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La ópera también celebra a Shakespeare

A 400 años de su muerte, William Shakespeare está más vivo que nunca: en los teatros, en el cine, en los libros, en los debates intelectuales… y también en la ópera.

El crítico literario Harold Bloom lo “acusó” de haber inventado “lo humano”, al hombre moderno. El idioma inglés le debe cientos de palabras y una capacidad única para la precisión y la ironía. El teatro le debe todo. Y la política, casi todo: sin él serían incomprensibles las campañas electorales, las series de televisión. No se puede contar ni ejercer el poder sin sus tragedias de reyes y emperadores.  

No es extraño entonces que haya sido fuente de inspiración de tantos músicos. La musicalidad de sus sonetos y monólogos parecen pedir melodías, y muchas de sus obras, sobre todo las comedias románticas, incluyen canciones. Pero fue a partir de Henry Purcell que los compositores empezaron a excavar la profunda mina de su obra.

Primero farsa, después tragedia

En 1692, a menos de un siglo de la  muerte de Shakespeare, el más grande de los compositores ingleses puso música incidental a una versión ligera del Sueño de una noche de verano. The Fairy Queen se interna en lo fantástico, lo divertido del juego de disfraces, la alegría del amor. Ritmos ágiles, melodías frescas y un uso chispeante de los instrumentos de viento.

En 1976, Aribert Reiman compuso una ópera áspera, angulosa, con un acusado sentido dramático que lamentablemente no abunda en la lírica contemporánea. Lear fue estrenada con gran éxito en la Ópera de Múnich. Pocas veces la música contemporánea sin melodía discernible ha sido capaz de transmitir tanta emoción, de delinear con lentas punzadas musicales un puñado de personajes marcados por la desesperación.

Entre estos dos extremos, más de una veintena de compositores de todas las épocas y tradiciones sucumbieron al embrujo de Shakespeare.

Este año de aniversario presenta una muestra de esta riqueza y variedad en los principales teatros de ópera de la península. En diciembre, el tenor devenido barítono Plácido Domingo estrenó en el Palau de les Arts de Valencia su personificación de uno de los más grandes papeles verdianos, Macbeth, el “primer Shakespeare” del italiano. Dos meses más tarde, el Teatro Real de Madrid estrenó una rareza de Wagner: Das Liebesverbot (La prohibición de amar), su segunda ópera, basada en la comedia Medida por medida. Y en mayo, el Liceu de Barcelona presentará una joya del bel canto, I Capuletti e i Montecchi, la versión de Vincenzo Bellini sobre Romeo y Julieta.  

Bel canto, Verdi, ¡Wagner!

Sin duda, el compositor más marcado por el bardo fue Giuseppe Verdi. Macbeth es su décima ópera, compuesta a los 33 años, y con ella los especialistas dicen que comienza una nueva relación, más profunda y moderna, con la dramaturgia.

Como Macbeth y Lady Macbeth, Domingo y la imponente soprano rusa Ekaterina Semenchuk se sumergen en la locura del poder, el crimen y la culpa en una puesta en escena oscura: una sucesión de paredes que se van cerrando sobre la pareja protagonista. En esta versión, Macbeth es vencido más por sus propios fantasmas y su fragilidad que por la fuerza de sus enemigos.

Verdi volvió a Shakespeare al final de su vida, en lo más alto de su carrera: cuando ya consideraba cerrada su obra, el libretista y compositor Arrigo Boito lo convenció para que volviera: a los 74 años compuso Otello, su obra maestra. Y a los 80, Falstaff, la comedia llena de piedad y empatía por las debilidades humanas, basada en el personaje del adorable gordinflón lascivo que aparece en Enrique IV, Enrique V y en Las alegres comadres de Windsor. El gran trágico Verdi se despide con una sonrisa comprensiva.

