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La verdad detrás de la verdad

Todos los filósofos han reflexionado en torno a ella: esa entidad elusiva, misteriosa, arcana, a la que damos el nombre de "verdad". Muchos se mostraron convencidos de su existencia con con mayúscula; la persiguieron afanosamente y llegaron a entregar sus vidas en su nombre: la Verdad como ideal o la Verdad como producto de la revelación divina. Otros tantos se conformaron, en cambio, con una versión más modesta, casi artesanal: la verdad de cada uno contrastada por fuerza, de manera sistemática, con la verdad de los otros. A partir de la relatividad y de la mecánica cuántica, incluso la ciencia ha tenido que acostumbrarse a estas verdades parciales, provisionales, fatalmente incompletas.

            Pocos creen, hoy día, que sea posible aprehender la Verdad. Ello no obsta, sin embargo, para que en todos los órdenes -y sobre todo en el ámbito de la justicia y de la vida pública- haya que empeñar todos los esfuerzos para perseguirla. Y, sobre todo, para desbrozar las mentiras que la oscurecen, la perturban o la anulan. Si el método científico -aplicado tanto a las ciencias duras como a la investigación policíaca- no garantiza que se llegue a la Verdad, al menos ha de ser capaz de eliminar las falsedades que se hallan en su camino. No es otra su meta: ir construyendo una verdad, sí, a partir de anular hipótesis absurdas, contradictorias, erróneas, malintencionadas.

            Si en todos los terrenos la búsqueda de la verdad es una tarea ardua y compleja, en el mundo de la justicia se torna aún más frágil, aún más delicada. ¿Cómo saber qué fue lo que ocurrió en un caso criminal cuando hay tantas verdades enfrentadas? ¿Cómo llegar a una verdad que "haga justicia"? Las versiones de los hechos serán sin duda contradictorias, los testigos siempre tendrán un punto de vista parcial -en el doble sentido de sesgado y fragmentario-, las pruebas difícilmente serán contundentes o irrebatibles, abogados y fiscales emplearán los argumentos más persuasivos para defender sus respectivas causas, y jueces y jurados estarán marcados por sus historias personales, su educación, sus prejuicios, sus miedos. 

            De allí la importancia de que la investigación se lleve a cabo con la mayor transparencia y con la mayor pulcritud. De que se valga de todos los recursos científicos. Y de que cualquiera pueda constatar la forma como se ha llevado a cabo una investigación. De todo ello depende, en el fondo, el resultado de un proceso: la "verdad judicial" que suplantará, en términos prácticos, a la verdad. La verdad judicial de la que dependerá el destino de todos los involucrados.

            Si se revisa la mayor parte de los casos criminales de los últimos años -con particular fuerza desde el inicio de la guerra contra el narco-, es posible constatar que uno de los mayor problema de nuestro sistema de justicia se halla en la fase de la investigación. Del asesinato de Colosio a Ayotzinapa, pasando por miles de casos menos visibles, las autoridades pocas veces se preocupan por investigar los hechos, por construir la verdad a partir de pruebas y testimonios, por desvelar las mentiras y dar paso a hipótesis cada vez más sólidas. El método ha sido el inverso: casi siempre por motivos políticos, aunque también por simple incompetencia, la autoridad primero establece una verdad -su "verdad histórica"- y luego hace hasta lo imposible para que los hechos se ajusten a ella. Este es el origen de tantos vicios: la tortura sistemática, la falsificación de pruebas, la fabricación de culpables.

            El sistema acusatorio que ha comenzado a implementarse en México es un primer paso adelante: un modelo basado en la presunción de inocencia que, apuntalado en la oralidad y la publicidad de las audiencias, permitirá que la búsqueda de la verdad se convierta en un bien común. El sistema inquisitorial previo, con su vocación por el papeleo y el secreto, era el mayor obstáculo posible para acercarse a la verdad. Pero el nuevo sistema de justicia penal de nada servirá mientras no cambie drásticamente la lógica perversa que domina nuestras investigaciones policíacas. 

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4 de agosto de 2016
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La realidad de Pokémon Go

 
¡Tiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! El bocinazo del auto que acaba de frenar bruscamente casi me rompe el oído. Y es como si me despertara. Recién ahora, después de salvarme por pocos centímetros de ser atropellado, es que entiendo que algo anda mal. O, mejor dicho, algo está funcionando diferente a como eran las cosas, y mi vida, antes de Pokémon Go.

