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La muchacha y el jaguar

La revolución que triunfó en Nicaragua en 1979 fue la última del siglo veinte en América Latina. Y fue, también, una revolución corta, de apenas una década, que tuvo la singularidad de terminar en 1990 con unas elecciones que sacaron al Frente Sandinista del poder conquistado con las armas.
Durante esos diez años Nicaragua fue una vitrina, y un espejo. Una vitrina porque muchos querían observar los pasos de una revolución que se proclamaba distinta desde el comienzo. Y un espejo porque el rostro de aquella revolución principiante podía ser en el futuro el rostro de otras revoluciones novedosas en el continente.
Jamás ningún otro hecho histórico, desde la guerra civil española, atrajo tanto la presencia de intelectuales, artistas y escritores, porque el desmesurado enfrentamiento entre Estados Unidos y Nicaragua recordaba la lucha de Goliat contra David, y querían ver con sus propios ojos lo que estaba ocurriendo.
Por Nicaragua pasaron, entre tantos, cuatro premios Nobel de Literatura, Günther Grass, Harold Pinter, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa; algunos que debieron serlo, como Graham Greene, William Styron, Julio Cortázar y Carlos Fuentes; y otro que podrán llegar a serlo, como Salman Rushdie.
Venían a ver un modelo que debía convivir, entre contradicciones, sobresaltos y concesiones, con una realidad que no se amoldaba fácilmente a un implante de esquemas ideológicos, y que debía responder a los rigores impuestos por la guerra, a las penurias económicas, y al entorno internacional; es decir, responder a las necesidades de la propia supervivencia.
Salman Rushdie, que vino en 1986, expresó la gran pregunta alrededor del destino de la revolución en un epígrafe anónimo de su libro La sonrisa del jaguar, resultado de ese viaje: Había una muchacha nicaragüense/que cabalgaba sonriendo a lomo de un jaguar./Volvieron del paseo/la muchacha dentro/ y la sonrisa en el rostro del jaguar. El jaguar podía terminar devorando a la muchacha y quedarse con su sonrisa, ése era el gran riesgo, y la gran pregunta.
Cuando Carlos Fuentes vino por segunda vez en enero de 1988, casi al borde del desenlace de la guerra de los contras, acompañado de William Styron, y cuando se daban más intensamente las últimas negociaciones de paz entre los presidentes centroamericanos, ya firmados los acuerdos de Esquipulas el año anterior.
El periodista Stephen Talbot recuerda en un reportaje de la revista Mother Jones esa visita de los dos novelistas amigos. En una de esas conversaciones acerca de las posibilidades que tenía la contra de derrotar a los sandinistas Tomás Borge "dijo decididamente que algo así era imposible porque los contras van a contrapelo de la historia". Fuentes interrumpió para preguntar: "¿Y cuál fue la experiencia de Guatemala en 1954 y de Chile en 1973? ¿No se demostró que la izquierda puede ser derrotada?". "No", respondió Borge, cortante. "Ellos no armaron al pueblo, por eso perdieron".
Después, recuerda Talbot, "Borge dijo que su opinión personal era que ningún partido de oposición podía llegar a ganar a los sandinistas en las urnas. "Ahora no", asintió Fuentes, "pero en el futuro, ¿por qué no?". "Sólo si son antiimperialistas y revolucionarios", proclamó Borge, "si un partido reaccionario ganara, yo dejaría de creer en las leyes del desarrollo político". "Yo no estaría tan seguro de estas leyes", advirtió Fuentes. A veces, los novelistas se vuelven profetas de la historia.
Günter Grass vino en mayo de 1982, acompañado del escritor Johanno Strasser. Su pregunta era la misma de Salman Rushdie: ¿Empezaría la revolución a devorar a sus propios hijos? ¿Se comería el tigre a la muchacha? Lo escribió en su reportaje El patio trasero, publicado a su regreso a Alemania.
Me asombro de estar hablando de acontecimientos tan lejanos, cuando siento que aún puedo tocarlos, ver a Vargas Llosa en mi despacho de la Casa de Gobierno grabando frente a la cámara las entradas de la entrevista que acababa de hacerme para su programa La torre de Babel que se pasaba en Lima por Panamericana de Televisión.
La historia que se escribe ahora ya nadie viene a verla. Todo el encanto de entonces se hizo humo. En aquellos tiempos de esplendor, Noam Chomsky daba cursos en la Universidad Centroamericana en Managua, Joan Baez cantaba en el Teatro Nacional, uno podía toparse en las calles con Allan Ginsberg o con Lawrence Ferlinghetti, dos de los grandes poetas de la generación beat. O ver a García Márquez leyendo en una plaza ante miles.
Ahora ya sólo queda el jaguar que se pasea con la muchacha dentro de la barriga.