El gran rival de Verdi en la ópera en el siglo XIX, Richard Wagner, está mucho más alejado del universo de Shakespeare. Por eso fue una agradable sorpresa descubrir este año su segunda ópera, la única comedia que había compuesto antes de Los maestros cantores de Nuremberg, que termina de una forma tan wagnerianamente seria y solemne.    

Das Liebesverbot (La prohibición de amar) es la historia de un hipócrita gobernador que impone un código moral estricto y sentencia a muerte a un joven que se acostó con su novia. Cuando la hermana del joven, una monja, le ruega piedad, al gobernador se le despierta la misma libido que castigaba en los otros, y ofrece a la monja clemencia a cambio de sexo. Todo termina bien: en la obra original de Shakespeare, Medida por medida, el gobernador es castigado por su superior, un duque. En la versión de un Wagner revolucionario de 20 años, es el pueblo el que se rebela.

En el Teatro Real, como parte de la divertida puesta en escena de Kaspar Holten, todo termina con un aquelarre final, con el gobernador entrando disfrazado en el carnaval que él mismo había prohibido para encontrarse con la religiosa que lo desvela. Los personajes aparecen en el carnaval vestidos como los adustos héroes del Wagner maduro: el más desopilante es el jefe de policía, que lleva larga peluca rubia y cuernos, como una valquiria.  

Para terminar con las celebraciones operísticas de Shakespeare, el Liceu de Barcelona programa en mayo y junio una joya del bel canto: I Caputelli e i Montecchi, de Vincenzo Bellini. Aunque para muchos estudiosos el libreto de Felice Romani puede haberse basado en las mismas leyendas renacentistas italianas en que se basó Shakespeare, al ojo y al oído de hoy no hay duda: es el Romeo y Julieta de Shakespeare hecho ópera.     

Y a diferencia de su “rival”, el Roméo et Juliette de Charles Gounod, en el que Romeo es un tenor, aquí el joven enamorado está interpretado por  una mezzosoprano. En el estreno de 1830 fue la legendaria Giudita Grissi. En el Liceu lo interpretará la gran mezzo de coloratura Joyce di Donato.

¿Y qué le aporta la música al gran bardo?

Shakespeare enriqueció enormemente el mundo de la lírica. ¿Pero qué aporta la ópera a las obras tan completas y redondas que el gran dramaturgo inglés creó para el teatro hablado? ¿Qué les agrega la música orquestal y el canto?

Creo que tres cosas, que se ven patentes en Macbeth, en La prohibición de amar y en Montescos y Capuletos. La primera, la más obvia, es la inclusión del coro: nunca el teatro hablado tendrá un personaje coral tan potente y locuaz. El coro es el pueblo que clama, grita e implora con una sola voz en decenas de gargantas.  

En la ópera, lo coral que bulle en los argumentos de Shakespeare se magnifica: el pueblo escocés llora por su opresión y al final celebra la caída de Macbeth. Wagner cambia el final de Medida por medida para que al gobernador hipócrita no lo venza el duque que lo nombró sino el pueblo, harto de sus arbitrariedades. Es el coro que triunfa sobre la injuticia. Y en la versión de Bellini, Romeo y Julieta son antes que nada miembros de familias rivales. No es extraño que esta obra tan coral se llame I Capuletti e i Montescchi.

En segundo lugar, los personajes de Shakespeare detienen la acción para hablar consigo mismos. El monólogo filosófico de Hamlet; el delirio heroico de Falstaff; la confesión feroz de maldad de Iago. Los libretistas de ópera transforman con facilidad estos momentos en grandes arias. Y los compositores, en música sublime.  Lo mejor del desparejo Hamlet de Ambroise Thomas es el aria de la locura y muerte de Ofelia, que enloquece cantando en una cascada aterradora de notas agudas, con las que deslumbró hace una década la soprano Natalie Dessay en el Liceu.  