Jamás habría cruzado una calle sin, al menos, mirar a ambos lados. La pareja que va arriba del Chrysler gris me hace gestos que parecen insultos. Por el lado mío caminan más peatones, pero nadie se detiene en la escena del frenazo, porque ellos van mirando sus propios teléfonos, buscando sus propios animales para atrapar o un gimnasio para combatir. Van, vamos, viviendo esta nueva vida que pasa en la realidad aumentada de las pantallas.

Todo esto ocurre en Kearny Street, llegando a Pacific Avenue, en San Francisco, California. Llevo un par de días dentro de la aplicación de la que todos hablan (especialmente los que nunca han jugado, y que se niegan a hacerlo), en la ciudad ícono de Pokémon Go. Aquí, en el lugar donde hace cuatro días se autoconvocaron nueve mil personas para jugar todos juntos. Y donde la policía sacó un manual especial para evitar accidentes. Y donde están las oficinas de Niantic, la empresa que inventó el juego. Y donde vive John Hanke, el creador de la aplicación y que a sus 49 años cambió el perfil del emprendedor digital. Aquí, en California, una vez más.

Desde que se lanzó oficialmente, el 6 de julio de 2016, el mundo no para de hablar de esta fiebre. Soy uno de los 21 millones de usuarios que, en estas dos semanas, bajamos la aplicación solo en Estados Unidos. Y he visto cómo, para tantas personas, la violencia racial en Dallas, los ataques terroristas en Europa, los últimos discursos de Trump, o las convenciones demócratas y republicanas, solo son parte de las últimas semanas en el juego más intrascendente y aburrido: la vida real.

No hay que ser William Burroughs para entender que la evasión es parte importante del sistema. Y que cada modelo genera su propia fuga. Es, por eso mismo, que siempre nos pueden atropellar. Con esto no quiero justificarme, pero el momento del bocinazo me pilla siendo uno de los pocos millones de usuarios que ya hemos llegado al nivel 9, muy cerca de pasar al 10. Y en la esquina de Kearny Street y Pacific Avenue, en el barrio chino de San Francisco, hay muchas pokebolas para conseguir y pokemones para atrapar y gimnasios para combatir.

Por eso iba tan concentrado caminando en esa dirección. Aunque también debo aclarar que, en la realidad-realidad, en esa esquina solo hay tránsito, turistas, comida china y una vista impactante del edificio Pirámide Transamérica. Nada más. Todo lo otro, las pokebolas, los pokemones, las pokeparadas y los gimnasios solo los podía ver yo, desde mi teléfono. Desde mi punto de vista.

-¡Pokemon Go! ¡Pókemon go! -me grita el chofer del Chrysler como un insulto. Y mientras le pido disculpas con gestos, siento que nunca me va a entender.

De pronto me parece que el mundo se ha dividido entre los que vamos o no caminando dentro de una pantalla.

 

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La primera vez que atrapas un pokemón sientes una sensación que nunca más volverás a sentir. Y, sin embargo, la seguirás buscando siempre. Cuando me cruzo con alguien que no ha probado el juego, envidio que todavía no haya vivido esa primera vez. Ese instante en que todo se vuelve tan raro, y donde sientes que todo está cambiado. Y para siempre.

Hasta antes de que me encargaran jugar Pokémon Go para este reportaje, no me había llamado la atención la aplicación. Tampoco la serie animada, que entiendo tiene generaciones enteras de seguidores y cuyo nombre se armó con un hibrido inglés entre pocket ("bolsillo") y monster ("monstruo"). Ni siquiera sospechaba, como ahora lo sé, que mucha gente que camina a mi alrededor mirando el teléfono lo hace cazando criaturas de una realidad paralela.

No te vayas a enviciar. Eso me dijeron varias personas distintas, cuando comenté que tenía que entrar al juego para escribir una historia. No te vayas a enviciar, me repitieron.

Antes de jugar, hay que bajar la aplicación. En mi caso, no resultó sencillo, porque si bien estoy viviendo en Estados Unidos, mi teléfono seguía teniendo la facturación en Chile. Es decir, para el sistema, seguía viviendo en Santiago y no tenía disponible la app.