 

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27 de julio de 2016
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Para malvados, los de la ópera

Dicen que cuando a Freddy Mercury le propusieron subirse a un escenario para cantar “Barcelona”, la canción de la Olimpíadas de 1992 en esa ciudad, con la soprano Montserrat Caballé, pensó que debía ponerse serio y solemne, moderar su furor rockero, bajarse del caballo. Actuaría con una dama clásica entrada en años.

Pero en el primer ensayo, el vendaval de gesticulación extrema y agudos que rompen copas de la gran cantante lo dejó con la boca abierta. Estaba ante una verdadera diva de la ópera… ¡lo que él soñaba ser!

Nada es moderado en el arte lírico. Es cierto que el público sea por lo general gente mayor, vestida de gala, que no grita ni baila ni se desgañita cantando con sus ídolos. Pero sobre los escenarios de la ópera se desarrollan las escenas más dramáticas, los amoríos más fulminantes, las muertes más tremendas, los peores odios y también las risas más frescas, en las comedias inteligentemente divertidas de Rossini y Donizetti.

*          *          *

Y entrando en el terreno de los personajes malos, nadie es más malo que un malo de ópera. Porque un malo que canta con bella voz mientras la orquesta acompaña con arrullo de violines o fanfarria de trompetas sus falsas promesas es el colmo de la maldad. Hay malos que se conocen desde la primera nota: por ejemplo Scarpia, el jefe de policía torturador y lascivo de Tosca de Puccini. O Salomé, la niña perversa que ordena cortar la cabeza del casto Juan Bautista en la ópera homónima de Richard Strauss. Pero los peores  malos son, como en la vida real, los que la van de buenos.

Hoy quiero traerles mis tres preferidos. Son malos que ponen en acción la maquinaria del drama, porque convencen a almas incautas de que sus fines son nobles y de que los otros – los verdaderos buenos – merecen ser destruidos.

Primero, La Reina de la Noche de La flauta mágica de Mozart.  Aparece en una nube de ritmo marcial y convence al príncipe Tamino de que su hija ha sido secuestrada por el padre y que ella, la madre doliente, sufre por la injusticia y la ausencia. Tamino corre a rescatar a la princesa, pero se encuentra con que el padre es un monarca sabio, que la princesa está con él por su voluntad y que la verdadera mala es la nocturna Reina.

En su última aparición, ya desprovista de la careta de buena madre, exige a la hija que mate al padre, le entrega un cuchillo y canta la famosa arias con una sucesión demencial de notas agudas: el agudo, que para los barrocos era la voz de la inocencia y del amor, con el gran dramaturgo Mozart se convierte en el aullido de la maldad demente. En un giro de guión genial, Milos Forman convierte en su película Amadeus el aria de la Reina de la Noche en el reproche constante de la suegra del compositor.

La última Flauta mágica que vi, esta semana, fue una producción sorprendente de la Ópera Cómica de Berlín que vino este año a Barcelona y a Madrid, con dirección de escena de Suzanne Andrade y Barrie Kolsky y videocreación de Paul Barritt. Ante una pared en blanco, todo está proyectado como en una película muda de 1927 (el año es también el nombre del grupo creativo), con los cantantes casi siempre inmóviles, integrados en las imágenes proyectadas. Tal como se ve en la foto, la Reina de la Noche es una enorme, escalofriante araña de metal.

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Segundo ejemplo: Ortrud, la bruja de Lohengrin de Wagner. Ortrud está casada con el noble Friedrich von Telramund y forman una pareja en busca de la venganza y el poder. El marido acusa a la inocente Elsa de haber matado a su hermano pequeño, el heredero al trono de Brabante. Elsa pide que un héroe la defienda en un combate a muerte contra Friederich. Como era de esperar, a los dos primeros golpes de bastón, no aparece ningún voluntario. Pero a la tercera, llega montando un cisne blanco el caballero de la reluciente armadura.

