Javier Fernández de Castro
Shostakóvich en el rellano de su escalera a las tantas de la madrugada. Está solo, vestido y lleva un maletín como quien se dispone a salir a la calle. Pero no va a ninguna parte y únicamente atiende al subir y bajar del ascensor porque si éste se detiene en su piso probablemente serán los esbirros de Stalin que vienen a detenerle. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho? Nada, pero justamente ésa era la base que sustentaba el régimen de terror estalinista: no hacía falta disentir, oponerse o conspirar contra el poder establecido. Bastaba ser para quedar expuesto a la detención y posterior desaparición, bien por deportación a un campo de trabajo o, aleatoriamente, por haber recibido un tiro en la nuca.
Esa imagen de Shostakovich se ha convertido en uno de los más conocidos iconos del terror bajo el comunismo soviético y figura incluso en la portada del libro. Pero leyendo a Julian Barnes se puede apreciar que Stalin y sus secuaces se las apañaron durante más de sesenta años (entre 1924, fecha del ascenso de Stalin al poder, y 1985, momento de la caída del muro de Berlín) para aderezar ese terror indiscriminado con una serie tan metódica y nefasta de humillaciones, vejaciones, delaciones o, si convenía, adulaciones y prebendas que la imagen del posible condenado esperando con la maletita en el rellano de la escalera queda casi como un susto para aficionados.
Véase esta reflexión de Julian Barnes: la tiranía se había vuelto tan experta en destruir que ¿por qué no iba a destruir también el amor, intencionadamente o no? Por eso Shostakóvich no sólo sentía inquietud sino a menudo un miedo brutal: el miedo a que hubiesen llegado los últimos días del amor.
El Poder, como señalan Barnes/Shostakóvich en otro momento, no sólo invadía todos los órdenes materiales y espirituales de una persona sino que insistía en hacerlo hasta el final porque si bien el transgresor podía ser rehabilitado ello no implicaba la desaparición del pecado mismo y, por lo tanto, para prevenir sus consecuencias había que perseguirlo eternamente. Y vaya colección de palabras: “transgresión”, “pecado”, “erradicación”, “persecución” o “eternidad”. Para que luego digan, como se recuerda en el texto, que no hay conexión entre Religión y Poder. Sin ir más lejos, eslóganes puramente políticos como el de “el Arte pertenece al pueblo” pasaban a ser sagrados y cualquier forma de arte que no divirtiese o enalteciese al obrero pasaba a ser anatema y a su autor se le declaraba maldito.
La eternidad de la perseción del transgresor quedó de manifiesto cuando, muerto Stalin (1953), y una vez afianzado Nikita Jruschov en el poder, cambiaron los sistemas de represión, pero no los fines. Julian Barnes define la nueva situación con una nitidez que casi da escalofríos: “Antes había muerte, ahora vida”. “Antes había órdenes, ahora sugerencias”. “Antes se haía puesto a prueba la magnitud de su valor [el de Shostakovich], ahora sondeaban la magnitud de su cobardía”.
De un lado prebendas tan envidiables como un coche con chófer, una dacha cerca de Moscú, privilegios en la comida, la bebida o el vestir. Pero a costa de humillaciones tales como la obligación de afiliarse al Partido Comunista cuando éste ya era una patética caricatura de aquella generosa unión de camaradas dispuestos a cambiar al mundo; o la “recomendación” de ofender públicamente con su desprecio a personas como Anna Ajmátova, la viuda del represaliado Osip Mandelshtam, que tras la muerte de éste seguía plantando cara al Poder y llevando una vida miserable sin haber bajado nunca los brazos. Hacer lo propio con Stravinsky, al que despreciaba en público mientras que en privado lo tenía por el compositir ruso más importante del siglo XX era menor grave porque el gran Igor vivía regaladamente en Occidente, cubierto de oro y honores, y la opinión de un tipo como Shostakóvich no hacía sino poner en evidencia la calaña moral del lacayo comunista.
Y entre medio de ese cúmulo de miseria y asombro (porque cómo es posible que a pesar de tantos pesares pudiese llegar a componer unas obras que todavía se escuchan con sumo gusto en todo el mundo) surge uno de esos detalles que por su ingenuidad y sentido lúdico demuestran por qué el ser humano puede resistir en ocasiones a los más diabólicos horrores inventados por sus semejantes: resulta que, incluso en los perores momentos de persecución y miedo, Schostakóvich lo dejaba todo para arbitrar partidos de voleivol porque, decía él, era el único momento en que podía enfrentarse frontalmente con un comisario político local y negarle que, en su rechace, la pelota hubiese botado dentro de la línea. Y con la conciencia de haber puesto las cosas en su sitio, se iba para casa y terminaba un cuarteto de cuerda o un himno a la paz.
El ruido del tiempo
Julian Barnes
Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama