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Antes de que cierren las urnas

Un par o tres de cosas quiero dejar escritas antes de que cierren las urnas en Galicia y el País Vasco. Ante todo, que son unas elecciones extrañas si las medimos por el rasero europeo, un punto de vista que se preocupa ante todo del comportamiento de los partidos populistas, de derechas fundamentalmente (Alemania, Francia, Austria, Países Bajos?), pero también de izquierdas (Grecia). La factura de la crisis, que produjo gobiernos tecnocráticos y luego de alternancia o incluso alternativos en Italia, Portugal y Grecia, en España solo se traduce en desgaste, enorme ciertamente, de los partidos tradicionales, pero sin expulsarlos del poder.

Convergència sigue reteniendo la presidencia de la Generalitat a pesar de las ganas con que aplicó la tijera social hasta 2012, en vanguardia de la derecha española, y luego del laberinto con su hoja de ruta hacia la independencia en el que se metió; Rajoy ha sufrido un desgaste colosal por la corrupción y los recortes, pero sigue siendo el jefe de la formación más votada y es el que tiene más posibilidades de repetir como presidente, gracias a la gran coalición antisánchez que ha sabido promover; el nacionalismo vasco sigue siendo hegemónico en Euskadi y es el que ofrece el resultado fijo en la quiniela de hoy; y el PP de Feijóo también tiene todas las bazas para seguir gobernando en Galicia, aunque llegue a las urnas con un margen de incertidumbre.

Si nadie en Europa observa con especial preocupación las elecciones de hoy, tampoco la hay por la parálisis política que se instalado primero en Cataluña y desde hace ya nueve meses en el Gobierno de España. A juzgar por el buen funcionamiento de la economía y por el incremento de las inversiones, ni la improbable secesión catalana ni la parálisis gubernamental española quitan el sueño en las cancillerías e instituciones europeas, más preocupadas por el Brexit, el terrorismo yihadista, la crisis de los refugiados, la rebelión iliberal y antieuropea del grupo de Visegrado o la faz cada vez más amenazante de un Putin crecido gracias a su protagonismo en Oriente Próximo. Cada uno lee las cifras económicas a su aire: para los indepes son la confirmación de que la república catalana no da miedo, pero para sus adversarios son exactamente la demostración de que nadie cree en la viabilidad de esas hojas de ruta y sus amenazas de proclamaciones unilaterales.

Por más noventayochistas que intentemos ponernos, España no es el problema, aunque Europa tampoco sea la solución. Visto desde el ancho mundo, no hay problema español, como apenas hay problema catalán. Al contrario: ahora vale la frase maldita de Aznar: España va bien, Cataluña va bien e incluso Barcelona va bien (y también Madrid, naturalmente). Estamos ya italianizados: la economía y la realidad van por un lado y la política y los discursos van por otro. Si los españoles no son capaces de formar un gobierno, allá ellos, mientras sigan creciendo y pagando puntualmente lo que adeudan.

Si acaso, la pérdida que estamos sufriendo, que la hay con toda seguridad, no es de las que llama la atención desde fuera de nuestras fronteras hispánicas. No alarma lo que no produce alarma a los intereses europeos e internacionales; algo que no quiere decir que no nos sucedan cosas alarmantes. España y Cataluña van bien, pero España y Cataluña cada vez cuentan menos, cosa que no tan solo no les importa a nuestros socios y amigos de fuera sino que incluso les viene bien en un momento en el que todos sufren, los países grandes y los chicos, como resultado de la redistribución de poder que se está produciendo en el planeta en detrimento del mundo occidental y europeo principalmente.

Nuestras crisis no nos están pasando facturas de momento en forma de ascenso y llegada al gobierno de los populismos, pero sí está destruyendo un patrimonio de prestigio y de influencia internacionales prácticamente en todos los niveles de las administraciones, aunque con la notable y elocuente excepción de las dos mayores ciudades españolas, Madrid y Barcelona, que siguen conservando e incluso han renovado su atractivo y su capacidad de influencia en un momento de crisis de las naciones y los Estados europeos. Convendría analizar bien este fenómeno, para ver cuánto tiene de universal y objetivo en un mundo cada vez más articulado por las redes de las grandes ciudades, y cuanto debe a las formaciones políticas que gobiernan las dos principales urbes hispánicas desde hace apenas dos años, en la única alternancia seria que se ha producido como efecto de la crisis.

La irrelevancia tiene la ventaja de que no adquiere tintes dramáticos en el presente, aunque pueda ser decisiva en el futuro, cuando las cosas no vayan tan bien y no tengamos ya palancas útiles para actuar y buscar las alianzas que nos convengan. La atención europea y mundial se centró en España en el verano de 2012 cuando la economía española se hallaba al borde del colapso y a un paso de la intervención. Ahora los sensores de alarmas no están situados ni en Galicia ni en Euskadi, y tampoco en Madrid y Barcelona. Afortunadamente.

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25 de septiembre de 2016
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Cenando con Penélope

El otoño amanece en Madrid con un haz de luz anaranjada que se desparrama entre el forzado skyline de sus cuatro nuevas torres. El perfil diurno de la luna parece una calcomanía celestial. La promotora Distrito Castellana Norte aguarda el permiso de Carmena para seguir levantando rascacielos de cristal: “el más alto de la UE” prometen para el barrio de La Paz. Pero al ayuntamiento no le agradan las hipérboles ni los privilegios. Así ocurrió en la Vogue Fashion Night Out –que abre la temporada en la capital, comandada por su superdirectora, Yolanda Sacristán–, donde los podemitas no permitieron fijar una zona vip en esta España nuestra, el país de las catenarias. Pongan una cadenita en la acera, o en una puerta, en un local, acoten un territorio aunque no se dé nada, y comprobarán que es miel para moscas.
Esta es sin duda la mejor estación en la capital, la de los parafraseados cielos de Velázquez. Se agolpan los actos entre semana, y todos empiezan entre las 19.30 y 20.30. Otro asunto es cuando terminan. Por ello cada vez son más quienes reclaman un protocolo a la americana: saber no solo cuándo empezará sino cuándo terminará el festejo. Ni fiestas ni eventos –ese término tan forzado como el de skyline madrileño–, lo que se lleva ahora son las cenas de pequeño formato. Bien lo sabe Lancôme, una de las marcas de lujo más poderosas del mundo, que esta semana presentó en petit comité La Nuit Trésor Caresse. Un perfume de amor absoluto y el primer afrodisíaco gourmet elaborado con materias inusuales: corazón de rosa negra con un toque de esencia de vainilla. Ahí estaba la troupe Almodóvar: Rossy, Loles y Bibiana, pero también Alaska y Vaquerizo, Boris Izaguirre –que demostró que la nueva etiqueta es el blanco– e Hibba Abouck, que ha estrenado vida parisina. No más de cincuenta personas en el hotel Urban, tan bien promocionado por su dircom Pepe García –el único hombre que conozco a quien las faldas no le quedan ridículas–. Y con una estrella invitada, la imagen del perfume desde el 2010: Penélope Cruz.
Penélope tiene su propio storytelling con Trésor. Cuando, con trece años, empezaba a buscar agente –mientras se pagaba los estudios de interpretación con trabajillos como modelo– quedó fascinada por la campaña de Isabella Rossellini, fotografiada por Lindbergh, y les pidió a sus padres que le regalaran aquel perfume dulce para Navidad. “Cuando me llamaron para ser embajadora de la marca me pareció un cuento de hadas”, confesó la otra noche. Bien sabido es que Penélope, incuestionable estrella internacional, se crió en Alcobendas, entre bloques de ladrillo y costumbres sencillas. Su madre, Encarna Sánchez, aprovisionó a sus hijos de un sentido de la realidad descomunal. Las Cruz son terrenales, todo lo contrario que las famosas descastadas y volubles. Encarna se sentó a la mesa con sus dos hijas, Mónica, de rosa, y Pe, de azul noche, y me contó que hubo épocas en que, para salir adelante, trabajaba veinticuatro horas. Sus dos hijas heredaron su belleza un tanto dramática y luminosa, a caballo entre las mujeres de Julio Romero de Torres y Anna Magnani o Alida Valli.
Penélope llegó a la agencia de Katrina Bayonas cuando estudiaba BUP; le dijo que quería ser actriz y que para ello necesitaba a un agente. Llevaba aprendida una escena de Casablanca, demasiado intensa para una niña. Se dio cuenta enseguida de que era un animal interpretativo, “pero entonces no sabía lo que sé ahora, y fui tan gilipollas que le pedí hasta tres pruebas más”. Hasta que, en la tercera, se desarmó. “Sí, ella me ha sido extremadamente fiel, y mira que le he dado varias oportunidades para mandarme a la mierda”, ríe Katrina. Pero Pe es mujer de lealtades, de hacer piña con los suyos, de exaltar los placeres sencillos, el jaleo de los niños, los perros, correr tras un balón. Su pareja, Javier Bardem, presentaba en San Sebastián el documental póstumo de Bigas Luna, Bigas X Bigas. “A Bigas Luna le debo todo, una carrera y una mujer” dejó dicho. Con Pe, en la noche fragante de Trésor, recordamos al gran Bigas y nos llevamos la mano al corazón.
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24 de septiembre de 2016
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Un torneo literario

Barcelona crece. No es seguro que Cataluña la acompañe. Puede que tengan razón las casandras del nacionalismo, con Jordi Pujol a la cabeza, cuando señalan que la nación catalana se halla en un momento crucial de su historia, en el que se enfrenta al dilema trágico, a vida o muerte, entre conformarse a una decadencia sin fin o realizar un salto insólito e inesperado como sería la independencia.

Hay muchos datos que desmienten el fin de la nación catalana, anunciado por el independentismo para el caso altamente probable de que no consiga sus objetivos. No es cuestión de repetir los tópicos ya conocidos sobre el estado de la lengua, la demografía, la economía, las infraestructuras o el atractivo internacional de su principal baza y mayor riqueza, que es la metrópolis barcelonesa.

Esto no le importa a quien se ha convencido, y ha convencido a muchos otros, de exactamente lo contrario. Steven Pinker tiene tres explicaciones para el pesimismo contemporáneo que sirven perfectamente para el caso de los independentistas. En primer lugar, la fuerza de la información negativa, que lleva a retener las cosas malas que nos han sucedido y olvidarnos de las buenas: las primeras son fruto de injusticias inmerecidas y las segundas son realidades descontadas a las que tenemos derecho. En segundo lugar, la cultura de la crítica moralizadora, en la que rivalizamos con nuestros conciudadanos en una subasta en cuanto a compromiso y agudeza negativa. Y en tercer lugar, la nostalgia de una edad dorada que nunca existió pero que nos permite soñar en un mundo, o un país, mucho mejor que el que conocemos.

Así es como la realidad va por un lado y la imaginación independentista va por otro, en un divorcio muy similar al que se está produciendo entre economía (en plena recuperación) y política (totalmente paralizada). Nadie diría que la ciudad más brillante y emergente al menos del área europea y mediterránea que es ahora mismo Barcelona sea la capital de una nación oprimida, fiscalmente expoliada, desatendida en sus necesidades de transportes y comunicaciones, colonizada por una oligarquía ajena de un Estado extranjero, en la que la justicia manipulada por su Gobierno se dedica a perseguir con saña a los dirigentes democráticos que osaron nada menos que poner las urnas para que los pobres catalanes se expresaran libremente.

Muchas son las energías y presupuestos invertidos en promover tal idea, con el resultado ya conocido en cuanto a la hegemonía del relato independentista sobre la historia de esta pequeña nación en marcha hacia su liberación. Pero todo tiene un límite, aunque sea más por saturación que por la actuación de fuerzas de signo contrario. Y el límite parece que ya se ha alcanzado, a juzgar por el indicio suficientemente sólido que proporcionó el jueves la confrontación entre dos discursos, relatos o escenificaciones, tanto da el nombre, sobre la ciudad y la nación, Barcelona y Cataluña, con motivo del pregón de las fiestas de la Mercè.

De un lado, la joya literaria que fue el pregón con el que Javier Pérez Andújar abrió las fiestas de la Mercè. Del otro, "la fiesta carlista", con "aire de pendón antiguo, trabuco e incluso misa" --palabras de David Cirici, en el diario independentista 'Ara'--, ripios en castellano y un discurso en catalán del "populismo más primario" a cargo del comediante Toni Albà, disfrazado como un Juan Carlos que se ha disfrazado de Felipe V. En la plaza de Sant Jaume, la ciudad grande, moderna, mestiza, inclusiva. En el Pla de Palau, la nación pequeña, antigua, homogenea, excluyente.

Los convocantes, mayormente del partido sin nombre, antes Convergencia y huérfanos de la Gran Casandra del catalanismo, se acogieron a la ofensa preventiva para pelear por el territorio hegemónico frente a la irrupción de Barcelona en Comú y Podemos. Cualquier otro pregonero que no perteneciera a su congregación hubiera sido sometido al mismo escrutinio escrupuloso para castigarle con el boicot por los pecados de falta de respeto e insultos a los pobres catalanes que quieren independizarse.

Craso error. Mejor no plantear batallas que se pueden perder. En la Cataluña de Toni Albà no cabe el escritor Pérez Andújar, pero en la de Pérez Andújar cabe e incluso es imprescindible la Cataluña malhumorada de Toni Albà. Este es el resultado que da el marcador al final de la contienda. Todos a favor de la libertad de expresión, claro, aunque unos más que otros, por supuesto. Los más listos, como Esquerra o el ex alcalde Trias, se han apartado de este torneo literario. Y los otros debieran escuchar los buenos consejos que llegan desde sus propias filas: "Si convertimos el independentismo en una cosa antipática e intolerante para los que todavía dudan, nos haremos daño".

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24 de septiembre de 2016
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El infierno de la repetición y la invención de Morel

Ahora vivimos bajo la galaxia de Borges, bajo el embrujo de sus juegos intelectuales y sus adjetivos arcaizantes, y la figura de Bioy Casares queda un poco en la sombra. Seguramente Bioy ya lo había previsto.

Nacido en 1914, como Octavio Paz y Borges, es algo más joven que los escritores de la generación del 27, y vivió de cerca y de lejos una época de grandes mutaciones literarias, que juzgaba con ironía y humor. Y así como hay escritores marcados por un sentimiento trágico de la vida (entre los que se hallarían Kierkegaard, Unamuno y el mismo Borges), los hay también marcados por el sentimiento cómico de la vida, y ahí estaría Bioy Casares para demostrarlo.

El humor que recorre toda su obra así como la naturaleza de sus personajes, en buena medida delirantes, no le hacen descuidar la trama y jamás se olvida de lo que significa contar y narrar. Sin embargo su preocupación por la narratividad (que comparte enteramente con Borges) no evita que Bioy Casases sea un gran innovador y se anticipe con sus novelas a escuelas que van a reinar después que él y al margen de él. Sirva como ejemplo su obra más conocida y emblemática: La invención de Morel, publicada en 1944. Detengámonos en aquel año: está a punto de acabar la Segunda Guerra Mundial y la escuela que impera y va a imperar hasta 1960 es el existencialismo. Tras las grandes construcciones novelescas de entreguerras, de marcado tono coral y “colectivo”, la literatura occidental se vio obligada a sumergirse en los abismos del yo y a intentar explicarse desde dentro la tragedia, operación que tenía mucho que ver con un examen de conciencia. Y La invención de Morel tiene algo de existencialista, en la medida que nos enfrenta a la soledad extrema de un naufrago en una isla desierta. ¿Desierta? No, en la isla parece haber gente que habla, que coquetea, que establece extraños juegos de seducción, y que repite una y otra vez las mismas frases y las mismas escenas. Para volverse loco.

Más tarde nos daremos cuenta de que la isla es, en sí misma, un generador de virtualidad debido a una máquina que se mueve con la energía de las mareas y que reproduce secuencias del pasado, con personajes del pasado, encerrados en una eternidad virtual y llena de repeticiones.

Decíamos que La invención de Morel tenía algo de existencialista, y lo tiene en su exploración explícita de la soledad, pero sobre todo tiene mucho de Nouveau roman, bastantes años antes de que el Nouveau roman apareciera.

Las repeticiones casi seriales que vamos a encontrar en Robbe-Grillet, en Michel Butor y en más de un escritor alemán de la misma época, están ya, anticipadas y desarrolladas con una gran maestría, en La invención de Morel. Pero hay una diferencia: las repeticiones en La invención de Morel no son una imposición más o menos artificial del autor en busca de una determinada estructura narrativa (como ocurre en Robbe-Grillet): son una necesidad, si tenemos en cuenta la trama de la novela y si advertimos en qué consiste la máquina inventada por Morel: una especie de ordenador primitivo y totalmente integrado en la naturaleza de la isla, que reproduce secuencias de vidas pasadas, siempre las mismas, naturalmente.

Dicho lo cual, hay que añadir una virtud más a la novela de Bioy: no sólo se anticipó al Nouveau roman, también se anticipó a este momento que estamos viviendo y en el que parecen cada vez más borrosas las fronteras entre materialidad y virtualidad, entre presente y pasado, entre pasado y futuro, entre el cuerpo y sus fantasmas, entre la realidad y el deseo, como ocurre todo el tiempo en La invención de Morel.

La eternidad fantasmal en la que viven algunos personajes en la isla de Morel es muy parecida a lo que es y va a ser la eternidad virtual. ¿Toda la aldea global es ya la invención de Morel?

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22 de septiembre de 2016
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Historias de Formentor 2

 

Leí un relato, durante mi intervención en las Conversaciones de Formentor, cuyo argumento descansa en el hallazgo de unas inquietantes inscripciones en un Libro de cantar Misa; y ahora recibo una fotografía, de parte de alguien que estuvo presente en dicho acto, en la que se reconocen varias inscripciones, también en un Libro de cantar Misa, cuya redacción es sorprendentemente parecida a las que me referí. ¿Será un tipo de fórmula expiatoria de pecados nefandos?

 

Este es el relato:

 

Compro a peso en el mercadillo de Borja un lote de libros viejos en mal estado en el que destaca, por el tamaño, un Libro de cantar Misa. El volumen conserva las cubiertas pero no la portada por lo que es difícil datarlo con exactitud. Sin embargo, en las hojas en blanco pegadas en el interior de las cubiertas, aparecen multitud de inscripciones a lápiz y a pluma en las que las fechas manejadas oscilan entre 1847 y 1876. Son firmas y rúbricas de diversos personajes que menudearon por la iglesia del pueblo de Alcolea, donde el sagrado libro debió de dar servicio. Sobrecoge una declaración, perdida entre un mar de garabatos, en la esquina  superior de la segunda de las hojas blancas, en letra minúscula, redactada en estos términos:

 

                                                  Cipriano Abadías Presbítero

                                        Regente en Alcolea año 1871 yo lo hice yo yo

                                         y yo yo y yo pero nunca sabrán quién ha sido  

 

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22 de septiembre de 2016
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La historia nos juzgará

Quien no puede lo menos, ¿cómo podrá con lo más, es decir, la crisis de refugiados y migraciones de enormes dimensiones que tiene planteado el mundo? Lo mínimo es que Naciones Unidas proteja la llegada de la ayuda humanitaria durante una tregua. Pues no. No tiene ni los instrumentos coercitivos y legales, ni la capacidad de presión sobre los países implicados para evitar que un convoy conjunto del organismo internacional y de la Media Luna Roja que se dirigía a Alepo durante la tregua fuera bombardeado, presumiblemente por aviones rusos, con el resultado de la muerte de 20 conductores y cooperantes.