Él le exige que nunca le pregunte cómo se llama, ni de dónde viene, ni cuál es su linaje. Lohengrin vence a Friederich pero le perdona la vida. En ese momento de debilidad comienza a llevarse a cabo el malvado plan de Ortrud: poco a poco, durante el larguísimo segundo acto, vierte en el inquieto oído de Elsa el veneno de la insidia: ¿por qué no te quiere decir cómo se llama? ¿qué te oculta? ¿cómo puedes confiar en él si no te confía lo más básico de su identidad?

Finalmente, en la noche de bodas (que se inicia con la Marcha Nupcial que aún resuena en las iglesias), Elsa no aguanta más y hace las preguntas prohibidas. Lohengrin no puede hacer otra cosa que contestar y marcharse de vuelta a su reino de caballeros. Ortrud cae derrotada (como antes la Reina de la Noche), pero el mal que propagó jugando con diabólica maldad de amiga y aliada ya hizo su efecto.

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Último ejemplo: la penúltima y para muchos la mejor ópera de Giuseppe Verdi: Otello, basada en la tragedia de Shakespeare. Otello, el moro de Venecia, está perdidamente enamorado de la rubia y aristocrática Desdémona. Acaba de volver de derrotar a los piratas y, aunque es negro y de origen humilde, los dueños de la ciudad le dan plenos poderes. Acaba de nombrar capitán a Casio, y el pérfido Iago, quien aspiraba al puesto, no lo perdona. Con maldad disfrazada de amistad desinteresada, Iago inocula lenta y magistralmente la enfermedad de los celos en la mente del inseguro Otello.

El plan de Iago es perfecto: primero emborracha a Casio y lo incita a la pelea con otro militar. Cuando Otelo lo castiga, le propone que convenza a Desdémona para que interceda por él. Cuando le dice a Otelo que sospecha de que hay algo entre su esposa y el capitán, la tragedia está servida. El moro se hunde en el abismo de sus celos, cada nuevo dato que le clava Iago con falsas advertencias de que son solo conjeturas lo abisman más y más, y al final asesina a su amada esposa en uno de los finales más espeluznantes de la historia de la ópera.

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Iago, Ortrud y la Reina de la Noche terminan mal. La crueldad del falso amigo no paga, pero casi siempre es demasiado tarde. A diferencia del malvado sin fisuras, el que lleva su juego de cruel bondad hasta el final no piensa en salvarse: solo le interesa su obsesión por destruir a su enemigo.

Y la ópera es el terreno perfecto para que estas tragedias nos atrapen y nos horroricen. Nadie puede resistirse a un malo que canta, que extiende su red de destrucción en bellas melodías. Y para el oyente, cuando está bien ejecutada, la insidia cantada es tan insoportable como imposible de olvidar.   

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26 de julio de 2016
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Iluminación

Cuando vi en este bendito diario la foto del revólver con el que se mató Van Gogh me pareció entender algo, aunque sólo duró un segundo. Trato ahora de reconstruirlo. El arma es un Lefaucheux relativamente pequeño (7 milímetros, según mi colega Isabel Ferrer) y la herrumbre tiene una tonalidad complementaria a la de la absenta. Es un objeto en verdad más próximo al animal que al mineral y en la foto vibran las inconfundibles pinceladas del holandés. Creo que creí entender que así como la pistola había ido tomando sus calidades formales y cromáticas bajo tierra hasta llegar a ser otra obra de Van Gogh, así también las pinturas de Van Gogh debían de haber estado enterradas entre cincuenta y ochenta años en un prado de Auvers-sur-Oise hasta alcanzar su ser, su materia verdadera. Entonces cayeron sobre ellas esos precios irreales que las arrancan del mundo de los vivos y las vuelven a enterrar.

Esa es exactamente la función de algunos hombres remarcables, los creadores del mundo material. Así, por ejemplo, Beethoven reveló el mundo que se avecinaba, nuestro mundo, una convulsión rítmica sacudida por la más inútil pasión y pequeñas frases repetidas mil veces con infinitos matices que nos enervan como los estupefacientes. Un mundo catastrófico y sin embargo durmiente. No de otro modo, imagino, desveló Rembrandt la dorada luz que detiene el instante previo a nuestra muerte, cuando miramos a nuestro alrededor y la tierra se extiende como un inmenso manto de oro hacia la oscuridad. O la tremenda revelación del mundo delirante, habitado por criminales, idiotas y bellas muchachas, que descubrió Goya y que llamamos "modernidad". Ellos dan sentido a lo cerrado, mudo y ciego. Hacen que la tierra signifique y la materia sea espíritu.

