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El ruido del tiempo

Shostakóvich en el rellano de su escalera a las tantas de la madrugada. Está solo, vestido y lleva un maletín como quien se dispone a salir a la calle. Pero no va a ninguna parte y únicamente atiende al subir y bajar del ascensor porque si éste se detiene en su piso probablemente serán los esbirros de Stalin que vienen a detenerle. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho? Nada, pero justamente ésa era la base que sustentaba el régimen de terror estalinista: no hacía falta disentir, oponerse o conspirar contra el poder establecido. Bastaba ser para quedar expuesto  a la detención y posterior desaparición, bien por deportación a un campo de trabajo o, aleatoriamente, por haber recibido un tiro en la nuca.

                Esa imagen de  Shostakovich  se ha convertido en uno de los más conocidos  iconos del terror bajo el comunismo soviético y figura incluso en la portada del libro.  Pero leyendo a Julian Barnes se puede  apreciar que Stalin y sus secuaces se las apañaron durante más de sesenta años (entre 1924, fecha del ascenso de Stalin al poder, y 1985, momento de la caída del muro de Berlín)  para aderezar ese  terror indiscriminado con una serie tan metódica y nefasta de humillaciones, vejaciones, delaciones o, si convenía, adulaciones y prebendas que la imagen del posible condenado esperando con la maletita en el rellano de la escalera queda casi como un susto para aficionados.

                Véase esta reflexión de Julian Barnes: la tiranía se había vuelto tan experta en destruir que ¿por qué no iba a destruir también el amor, intencionadamente o no?  Por eso Shostakóvich no sólo sentía inquietud sino a menudo un miedo brutal: el miedo a que hubiesen llegado los últimos días del amor.

                El Poder, como señalan Barnes/Shostakóvich en otro momento, no sólo invadía todos los órdenes materiales y espirituales de una persona sino que insistía en hacerlo hasta el final porque si bien el transgresor podía ser rehabilitado ello no implicaba la desaparición del pecado mismo y, por lo tanto, para prevenir sus consecuencias había que perseguirlo eternamente. Y vaya colección de palabras: “transgresión”, “pecado”, “erradicación”, “persecución” o “eternidad”. Para que luego digan, como se recuerda en el texto, que no hay conexión entre Religión y Poder. Sin ir más lejos, eslóganes puramente políticos como el de “el Arte pertenece al pueblo” pasaban a ser sagrados y cualquier forma de arte que no divirtiese o enalteciese al obrero pasaba a ser anatema y a su autor se le declaraba maldito.

                La eternidad de la perseción del transgresor quedó de manifiesto cuando, muerto Stalin (1953), y una vez afianzado Nikita Jruschov en el poder, cambiaron los sistemas de represión, pero no los fines. Julian Barnes define la nueva situación con una nitidez que casi da escalofríos: “Antes había muerte, ahora vida”. “Antes había órdenes, ahora sugerencias”. “Antes se haía puesto a prueba la magnitud de su valor [el de Shostakovich], ahora sondeaban la magnitud de su cobardía”.

                De un lado prebendas tan envidiables como un coche con chófer, una dacha cerca de Moscú, privilegios en la comida, la bebida o el vestir. Pero a costa de humillaciones tales como la obligación de afiliarse al Partido Comunista cuando éste ya era una patética caricatura de aquella generosa unión de camaradas dispuestos a cambiar al mundo; o la “recomendación” de ofender públicamente con su desprecio a personas como Anna Ajmátova, la viuda del represaliado  Osip Mandelshtam, que tras la muerte de éste seguía plantando cara al Poder y llevando una vida miserable sin haber bajado nunca los brazos. Hacer lo propio con Stravinsky, al que despreciaba en público mientras que en privado lo tenía por el compositir ruso más importante del siglo XX era menor grave porque el gran Igor vivía regaladamente en Occidente, cubierto de oro y honores, y la opinión de un tipo como Shostakóvich no hacía sino poner en evidencia la calaña moral del lacayo comunista.

                Y entre medio de ese cúmulo de miseria y asombro (porque cómo es posible que a pesar de tantos pesares pudiese llegar a componer unas obras que todavía se escuchan con sumo gusto en todo el mundo) surge uno de esos detalles que por su ingenuidad y sentido lúdico demuestran por qué el ser humano puede resistir en ocasiones a los más diabólicos horrores inventados por sus semejantes: resulta que, incluso en los perores momentos de persecución y miedo, Schostakóvich lo dejaba todo para arbitrar partidos de voleivol porque, decía él, era el único momento en que podía enfrentarse frontalmente con un comisario político local y negarle que, en su rechace, la pelota hubiese botado dentro de la línea. Y con la conciencia de haber puesto las cosas en su sitio, se iba para casa y terminaba un cuarteto de cuerda o un himno a la paz.

