meter el agua, no en la forma del cántaro o en el material de que está hecho. El vacío todo lo puede, porque lo contiene todo”.

Al lector puede resultarle muy tentador buscar la visibilidad del universo descrito a partir de esa doble imagen de la presencia del ausente, o del dibujo en la piel de unas flores cuando ya no hay ni piel ni flores, o del vacío que lo contiene todo. Y digo que puede resultarle tentador porque los personajes invitan a ello: una mujer que lo perdió todo en la adolescencia, empezando por su sexo, y que desde entonces su vida ha sido una lucha continua con ayuda del bisturí para llegar a ser lo que podría haber sido y no es; una hija, Yoro, que en principio era y no era de su pareja, Jim, pero que acaba siendo mucho más suya de lo que la misma H podría sospechar; la propia Yoro, un ser maldito y condenado desde su misma concepción a tener su destino en manos de los demás; una orangután hembra con una vida extrañamente en paralelo a la de Yoro, y tantas otras figuras que aparecen y desaparecen en la narración con diferentes grados de pasión, pero todas ellas criaturas extrañas, profundamente desgarradas y hasta inverosímiles, que viven porque la narradora, H, da testimonio de ellas, pero que podrían existir únicamente en la voluntad de su creadora.

Es posible una lectura así, pero sería empobrecedora porque, como se ha dicho al empezar, Yoro es una novela rica, llena de brutalidad y horrores (esa madre a punto de morir de hambre y que agradece a sus carceleros que la alimenten cuando está sin saberlo devorando a sus propios hijos) pero también repleta de imágenes y metáforas muy sugestivas y llenas de vida. Porque, en definitiva, como dice la propia narradora en algún momento, todo lo que se cuenta y sucede, por más brutal y negativo que parezca, en el fondo sólo es un alegado en pro de la vida.


 


Yoro


Marina Perezagua


Los Libros del lince


 

 

 

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22 de octubre de 2015
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La simetría del miedo

De un lado, miedo a salir de casa, a despertar sospechas solo por pisar la calle y a ser abatido como un perro rabioso. Del otro, miedo al merodeador de piel morena que habla árabe. Miedo cierto, fundamentado, documentado, que encaja simétricamente, cada uno por su lado, y arroja una cuenta siniestra desde que empezó este episodio: en apenas un mes, 47 palestinos abatidos y 8 judíos apuñalados.

¿Palestinos? Es un decir. No era palestino un asilado eritreo que murió linchado en Bersheva, confundido con un árabe apuñalador. ¿Judíos? No todos los israelíes lo son y también puede caer un druso o un árabe israelí bajo el cuchillo de ese hijo de la desesperación y del odio que es el lobo solitario.

El siniestro juego de espejos que instala la simetría del miedo corroe la confianza e incluso el espacio público, que se hace inhabitable. El lobo solitario sale de casa cuchillo en mano para apuñalar al primer transeúnte con el que tropieza. El árabe tranquilo y pacífico sale de casa con el miedo en el cuerpo por si le confunden con el lobo solitario. Los lobos solitarios se disfrazan de oveja ?de periodista o de israelí? para salir a matar. También hay agentes israelíes que lanzan piedras y se disfrazan de lobos para provocar y detener a otros lobos.

El miedo no pregunta por las causas ni atiende a razones, ni siquiera morales. Al contrario, atenaza la razón moral de un israelí que simpatiza con los palestinos si se encuentra de frente con uno de ellos, cuchillo en mano; y le conduce a atacarle hasta la muerte, si tiene medios para hacerlo y evitar así la suya o la de su vecino.

Todo se juega en la apariencia. La vida y la muerte. Hay que ocultar la identidad peligrosa. Es el delito de facies (por el que se exige la identificación o se detiene a alguien por su mera apariencia física) convertido en culpa social. Un árabe es un sospechoso de terrorismo. Un israelí es un ocupante culpable de la opresión que sufren los palestinos. Todos, al fin, candidatos a morir, apuñalados unos, acribillados otros, en una sociedad condenada al racismo y a la segregación, al apartheid.

El miedo transforma a las personas y a las sociedades, sobre todo en la época de los medios digitales. Se propaga a la velocidad de la luz, como el odio que mueve a los asesinos, por encima de muros y fronteras. Los lobos solitarios ya no salen tan solo de la Cisjordania ocupada, sino también de Jerusalén Oriental donde los palestinos tienen carta de residencia. O del Israel de fronteras internacionalmente reconocidas, donde los árabes de nacionalidad israelí se sienten cada vez más cercanos a los palestinos de los territorios ocupados.