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26 de julio de 2016
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La vida con retrovisor

La poeta Alejandra Pizarnik le dijo un día a su amiga Elizabeth Azcona Cranwell: “Las mujeres feas nunca tendremos suerte en el amor”. Acomplejada, había empezado a tomar Parobes para adelgazar. Eran anfetaminas. Sólo tenía 15 años, se suicidó con 36. Pocas autoras como la escritora brasileña Clarice Lispector supieron reflejar una sensibilidad tan cotidiana como profunda en la vida de las mujeres. Dejó escrito: “No tengo cualidades, sólo fragilidades”. Se sentían extrañas de sí mismas, o quizá ser ellas mismas fuera incompatible con vivir sin tormento. No pocas mujeres me han confesado sentirse impostoras allá donde estén, como si se hubieran infiltrado en un lugar vedado y para el que no están preparadas. En verdad son profesionales honestas, pero su autocrítica tiene dientes de pantera: muerde su autoestima, les rebaja la sonrisa, entorpece sus pies y las lleva a renunciar.
La bicha está adherida a los genes, como moho, y persigue a millones de mujeres en todas las latitudes. Ellas son las que más dicen “permiso”, “disculpa”, “perdón”, rindiendo una pleitesía que aún parece obligarlas a comportarse como “mujeres de verdad”. Marguerite Duras, con 70 años cumplidos, le confesaba a Bernard Pivot en Apostrophes que temía sentirse rechazada por la sociedad al haber contado aquella historia de amor a los 15 años con un millonario chino de 27 (El amante es una lectura o relectura muy recomendable para las vacaciones). Duras fue libre, como tantas que agitaron su talento y sus harapos. Las que murieron jóvenes conmueven por su fatalidad. Pero las que lograron envejecer tuvieron que soportar cómo el paso del tiempo las penalizaba, a diferencia de a los hombres, que se hacen interesantes, a diferencia incluso de la moda, que sigue agitando su orgía vintage, reinterpretando el pasado desde el presente.
“Como el buen vino”, dicen algunos galantes refiriéndose a mujeres para quienes los años caen como piedras. Muchas no pueden soportar las arrugas que les ha regalado la vida, y en su rejuvenecimiento alocado proyectan una soledad mal ventilada. Pero las edades femeninas deberían ser tan flexibles como su cerebro, sin dejar de asombrarse por sentirse adolescentes en un cuerpo más flácido. Ningún esfuerzo merece aniquilar las emociones ni vivir contra el miedo. “Claro que son inseguras las mujeres, igual que los esclavos, tras las injusticias que han sufrido. Aún así, la mujer es mucho más misteriosa que el hombre”, me razonaba en una entrevista para Cultura/s el poeta y crítico literario Juan Antonio Masoliver Ródenas.
Dicen que cuando dudas qué color elegir al vestirte, debes optar por el rojo. Yo más bien he sido de negro. Pero no hace falta vestirse de rojo sino buscarlo, como hemos hecho en este número invocando su fuego, su entusiasmo y su provocación, el rojo del labio mordido de aquellos años que siempre regresan. Como un homenaje a las mujeres que son ellas mismas. El rojo que nos enciende en una sombra azul.
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26 de julio de 2016
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Los traseros de Trump