Por último, las descripciones de estados de ánimo, las tormentas y amaneceres y noches estrelladas, las escenas de alegría y tristeza colectiva, las batallas… El paso del teatro al libreto de ópera elimina o reduce muchas de las escenas en las que personajes secundarios cuentan lo que pasa fuera de escena. Los compositores lo reemplazan por paisajes sonoros: Otelo rumia en silencio sus celos y la música es el taladro de la duda insidiosa dentro de su cabeza; el bosque encantado del Sueño de una noche de verano florece en las cuerdas y los oboes de Purcell; en mundo se vuelve hostil y maligno en la música angulosa e inquietante del Lear de Aribert Reimann.

En estas obras geniales, la música completa y acaricia las palabras de Shakespeare.  

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3 de mayo de 2016
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Ceguera

Me han operado de cataratas. Primero un ojo, luego el otro. O sea que ando tan cegato como un topo a la luz, pero la luz de Madrid es para llevar gafas de sol incluso cuando nieva, así que totalmente cegato. Sobre todo, porque no puedo leer y una vida sin lectura es como el cine en blanco y negro, o su calidad es sublime o te hunde en el tedio.

Pero siempre quedan los otros sentidos y en particular el olfato, así que me fui a visitar el Jardín Botánico de Madrid que está en su momento de (casi) mayor esplendor. Lo hice con un grupo de atentas mozas y de la mano de Antonio Regueiro. No hay mejor guía. Virgilio para la Divina Comedia, Antonio para las verduras sagradas.

En efecto, el brillo de las plantas, después de una semana de lluvias, era fastuoso aún y visto a través de una lente opaca. No obstante, yo había ido por el olfato y excepto en la sección de aromáticas, el resto aún guardaba silencio odorífico. La rosaleda, esa inmensa colección regalada por una gran dama del pasado, mantenía sus capullos tan cerrados como la cabeza de un político en campaña.

Y para el oído, las explicaciones de Antonio. De cómo ese divino espacio se ha salvado de continuos intentos de "urbanizar" la zona. De cómo el nuestro es el país europeo con mayor riqueza de especies vegetales. De cómo han llegado allí las colecciones reunidas con enorme sacrificio por nuestros exploradores americanos. De cómo las secuoyas agradecen un incendio de vez en cuando. De cómo las altas ramas se caen y matan debido a una poda chapucera. De cómo Linneo es el incógnito responsable del Jardín. Y así sucesivamente.

Vi algunas muchachas fotografiando con ardor las plantas y grupos de niños dibujando en el invernadero y asomando la lengua. Aún hay esperanza.

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3 de mayo de 2016
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Cruentación

Traemos aquí la voz CRUENTACIÓN extraída de la 6ª ed. (1999) de la versión española, sumamente confusa, del Dictionnaire des symboles (1969) de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant publicada por la Empresa Editorial Herder, S.A. de Barcelona y que consulto en la Biblioteca Gloria Gispert Pou de la Ciudad Condal. La cruentación es la afluencia de sangre al orificio de una llaga, después o antes de la muerte. Los Escolios Berneses de la Farsalia de Lucano, textos tardíos del siglo IX que se basan en fuentes hoy perdidas, mencionan la cruentación como medio de sacrificio en honor de Esus-Marte: "Esus-Marte se aplaca así: se suspende a un hombre de un árbol hasta que los miembros estén aflojados por la pérdida de sangre." Pero es el único testimonio que se tiene sobre esta forma de sacrificio y la única correspondencia parcial es germánica. La Inglingasaga precisa que Odín es el dios de los ahorcados y el Havamal relata que permanece nueve días y nueve noches colgado de un árbol a él consagrado. Pero no hay cruentación y tampoco se conoce ningún ejemplo insular.

 

La cruentación fue también utilizada como ordalía, y servía para designar al asesino. Este derramamiento o chorro de sangre es como la prueba de verdad, y atestigua que el sacrificio es aceptado, o que la confesión del crimen se ha conseguido.

