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El lodazal de los niños locos

En un artículo publicado en el blog Making-of, el fotógrafo Bülent Kiliç confiesa que nada le ha impresionado más que ver cómo en Idomeni, frontera entre Grecia y Macedonia, los refugiados se están volviendo locos poco a poco, y especialmente los niños.

Bülent Kiliç asegura haber visto de todo a lo largo de la ruta que van siguiendo los refugiados.

Ha visto multitudes arrojándose desesperadas a las alambradas de las fronteras.

Ha visto a adultos y a niños morir en el camino.

Ha visto a gente desesperada llegando a Lesbos (patria de una de las poetas más delicadas de todos los tiempos).

Ha visto cadáveres flotando en el agua.

Pero comprobar cómo la gente se trastorna mentalmente, durmiendo y pululando entre lodazales, excrementos y basura bajo la lluvia implacable, le ha dejado sin respiración.

No me extraña. En este sofocante despliegue de la impiedad y la razón impura de las finanzas, las corrupciones, la insolidaridad más oscura y las guerras desalmadas, sólo hay una cosa que, en sus estados más agudos, podría ser peor que la muerte: la locura.

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25 de abril de 2016
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El club de las ideas muertas

Hay gente que ama las ideas muertas, conceptos que han fracasado o ya no funcionan, pero siguen siendo útiles para obtener la adhesión de los ciudadanos y como consecuencia el poder. Moisés Naím lo ha contado en su libro Repensar el mundo (Debate), y en concreto en el capítulo "¿Qué es la necrofilia ideológica". Hay ideas, en efecto, que son auténticos zombies. Fueron concebidas para unas épocas y circunstancias que ya no existen o en todo caso no son las nuestras, y seguimos utilizándolos como si estuvieran vivas y coleando.

Las ideas muertas tienen sus clubes exclusivos, partidos a derecha e izquierda, nacionalistas o antinacionalistas, que no podrían vivir sin ellas. Entre ellas algunas son además mortíferas, es decir, pueden desbordar el pensamiento y la palabra hasta convertirse en acciones con consecuencias letales. No hay idea muerta más peligrosa que la de la utilidad y moralidad de la violencia política en defensa de una causa pretendidamente. La historia del terrorífico siglo XX constituye una demostración de sus efectos en la difusión del dolor y de la muerte sin conseguir ninguno de los objetivos que sus apóstoles propugnaban. También la desgraciada y nefasta peripecia del terrorismo europeo, desde las Brigadas Rojas hasta ETA.

En democracia no basta con arrumbar esa idea muerta, como ciertamente ya hemos hecho. No basta con dejar de utilizarla ni siquiera en su forma más estilizada, que es como amenaza o posibilidad de regresión. Estamos ante un zombie radioactivo al que hay que enterrar en lo más hondo de una sima mediante una condena abierta y clara, sin vacilaciones ni reservas mentales, al igual que condenamos las atrocidades del nazismo, el estalinismo o el colonialismo. Hay razones morales para hacerlo, que quede claro. Pero también las hay políticas. Esa idea muerta y mortífera, además de moralmente repugnante, ha servido para lo contrario de lo que se proponía, y en vez de liberar ha esclavizado, asesinado en vez de salvar vidas, e incluso empobrecido en vez de dar prosperidad a la gente.

Jordi Évole lleva años buscando a Arnaldo Otegui para que condene la violencia de ETA. Lo intentó en una torpe y breve conversación en 2009, cuando ETA todavía mataba, y lo ha intentado ahora en otra más larga y elaborada, cuando ETA ha dejado las armas y busca revertir su indiscutible derrota como si fuera una victoria escenográfica, que convierta el relato de su pasado en una explicación redentora en la que los terroristas muertos y encarcelados se conviertan en héroes sacrificados por la patria independiente. El principal artífice de esta mentira es Otegui, pero a la vez es también su protagonista. Es difícil saber si Otegui ha mandado mucho en ETA o incluso si es su auténtico jefe --esa fue la única y más importante pregunta que le faltó a la entrevista--, pero es seguro que, debida y fraudulentamente mandelizado, él es el principal instrumento para convertir la derrota efectiva en una victoria al menos simbólica o narrativa.

La prueba de que eso es así es su persistente negativa a condenar el pasado de violencia de ETA, con falaces y autoindulgentes argumentos que se emboscan en la simetría, la falta de condena recíproca, el sufrimiento de los presos y sus familias, y por supuesto el terrorismo de Estado. Hay un momento, especialmente esclarecedor, en el que Otegui le pide a Ébole que entienda la violencia en el contexto histórico de los años 50 y 60, en el momento de las luchas de los pueblos coloniales por su emancipación. Y es esclarecedor porque ahí asoman, agazapadas, las auténticas ideas muertas que pueblan la mente de los abertzales y de sus admiradores y amigos.