Justo ahora que la firma Mattel ha reactivado su negocio gracias a las llamadas muñecas “reales” –las que llevan gafas de leer y vaqueros y trabajan de programadora web pero también son presidentas y vicepresidentas de una compañía (este punto no es muy real pero lo consideran pedagógico)–, uno de los máximos desertores de la realidad, Donald Trump, ese hombre que cree fieramente en las razas, en las clases y en las fronteras, ha empezado a dejarse acompañar por sus mujeres, talladas con la misma cintura y melena dorada que las Barbies originales.
Trump tiene una idea muy clara de la mujer, que no es otra que la etiquetada antiguamente como “reposo del guerrero”. Mujeres-sofá, mujeres-thermomix, mujeres-spa, que reciben a su hombre con generosidad y gratitud, de forma que este se sienta cómodo, que las horas fluyan como el chorro de un jacuzzi clorado en una piscina de Hockney, que la cocina esté siempre fragante igual que sus melenas y sus narices, tan respingonas como sus culos. Así de claro lo dejó cuando empezó su carrera de showman paralela a la de multimillonario: “Ya sabes, da igual lo que los medios escriban mientras tengas junto a ti un trasero joven y bonito”. La exmodelo Melania Knauss, su actual mujer, es más políticamente correcta que su primera esposa, la exesquiadora olímpica Ivana Zelnícková, una de las musas de los ochenta que no entendía la vida sin oro ni mármol travertino. Así forraron la Trump Tower, aunque para Donald, “la belleza y la elegancia, ya sea en una mujer, un edificio o una obra de arte, sólo es algo superficial, algo lindo que ver”.
Donald Trump no entiende a las mujeres con otra vocación que no sea la de objeto (bello). Eso sí, tienen que dar biberones. En junio del 2011, una abogada que pleiteaba con él solicitó una pausa para poder dar el pecho a su bebé. Ante la escena, un Trump colorado profirió: “Eres repugnante”, y abandonó la sala. Dice de Hillary Clinton que si no supo satisfacer a su marido, cómo podrá contentar a un país; Betty Midler o Rosie O’Donnell le parecen “repulsivas”; Angelina Jolie no es sexy por haber salido con demasiados hombres y Cher está demasiado sola. Todo lo justifica, desde los abusos sexuales en el ejército, hasta que las mujeres coqueteen con él. La sociedad civil norteamericana, que tiene un gran sentido de la responsabilidad para controlar a sus líderes y los posibles abusos de poder, no puede dejar de pasar por alto este asunto.
Los postulados de Trump sobre la mujer pretenden hacernos retroceder un siglo, devolviéndonos a su ancestral objetivo en la vida: hacer feliz al hombre. En cuanto a los homosexuales, definió el fallo del Supremo para legalizar el matrimonio como una “conmoción” que quiere revocar. Pero el caso es que a Trump le ha salido una fanática con la que no contaba y que lo apoya con frenesí. Se llama Caitlyn Jenner y es la transexual más famosa del mundo.
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25 de julio de 2016
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El anarcopoeta mediterráneo

La casa de Masnou tiene un jardín abandonado y una vista muy italiana: copas de secuoyas y pin os, al fondo un mar de postal. Juan Antonio Masoliver Ródenas (Barcelona, 1939) lo mira cuando se cansa: “Me ha acompañado siempre, su placer y su misterio”, y añade: “También me gustan los cantantes del mar, aunque sus letras tengan algunos fallos: no puede ser eso del monte más alto que el horizonte”. Conversar con Tono –poeta, narrador, crítico literario en este suplemento y traductor– significa pasar de Joyce y su ininteligible Finnegans Wake aun jocoso comentario de texto de la letra de Mediterráneo .“Adónde iríamos a parar sin humor”, dice.
Pase a una mirada entre obstinada y atenta que se aposenta detrás de su nariz tan intelectualizada. Hila ironías y delicadezas con ritmo. Su escritorio se parece a él. Contiene el equipaje de un aventurero afanado en desafiar las convenciones que reúne mundos antiguos y modernos; el equipaje propio de quien ha tenido una vida alta desde pequeño. También es una alacena de libros: recibe treinta por semana. Presta atención a los escritores jóvenes. Hace donaciones a las bibliotecas. Pero los Dante, T.S. Eliot, Rimbaud, Carner, Borges, Freud, Catulo, Pessoa, además de los amigos: Octavio Paz, Ana M.ª Matute, Antonio Gamoneda y Enrique Vila Matas, descansan en el piso noble, junto a un órgano sobrenatural que toca la trompeta. Su padre le animaba a escribir, pero también le decía que mejor no fuera otro Eliot sino un buen abogado. “¿Alta burguesía? No sé si alta o baja porque eran todos pequeñitos, excepto mi hermano Joaquín y yo. Mi padre leía en inglés, era un señorito, el Telegraph o el Times, y me aficioné”. Los nombres caen del Parnaso. Prohombres. Leyendas. El tío Juan paseando con Pound. Dionisio Ridruejo. Buñuel. Pero su obra es un acto de desmitificación: hay nostalgia con dureza, trazada por una especie de navaja multiusos, de nácar como su lupa.
Poeta por encima de todo, ha escrito sobre el cuerpo femenino, la memoria y la muerte –habla una y otra vez de Jorge Manrique, que le hizo poeta a los quince años –.“El estilo es no tener ningún estilo preciso ”. Afirma que escribía igual en Inglaterra que aquí, donde vivió cuarenta años y fue catedrático en la Universidad de Westminster. Regresó, se divorció y se emparejó con Sònia Hernández, ya hace una década :“Es una vida nueva, la diferencia de edad te da una visión muy distinta; Sònia es una buena escritora, posee el gramo de locura que hay que tener para escribir”. Cuando aborda la creación literaria lo hace sin ningún ansia. Hay días en que es más feliz sin nulle línea.“A veces escribo poesía con resaca. Poca poesía se hace contento, aunque la felicidades un poco artificial. Hay que ser tonto para ser feliz”. Las únicas palabras que detesta son “poetisa” y“patria ”.
Tono Mas Oliver vacada día al bar del pueblo a leer mientras bebe unos vinos, al caer la tarde, de 7.30 a 9. Carece de urgencias. Detesta los grupúsculos de escritores que se envidian. Ama los lugares donde ha vivido. Le atra el agente extravagante.Es agnóstico pero cree en la espiritualidad :“La religión representa el conocimiento del o que nunca podrás conocer, y la escritura es un poco eso ”. Va un par de veces al mesa psicoanálisis y cuenta sus sueños. Tiene dos trucos para lograr dormir :“Estoy en un bar donde están sólo el dueño y un viejecito y va entrando gente que nunca toma nada, una monja desnuda, hombres, una cabra… Cuando no me funciona pienso en una invasión de toros en Masnou. Me ayuda a conciliar el sueño”. Lo cuenta sin pestañear, minutos antes de salir hacia el bar La Calandria .
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25 de julio de 2016
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Alejamiento del suelo