Si la paz estaba lejos antes de que empezara la 'intifada de los cuchillos' más lo está ahora cuando el miedo se ha apoderado de todos. El miedo tiene efectos letales sobre el cemento que sustenta la vida social y destruye la posibilidad misma de convivencia. Esa sí que es una amenaza existencial para el Estado de Israel.

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22 de octubre de 2015
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La cultura en el centro

Vivimos en una era paradójica. El mundo nunca fue tan diminuto como ahora y, sin embargo, los cierres de fronteras y los prejuicios nacionales nos muestran la facilidad con que olvidamos los horrores del siglo XX. Las mercancías circulan con la mayor libertad de un confín a otro del planeta, pero quienes se ven obligados a abandonar sus países -sean sirios en Hungría o mexicanos en Estados Unidos- son considerados criminales y tratados como plagas. Caudales de información viajan en segundos mientras millones lidian con la pobreza extrema o temen por sus vidas ante la violencia de bandas delincuentes o del propio Estado. La democracia electoral se ha impuesto sobre un sinfín de dictaduras o regímenes autoritarios -como el nuestro-, pero el desencanto hacia todas las autoridades no hace sino aumentar en nuestra región.

            En los últimos años, México ha padecido con singular fuerza estas turbulencias. Desde los años noventa nos integramos al nuevo concierto económico global, abriendo de lleno nuestros mercados pero sin impedir que nuestros connacionales sean perseguidos al norte del Río Bravo ni que miles de centro y sudamericanos sean vejados o asesinados en nuestro territorio. La transición democrática del 2000 nos concedió la alternancia y el rápido recuento de los votos, pero no alteró las reglas de un sistema que aún garantiza la inequidad y la impunidad. Y, por supuesto, la guerra contra el narco nos inundó con una violencia sólo propia de una guerra civil. Los crímenes de Iguala, ocurridos hace casi justo un año, son la consecuencia extrema de estas contradicciones.

            Frente a los incontables retos que nos aguardan -recuperar la paz, atenuar la desigualdad, crear un sistema de justicia eficaz y confiable, vencer la corrupción- no hay soluciones ni remedios fáciles. Pero nadie debería dudar que los instrumentos más claros para conseguir estas metas se encuentran en la ciencia y la cultura. Un país que no garantiza su calidad y su expansión, a través de instituciones sólidas y confiables y de amplios presupuestos que no se hallen sometidos a los vaivenes económicos -en I+D, por ejemplo, estamos en último lugar entre los miembros de la OCDE- está condenado a un fracaso no sólo social, sino también moral.

            Habrá quien argumente que el fin de la violencia -en particular de la que deriva del narcotráfico-, el aumento del crecimiento o la redistribución de la riqueza no derivan esencialmente de la ciencia y la cultura, como si estas disciplinas fuesen coto exclusivo de las grandes potencias o una veleidad concedida a los pocos que las cultivan, pero a lo largo de la historia se ha demostrado que estas dos áreas representan lo mejor del ser humano y pueden convertirse en la argamasa imprescindible para construir sociedades más igualitarias, más libres y más justas: las sociedades más informadas y más cultas estarán siempre mejor dispuestas para frenar la corrupción y los abusos de poder. 

            Frente a tantos problemas y amenazas, tenemos que reunir el valor de concebir un nuevo proyecto de sociedad, un proyecto de futuro. No una utopía perfecta, modelo suficientemente desacreditado tras la caída del comunismo, pero sí un "mundo mejor", ese sueño del que pocos se atreven a hablar en nuestros días. Y ese mundo mejor pasa necesariamente por auspiciar una cultura -y con ello me refiero también a una cultura científica- abierta, rica, tolerante, que se halle en el centro de nuestras políticas públicas y de nuestros intereses como nación.

            En un tiempo dominado por el entretenimiento y la diversión inmediata, así como por el poder seductor de las nuevas tecnologías, el énfasis en la cultura y en la ciencia ha de privilegiar el rigor y la vocación crítica. El Estado no sólo debe corregir las directrices del mercado, necesarias pero insuficientes, a través de políticas e instituciones transparentes y efectivas, sino sumar a todos los actores de la vida educativa, cultural y científica -creadores, mediadores, promotores y públicos- en una tarea común de reinvención social.

            Desde la ciencia y la cultura hay que atreverse a imaginar nuevas estrategias, nuevos espacios, nuevas relaciones de convivencia y de poder. A la vez, debemos lograr que la ciencia y la cultura se conviertan en los pilares de la educación que impartimos a nuestros hijos desde la primaria hasta la universidad. Quizás no sea la única solución a nuestros incontables conflictos, pero muchos estamos convencidos de que será la más eficaz y duradera.

 

Palabras pronunciadas durante la inauguración del XLIII Festival Internacional Cervantino el 7 de octubre de 2015 en el Teatro Juárez de Guanajuato. 