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3 de mayo de 2016
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Héroes del Blues, el Jazz y el Country

Recuerdo haber leído en diferentes lugares (sobre todo durante las  entrevistas) el relato que hace Crumb de sus prolongadas y, tal y como es él, obsesivas búsquedas en polvorientos almacenes y tiendas de ignotos pueblecitos del Deep Sur en busca de discos de 78rpm grabados por músicos casi desconocidos de los años 20 a los 40. Una obsesión que le resultó altamente rentable porque, en primer lugar, le permitió sumergirse en el corazón  de la América que conformó a gigantes como William Faulkner, Tennesse Williams, Flannery O´Connor, Carson McCullers, Truman Capote o Harper Lee,  quienes  a su vez habían estaban en la base de su propia formación. En segundo lugar, gracias a aquellos viajes interminables logró satisfacer su pasión por la música popular primitiva americana y de paso pudo acumular un capital en forma de apuntes, fotografías y documentos pero también algunos de los instrumentos que tocaron aquellos héroes anónimos y que a la vuelta de unos pocos años iban a alcanzar precios desorbitados en las salas de subastas; maletas repletas de discos de incalculable valor para los coleccionistas amantes de la música y unos cuadernos de apuntes sobre el terreno que luego le han permitido diversificarlos en forma de cromos, barajas, portadas de discos y libros gráficos, todo ello realizado con todo el cuidado y el amor del mundo porque, además de estar inmerso en una obra gráfica que ha terminado  siendo una de las manifestaciones visuales que mejor reflejan el llamado “espíritu de los sesenta”, Crumb satisfacía su sempiterno amor por aquellos músicos de pueblo que sin abandonar sus profesiones de barbero, predicador o vendedor ambulante, estaban poniendo las bases de tres los estilos de música más creativos y fértiles del siglo XX, es decir, el blues, el jazz y el country. Para reflejar en términos prácticos lo que quiere decir “incalculable valor” aplicado a su obra, basta recordar que en plenos años noventa Crumb adquirió  la magnífica casa que posee en el Languedoc a cambio de seis de aquellos cuadernos de apuntes realizados durante sus viajes.

                Nórdica Editorial ha reunido ahora en uno solo volumen tres libros míticos titulados Heroes of the Blues, Early Jazz Greats y Pioners of Country Music. A cada músico, grupo o familia musical se le dedican dos páginas, una de las cuales es un retrato dibujado y coloreado por Crumb a partir de viejas fotografías, ilustraciones de revistas y hasta de carteles de época anunciando la actuación del artista cuya biografía ocupa la página continua. Esas biografías, escritas originariamente por Stephen Calt (Blues), David Jasen (Jazz) y Richard Nevins (Country),  son escuetas, fundamentalmente informativas y suelen resaltar las mejores piezas de cada músico. El libro va acompañado de un CD en el que se recogen 21 canciones, muchas veces elegidas por el propio Crumb y que son prueba inequívoca del buen ojo y mejor gusto del dibujante y recopilador.

                Aunque ese CD es un valor añadido muy de agradecer, el lector tiene la posibilidad de tener abierto YouTube mientras lee y buscar ahí aquellos títulos que más llamen su atención. Quien todavía ponga en duda que ese portal es un verdadero milagro, aquí tiene una muestra más:  al llegar a Mumford Bean y sus Itawambians , el autor del prólogo, Terry Zwingof, dice de ellos que se trata de “un conjunto tan poco conocido que probablemente solo haya una docena de coleccionistas acérrimos del country que conozcan el único disco de 78rpm existe de ellos y jamás reeditado”. Pues hete aquí que en YouTube tiene varias canciones suyas. Lógicamente no hay imágenes de alguna actuación porque en los confines de la América profunda ni  siquiera debían saber lo que era el cine, pero en cambio hay imágenes de grupos muy similares y que permiten hacerse una idea de cómo serían (por ejemplo los impagables Dr. Humphrey Bates & His Possum Hunters, interpretando la no menos impagable “Tira la vaca por encima de la cerca”).