Los europeos hemos visto en el último año como el sistema de asilo organizado después de la Segunda Guerra Mundial se ha convertido en una herramienta inservible ante la crisis global que se nos ha venido encima. La Organización Internacional para las Migraciones, fundada entonces para resolver los problemas europeos, tuvo que enfrentarse con la gestión de once millones de desplazados. De aquella crisis surgió el derecho de asilo, que obliga a no rechazar a las personas que huyen de la persecución, la guerra y la muerte.

Actualmente, hay cerca de 70 millones de desplazados en el mundo, de los cuales unos 20 millones encajan en la figura del refugiado. Las cifras se han incrementado, pero también se ha difuminado la frontera entre refugiados que huyen de la guerra y la persecución y desplazados por hambrunas, desastres naturales y ecológicos o situaciones de extrema violencia, e incluso emigrantes expulsados de Estados fallidos con sus economías en ruinas.

El mundo necesita un orden global en el que se reconozcan los derechos de estas personas y un sistema de recepción y asilo que conduzca a su integración en países estables donde puedan rehacer sus vidas. Esta era la finalidad de las dos reuniones de alto nivel celebradas en Nueva York, la primera Asamblea General de NNUU dedicada a los refugiados del lunes y la cumbre de líderes del martes, presidida por Barack Obama, que coincidieron con el bombardeo criminal sobre el convoy humanitario. Todo ello expresión, como siempre, de un desfase entre los hechos y las palabras, aunque algunas ya sean de compromisos públicos y privados respecto a incrementar el número de acogidas y las inversiones sobre todo por parte de los países con más medios.

Visto desde Europa, lo peor no es la timidez de este primer paso en dirección a conceptos más generosos y a mayores medios, sino el papel de sus instituciones, representadas por el presidente del Consejo, Donald Tusk, que expresó bien a las claras que la mayor preocupación de los 27 se reduce a "restaurar el orden en sus fronteras exteriores" para conseguir "una reducción de los flujos irregulares hacia la UE". Contrasta con Barack Obama, que invocó "la falta de acción en el pasado, por ejemplo rechazando a los judíos que huían de la Alemania nazi, como una mancha en nuestra consciencia colectiva" para señalar que "la historia nos juzgará duramente si ahora no estamos a la altura".

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22 de septiembre de 2016
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El reino de sombras

Tarea del filósofo es reflexionar sobre los presupuestos que regulan el discurrir cotidiano relativo a cosas  físicas o no físicas, pero también los principios que regulan el lazo empírico con las primeras, y en ambos casos necesita por así decirlo una incidencia, proceda esta de los hechos o de un discurso. En lo que concierne  a la localidad y demás principios ontológicos de los que en estas columnas me he venido ocupando, la física cuántica ha procurado tal incidencia.

Al final de la columna anterior, m e refería de pasada al hegeliano "reino de sombras", es decir al movimiento interno de las ideas que, según la metáfora  del pensador alemán, constituyen "la esencia eterna de Dios antes de la creación de la naturaleza y de un espíritu finito". Con punto de arranque en la ciencia, y más concretamente en la física,  la reflexión sobre las últimas determinaciones conceptuales no está sometida a la exigencia de consistencia  y  al tipo de rigor que caracterizan a la física; de ahí su carácter esencialmente especulativo (1).  Pero tratándose de las precisas determinaciones  conceptuales de las que principalmente aquí  se trata, la física cuántica es el soporte. De ahí la conveniencia de que el lector haga el esfuerzo para una introducción básica a la disciplina; lo cual alimentaría  por así decirlo sus alforjas como filósofo, filósofo en el sentido más genérico y a la vez fundamental de la palabra: aquel ser de razón que se pregunta si realmente él es exclusivamente un individuo de una especie meramente natural. Pues "la pregunta fundamental de la filosofía", que Albert Camus veía en la interrogación del hombre sobre el peso de la vida humana y la inconveniencia de seguir viviendo, debe quizás  más bien ser buscada en la interrogación sobre si la naturaleza constituye  o no el último fundamento.