Cambiar la facturación es algo fácil, te dicen todos, pero ciertamente no lo es. Tuve que entrar a unos tutoriales de YouTube, equivocarme un par de veces, antes de poner todos los datos de mi casa en Palo Alto. Algunos de los críticos del juego reclaman que la aplicación te pide demasiada información personal, y puede ser cierto. Aunque no más de la que ya te pidió Apple, Facebook o Google. Nuestros datos hace tiempo que perdieron su mayor valor: ser nuestros.

Cuando se abre el programa por primera vez, aparece una advertencia que es necesario aprobar. "Recuerda que debes estar alerta en todo momento. Presta atención a tus alrededores". Y aunque uno diga que vale, que está de acuerdo, lo olvidas al segundo. La ansiedad te empuja. Solo volverás a acordarte de los riesgos cuando estén a punto de atropellarte.

-¡Hola! Soy el profesor Willow.

El profesor Willow es un dibujo de un científico loco que te da la bienvenida. Y sigue.

-¿Sabías que este mundo está habitado por criaturas llamadas pokemones? Se pueden encontrar pokemones en todas partes.

Las letras van apareciendo a lo ancho de la pantalla.

-Algunos corren por el campo, otros vuelan por el cielo, algunos viven en la montaña, otros en el bosque y otros, cerca del agua... He pasado toda mi vida estudiándolos y analizando su distribución geográfica. ¡Genial! ¡Estaba buscando a alguien como tú para que me ayudara! Ahora elige el estilo que quieres para tu aventura.

Esa es la declaración de principios del juego.

De ahí tienes que elegir un color de ropa: selecciono el rojo que viene por defecto.

Después te pide que te inventes un nombre: JuanPokemon está ocupado. JuanPokemono está ocupado. CazaPokemonos está libre.

Ya tengo mi ropa, mi nombre y he sido recibido por el profesor Willow. Ahora la pantalla me dice: "¡Usa tu cámara para encontrar Pokémon en el mundo real". Habilito la cámara, y ya está todo listo. Ahora, hay que empezar a caminar.

En un segundo la pantalla me advierte que hay un pokemón a dos metros de la puerta de mi casa. Salgo a buscarlo, sin dejar de mirar la pantalla, y en ese momento ocurre por primera vez. Sobre un matorral, al que apunto con mi celular, aparece un pokemón. Es naranjo y amarillo y se llama Charmander. Si miro por el lado de la pantalla, no veo nada. Si miro por la pantalla, Charmander está saltando. Es muy raro. Es como una vida paralela. Le tiro una bola y lo atrapa al segundo intento.

Desde esa vez, esa parte de la casa pasó a ser el lugar donde conseguí mi primer pokemón virtual. Nadie más lo entenderá.

 

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La única vez que había atrapado a un pokemón de la vida real fue a Karol Dance, el rey de los pokemones. Fue hace cuatro años cuando Karol entró a mi -entonces- oficina, sin saber que le ofrecería escribir. Y aunque en un momento lo dudó, porque no tenía experiencia, salió convencido de que podía hacer una columna semanal en el diario hoyxhoy. Al principio hubo críticas ("¡Qué columna más pokemona!", era la más repetida), pero la sección se impuso y se mantiene hasta hoy.

Atrapar pokemones en la realidad aumentada es distinto. No es necesario convencer a nadie, y la pantalla te va diciendo adónde está el próximo destino. Eso me pasó después de atrapar a Charmander, uno de los 151 pokemones de la primera temporada. La pantalla me dijo que a media cuadra de la casa, en la Rohr Chabad House, había una pokeparada. Al pasar recibí cuatro pokebolas. La mayoría de los vecinos no entiende qué hace esa gente pasando por ahí mirando el celular tantas veces al día.

Esa primera tarde caminé buscando monstruos de bolsillo hasta que se hizo de noche. Ya estaba completamente oscuro cuando entré a buscar pokeparadas en Stanford. La universidad estaba vacía, salvo por los estudiantes que viven adentro. Y ahí, en mitad de esa oscuridad silente en modo Stephen King, fue que por primera vez vi a uno, y luego a otro, y tres más. Personas caminando como zombis, en mitad de esa negrura, con la cara iluminada por la pantalla. Estudiantes de Stanford siguiendo, por distintos caminos, una nueva pokeparada o un gimnasio donde pelear.