A quienes pertenecen al club de las ideas muertas hay que decirles cuatro cosas bien claras. Euskadi, Cataluña y Galicia no son naciones oprimidas. No hay pueblos colonizados ni territorios ocupados en la Península Ibérica. Nunca en la historia de España han sido más libres Euskadi, Cataluña y Galicia ni más libres y prósperos sus ciudadanos. Nunca sus respectivos autogobiernos habían llegado tan lejos. Nunca sus lenguas han sido más cuidadas y protegidas, sus identidades más reconocidas, sus culturas más apreciadas. (Y aún siendo así, es todavía poco y no hay que bajar la guardia ni dejarse adormecer por los éxitos ya obtenidos).

Nada de lo que tenga que ver con el derecho de autodeterminación, con la emancipación de los pueblos oprimidos y con la descolonización, sirve para las nacionalidades históricas españolas. El problema español no es de autodeterminación, sino de perfeccionamiento de la democracia, y en el caso catalán de resolución del contencioso surgido de la reforma del Estatut de 2006 y de la sentencia del Constitucional que lo enmienda. Y esto solo se hace con diálogo, democracia y pactos, no con el regreso de una idea muerta, utilizada por última vez tras una guerra civil en la secesión de Sudán del Sur, uno de los países más pobres y violentos del planeta.

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25 de abril de 2016
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¿Qué hacemos con las humanidades?

La revista de pensamiento y crítica El Ciervo me pregunta, por el destierro de las humanidades junto con otros profesores, escritores, filósofos, maestros: José Ramón Alonso, Enric Prats, Eloi Babí, Miquel Martínez y David Morales Escalera. En los últimos años, postula la revista, “las asignaturas llamadas instrumentales han ido ocupando mayor espacio en los programas de enseñanza y las de humanidades lo han ganado en su destierro y progresiva marginalidad. ¿Por qué? ¿Qué sentido o explicación tiene eso?¿Qué hacemos con las humanidades? ¿Qué haremos sin ellas?”

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Pienso que en las dos últimas preguntas hay un sujeto implícito. Y creo que allí está el meollo de la cuestión. Con o sin humanidades, el sujeto que no se nombra es un “nosotros” cada vez más desdibujado.

Si ese “nosotros” son los que toman las decisiones en materia educativa, vamos listos. En España cada nuevo gobierno traza su nueva política educativa destinada a formar generaciones de alumnos, y en menos de una década un nuevo gobierno impone un nuevo programa, una nueva ley.

Si somos los que intentamos producir, enseñar, vivir de las humanidades, creo que no hemos sabido explicar bien y ganar para nuestra causa a las víctimas de la educación “instrumental” y la cultura vacía y chabacana. Y si es la gente, la sociedad, el pueblo… creo que se ha destruido tanto desde el discurso hegemónico que hay que empezar casi de cero. 

En este mundo económico/tecnológico, es cierto que las llamadas humanidades están perdiendo fuelle. Desaparecen de los currículos escolares la filosofía, el arte, la música. El placer de la lectura, la discusión, la belleza y la precisión de lo bien dicho, lo bien escrito.

Muchos lo han apuntado: enseñar el cómo pero no el para qué es una decisión nada inocente: de las causas y las consecuencias se encargan los otros. Dentro de las aulas, aprender a funcionar dentro del sistema, es decir, aprender a sostener el sistema. Y fuera, promover generaciones de jóvenes aterrados por el destino del desempleo y el subempleo, de la pobreza, del exilio o la conformidad.

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Hace diez años, una alumna universitaria creó un concepto: el mileurista. Era el peligro de estudiar para cobrar poco. Hoy ser mileurista ya no es un temor: es un sueño. La crisis ha demolido las expectativas. Ha sembrado el miedo entre las nuevas generaciones. Y sin embargo, sigue habiendo sueños. Sigue habiendo interés por entender y cambiar el mundo.

Pero para eso necesitamos el pensamiento, el cuestionamiento, la creación, el arte, el teatro, el cine, la música, las artes plásticas, la poesía, la ficción, el ensayo, y las clases donde los nuevos alumnos se familiaricen con los grandes pensadores y creadores del pasado, su contexto y su aporte, y con el mundo de la creación y la discusión hoy día.

Muchas más cosas están disponibles, en un menjunje caótico, en Internet. Casi todo está allí. Pero hacen falta maestras y maestros, compañeras y compañeros que nos ayuden a separar lo necesario del ruido, a entender qué piensan los demás y aprender a sacar lo que pensamos y sentimos nosotros.