 (1)

El evocar la  hegeliana  Ciencia de la Lógica  me da ocasión de ilustrar lo que estoy exponiendo con un ejemplo: Un momento fundamental de la arquitectura de esta obra es la categoría de medida considerada unión de la cantidad y de la cualidad. Pues bien, en una larguísima nota (una suerte de paréntesis en el despliegue especulativo) Hegel  procede a un estudio de la significación del cálculo diferencial y concretamente de la fórmula de la derivada. ¿En razón de que? Pues simplemente, en razón de que esta disciplina  daría  testimonio científico de esa paradójica unidad de la cualidad y la cantidad ( a su juicio inaprehensible por el entendimiento) : en la fracción dy/dx, ni el numerador ni el denominador son números... pero su relación sí es un número. Cierto es que en los años cincuenta del pasado siglo el llamado Analysis no standard mostró que dy y dx pueden ser interpretados como números efectivamente  infinitesimales, pero tal no era el caso en la matemática del tiempo de Hegel . Cabría de alguna manera decir que Hegel encuentra en la ciencia una paradójica relación cualitativa que se expresa cuantitativamente, la recupera como categoría de medida y la despliega especulativamente como momento clave en el devenir de las determinaciones conceptuales.

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22 de septiembre de 2016
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Palabras acolchadas

Hace varios años, cuando murió mi abuelo y me hallaba lejos de casa, llamé a mi hija mayor, que tendría ocho años, y le dije: “Cariño, tengo que contarte algo muy triste: el abuelo ha muerto” . El brotar de su llanto me sacudió como una bofetada de viento caliente arrastrando arena, y sin dejar de llorar, me reprochó: “Mamá, al menos podrías haber dicho ‘ha fallecido’”. Su reacción me pareció propia del espanto lúcido que habita en los niños, y además de abrazar su ternura, medí la importancia de rebajar las palabras tanto para comunicar las buenas como las malas noticias. Le llaman tacto, pero es sobre todo oído.
Hoy vivimos instalados en la era del eufemismo, timoratos y extraviados frente al mapa de la nueva sensibilidad. Hoy los travestis son trans; los discapacitados –tullidos o lisiados, e incluso deficientes no hace tanto– se han liberado de tan nefastas etiquetas y son personas con otras capacidades; a los negros en EE.UU. se les llama afroamericanos y a los que proceden de África subsaharianos, porque la expresión “de color” ha acabado sonrojándose a sí misma.
Cuenta John McWhorter, profesor de Lingüística en la Universidad de Columbia, que durante la Administración de George W. Bush el sociólogo George Lakoff animó a los demócratas a difuminar la negatividad asociada a sus políticas cambiando términos vilipendiados como impuestos, que podrían pasar a ser cuotas de afiliación, o abogados de oficio, en adelante abogados de protección pública. En la terminología oficial, no importa la latitud, han surgido nuevos vocablos que pretenden amortiguar algún tipo de incomodidad, incluso estético: a los paraísos fiscales la Unión Europea los denomina ahora jurisdicciones no cooperadoras. En su reciente libro – España amenazada–, el ministro Guindos recupera toda la dureza de su sentido rescate, que en su día camufló bajo la perífrasis “préstamo en condiciones muy favorables”. Hace mucho que los pordioseros, después vagabundos, se convirtieron en sintecho, y el ruido infernal dio lugar a la contaminación acústica, todo sea para embellecer la realidad y amortiguar su impacto. Pero los eufemismos siempre van acompañados de un peaje cínico y paternalista, y así hablar de familias desestructuradas oculta el abismo de la marginalidad, o denominar a una mujer curvy trata de difuminar sus curvas sin necesidad de dietas ni liposucciones. Es cierto que tienden un puente necesario –e incluso saludable– entre lenguaje y opinión, mostrando cuán civilizadas son nuestras sociedades. Pero estos días he leído que Merkel y Hollande creen que “Europa atraviesa una crisis existencial”, una fórmula mucho más literaria que la de admitir la palabra fracaso.
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21 de septiembre de 2016
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Los hilos de la memoria

Hace algunos días participé en la presentación del libro de memorias Banderas y harapos de la periodista Gabriela Selser, y empiezo por contar su historia singular. Su padre, Gregorio Selser, se volvería para mi generación un personaje mítico. Entre los libros clandestinos que un adolescente se imponía leer en la Nicaragua de los Somoza, el que más marcó mi vida fue Sandino, General de hombres libres, escrito por él en Argentina, y así mismo El pequeño ejército loco, nombre que Gabriela Mistral había dado al puñado de campesinos y artesanos que luchaba contra la intervención armada de los Estados Unidos.

Triunfó la revolución en 1979, y las dos hijas de Selser, Irene y Gabriela, se vinieron desde México, donde la familia vivía su exilio tras el golpe militar que encabezó Videla, para meterse de cabeza en el turbión de la revolución que arrastraba a gente de todo el mundo.

En su libro, Gabriela acude a la cauda de sus recuerdos de alfabetizadora adolescente primero, y de periodista juvenil después, corresponsal de guerra del diario Barricada durante siete años. Quiso ser parte de aquella novedad incandescente desde el día mismo de bajarse del avión, testigo privilegiado en adelante de los dramáticos acontecimientos que sacudirían a Nicaragua a lo largo de toda una década que asombró al mundo. Ahora, estamos en el presente despiadado. Las banderas de la revolución se volvieron harapos.