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21 de octubre de 2015
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Bolsos y cacos

Salimos de cenar y bajamos por el paseo de Gràcia con el apretado convencimiento de que hay lunas de escaparates que de noche lucen mejor. En la entrada de la boutique Chanel, bajo el soportal, permanecía atrincherado un guarda de seguridad con gorra y barba rala acompañado de un gran perro con bozal. Nos preguntamos cuál podía ser la razón por la que uno de los templos del lujo hubiera customizado ferozmente su entrada como nunca se ha visto en Nueva York ni en París, y retrocedimos. Bien sé yo que no hay que guardarse las preguntas aunque se queden sin respuesta. El perro no ladra, el guarda sí: ?No le voy a responder por qué estoy aquí, señora?. Los porteros del Majestic, magníficos y eficaces, nos cuentan el verdadero motivo: hace unos meses hubo un alunizaje en el que reventaron los cristales del escaparate para llevarse la colección de bolsos acolchados. Hace treinta años, los joyeros tenían un revólver en el cajón. El suyo era un oficio temerario hasta que empezaron a descargar su alma en profesionales mejor armados que ellos. La joya era sinónimo de oro al peso, de botín en la reventa. Nada que ver con la manera en que hoy se entiende el lujo: no importa tanto el material como el logo, ni el objeto como el aura que inviste a su portador. El lujo, como fórmula de autoafirmación mediante el goce, ha expandido sus tentáculos. Sus efectos crean un sentimiento de seguridad a su portador como si perteneciera a un club privado. Desde que estalló la crisis, en la pasarela se han prodigado los dorados y los strass en una especie de acto de resistencia. Lejos de someterse a una sobriedad aséptica, lo deslumbrante ha ocupado el foco entendiendo la moda no sólo como una posición hedonista, sino como antidepresivo. caso por ello se multiplican los ladrones de guante fino especializados en el lujo. En Versace ?hace una semana, la noche antes de su inauguración en Madrid?, en Louis Vuitton, en el taller de Lorenzo Caprile: boutiques y ateliers sofisticados que se descomponen al amanecer con sus maniquíes inusitadamente desnudos. Esos botines sofisticados se liquidan en mercados negros que parecen blancos. Me cuentan que en Rumanía nunca se habían casado tantas novias con trajes Made in Spain ni novios de Dolce & Gabbana. En la Diagonal, a media tarde, un italiano saluda a un conductor que aparca: ?Te conozco. ¿No te acuerdas de mí? ¿Verdad que eres médico??. El hombre asiente y busca un relámpago de memoria que lo identifique. ?Ven ?le dice atrayéndolo hasta su maletero?. Mira: un abrigo de Armani, y un traje, te los regalo porque me caes bien… Y un bolso Vuitton para tu mujer. Dame lo que quieras para comprarle un perfume a la mía?. El médico sale corriendo. No se trata de robar para comer, ni siquiera para enriquecerse: pura gula que demuestra hasta qué extremos el lujo corrompe. (La Vanguardia)

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21 de octubre de 2015
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Una vida que es una historia para contar

Las veces que me encuentro con Rosa Castillo, a quien siempre hemos llamado "La Cuta", empezamos a reírnos desde que nos divisamos desde lejos, ella siempre llena de gozo y alegría, como si celebráramos de antemano alguno de los recuerdos que nos unen; y el día que llegó a mi casa el ejemplar del de su libro de memorias "Una vida es una historia para contar" el gozo entero fue mío: saber que por fin había puesto por escrito los avatares de su espléndida existencia nunca desperdiciada, algo en que le había insistido por años; y esa noche misma empecé a leer el libro y ya no me detuve hasta que a las primeras luces del alba lo había terminado. La historia contemporánea, la de la lucha para derrocar a Somoza, la historia de la revolución, en la vida de una mujer indispensable.

La conocí en León de Nicaragua a comienzos de los años sesenta, cuando su marido Tito Castillo, con el que estaba casado desde que ambos eran casi niños, se recibió de abogado. Una mujer menuda, vivaz, ocurrente, llena de humor, pero antes de nada una mujer de "ñeque", es decir, muy bien bragada. Y para darse cuenta de todo lo que ella ha sido y de todo lo que ha hecho, leer su libro no basta porque sabe tender el velo de la modestia sobre lo que le tocó ver y vivir, principalmente sobre aquello en que le tocó participar en la revolución, una presencia decisiva la de esta madre Coraje que siempre rehusó a ponerse en primer plano y dejó el protagonismo a otros, mucho de los cuales, ya sabemos, no lo merecían, o lo desperdiciaron.