-¿Buscas lo mismo que yo?

-Sí.

-Allá hay un gimnasio, y hace poco me dijeron que cerca de la rotonda está lleno de pokemones.

-Por acá por Escondido también encontré varias pokeparadas.

Dentro de los defensores, dicen que jugar Pokémon Go ayuda a la gente con depresión, a hacer amigos y conocer nuevas personas. Finalmente, siempre llegamos a la misma historia: pertenecer.

Dentro del mundo real, Chile tiene el récord de ser el único país del mundo con una tribu urbana llamada "Los pokemones". Si bien la serie se estrenó por primera vez en 1997, en Japón, por el 2000 apareció un grupo de jóvenes que se vestían con colores y peinados raros, que no tomaban alcohol, y que mezclaban la música del reggaetón y la cumbia. El castillo de esta generación fue el programa Yingo. Y el rey de los pokemones, Karol Dance.

 

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Cazar pokemones en San Francisco son palabras mayores. O, por lo menos, así se siente cuando uno se baja del tren y ya ve a muchos jugadores compulsivos que vienen de ciudades vecinas a darse una sobredosis de cacería. No te vayas a enviciar.

En el centro de la ciudad la realidad paralela se nota a simple vista. Una vez que uno forma parte del universo de Pokémon Go, se desarrolla una suerte de antena para detectar a otros jugadores. Y ahora es más fácil detectarlos, porque muchos llevan un cargador externo para la batería del teléfono.

El gran peligro de este juego no es, como dice la policía de San Francisco, que te atropellen o te asalten o te entre un virus al teléfono. El gran peligro para los jugadores es quedarte sin batería, porque la energía del celular se consume muy rápido. Y cuando se acaba hay abstinencia. Si haces una jornada larga, de cuatro horas caminando (en las cuales puedes subir tres niveles sin problema), no alcanza ni siquiera el cargador extra. Por eso es común ver en los Starbucks a gente que se toma un café largo para cargar baterías y seguir cazando. Cuando los enchufes del café están llenos, cosa que ocurre con frecuencia, se puede hacer una fila por energía o caminar hasta el próximo enchufe disponible.

Las oficinas de Niantic están en el 2 de la calle Bryan, casi abajo del Puente de la Bahía, a pocas cuadras del puerto de San Francisco. El edificio es blanco, bajo, moderno y con varias oficinas. Es una empresa pequeña para los estándares de Silicon Valley y apenas ocupa las oficinas del segundo piso.

La entrada está cerrada con seguridad inteligente y hay cámaras que bordean todo el edificio. Entrar es imposible y, desde el boom del juego, la seguridad ha aumentado. Las entrevistas individuales con Hanke están suspendidas, y solo se le puede escuchar en conferencias abiertas, como el último domingo, en San Diego. Ahí, el creador del juego fue la estrella de la Comic-Con en esa ciudad. Fue recibido entre vivas y aplausos por los asistentes, y aprovechó de anunciar en una breve conferencia de prensa que el juego no tiene desarrollado ni 10 por ciento, y que habrá Pokémon Go para varios años más.

Pese al anonimato del edificio donde funciona Niantic, en la puerta hay un pequeño grupo de fans que se divierten en lo que todos nos divertimos: cazando pokemones. Pero, esta vez, adquiere un gusto especial, porque los atrapamos en el edificio donde se inventó la aplicación. Estamos mezclando las dos realidades.

Caminar por San Francisco atrapando estos monstruos de bolsillo tiene esa particularidad. Por ejemplo, guardé el pantallazo cuando mi teléfono dice que mi primera victoria en un gimnasio fue en el que queda en las oficinas de Firefox. O cuando te cuentan que el 20 de julio pasado se reunieron nueve mil personas convocadas espontáneamente por Facebook para jugar juntos. O cuando pude pasar al nivel 5, en plena Market Avenue, estaba en la misma esquina donde grababan una nueva serie para Netflix con un equipo de tres personas.

Al llegar al nivel 5, que permite entrar a los gimnasios, debes elegir uno de tres equipos. Yo me sumé al equipo azul. Según algunos comentaristas de juegos, si ya pasaste al nivel 5 y entraste en los gimnasios, estás atrapado por la aplicación. No te vayas a enviciar.