 

Con la edad nos alejamos del suelo, dejamos de escudriñar las marcas del terreno; rayas, manchas, pequeñas miserias aplastadas que configuran una geografía que sólo se aprovecha durante la infancia. Al erguirnos, al dejar de reptar, perdemos una información preciosa; quizá esta ausencia sea la causa del miedo que produce la posibilidad de que algún día nos convirtamos en adultos.

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23 de julio de 2016
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Belleza de tertulia

De mayor, Emma Cohen seguía sosteniendo su cabeza con los brazos, los codos bien apoyados, la mirada atenta y a la vez expectante, igual que hacía de joven. Era un gesto muy suyo, tan entregado como indómito, encendido con su media sonrisa nunca complaciente. Un gesto que a finales de los 70 reflejaba una nueva compostura en una España pacata. Porque ella no se parecía a sus contemporáneas. Apenas se maquillaba, era una mujer de café y tertulia, y muy especialmente una letraherida con un tinte “proustiano” en su prosa. Escribió Umbral de su escritura: “Lo que aclara y agranda sus antárticos ojos es la burla, la decepción, la infancia y el cansancio”. Ella representaba otro tipo de feminidad sin crepar. Ni rastro de diminutivos agudos ni de una coquetería evidente, vestía con una sencillez que lucía igual que un traje de gala. “Siempre fue una mujer bellísima, de rostro y de alma” afirmaba Mario Gas tras su inesperado fallecimiento. Porque murió tan discretamente como actuó y vivió.
En la web de la agencia Carmen Balcells se resume así su biografía: “Emma Cohen abandonó la carrera de Derecho en la Universidad de Barcelona para dedicarse al teatro y al cine a tiempo completo. Considerada la musa del cine underground catalán de los sesenta, vivió el Mayo del 68 en París y después se trasladó a Madrid, donde colaboraba con la revista Mundo Joven. Además de actuar en varias obras de teatro y películas (algunas bajo las órdenes de Fernando Fernán Gómez, con quien se casó), ha dirigido guiones para el cine, la radio y la televisión. También ha ilustrado el libro Trece fábulas y media de Juan Benet, con quien mantuvo una larga relación sentimental”. Es curiosa esta última línea acerca de sus amores literarios. Pero aquel amor intenso con Benet, fue sonado. Fernán Gómez, a pesar de su fama arisca, le mandó un recado desde las páginas de Triunfo, en las que publicaba una suerte de autobiografía resumida: “En el mes de septiembre alterné el trabajo en la película de Gutiérrez Aragón “Maravillas” con las representaciones de “El alcalde de Zalamea” en diversas ciudades. Y por fin terminé la película y terminé la gira. A la vuelta a Madrid, mi compañera me abandonó. Aquí termina mi autobiografía. A partir de ahora empieza la autobiografía de otro señor”.Cohen, la que había sido siempre una rebelde, volvió a su lado. Rebelde en el sentido literal, en el de oponer resistencia a lo impuesto. Emmanuela Beltrán Rahola era hija de una pareja de abogados de la acomodada burguesía catalana, y se sublevó contra ellos y un futuro impuesto que empezaba por estudiar Derecho; en mayo del 68 fue detenida en París por su participación en la revuelta estudiantil y tuvo que ser su madre quien fuese a buscarla a la capital francesa para traerla de vuelta; como actriz prefirió a los alternativos, los contracorriente, los raros: rodó a las órdenes de Jorge Grau, Gonzalo Suárez, Jesús Franco, Eloy de la Iglesia, Glauber Rocha, Antonio Drove, Fernando Colomo o José Luis Garci. A ratos luchó contra el propio cine, sus cánones y miserias: “Yo me planteé que no podía sucumbir si me ofrecían una película apetecible y, para no dudar, me puse a ensanchar. Y engordé, y me pasé 15 años gordi, lo suficientemente gordi como para no hacer películas”. Por amor. Se situó detrás la portentosa sombra de Fernán Gómez, sin aspavientos. “Tuve la mejor vida posible porque intenté que la de él también fuera así” . Se casaron en el 2000, en el hospital de La Concepción, un amigo y una enfermera como únicos testigos. Fue libre, trabajó con los mejores, hizo de gallina Caponata, y, cuando quiso, se negó a desnudarse por exigencias del guión.
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23 de julio de 2016
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El guerrillero y el asesino