 

El  ruido del tiempo

Julian Barnes

Traducción de Jaime Zulaika

Anagrama       

 

               

  

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9 de agosto de 2016
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¿El capitalismo quedó atrás o quedó delante?

Es sabido que cuando los fondos-buitre se tragan como tiburones (a veces estos entes cambian de especie súbitamente) empresas que se desmoronan, no se ocupan de mejorar los problemas o solucionar las injusticias de las empresas adquiridas: ese no es su destino. Los nobles del siglo XVIII vendían ejércitos enteros a otros nobles. Si se trataba de mercenarios y llevaban meses sin cobrar, o de “esclavos” y llevaban días sin comer, con el nuevo propietario no mejoraba su situación, normalmente empeoraba. Algo muy parecido ocurría con el comercio de esclavos al otro lado del mar. Cambiar de propietario no equivalía a mejorar.

En su ensayo Redefinir el capitalismo, Geoffrey M. Hodgson deja atrás a los economistas del liberalismo clásico, a Marx y a los nuevos economistas incidiendo en la relación directa entre derecho y capitalismo, entre capital y seguridad jurídica. A partir de 1750 cambia el comercio, regulándose mucho más. Dicho con otras palabras: junto a una economía de las finanzas se va generando un derecho mercantil de nuevo cuño, para evitar las mercaderías desalmadas y la inseguridad jurídica ante lo tramposos. De pronto hasta las deudas se pueden comprar, amparadas en una legislación precisa. Las ventas de empresas a los fondos de inversión de ahora, ¿siguen las leyes específicas de los acuerdos de compra y venta o son actos que nos retrotraen a un pasado precapitalista?

Cito a Geoffrey M. Hodgson : Gracias a las ideas de la edad de las Luces sobre la libertad individual y la igualdad jurídica, el capitalismo pudo ver la luz del día. Por lo tanto es justo que no podamos reducir a la esclavitud a los otros, vender esclavos, o convertirnos nosotros mismos en esclavos. Las leyes nos autorizan a todos a utilizar nuestro patrimonio para producir más riqueza. Pero los que tienen como única propiedad su mano de obra están doblemente en desventaja en relación con los propietarios de los activos y los fondos de capital. Justamente porque está prohibida la esclavitud, el individuo no puede servir de garantía a un préstamo, ni desvincularse de su propia mano de obra. Esas son las limitaciones fundamentales implícitas en la definición misma de capitalismo al conjugarse con los principios de libertad e igualdad.

Y cabe añadir a lo dicho por Geoffrey M. Hodgson: no asumir esas limitaciones es convertir el capitalismo en barbarie. Y en eso estamos. Todos los días las noticias hablan solapadamente de ese fenómeno aberrante.

Más de uno dirá que estoy defendiendo el capitalismo, como hubo gente que dijo que estaba defendiendo el liberalismo tras publicar mi artículo ¿Liberalismo o barbarie? Es evidente que tanto en aquel artículo como en éste, lo único que trato de demostrar es que los nuevos financieros, por no ser, ni siquiera son capitalistas e intentan conducirnos a épocas anteriores al capitalismo. Por eso el mundo se está orientalizando y por eso el 0,2 por ciento de la población posee ahora mismo casi todo el capital del planeta.

Bienvenidos a la edad de las mentiras explícitas y las leyes invertidas.

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9 de agosto de 2016
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Jacarandosos

Desde la terraza frontera a la catedral de Jaca se divisan bandadas de escritores cernidos sobre la Feria del Libro. Son abundantes, de buena calidad y casi todos amigos, tanto entre sí como de mí. Los escritores actuales cada día nos parecemos más a los filatélicos o a los taxidermistas. Nos conocemos todos, compartimos aficiones, nos caemos bien, competimos, pero de un modo humano porque hay poco que ganar. El oficio ha ido derivando hacia una artesanía de calidad, como la bisutería fina en la que caben grandes firmas, qué sé yo, Bulgari, y también pequeños talleres púberes e ingeniosos. Yo me alegro de formar parte de esta sección de la noble artesanía, tan amable como digna de cariño. Años atrás la literatura tenía achaques heroicos y los escritores (que no interesaban a nadie) eran individuos esquivos, alérgicos a la prensa, reclusos, secretos. Trabajaban en sus cubiles como alquimistas, sentados sobre enormes diccionarios, asfixiados en la niebla del lenguaje y el tabaco, los humos de la invención y la inminente explosión dipsómana.