No puedes jugar arriba del auto o del tren, porque el GPS se bloquea si pasas los 30 kilómetros por hora. Puedes hacerlo arriba de una bicicleta, aunque ahí el riesgo de accidente aumenta. O en skate, como en un video viral donde se ve cómo la policía de Miami detiene a un jugador de Pokémon que iba muy rápido arriba de su tabla.

Hay quienes prefieren ir de cacería con audífonos, aunque a las pocas horas corres el riesgo de sentir la música del juego en tu cabeza sin parar. Monotemática. Y quizá la sigas oyendo aun cuando hayas apagado el teléfono y estés intentando dormir.

La idea que John Hanke repite es que el juego es para caminar y conocer gente. Y lo dice sin estridencias. Por algo el creador del juego no es el típico niño genio que triunfó en Silicon Valley, y eso también es una particularidad de esta historia.

Hanke tiene 49 años, en los 80 era un nerd, durante el primer boom de las punto-com dejó su trabajo para hacer un MBA en la Universidad de Berkeley. El 2005, desarrolló Google Earth, se casó, tuvo tres hijos, llegaba a su oficina en San Francisco en bicicleta. El 2010, creó Niantic, que no era la primera empresa que armaba. Entre diciembre de 2015 y febrero de 2016, con las primeras maquetas del juego, consiguió que Google, Nintendo y Pokémon pusieran 25 millones de dólares en el desarrollo del juego. Formó un equipo de cuarenta personas, a las que entrevistó personalmente. La primera semana de julio lanzó Pokémon Go en Estados Unidos, Nueva Zelandia y Australia. El resto es historia que el mundo no para de contar.

Ha declarado que estaba seguro de que al juego le iría bien, y que armaron una estructura para el éxito, pero que jamás pensaron que el furor sería tanto. Quizá no calculó la cantidad de consumidores de evasión que estaban esperando una nueva dosis. Hanke lo plantea de otra manera. Su argumento es que, desde ahora, dejamos de ser receptores pasivos para ser los protagonistas de un mundo híbrido entre la realidad y el plano virtual. Donde "la diversión consiste en salir de casa".

Pero las noticias no se detienen, y cada día hay nuevas. Ya se sabe que no se podrá cazar estas criaturas en sitios como el campo de concentración de Auschwitz en Polonia, el United States Holocaust Memorial Museum en Washington y el National September 11 Memorial en Nueva York. También se sabe que hay millones en juego, que se han disparado los valores de Nintendo, de Niantic, de Pokémon. Que hay accidentes, robos y todo tipo de noticias que se multiplican velozmente, porque generan tráfico.

Al cierre de esta historia, Pokémon Go todavía no llegaba oficialmente a Chile. Mi teléfono me anunciaba que había llegado al nivel 11 y tres personas me preguntaban si en estos cuatro días de jugar ya me había enviciado.

Al finalizar este encargo como Caza-Pokemonos, me enfrento a la pregunta que estos cuatro días no me quise hacer. ¿Seguiré jugando después de haber terminado esta historia?

Creo que lo decidiré mañana, cuando despierte de esta realidad.

 
 
 
 
 
Publcado en la revista SÁBADO. 
 
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3 de agosto de 2016
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Jóvenes cronistas que llegan a tiempo

Qué alegría que jóvenes y pujantes cronistas me pidan que prologue su primer libro colectivo: Melissa Silva, Roberto Valencia, Nilton Torres, Luis Felipe Gamarra y Clavel Rangel escribieron a diez manos Pequeñas batallas, grandes historias. El libro está disponible en Amazon.

Las miradas de estos jóvenes pero ya veteranos reporteros están muy vinculadas a sus lecturas de la crónica latinoamericana, pero son historias de tres continentes y de una gran diversidad temática. Aquí les comparto mi prólogo. Espero que el libro vuele alto. El periodismo narrativo del Sur está en buenas manos.

*          *          *

Fue a mediados de octubre de 2007, en el primer día de clase del Máster en Periodismo de la Universidad de Barcelona. En mi función de director aguafiestas, les estaba recomendando a los alumnos que nunca hay que llegar tarde, ni a clase ni a una rueda de prensa ni a una cobertura informativa. Y usé una frase que repito como un mantra desde hace décadas: “Nunca es demasiado temprano”.