La Cuta es una escritora de habilidades naturales, porque cuenta las cosas como deben hacerlo los verdaderos escritores, sin prosopopeyas ni alardes, ni circunloquios ni banalidades; y desde el comienzo de su libro, si queremos meternos en la entraña de una familia tradicional de la Granada de Nicaragua, allí están los amenos y aleccionadores capítulos dedicados a su familia venida a menos, a su infancia, que son un verdadero retrato social visto desde la intimidad y desde el ojo de una niña que crece entre penurias pero rodeada de hondo afecto, el primero el de su abuelo, un personaje memorable.

Después la oímos relatarnos cómo su vida va cambiando, ya casada, en la medida en que su compromiso cristiano la va poniendo del lado de los desposeídos, y desde allí a su paso a partícipe callada de la lucha revolucionaria, y a su exilio, que es cuando volvimos a encontrarnos en Costa Rica en 1976, cuando todo empezó a acelerarse hacia la insurrección que terminaría derrocando en poco tiempo a la tiranía de los Somoza, y su casa rural de amplias estancias en las afueras de San José se convirtió en cuartel general del Grupo de los Doce, del que Tito su marido formaba parte, y en depósito de medicinas y vituallas de guerra, en lugar de descanso y tránsito de guerrilleros, estación de transmisiones militares, comedor comunal con una cocina que nunca se apagaba, y también en los estudios desde donde transmitía la clandestina Radio Sandino.

De esa casa siempre embullada salió su hijo mayor Ernesto para nunca más volver, porque lo mataron en combate en las calles de León en septiembre de 1978; antes había escrito un libro de poemas donde a la par de sus amores de adolescencia va relatando su compromiso guerrillero. Lo enterraron en una fosa común, en el patio trasero de la morgue de un hospital, sus huesos revueltos con los demás muchachos que habían caído con él, y la madre, años después, no quiso que lo removieran de allí; era su lugar, entre tantos muertos anónimos.

Cuando le dan una mañana en su casa de San José la noticia de que el muchacho que era la niña de sus ojos ha caído, se extraña de que todo siga igual, el viento soplando, los pájaros trinando, el sol brillando, voces, pláticas, ruidos cotidianos, mientras su aullido de dolor se disolvía en el silencio encerrado de su alma hecha trizas.

Tras el triunfo de la revolución fue adonde la mandaron, un puesto burocrático como administradora de una radio del estado, cuando tanta falta hubiera hecho su buen juicio, su sensibilidad, su perspicacia,  su sentido común y su entereza moral, en cargos que otros ocuparon tan mal; pero en humildad nunca le ganó nadie, y por eso sé que se pondrá roja de vergüenza cuando lea estas líneas de justa alabanza. Una de esas mujeres sin las cuales la revolución nunca hubiera sido posible, y que tras tantos años pasados conserva intacta la autoridad para erigirse en jueza de tantos malversaciones éticas y desmanes como vinieron después. Una mujer para la historia, para hacerla, y ahora para  contarla.

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21 de octubre de 2015
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Lozana

Es instructivo lo que está sucediendo con Irene Lozano, una militante de UPyD que se ha pasado al PSOE invitada por quien (aún) puede hacerlo. Los jueces de la taberna se han lanzado sobre ella para gritar que es una ambiciosa y una trepadora. ¡Como si hubiera un solo político en España que no fuera ambicioso y trepador! ¡Hasta nuestras monjas ambicionan y trepan!

Conozco un poco a la señora Lozano y tiene un defecto imperdonable, es trabajadora. Eso amostaza al personal en un país donde la holgazanería se premia con chupitos de whisky. Pero lo sintomático es que a nadie se le ha ocurrido montar un pollo (como dice el dueño del separatismo catalán) a otros personajes cambiantes. Por ejemplo, a Meritxell Batet, que de un partido catalán se ha pasado a un partido español. El PSC no es un partido español, según ellos dicen, pero nadie ha montado un pollo porque una devota de la identidad catalana se pase a un partido que los miércoles es español y que incluso pone la bandera española en sus mítines. O por lo menos la puso en uno. ¿No va a poder Meritxell variar un poco de aburrimiento?

El asunto es más profundo de lo que parece. Lo que aquí está muy mal visto es cambiar en general. Los altos cargos duran toda la vida y a veces dos o tres vidas. Vean ustedes al sindicalista hirsuto. Dirige las corrupciones de su sindicato de cuando íbamos al cine-club con un libro en la axila. O ese individuo que administra las corrupciones del fútbol desde que abandonó el uso del biberón. O los del Ibex, con perdón. Es asunto conocido en todas las mafias, el único modo de despejar la cúpula es dándole mulé. Como decía Guerra, aquí el que se mueve cría malvas.

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20 de octubre de 2015
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El Boomeran(g)
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