Estos días entre colegas he releído, gracias a las gentiles bibliotecarias jacetanas, uno de los textos bíblicos sobre El Escritor. Determinó de modo fulminante a muchos de mis compañeros de generación. Era el sinuoso prólogo de Faux Pas en el que Blanchot analizaba la soledad del escritor para concluir que era imposible si no estaba muerto. El escritor vivía abducido por sus precursores y arañaba los confines del lenguaje para que entrara la luz. Aquel era el escritor heroico, el caballero de la fe que abría el verbo a dentelladas, el que moría cegado por la lumbre de una gramática satánica.

Mejor estamos ahora con nuestros buitres, ¿no es cierto, Lerín?

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9 de agosto de 2016
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SOLVAY 1927: Einstein frente a Einstein

"Il faut partir", fueron las últimas palabras de Descartes en el lecho de muerte,  y una frase análoga se atribuye también a Einstein: "He cumplido mi parte. Es el momento de irse" habría dicho  el 18 de abril de 1955 a los 76 años de edad. Hay diferentes versiones sobre los momentos finales. En cualquier caso se ha señalado su rechazo a que hubiera funerales masivos, su deseo (al parecer sólo parcialmente  cumplido) de ser incinerado y de que sus restos fueran esparcidos.

Es bien conocido que Einstein fue un combatiente contra causas políticas que suponían una mutilación de las potencialidades generales de la sociedad de los humanos. Se sabe que fue expiado por McCarthy, personaje  a quien el pensador consideraba  incompatible con la exigencia de  libertad concomitante a  la vida del espíritu, y a cuyos esbirros provocó escribiendo que aunque nunca había pertenecido al partido comunista...  lo contrario no le hubiera dado vergüenza en absoluto.  Se ha evocado mucho su pacifismo y el hecho de que, antes de su muerte, hubiera  manifestado su arrepentimiento por  haber escrito a Roosevelt instándole a acelerar el acceso al potencial atómico, dado el peligro de que los nazis se adelantaran. Si se piensa que el desarrollo de la energía atómica (concretizada durante la guerra en el llamado "proyecto Manhattan") encuentra sus raíces en algunas de las tesis de Einstein, este lamento supone de alguna manera reflejo de una interna escisión...en el registro de los principios  éticos. Quisiera sin embargo enfatizar aquí la segunda polaridad en Einstein, lógicamente poco evocada fuera de los medios científicos, pero que tiene un interés general y, en todo caso, un enorme interés filosófico:

Einstein mantuvo desde muy pronto, y desde luego desde Solvay 1927 una tensión por la dificultad de seguir reivindicando ciertos principios ontológicos y epistemológicos que él consideraba irrenunciables, pero que se veían radicalmente amenazados...por los frutos de su propia obra, es decir, por las consecuencias de aquella hipótesis sobre el  "efecto foto-eléctrico" avanzada por él en 1905 y que pesó más que la Relatividad en el  Nobel que le fue otorgado en 1921.

Un libro colectivo publicado en 1949, evocador del peso filosófico de la obra de Einstein (1) pone de relieve su  obsesiva  preocupación  por alcanzar una teoría que unificara lo que del mundo microscópico era revelado por la teoría cuántica, y esos  principios  que parecían regir tanto  la percepción inmediata como  la visión científica ortodoxa: la única certeza  que ofrece  la teoría cuántica es la de que nuestros conceptos comunes carecen de operatividad tratándose de la estructura atómica  afirma Heisenberg (2). Pues bien, la exploración del mundo sub-atómico debería ser una forma de mostrar la conformidad de la naturaleza a principios, no la ocasión de ponerlos en entredicho.  Hay indicios de que esta preocupación  fue en Einstein una constante (3) , y la sospecha de que un problema de este tipo acabaría por surgir, estuvo muy probablemente presente desde muy pronto en su mente Sin embargo el conflicto parece cristalizar en esa reunión de Solvay  y por ello decía que cabe ver en ella  el inicio de la más profunda y radical  confrontación sobre la esencia de la naturaleza  a la que se haya asistido desde ese embrión de la física y de la metafísica que supuso hace 25 siglos la discusión sobre la Physis en las ciudades jónicas.