Las presentaciones de libros en Nicaragua son por lo general ceremonias modestas, pero esa noche no cabía el público. Algo extraño vibraba en el aire, como si el espíritu de aquellos tiempos de agonía y esperanza bajara sobre las cabezas de los que habían sido parte de la hazaña, y estaban allí.

Y jóvenes, que habían oído hablar de aquellos tiempos y también estaban allí. En un país donde la inmensa mayoría tiene menos de treinta años, la memoria de los hechos sigue enterrada para las nuevas generaciones, o ha sido adulterada. El olvido y el engaño se han impuesto desde arriba.

Muchos de los presentes habían alfabetizado a los campesinos en lo profundo de las montañas, y lo supe porque al preguntar quienes habían participado en la cruzada, más de la mitad de los presentes levantaron la mano. Y estaban, ya ancianos, el padre y la madre adoptivos de Gabriela, llegados de Waslala, un poblado en la ruta hacia la costa del Caribe. Los alfabetizadores, jóvenes y adolescentes de todas las clases sociales, quedaron llamando mamá y papá a quienes los habían acogido en sus hogares.

Y también estaba el hermano adoptivo de Gabriela que tomó la palabra para decir que ella le había enseñado a leer y a escribir y ahora era ingeniero agrónomo. Era como estar volviendo a un sueño tejido por miles de manos juveniles, el sueño de la solidaridad que desterraba el egoísmo. El sueño cuyos hilos terminaron por romperse para quedar en una red llena de huecos por los que se cuelan otra vez los fantasmas del pasado que aquellos muchachos de entonces habían querido desterrar.

Uno tras otro, quienes intervinieron al final de la presentación, hablaron de la urgencia de rescatar la memoria de aquella década. Los que alfabetizaron, los que recogieron cosechas, los que fueron a la guerra. No dejar que el olvido se coma la vida, no dejar que la historia oficial suplante, con sus excesos, sus mentiras, sus falsificaciones, lo que cada uno vivió. Sumar libros de memorias, escribir la historia entre todos, así como la revolución se hizo entre todos. No dejarse robar la vida vivida, ni la historia, que es vivencia.

Uno de los asistentes dijo que no se había hecho nunca un inventario de los jóvenes caídos en combate, y citó una cifra, serían 23 mil. ¿Y los que cayeron del otro lado, los de la contra, en su mayoría campesinos, cuántos fueron? Quizás otro tanto, quizás más. De ellos hay que hacer también un inventario. Para recordar se necesita nombrar a unos y otros. No sólo enlistar sus nombres, recoger también sus datos biográficos, familiares.

Alguien perdió a alguien. Las heridas siguen abiertas, y para sanarlas son necesarias las palabras. Una historia completa, como un mosaico, en la que cada quien ponga de por medio su historia leal, y real,  la historia de la propia vida.

No hay otra manera de contar la Historia con mayúscula, que a través de las historias con minúsculas. El relato de cada universo personal, que venga a ser el universo compartido, años y desilusiones después.

 

 

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21 de septiembre de 2016
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Paradjanov vivo

Es terrible que en la resurrección de Serguei Paradjanov, que este año también ha llegado a España, se hable tanto de su tragedia, habiendo sido el gran cineasta armenio, según todos los relatos visuales, orales y escritos que de él se conservan, un hombre extrovertido, locuaz, en quien el humor histriónico era el rasgo mayor de su personalidad y la base de su arte. La implacable persecución carcelaria que sufrió por parte de los mandatarios soviéticos a lo largo de casi tres décadas, la censura y manipulación de su cine, así como su amistad honda con Andrei Tarkovski, al que, siendo ocho años mayor que el autor de ‘Solaris', consideraba su maestro, han dado forma a una leyenda y a más de un film de ficción; aquí sólo trataremos de su obra a través de los cuatro títulos reconocidos por el autor y en especial ‘Sayat Nova', que, recientemente restaurado por la Cineteca de Bolonia, se ha visto a lo largo de 2016 en numerosas pantallas del circuito español no comercial.

    En ‘Esculpir en el tiempo', su libro de reflexiones cinematográficas, Tarkovski se refirió a las "pocas personas geniales en toda la historia del cine: Bresson, Mizoguchi, Dovzhenko, Paradjanov, Buñuel". A primera vista, la estética del ruso y la del armenio-georgiano parecen divergentes, si no opuestas. Ambos hacen, indiscutiblemente, un cine de poesía, pero, más allá de un difuso fondo espiritualista y una obsesión compartida por las figuraciones zoológicas y frutales, allí donde Tarkovski, sobre todo a partir de ‘Solaris', filosofa herméticamente, Paradjanov se entrega sin pudor al ‘bel canto' de la imaginería, realzando sus danzas melódicas con arabescos y coloraturas que no tienen, a mi entender, comparación con las de ningún otro director. Excepto uno, de Hollywood, del que hablaremos más tarde.