Melissa Silva estaba sentada en el costado izquierdo, y levantó la mano con educación pero decidida. “A veces sí es demasiado temprano”, dijo con ese tono cantarín de los venezolanos. Apenas nos estábamos conociendo, y me impresionó la seguridad con la que me contradecía. ¿Cómo es eso de que se puede llegar demasiado temprano?

Y entonces nos contó la historia. Era una jovencísima reportera de sucesos en un diario de su país, y el jefe la envía a una zona apartada, donde el jefe de policía daría declaraciones. Como no sabía el camino y el tráfico estaba pesado, salió con muchísima antelación. Cuando llegó al descampado, vio a lo lejos cómo unos policías se llevaban a un hombre maltrecho pero vivo a unos matorrales. Faltaban al menos dos horas para la comparecencia del oficial. Fueron llegando los colegas, la mayoría a la hora de la comparecencia.

Cuando apareció el jefe, anunció que un peligroso delincuente se había escapado, que había disparado contra los agentes, que estos se habían defendido, y que en el tiroteo el hampón había muerto.

De vuelta a la redacción, siguió contando Melissa, habló con su editor: todo era mentira, no hubo tiroteo, lo fusilaron, yo lo vi. Estaba alterada.

El hombre sonrió, le dijo que se calmara y le hizo una simpática reprimenda: “Muchacha, es que llegaste demasiado temprano”.

*          *          *

Nunca olvidé la historia que Melissa Silva contó esa mañana. Y siempre supe que aún en los inicios de su carrera, ella ya sabía que sí hay que llegar temprano, aunque nos traiga problemas, aunque se enoje el editor que quiere quedar de buenas con el poder. Melissa ya sabía de las alegrías y las angustias que da el llegar temprano.

Por eso no me asombra, casi una década más tarde, que sea ella quien me apresure ahora para que termine yo este prólogo. Quiere llegar a tiempo con esta excelente colección de crónicas que compaginó junto con cuatro compañeros de generación: los cronistas del presente y del futuro.

La misma Melissa Silva inicia la serie con el retrato de una anciana de Corea que lucha por los derechos de las víctimas de la esclavitud sexual del ejército japonés durante la Segunda Guerra Mundial. En una crónica que sabiamente combina lo que Gil Won recuerda de la terrible historia pasada con sus jornadas de enfrentar a las cámaras y su valiente viaje a Japón, su personaje se nos construye a los lectores como mucho más que una militante por su propio pasado: su lucha es por la verdad, por la dignidad de todos.

El cronista peruano Nilton Torres Varillas se encara con un aventurero catalán que encontró la Chinkana, un secreto prehispánico que la iglesia no quiere que se revele. Es un relato de búsqueda al otro lado del mapa, de vocación, de sueños llevados al límite, contado con pericia y arte.

Su compatriota Luis Felipe Gamarra sigue al padre de un policía muerto en un turbio enfrentamiento con indígenas indignados. La lucha de Felipe Bazán Caballero también es por la memoria y la dignidad de su hijo. Una emotiva historia de dolor y resistencia.

El aguerrido reportero vasco afincado en El Salvador Roberto Valencia narra la curiosa historia de un famoso comentarista deportivo argentino convertido en gestor de proyectos para dotar de educación y futuro a la juventud desesperanzada de El Salvador. En sus viajes con el quijotesco Alejandro Gutman, Valencia le hace unas veces de Sancho Panza y otras de doctor Watson, atento a las extrañas sentencias y la capacidad inspiradora de su fascinante personaje.

Por último, la periodista venezolana Clavel Rangel perfila a un personaje multifacético, complejo, a la vez heroico y problemático: Vallita, la luchadora comunitaria de un barrio violento de Ciudad Guayana. Vallita cuenta su vida de puños cerrados, de dolor largo y efímera esperanza, de dar y recibir golpes. Rangel no la justifica: la explica, y de esa manera nos permite entrar en el alma oscura de los que devuelven el golpe o sucumben.