(1) P. A. Schilpp, ed., Albert Einstein  Philosopher Scientist- Open Court 1949.

(2)"Here we have at first no simple guide for correlating the mathematical symbols with concepts of ordinary language: and the only thing we know from the start is the fact that our common concepts cannot be applied to the structure of the atoms". (Heisenberg, The Tao of Physics, p54)

(3) Einstein, Albert Ideas and Opinions (1919-1954), Crown Trade Paperbacks 1954

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9 de agosto de 2016
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Trágicos fogonazos de julio

Entre las noches consecutivas del atentado de Niza y del golpe de Estado contra Erdogan, los días 14 y 15 de julio de este año de 2016, quedó agazapada una noticia que en otras circunstancias habría creado una enorme conmoción y hubiera podido abrir una crisis entre Estados Unidos y Arabia Saudí. El Congreso levantó la clasificación como secreto oficial de 28 páginas de la investigación realizada hace 13 años sobre las relaciones entre el gobierno de Riad y los atentados de 2011 en Nueva York y Washington, poniendo fin así a una polémica de años y a abundantes especulaciones sobre la implicación de la monarquía saudí.

Aunque 14 de los 19 terroristas del 11S eran de nacionalidad saudí, cuando en 2003 se publicó el grueso del informe no aparecieron evidencias de la implicación de Riad en aquellos atentados. Y tampoco han aparecido ahora tras su desclasificación, permitiendo a los gobiernos saudí y estadounidense la reversión en forma de exculpación de las sospechas sembradas hasta ahora.

A pesar de la aparente insignificancia de las páginas desclasificadas desde el punto de vista de la responsabilidad judicial, su publicación ha ido acompañada de unas explicaciones atenuantes por parte de ambos gobiernos con el objetivo de evitar que una decisión programada desde hacía tiempo y cuidadosamente evaluada y preparada por las dos capitales se convirtiera en motivo de una crisis. Razones no faltaban.

Ante todo, porque la falta de pruebas de valor judicial no significa que las páginas desclasificadas no contengan indicios sobre la implicación saudí en la organización de Al Qaeda e incluso en la asistencia a algunos de los terroristas del 11S. La mayor preocupación de Riad tiene que ver con las responsabilidades judiciales, sobre todo por la reclamación al Estado de saudí de indemnizaciones por parte de familiares de víctimas de los atentados, que han sido objeto de apoyo legislativo por parte del Senado de Estados Unidos. Las 28 páginas contienen informaciones que refuerzan las sospechas sobre la involucración saudí, al menos de sus servicios secretos y de personalidades de su extensa familia principesca, en el encubrimiento de Al Qaeda antes del 11S y en el suministro de auxilio sobre todo financiero a implicados en los atentados.

Según la interpretación de las páginas desclasificadas que ha hecho Simon Hendersen, del Washington Institute for Near East Policy, y que ha publicado la revista Foreign Policy, algunos de los terroristas pudieron estar en contacto con dos agentes secretos saudíes; uno de los individuos que proporcionó financiación a los terroristas recibió el dinero de un miembro de la familia real saudí; un líder de Al Qaeda estaba en posesión del número de teléfono reservado de la compañía de seguridad que se ocupaba de la residencia del embajador saudí en Colorado; la esposa de uno de los implicados en la financiación del 11S recibió dinero de la esposa del embajador saudí; y hubo contactos entre la fundación saudí Al Haramain con los grupos terroristas y sospechas respecto al ministro del Interior saudí de la época. Con pruebas mucho más débiles, o incluso inexistentes, la administración de George W. Bush pudo justificar la guerra de Irak, lo cual da idea del resultado que hubiera tenido el conocimiento público de la investigación antes de la invención de las evidencias sobre las armas de destrucción masiva de Sadam, que no existían, pero que necesitaban los neocons para derrocarle.

Las relaciones entre Washington y Riad no van a empeorar por unas páginas desclasificadas que estaban descontadas por ambos gobiernos. Los saudíes se sienten despechados por el acercamiento de Obama a Irán, mientras que los estadounidenses se fijan en el papel de los saudíes en la propagación de las doctrinas religiosas radicales que sustentan el yihadismo. No hay buen clima ni confianza mutua entre dos países que han sido aliados y amigos desde hace 70 años pero se hallan ahora en trayectorias divergentes e intentan gestionar con prudencia sus diferencias.