    Los dos amigos fueron, en cualquier caso, creadores que no se ponían freno a sí mismos, y de ahí que, por encima de su común inclinación a los místicos y los anacoretas (el pintor de iconos Rublev, el poeta ambulante Sayat Nova, el trovador Kerib), lo que inquietaba de ambos a las autoridades post-estalinistas era lo insondable de su extralimitación. ¿Adónde podían llegar uno y otro en su tratamiento metafórico del auto-marginado, del visionario, del explorador de mundos ajenos al real?

    Después de siete títulos de obediencia ideológica o encargo que Paradjanov borró de su filmografía, la primera película en darle notoriedad fuera de la U.R.S.S. fue ‘Los corceles de fuego' (de 1964, y conocida en el ámbito anglosajón como ‘La sombra de los antepasados olvidados'), un drama de jóvenes amantes separados por venganzas familiares y sortilegios. Ya en ese film, inspirado en un antiguo cuento cárpato, aparecen los componentes formales e iconográficos de su cine: los ritos, no siempre sagrados, la canción popular, el himno eclesiástico, la frontalidad del encuadre a modo de marco estático repleto de color, la titulación por capítulos, el poso telúrico y el vuelo pictórico. El plano final de los ocho niños traviesos que miran por otros tantos ventanucos el ataúd del desdichado protagonista es memorable, como todo cuadro romántico cuando está aliviado por el capricho humorístico y la fantasía onírica. A continuación, y tras muchas dificultades de producción, rodó la ya citada ‘Sayat Nova' (1969), que suele ser llamada ‘El color de la granada' (1). Su eclosión lírica, que empieza en las primeras tomas y nunca desfallece en su breve metraje de setenta minutos, produce tal estímulo que, si el espectador desatiende el sentido y se deja llevar por el sinsentido, el goce sensual será de una abundancia intoxicante.

    La máquina estatal, que había pagado con recelo el abultado presupuesto de ‘Sayat Nova', la consideró, una vez acabada, imposible de estrenar, y se la entregó al veterano director Serguei Yutkevich. Profesor en Moscú de Paradjanov, dentro del Instituto Estatal de Cinematografía (VGIK), Yutkevich la remontó, con numerosos cortes, dándole una estructura lineal y cambiando la lengua armenia original por el ruso, y esa versión estrenada en 1971 es la que llegó entonces a Occidente, con notable repercusión. Vista hoy en su -dentro de lo posible- óptimo formato original, ‘Sayat Nova' se revela como el primer segmento de un retablo completado, tras quince años de penalidades, por las siguientes ‘La leyenda de la fortaleza de Suram' (1985), fábula de maravillas esotéricas, también sobre un amor desgraciado, en la que la sacralidad religiosa  alterna con las orgías paganas, y ‘Ashik Kerib', realizada en 1988, dos años antes de su muerte, a partir de un relato orientalista de Lermontov.

   Las tres piezas maestras nos abruman con su refinado esteticismo, en el que Paradjanov, un hombre muy de la tierra, sabe introducir de vez en cuando, audazmente, trazos gruesos y pantomima pueril. Es un artista de lo exagerado, un gran grotesco a quien la línea dramática despreocupa; de ahí que al plasmar sus historias con una teatralidad ingenua no necesite buenos actores. Como hacía Pasolini a menudo, Paradjanov elige a campesinos o aficionados del lugar para sus amplios repartos, aunque en su caso tampoco los protagonistas saben actuar. Quedan como figuras vistosas y exquisitamente adornadas de un caleidoscopio en movimiento perpetuo, que sigue más las cadencias musicales que la urdimbre de la palabra.   

    En el apogeo de coreografías ilusionistas de ‘Ashik Kerib' me acordé de Busby Berkeley, otro genial inventor de formas que escapaba de los argumentos ñoños de sus comedias por medio de ‘extravaganzas' bailables. En la película última de Paradjanov, el cuento medieval se cierra con una hermosa, sobrecargada fantasmagoría geométrica, y el espejismo de un vuelo. El de una paloma que acompaña en su fiesta nupcial a los novios, aquí con final feliz, mientras una cartela explicativa, de las muchas que utilizaba el cineasta, señala: "Honores al padre de la novia". La paloma recibe entonces en su pico el beso del novio y va a posarse, incongruentemente, encima de una moderna cámara de cine. Y la cartela final: "Dedicada a la memoria de Andrei Tarkovski".

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(1) ‘El color de la granada' se llama también el libro ganador del último premio Loewe a la Creación Joven, obra de la poeta ecuatoriana Carla Badillo Coronado (Visor, Madrid, 2016), que evoca y glosa la figura del trovador dieciochesco, entrelazándola con alusiones a la del cineasta Paradjanov. Badillo dedica su poemario a ambos artistas armenios separados por una diferencia de más de dos siglos. 

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21 de septiembre de 2016
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El Boomeran(g)
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