La historia -cualquier novelista de raza lo hubiese detectado- era fascinante. Dos vidas cruzadas que resumían las contradicciones políticas, sociales, económicas e incluso psicológicas de América Latina. El guerrillero que abandona las armas y toma el camino de la paz. El adolescente miserable contratado para aniquilarlo. Y, si el novelista en turno era Carlos Fuentes, cuya obsesión por entreverar lo íntimo, lo público y lo mítico lo había llevado a obras maestras como La muerte de Artemio Cruz o Terra Nostra, el desafío de narrar la terrible cita entre ambos no podía resultar más apetecible ni más riesgoso. 

            Decidido a inscribir su obra en un vasto fresco al que denominó "La edad del tiempo" al modo de la "Comedia humana" de Balzac, Fuentes había anunciado Aquiles, o El guerrillero y el asesino décadas antes de su fallecimiento en 2012 como parte del tríptico iniciado con Diana, o La cazadora solitaria y otra pieza que jamás llegó a escribir, Prometeo, o El precio de la libertad, dentro del apartado XV, "Crónicas de nuestro Tiempo". Si nos basamos en Diana, podría concluirse que sería un tríptico en el cual algunas figuras reales -como Jean Seberg- serían llevadas a la ficción valiéndose de los recursos de la crónica, la autobiografía o el testimonio personal.

            El destino de Carlos Pizarro debió rondar la mente de Fuentes por muchos años. En 2004 lo escuché leer el primer capítulo de Aquiles en el Festival de Literatura de Roma: un relato compacto y poderoso sobre el asesinato del antiguo comandante guerrillero abordo de un avión, contada desde la perspectiva de otro de los pasajeros -el cual a la postre se transformaría en el propio Carlos Fuentes-, tornado aún más vibrante con su inconfundible tono de voz, y que anunciaba la que podría haberse convertido en una de las mejores novelas de su último periodo.

            Un par de años después leyó otro capítulo en la Feria del Libro de Guadalajara, pero nunca llegó a concluir el manuscrito -los dos manuscritos en los que trabajaba entre Londres y la Ciudad de México-, de modo que el libro que acaban de publicar Alfaguara y el FCE es una aproximación al resultado final, como advierte Julio Ortega, el responsable de editarla y prologarla: una serie de capítulos más o menos breves que transitan entre la perspectiva del guerrillero, la del asesino, y la del propio narrador, quien presenta el libro como un homenaje a sus amigos colombianos, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis entre otros.   

            La historia del guerrillero y el asesino, decía, es por sí misma fascinante. Hijo de un respetado militar conservador y educado en escuelas lasallistas y jesuitas, Carlos Pizarro (1951-1990) compartió generación con algunos de los políticos más relevantes de su tiempo antes de incorporarse al M-19, un movimiento nacido de la indignación ante el despojo de los campesinos y la explotación de los obreros que caracterizaba al esquizofrénico régimen bipartidista de la Colombia de entonces.

            Dos episodios particularmente novelescos -que Fuentes no quiso o no alcanzó a escribir- marcaron su andadura: el espectacular robo de la espada de Bolívar y el sangriento asalto al Palacio de Justicia en 1985. A partir de allí, Pizarro emprendió el camino hacia la paz: anunció la desmovilización del M-19 y se lanzó como candidato a la presidencia en 1990, solo para ser asesinado por Gerardo Gutiérrez Uribe, alias Jerry, por órdenes de Carlos Castaño, líder de las Autodefensas Unidas de Colombia.  