Sin conocimiento y disfrute del arte y del pensamiento nos empobrecemos. No podemos pensar y sentir con claridad. Los grandes poetas y músicos y pintores encontraron formas de expresar lo que crecía en su interior, que era muy parecido a lo que nos pasa y muchas veces no entendemos. Los grandes filósofos, contadores, ensayistas, nos ayudan a pensar, nos muestran caminos y nos guían si queremos construir nuestro sistema para ver el mundo y actuar en él.

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Sin las humanidades no sabremos dónde ir. Solo podremos bajar la cabeza y obedecer órdenes. El qué, el por qué y el para qué ya lo decidirán los que mandan. Tal vez ese es el propósito.

En la novela futurista “1984” de George Orwell, el Gran Hermano controlaba en todo momento la conducta de sus súbditos. El terror y la tortura mantenían al populacho en silencio y en orden. En la otra gran distopia de mediados del siglo XX, “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley, las clases medias y bajas aprendían a obedecer, bajar la cabeza, disfrutar de los pocos placeres que el sistema les proporcionaba y contribuir al sostenimiento de un orden inmutable.

En un mundo sin humanidades, no sólo las desigualdades e injusticias se perpetúan y amplían. Tampoco se verán compelidos a discutir estas ideas luminosas y estas historias aterradoras.

 

Están creando un sistema educativo donde ningún profesor los invitará a leer a Orwell y a Huxley.  

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24 de abril de 2016
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Excéntrica acidez

Por qué Dorothy Parker sigue fascinando a los jóvenes casi cincuenta años después de su muerte? Algunas de sus frases se encuentran en cualquier anaquel de citas célebres: ácidas y perversas, cargadas de autoparodia, tratando de abrir las cortinas políticamente incorrectas del amor, los hombres, la bebida o la política. Parker es un clásico en Twitter y Tumblr y sus cápsulas literarias son viralizadas por la generación post-Nocilla y el feminismo adolescente. ?Tres son las cosas que nunca tendré: envidia, profundidad y suficiente champán?. Su rebeldía autodestructiva no tenía límite: ?Me gusta tomarme un Martini. Dos como mucho. Después del tercero estoy debajo de la mesa. Después del cuarto estoy debajo del anfitrión?. Tampoco llegó a enderezar su desastrosa relación con el dinero, que tanto despreciaba pues vivía rodeada de cheques sin cobrar pese a acumular facturas impagadas: ?Las dos palabras más importantes del inglés son cheque adjunto?. Cuentista, dramaturga, crítica teatral, humorista, guionista y poeta, su biógrafo John Keats llegó a compararla con Hemingway. Y cuentan que tan obsesionada estuvo con la aprobación del autor de Por quién doblan las campanas que, en el lecho de muerte, hizo prometerle a su amiga Lillian Hellman que Hemingway apreciaba su obra y a ella misma. Ambos comparten la maestría en el terreno del relato corto. Edmund Wilson, crítico y albacea literario de Francis Scott Fitzgerald, resumió así su aportación a las letras: ?Cuando compras un Dorothy Parker tienes de verdad un libro. No es Emily Brönte o Jane Austen, pero se ha tomado el trabajo de escribir bien y ha puesto una voz en lo que ha escrito, unos momentos de experiencia que nadie más ha transmitido?. En 1915, con veintidós años, entró en Vogue ?cobrando diez dólares a la semana?, pero su ambición era tan grande como su desparpajo y pronto cambiaría de redacción a Vanity Fair. Temida y odiada ?y finalmente despedida? por sus críticas, se convirtió en una columnista fuera de serie y en una brillante tertuliana. Ella misma fue consciente de que su poesía ligera, o flapper ?en referencia a las chispeantes y despreocupadas mujeres de su época? no la haría pasar a la posteridad literaria. Durante toda su vida persiguió una gran novela que no fue capaz de escribir. Y tampoco salvaba su trabajo en Hollywood, donde, en cambio, escribió guiones memorables como la primera versión de Ha nacido una estrella o los diálogos del de La loba: (¿quién no recuerda el vestido rojo de Bette Davis en la cinta, a pesar de ser rodada en blanco y negro?). Pero su belleza y descaro, su lengua viperina y su gusto por la ropa, los perfumes y sombreros caros, sus años en una suite del hotel Volney y su debilidad por la autodestrucción la convirtieron en un personaje que estuvo por encima de su obra. Y es que el verdadero tamaño de Parker se mide por la cantidad de anécdotas y citas memorables que dejó y no por el lugar que le corresponde en el Olimpo de las letras. Y eso que su excéntrica elegancia y su ingenio ácido siguen dando cuerpo a volúmenes inéditos, como la compilación de sus críticas teatrales Complete Broadway, 1918-1923, que vio la luz el pasado año. Dorothy Parker tenía una oreja acomodada a la conversación banal, de la que extraía oro literario. Según algunos expertos en su obra, buena parte de la amargura que impregnó su vida tiene que ver con su preclaro juicio: la plena conciencia de que la Dorothy Parker personaje eclipsó a la Dorothy Parker escritora. (La Vanguardia)