                Aunque sea dicho de forma muy grosera, el blues empezó siendo un estilo musical interpretado fundamentalmente por negros y el country por blancos. Los dibujos y los textos permiten apreciar las sutiles derivaciones de ambos conceptos musicales, la hibridación y, sobre todo, la aparición de ese prodigio de la creatividad, la energía vital y la improvisación que es el jazz. Todo un regalo para la vista y, al mismo tiempo, para el oído.

 

 Héroes del Blues, el Jazz y el Country

Robert Crumb

Traducción de Ana Momplet Chico

Nórdica Editorial

 

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La lección del maestro

Imagino una fantasía trepidante, situada en torno a 1914. Marcel Proust, un escritor maduro con sólo un par de libros publicados pero ya una notable reputación, pide y obtiene de Henry James, que está en lo más alto de su trayectoria, el tiempo de una larga entrevista de siete días para hablar de cómo el Maestro ha ideado y compuesto su vasta obra, comentándola minuciosamente el más joven, que parece sabérsela de memoria, con el más viejo, halagado por momentos, sarcástico otras veces, y locuaz siempre. Aunque Proust sabe inglés, al menos el suficiente para traducirlo, prefiere que en esas sesiones de conversación con James registrada mecánicamente cada interlocutor hable en su lengua natal, sirviéndose a tal efecto de una traductora simultánea y bilingüe. El resultado de tales encuentros, transcrito con ayuda externa por Proust y revisado por James, sale en un volumen de más de cuatrocientas páginas y en poco tiempo se convierte en un clásico de un género inédito, que quizá se inspiró en las Conversaciones con Goethe de Johann Peter Eckermann, trascendiéndolas por la poca atención que presta al dato biográfico y su concentrada insistencia en al arte que ambos practican en lenguas distintas y enfoques divergentes.

 

     El encuentro James/Proust desgraciadamente no tuvo lugar, pero hubo más de cincuenta años después de mi irrealizada fantasía un equivalente glorioso, El cine según Hitchcock, un libro concebido y firmado por François Truffaut que cientos de miles de personas han leído con deslumbramiento y diversión, con curiosidad y provecho; una obra que rara vez ha estado sin existencias en las librerías y que ahora, a la vez que Alianza Editorial la reedita bellamente, depara el regalo simultáneo del documental Hitchcock/Truffaut, dirigido por el norteamericano Kent Jones en colaboración con el crítico y director de la Cinémathèque Française Serge Toubiana, en funciones de co-guionista. Es una película absorbente de principio a fin, en la que las intervenciones de apoyo de un selecto número de cineastas internacionales no es lo mejor, sin sobrar; lo que nos fascina es ver, gracias a las bobinas de imagen y sonido conservadas de los días de agosto de 1962 en que ambos directores hablaron frente a frente en Hollywood, la cocina y los tiempos muertos de un acontecimiento que llegaría a ser, como le vaticinó el francés a su amiga y cómplice del libro Helen Scott, "una obra muy precisa sobre la fabricación intelectual, cerebral, pero también manual y material de los films". De los films del maestro.

     La estructura y las intenciones de El cine según Hitchcock  fueron expuestas por Truffaut en una memorable carta de junio de 1962 en la que, lamentando que tanto en Europa como en Nueva York hubiera una idea superficial del trabajo del británico de nacimiento, el antiguo crítico de Cahiers du Cinéma se postulaba como exégeta hitchcockiano una vez que, habiendo ya empezado él mismo a dirigir cine, "mi admiración por usted no se ha debilitado, por el contrario, se ha acrecentado y modificado". En su carta de aceptación, que Truffaut copia con orgullo a su amiga Helen, desconfiada de que una estrella de la magnitud de ‘Hitch' respondiera a esa solicitud, el autor de Los pájaros no sólo le da su asentimiento sino que, "con lágrimas en los ojos", se declara agradecido por el tributo que el ya autor de obras magistrales como Los cuatrocientos golpes y Jules et Jim le rinde.