            Acaso lo más interesante de Aquiles, es que permite observar cómo Fuentes se batía con sus materiales, cómo nunca le bastó con aplicar fórmulas probadas y cómo le dio una y mil vueltas a esta historia. Sabía que tenía un gran tema entre manos y que había escrito un gran capítulo inicial, pero nunca se sintió satisfecho y no tuvo tiempo de concluir su tejido: una obra que podría desbordar la extensión de Diana y en la que faltan esos dos momentos cruciales. Para Milan Kundera, gran amigo de Fuentes, un libro póstumos es siempre una herencia traicionada, pero en este caso nos permite observar el taller íntimo del narrador y constatar la indomable energía que lo llevó a nunca conformarse consigo mismo.  

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22 de julio de 2016
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Hombres de Caravaggio

Muchos hombres fueron detrás de Caravaggio a lo largo del siglo XVII, aunque también le siguió una mujer, una gran pintora, Artemisia Gentileschi, hija de otro excelente artista, Orazio, que tuvo el privilegio de tratar de cerca en Roma al maestro, trasmitiéndole a Artemisia las enseñanzas del dramático frenesí y el naturalismo descarnado que son la marca del nacido como Michelangelo Merisi, y llamado, por el pueblo de origen de sus padres, Caravaggio. Ni Orazio ni Artemisia figuran, naturalmente, en la deslumbrante, imprescindible exposición del museo Thyssen-Bornemisza de Madrid (abierta hasta el 18 de septiembre), porque su comisario ha tenido la buena idea de agrupar, al lado de una magnífica docena de telas de Caravaggio, a aquellos que se conoce en la historia del arte como "caravaggistas del Norte", procedentes en su mayoría de Holanda (y muy concretamente de Utrecht), de Bélgica, Alemania y Francia. Queda pues sin explorar en esta ocasión la rama sur, en la que, junto a los Gentileschi y otros notables pintores italianos encontraríamos a Georges de La Tour, recientemente homenajeado en el Prado, y al valenciano Ribera, sin duda el más genial de todos.

 

     En las paredes del Thyssen, que cuenta en su colección permanente con al menos cuatro de los mejores cuadros ahora reunidos, asistimos al nacimiento de un ‘ismo' del siglo XVII, después muy extendido y perdurable, ya como manera tardía, hasta finales del XVIII (por ejemplo en la obra del extraordinario pintor inglés Joseph Wright de Derby). La parte esencial de estos pintores del Norte aquí seleccionados se concentra en torno a los nombres de los artistas de Utrecht, Hendrick ter Brugghen, Dirck van Baburen y sobre todo Gerard von Honthorst, a quien en Italia, donde residió, le llamaban "Gerardo delle Notti", por su preferencia en las sombrías iluminaciones nocturnas. Suya es la obra quizá más fascinante de estos discípulos de Caravaggio, la llamada ‘Alegre compañía con tañedor de laúd', que llega a Madrid desde la galería de los Uffizi de Florencia. Se trata de un cuadro tan festivo como inquietante, pues presenta a un grupo de hombres y mujeres jóvenes bebiendo, sonriendo y celebrando una fiesta, mientras que en el extremo superior derecho del lienzo vemos una ceremonia difícil de descifrar, pues hay un hombre que se deja meter un alimento en su boca ante la risa de una anciana pícara; las interpretaciones que se le dan a esta pieza magistral de Gerardo delle Notti varían, aunque la más sensata apunta a la representación de un acto de gula en un contexto de placeres.

    Destaca también por su calidad pictórica otro cuadro del contingente holandés, ‘Esaú vendiendo su primogenitura', obra de Ter Brugghen con una originalísima colocación de miradas y luces indirectas. Sin olvidar, en este conglomerado de europeos unidos por la impronta de Caravaggio, a dos magníficos franceses, Nicolás Regnier, autor de un doble autorretrato muy llamativo, y Valentin de Boulogne y su ‘David con la cabeza de Goliat', en el que este pintor nacido en Coulommiers y establecido hasta su muerte en Roma da a un tema muy del maestro un sesgo psicológico propio en la figura de David, que parece un héroe romántico o, si lo miramos con ojos de hoy, un rebelde indignado a pecho descubierto.

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21 de julio de 2016
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El Boomeran(g)
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