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23 de abril de 2016
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Torre Buil

Escribe Luis María Gómez Canseco, profesor del Departamento de Filología Hispánica de la Universidad de Huelva, en su artículo "A otro perro con ese hueso. Antropofagia literaria en el Siglo de Oro" publicado en el nº 1 (2004) de la revista digital Etiópicas: ‘La burla ya se encuentra en piezas menores del teatro áureo. En el anónimo Baile del Mundo, un gracioso compara a las damas con asaduras, sobre la afirmación de que unos sois livianos / y otras sois livianas'. Ahora, voces autorizadas, dan como autor de dicha pieza teatral al hacendado Juan Buil, primer propietario de esta Torre Buil de Castejón de Monegros, hoy en ruinas aunque, por su inaccesibilidad, todavía a salvo de grafiteros.

 

 

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21 de abril de 2016
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La madeja saudí

Esta es una madeja hecha de petróleo y dinero, religión e ideología, armas y poder, mucho poder. Con las pasiones que les acompañan: odio, fanatismo, sospecha, rencor, celos, venganza. Con príncipes y jeques; diplomáticos y agentes secretos; dobles y triples, naturalmente; multimillonarios y políticos; comisionistas y financieros. Con un presidente que ya se va y unos príncipes de la siguiente generación que acaban de llegar y ya se pelean bajo la mirada perdida de un rey anciano. Con una vieja alianza que cae a trozos y una nueva por hilvanar. Con peripecias y personajes que parecen surgir de las tragedias históricas de Shakespeare y de la serie televisiva Homeland.

Los reyes saudíes solían alcanzar el trono ya en la ancianidad, enfermos y bordeando la incapacidad, pero la próxima vez ya no será así. Si no espabilan los jóvenes, los malos augures aseguran que puede incluso que no haya próxima vez. Sin cambios profundos, sin reformas y sin instituciones, con los precios del petróleo por los suelos y las expectativas de bienestar de la gente por los cielos, está en juego el futuro de la dinastía y también del país al que ha dado su nombre.

Toda una época toca a su fin y Obama la encarna a la perfección con sus ideas sobre Oriente Próximo y en cierta forma con su visita, precedida por una entrevista a la revista The Atlantic que ha ofendido en lo más íntimo a los príncipes saudíes y ha rubricado el fin de la relación privilegiada que Washington mantenía desde 1945 con Riad, por la que los Saud garantizaron el petróleo a Estados Unidos y estos protegieron militarmente a la monarquía saudí, además de despreocuparse de las aberraciones de su régimen medieval. Riad fue crucial en la Guerra Fría, para combatir el nacionalismo árabe laico, tejer una malla de alianzas con Egipto y Jordania para proteger Israel y derrotar a los soviéticos en Afganistán. Allí anidaron los huevos de Al Qaeda y del Estado Islámico. Era una serpiente saudí; de apellido, Bin Laden, y de financiación; y es fuente todavía de reproches, e incluso de acusaciones de complicidad con el terrorismo que gravitarán sobre el viaje.

La intimidad entre presidentes y príncipes, los Bush y los Saud, llegó muy lejos y de ahí el desgarro actual. EE UU ya no necesita el petróleo y quiere una nueva geometría geopolítica regional, que solo se obtendrá si se supera la tensión sectaria y bélica entre chiíes y suníes. Se trata de generar un nuevo equilibrio e incluso una coexistencia pacífica entre Riad y Teherán como sucedió entre Moscú y Washington en la Guerra Fría.

Este es el marco conceptual, intrincado, difícil de desenmarañar, de las relaciones entre EE UU y Arabia Saudí, fatigados socios de más de 70 años, y el tenso decorado del encuentro entre Salmán, octavo rey saudí, hijo del fundador Abdelaziz, y el cuadragésimo cuarto presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, nacido lejos, en Hawai, criado en Indonesia y primer afroamericano que llega a la Casa Blanca. El primero lleva apenas año y medio en el trono y el segundo está en los últimos meses de su mandato. No se desenreda una madeja con prisas, y las hay. Al menos en Riad, para pasar página y ver cómo sale el siguiente presidente.

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21 de abril de 2016
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