Este parece ser el sino de los mejores aliados que tuvo Estados Unidos en la región desde la Segunda Guerra Mundial. Arabia Saudí empezó a alejarse en 2001, aunque solo ahora se ha hecho tan evidente. Turquía lo hace en estos días a marchas forzadas. Se aleja de Estados Unidos y también se aleja de una Europa atacada por el terrorismo y ensimismada en sus miedos y debilidades. Como en un fogonazo, estas tres nuevas realidades geopolíticas se juntaron dramáticamente entre dos noches trágicas de julio y nos hicieron ver las imágenes inquietantes del nuevo paisaje que se abre ante nuestros ojos.

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8 de agosto de 2016
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Amor y muerte en el alma

Agosto aún no se había consumido, pero Diana de Gales confesó a sus íntimos que aquel verano del 97 había sido el más feliz de su vida. Tenía treinta y seis años y por fin había encontrado su peinado: un corto desfilado con flequillo, y libre de aquellos crepados cursilones y viseras ladeadas tras las que escondía su vértigo. A finales de los noventa, las princesas llevaban bañadores de leopardo en los yates, no como ahora que o bien se ponen flores en el pelo, al estilo de las nuevas damiselas de Mónaco, o se parapetan tras el eterno femenino como la mayoría de royals europeas, que visten como sus madres o como sus hijas. Diana mostraba piernas torneadas y una ligera tripita de perfil. Había dejado de mirar de reojo. También había dejado de vomitar. “La cabeza en el váter”, así le describía a su biógrafo Andrew Morton su crucero de luna de miel, en el Britannia .Oenel Azur, en las costas de Mallorca, donde quedó inmortalizada en una foto con Juan Carlos, ambos embelesados y joviales, los niños sobre las rodillas, el Mediterráneo a ras de suelo, tan ajenos al destino que les aguardaba de cuclillas. Pero en aquel verano más feliz de su vida, Diana sintió recuperarse como mujer y por ello entendía ser amada públicamente, ratificada para disipar el fantasma que la persiguió, desde que llegó con su cuello lánguido, tan sencilla y discreta, a Buckingham Palace. Un matrimonio arreglado de los que ya no suelen estilarse en las cortes, aunque sí en otros estratos sociales por razón de pertenencia a una élite, un código silenciado que se practica en los salones de plata pulida, perpetuando la austera omnipotencia de esos personajes de Henry James que anteponen “el pensamiento puro, frío y sutil” a la sorpresa y al idealismo.
A Diana la casaron, y tuvo que enamorarse del protagonista con urgencia. La noche antes de la ceremonia vomitó sin parar, dijo sentirse “como un cordero entrando al matadero”. Luchó contra la bulimia mientras duró el cuento: una jovencita tierna y virgen es entregada al príncipe de Inglaterra; ella se encandila, él la detesta. Debe sobreponerse al desprecio, activando un manual de supervivencia que incluye desde desfiles de moda y campañas de minas antipersona hasta hombres apuestos pero cobardes. El pánico escénico se convierte en adoración por la escena. Divorciada de Carlos, se crea un nuevo yo y dirige su imagen. Empática y compasiva como la muestran sus fotos en Uganda o Angola, pero también rockera y frívola, amiga de Gianni Versace y Mario Testino, estrena una colección de amantes y se permite sentirse sexualmente deseada porque, según sus biografías, el sexo apenas fue perceptible con Carlos. Pero no abandona la idea del amor salvador.
A Diana, la familia Al Fayed la agasajó ni tan siquiera como a una sino igual que a una diosa. En una lujosísima villa situada en Les Parc de Saint-Tropez, a bordo de un yate, el Jonikal, comprado exclusivamente para aquellas vacaciones, con regalos y delicadezas, Dodi, el hijo mimado y playboy, excocainómano, amigo de actrices y modelos, la abrazaba en cubierta y al tiempo abrazaba su desdicha y su fama, el imán de la popularidad y el estigma de la princesa del pueblo. Ella alentó a que se publicaran las fotos en todo el mundo. Llamó al fotógrafo, “¿por qué han quedado tan borrosas?” . Estaba necesitada de un anuncio de felicidad. Pero se solapó con el de su muerte, en el puente de l’Alma, un nombre que se hace difícil olvidar, igual que el huso de la rueca, la calabaza convertida de nuevo en carroza, la manzana envenenada, el manto de la fatalidad echado sobre la piel blanca de la princesa. El mismo que condujo a Diana hacia la muerte, acompañada por la ilusión del nuevo amor y una caravana de paparazzi.
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7 de agosto de 2016
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El Boomeran(g)
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