*          *          *

Cinco historias, cinco personajes muy distintos, cinco formas de narrar que muestran que la crónica periodístico-literaria está viva en América Latina y tiene mucho que contar. Ninguno de estos relatos aparecerá en la portada de los periódicos, en la apertura de los telediarios: no son presidentes ni empresarios exitosos ni deportistas famosos y modelos ni actores de telenovela. Son luchadores: saben qué los mueve y dónde quieren llegar. Se explican con pasión y claridad. No se hacen ilusiones sobre sus países injustos y desgarrados. Sus historias son dramas, no tragedias: todas dejan una rendija abierta a la esperanza.

Fui conociendo a estos cinco autores, que son lectores, reporteros y escritores impenitentes a lo largo de los caminos del ejercicio de la crónica y la enseñanza del periodismo relevante, el que pega y se nos queda pegado a la piel. A todos los admiro: son valientes, enfrentan peligros, piensan que el oficio de periodista tiene un fuerte componente ético, de compromiso con la verdad, con la justicia. Ven su trabajo como un constante rescatar voces acalladas, voces olvidadas, y darles el lugar que se merecen.    

Y pensar que todo empezó hace casi una década, cuando dije en clase que no se puede llegar demasiado temprano sin sospechar que en la orilla izquierda del aula se levantaría el brazo de Melissa Silva para contradecirme y al mismo tiempo regalarme la dolorosa historia que me daría la razón.

Estos cinco textos de luchadores por la verdad llegan justo a tiempo. 

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2 de agosto de 2016
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Besos históricos

El primer día de octubre de 1930, en una carta al pintor Gregorio Prieto, por entonces un amigo muy próximo a él, Vicente Aleixandre escribió lo siguiente: "Estoy seguro en [sic] que llegará una década de libertad, de máxima libertad. Nuestra generación no lo verá ya. Lo que hoy no está más que apenas tolerado, y mal, tan mal, será el día de mañana cosa corriente, formas distintas. El amor lo justificará como debe ser, como tiene que ser, porque como se habrá impuesto habrá hecho que la comprensión penetre hasta en las capas hoy más absolutamente impermeables. Será una obra de reparación que la humanidad se dará a sí misma y que hoy sólo se ve en las zonas más cultas". La reparación amorosa a la que el poeta se refería ha ido llegando, en efecto, aunque las décadas se hicieron esperar, entre la guerra y la inicua paz de Franco, que algunos hoy querrían perpetuar. Lo curioso es que, mientras se reconstruía en su plenitud humana la de otros escritores de su generación, la más íntima verdad de la vida de Aleixandre quedó en la nebulosa de los sobrentendidos y los breves apuntes ocasionales de alguno de sus amigos, hasta que, por fin, se cuenta con ‘La memoria de un hombre está en sus besos', una biografía escrita por Emilio Calderón, premiada y publicada por la editorial de Barcelona Stella Maris. Es un libro concienzudo en su investigación, equilibrado entre lo biográfico y lo literario (aunque, como en casi todas las biografías, la infancia y el árbol familiar del estudiado produzcan cierta fatiga genealógica), al que se le puede reprochar una hinchazón lírica en momentos puntuales, arrastrado quizá su autor por el ímpetu del verso aleixandrino.

Calderón proporciona datos interesantes sobre la figura paterna, Don Cirilo Aleixandre, ingeniero militar y hombre dado a escribir, con diversos textos publicados de álgebra y de geografía, así como un descubierto opúsculo de divertido título, ‘Manual de las obligaciones del soldado, cabo y sargento'. La involuntaria comicidad de las nomenclaturas corporativas también la hallamos en Aleixandre hijo, quien, tras concluir estudios de Derecho e Intendencia Mercantil, desempeñó breve trabajos, siendo el último en la Compañía de Caminos de Hierro del Norte de España. La mala salud prematura y la vocación

literaria centraron a partir de 1925 la actividad de Vicente, que publicó su primer libro de poemas en 1928, un año después del histórico homenaje a Góngora celebrado en Sevilla, punto de partida y cuño de la Generación del 27. Aleixandre, nombre fundamental de la misma, no pudo asistir por sus dolencias renales.

