El mediodía del 20 de julio de 1979 las columnas guerrilleras entraron a la Plaza de la República en Managua, bautizada como Plaza de la Revolución. En un formidable desorden, los combatientes llegaban a pie, en camiones militares, en autobuses requisados, subidos sobre el lomo de las decrépitas tanquetas arrebatadas a las tropas de la dictadura, y se revolvían con la multitud que estaba allí esperándolos para celebrar con ellos la gran fiesta de sus vidas. El último Somoza se llevó al destierro las osamentas de su padre y de su hermano, y se había esfumado la Guardia Nacional, los últimos soldados que quedaban en los cuarteles dejando en reguero sus uniformes, cananas, cantimploras y fusiles.
Los miembros de la Junta de Gobierno entramos a la plaza subidos a un camión de bomberos que dejaba oír su sirena, mientras los guerrilleros disparaban al aire ráfagas nutridas de sus fusiles, como si los tiros que habían sobrado quisieran ser agotados de una vez, y sonaban las campanas rotas de la vieja catedral desquebrajada por el terremoto de 1972, lágrimas que bañaban los rostros y risas como resplandores en los rostros bañados en lágrimas, racimos de gente subida en los árboles, en las cornisas y en las torres de la catedral, en las azoteas del Palacio Nacional.
Y yo lo que recordaba mientras avanzábamos entre el mar de cabezas era el silencio de minutos antes, cuando el camión de bomberos rodaba lentamente por las calles desiertas desde la carretera sur, un silencio sobrenatural bajo el distante cielo luminoso, como si el mundo se hubiera vaciado para siempre de ruidos, y de aire, porque las hojas de los laureles de la india donde revoloteaban los zanates clarineros, y los mangos de espeso verdor en las veredas no se movían, vacías las casas con las puertas abiertas como ante una huida repentina, la huida de todo el mundo hacia la plaza.
Al final de la celebración entramos en el Palacio Nacional, y entonces me encontré en el vestíbulo con Regis Debray, en traje de safari de un color kaki desvaído, las aureolas de sudor bajo las axilas. Sonriente, se atizó el bigote abundante, ya para decirme algo. Pero yo me adelanté. Recordaba un artículo suyo de hacía pocos meses, no recuerdo si en Le Monde, afirmando que las revoluciones armadas ya no eran posibles.
─¿Has visto? ─le dije─. Se pudo.
Después escribió que la característica más notable de los jefes guerrilleros era su flacura, contrario a la gordura soez de los somocistas derrocados. Flacos por los rigores de la guerra, las penurias de los combates cotidianos, las marchas forzadas, y a pesar de los desvelos, dormir parecería de ahora en adelante un pecado capital, sólo en la vigilia uno no se perdía nada de lo que ocurría, demasiados sucesos como para que la mente pudiera asentarlos, y se quedaban al fin y al cabo en sensaciones, en ansiedad, en deseo, en una visión de futuro que de tan múltiple no podía sino quitar el sueño.
Y los protagonistas de la revolución eran, además, muy jóvenes. La liberación de León sólo se había resuelto tras rudos combates, calle por calle, bajo el bombardeo de los aviones, y en medio del incendio de manzanas enteras; y Dora María Téllez, que sólo tenía veintidós años, al mando de una tropa de adolescentes había hecho huir al General Gonzalo Everstz, el temible Vulcano, protegido entre niños y mujeres que tomó de rehenes; y ni siquiera veinticinco años tenía el Comandante Francisco Rivera (El Zorro), el héroe de la liberación de Estelí.
En una foto de ese día, que alguien tomó al azar, yo aparezco abrazado a varios guerrilleros, entre ellos el comandante Elías Noguera, con su sombrero de ranger al sesgo sobre los rizos oscuros, el barbiquejo amarrado a la barbilla; y sumada al grupo, sonriente, también abrazada a nosotros, está una mujer del pueblo, el pelo abundante revuelto en greñas, en su blusa una escarapela improvisada, dos trozos de tela arrancados quién sabe de qué vestidos viejos y cosidos para formar la bandera que Sandino había levantado por primera vez en las montañas de las Segovias al empezar su guerra contra la intervención en 1927; y el rostro de esa mujer, en el contraste de la foto en blanco y negro, al verla ahora, tiene la majestad que sólo la historia pone a los rostros, y que parecen más contemporáneos mientras más se alejan...
Es lo que escribí en mi libro de memorias Adiós muchachos. Han pasado 37 años desde entonces. Parece que fue ayer, pero el hoy malversado es tan distinto, que parece que fue nunca.