    En el documental de Jones no hay llantos, sino que predomina el buen humor, especialmente el de Hitchcok; a Truffaut se le observa preocupado de que todo esté saliendo bien, y esperando a veces con ansiedad la traducción de Helen Scott de lo que acaba de decirle su dialogante. Es escabroso el modo en que éste le confiesa las intimidades de Kim Novak en Vértigo y de Janet Leigh en la ducha de Psicosis, desnudas ambas ante la cámara por exigencias del guión pero manteniendo las bragas puestas en todo momento, cosa que el director revela con más picardía que lamento. En otro pasaje de extraordinaria elocuencia, Hitchcock le confiesa a Truffaut que su cine busca "las emociones en masa", cosa que sin duda logró sobradamente en su carrera. Leyendo, en conexión con El cine según Hitchcock, la apasionante correspondencia de Truffaut que recogió y anotó Gilles Jacob en 1988, destaca una carta a Helen Scott en que, después de haber visto Los pájaros, que tuvo una acogida inicial más bien tibia en la propia Universal, el director francés parece compartirla, y responder por persona interpuesta al dictum hitchcockiano de las "emociones en masa" basadas en el suspense, cuando escribe que "en esa película la intriga es del tal modo un pretexto para hacer que la gente tenga paciencia entre cada uno de los ataques [de las aves], que hay una desproporción entre la parte psicológica y la parte espectacular".

    En el documental, que ningún admirador de ambos directores puede perderse, destaca sobremanera la voz de Hitchcock. Ya la conocíamos, naturalmente, por las presentaciones en vivo de la serie de sus mediometrajes de terror Alfred Hitchcock Presents, pero aquí, en más distendida situación, el metal de su enunciación sigue siendo solemne, con una solemnidad que contiene siempre el tañido de la ironía. Junto a ella, también escuchamos con gusto las de Martin Scorsese, refinado comentarista del maestro, y algunas de las cosas expresadas por los franceses Olivier Assayas y Arnaud Desplechin, llenas de inteligencia, aunque sin la sabiduría seminal de Truffaut. Lo que dice Paul Schrader no va a ninguna parte, y las respuestas de James Gray, Richard Linklater y Wes Anderson sólo interesan en tanto que ellos mismos nos interesen como cineastas; sobre Hitchcock no aportan nada. Y es que el autor de El hombre que sabía demasiado es demasiado grande y demasiado sutil como para dejarse condensar en fórmulas trilladas de elogio.

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3 de mayo de 2016
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¿Son los tontos más felices?