La enfermedad, sin embargo, no es lo que define la personalidad del premio Nobel de 1977, por mucho que sus altibajos la jalonaran (dándole alguna vez excusa para quitarse pelmas de encima). Una de las virtudes del libro de Calderón, que no trató al poeta, es trasmitir la vitalidad jovial, el humor, la curiosidad y, por primera vez con minuciosidad equilibrada, la vida sentimental del autor, a la que se había hecho alusión (en los meritorios pero circunspectos recuentos de Leopoldo de Luis, José Luis Cano y Antonio Colinas) consignando sólo su parte heterosexual y silenciando la indiscutible centralidad homosexual del autor de ‘Espadas como labios'. La biografía de Emilio Calderón aspira asimismo a analizar la obra y el contexto, y destacan a ese respecto los incisos sobre Aleixandre como gran prosista y ferviente lector de novela (con su declarada filiación galdosiana), la recensión bien hecha (en el capítulo 11) del surrealismo aleixandrino, y el foco sobre su maravillosamente atrevido poema de 1930 ‘El vals', tan celebrado por Luis Cernuda, para quien la enorme impresión que su lectura causó a García Lorca pudo hacer que Federico escribiese a continuación, en ‘Poeta en Nueva York', su ‘Vals en las ramas' y su ‘Pequeño vals vienés', musicado éste de forma memorable, mucho tiempo después, por Leonard Cohen. También se presta atención a los acontecimientos de nuestro país en los esperanzados, turbios y trágicos años que van desde 1930 a 1949, cuando Aleixandre es nombrado académico de la Lengua y se rompe con esa valiente elección su ostracismo. Y mezclada con la historia en mayúscula, la pequeña historia de la vida íntima; desde sus amoríos pintorescos pero substanciales (recordados siempre con afecto por el escritor) con una cupletista de nombre artístico Carmen de Granada, mujer vivaz y promiscua que le trasmitió una grave infección venérea, arrastrada toda su vida, hasta la prolongada "amitié amoureuse" con la profesora alemana Eva Seifert y la breve fijación con una enigmática "niña rubia", de cuya existencia real hay motivos (de orden estratégico o prudencial) para dudar.

En ‘La memoria de un hombre está en sus besos' (cita de un verso del poeta) se consignan junto a otros enamoramientos masculinos de diversa consistencia las dos grandes pasiones hacia hombres más jóvenes que él, trascendentales en la "historia del corazón" de Aleixandre. La primera fue su relación con Andrés Acero, persona atractiva y desdichada, víctima como tantas de la guerra civil y el destierro, y sobre el cuál Emilio Calderón ha llevado a cabo una encomiable labor de identificación y datación, aquilatando y corrigiendo detalles de su final suicida en México, que el propio Aleixandre, separados los dos amantes desde el verano de 1937, no pudo saber con precisión cuando, en alguna rememoración emocionada, lo refería. Un episodio dramático fue el encuentro de un Acero devastado y empobrecido con el entonces joven profesor Carlos Bousoño, a quien el primero oyó dar en Ciudad de México, a principios de 1948, una conferencia sobre la poesía aleixandrina; al acabar, Acero, ignorando tal vez el vínculo más que literario que el conferenciante tenía con el poeta, le mostró a Bousoño el único bien que había conservado en su duro exilio de militar republicano, un ejemplar encuadernado ex profeso en 1935 de ‘La destrucción o el amor', en el que su autor, sabedor de que Andrés vivía con los padres, se limitaba a firmar, poniéndole al final, en la escritura estenográfica que había estudiado, una cifrada declaración amorosa.

Carlos Bousoño fue largo tiempo el último y seguramente definitivo amor de Vicente Aleixandre, y el libro de Calderón lo pone de manifiesto (no sin alguna cortapisa) y corrobora con una brevísima muestra documental que deja un sabor agridulce; los fragmentos de un par de misivas, fechadas precisamente en 1948, presentan a un extraordinario escritor de cincuenta años desbocadamente enamorado del joven Carlos, y expresándose con el descaro rayano en la cursilería que las cartas de amor, según decía Pessoa, han de tener. Substancian en cualquier caso lo que antes corría como chisme, y confirman que, en número por lo visto superior a las sesenta, esta correspondencia existe, sin sufrir el destino de otras mutilaciones pías. Lo que quiere decir doscientas páginas inéditas de Aleixandre en plena madurez. ¿Habrá que esperar más décadas para que la reparación completa se realice?

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1 de agosto de 2016
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El Boomeran(g)
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