Hay añoranzas que producen sonrojo, y aunque sea un decir ligero, escuchamos: “Los tontos son más felices”. Claro que los memos nunca emitirán tal sentencia, que sólo se puede afirmar desde la superioridad intelectual, la de esos listillos desdichados que se lamentan de su abultado cociente intelectual: ¿acaso es el causante de que se les aneguen los días y las noches en un mar de sinsentido? La idea de felicidad es incorruptible aunque perviva con cierta nostalgia: por un lado se considera el fin máximo al que puede aspirar una vida, pero por otro son pocos los que logran alcanzarla –al menos durante veinticuatro horas seguidas–. La linealidad del tiempo de los propósitos se rompe cuando dejamos atrás la adolescencia y ya no todo es posible. Desde el grito animoso de carpe diem, que los clásicos lograron colarnos como mandamiento existencial, los equilibrios entre ser un individuo pensante y autocrítico y la consecución de un estado de plenitud han flojeado en un mundo acuciado por la insatisfacción permanente.
Pensar menos, aflojar metas, ser más indulgentes con uno mismo, respirar hondo, dormir ocho horas... la bienintencionada autoayuda y la ideología del bienestar nos aleccionan a diario con recetas para alcanzar una vida más plena. “Pero si lo tienes todo”, escuchamos a nuestro alrededor cada vez que alguien sucumbe al vacío y es incapaz de encontrar buena razón para levantarse de la cama. Cuando las necesidades básicas están cubiertas, se goza de salud, se tienen cuatro amigos, alguna habilidad –al menos en aquello a lo que le dedicamos más horas–y se pueden tomar decisiones de forma independiente se obtiene, según la psicología positiva, un pasaporte para entrar en el reino feliz.
Según los estudios de Raj Raghunathan, profesor de la Universidad de Texas en la McCombs School of Business de Austin, una mayor educación o una mejor situación económica no sirven de mucho para predecir si alguien será o no feliz, más bien todo lo contrario: “Predicen unas mayores probabilidades de insatisfacción en la vida”. Raghunathan razona sobre la amargura que produce la competencia: muchos quieren ser el mejor, y creen que consiguiendo premios, reconocimientos o un aumento de sueldo se sentirán realizados, “pero pasados dos meses, tener más dinero ya no les basta”. Por ello argumenta que no hay que querer ser el número uno, sino sacarle el mejor partido a lo que uno sabe hacer. En verdad, la receta suena a consuelo para tontos. Nuestro mundo no es perfecto ni armonioso. André Comte-Sponville, padre del positivismo, consideraba que “la sabiduría es la máxima felicidad dentro de la máxima lucidez”. La inteligencia, la capacidad crítica y la lucidez no son grilletes de una cadena que nos ata a la infelicidad, sino las redes necesarias para atrapar, como mariposas, los instantes dichosos que pasan de largo.
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2 de mayo de 2016
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La increíble y triste historia del cándido Jacques y su patrón desalmado

Vivía en una cabaña de tres metros cuadrados, sin calefacción, sin cama, sin sábanas, durmiendo siempre sobre un suelo de grava. El único objeto de la cabaña era un viejo despertador.

Trabajó de sol a sol durante más de treinta años, en régimen de esclavitud. (Los esclavos griegos y romanos eran mejor tratados y dormían más a cubierto y sobre lechos menos incómodos).

Pero no estoy contando una historia de la antigüedad, tampoco una historia de ultramar.

El año pasado se expandió mucho el caso de Zunduri, la mujer esclava de una tintorería de México, que permaneció dos años encadenada del cuello y obligada a planchar día y noche. El caso del que hablo se ha expandido menos, por vergüenza y por miseria moral.

Y también porque se trata de un caso ocurrido en la Comunidad Europea. Concretando más: en el pueblo de Saint-Florent-sur-Auzonnet, del departamento de Gard y de la región del Languedoc-Roussillon, zona meridional del país que acuñó el lema de la igualdad, la libertad y por supuesto la fraternidad.

Al parecer más de un lugareño había sospechado de la situación y había hablado con la asistente social del pueblo que, en lugar de llevar a cabo una verdadera investigación, aconsejaba “mirar hacia otra parte”.

Cuando hace días hospitalizaron a Jacques, padecía una grave enfermedad pulmonar causada por las humedades, y dicen que su espalda semejaba una escuadra y estaba más deformada que la de Quasimodo.

El artículo del que extraigo esta infamia lo firma Sarah Finger, y apareció en Libération. El esclavo de la historia llegó un día a la granja del señor Gérard André, con una pensión por invalidez mental de 800 euros, que pasó a ser cobrada por su patrón, en realidad por su amo. Jacques nunca recibió un céntimo. Se lo quedaba todo Gérard André.

Los vecinos dicen haber conocido casos similares en otros pueblos colindantes, como si la situación de Jacques fuese relativamente corriente en la comarca.

Los franceses llaman a las gentes como Jacques “corazones simples”; nosotros las llamamos “almas de Dios.” Almas de Dios tratadas mucho peor que animales de labranza por más de un hijo del infierno.

 

Esperemos que el caso de Jacques sea sólo una reminiscencia del pasado. Algún malvado podría pensar algo bastante más inquietante.

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2 de mayo de 2016
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