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La nueva frugalidad

Lo repetimos una y otra vez: “Vivir con menos”, deseosos de que de tanto pronunciar la frase se nos adhiera al hábito y sobre todo al gasto. Un dato feo: España es el tercer país europeo donde más ha aumentado el riesgo de pobreza y ex­clusión social –con Grecia y Chipre por delante– y se calcula que el 28,6% de los españoles están en riesgo de quedarse en las orillas de la vida perfumada. Incluso la vieja España, la que no se comunica por WhatsApp ni Facebook, prac­tica la venta de oro para fundir a fin de seguir comprando filetes de ternera blanca. Cada semana, alguien que está alojado en nuestra agenda telefónica se queda sin trabajo. Recibo sus correos o sus mensajes, resignados hasta la desesperación, y pienso en sus días lívidos y en la pelota de impotencia bajando por la garganta.
El marketing, siempre tan listo, tan raudo, vende ahora una etiqueta llamada “nueva frugalidad”. Un renovado minimalismo que ya no tiene tanto que ver con la reacción a la hipertrofia y el exceso sino con la llamada “búsqueda de lo esencial”, como si lo esencial tuviera nombre y apellido, fuera concreto y tangible: “Perteneciente o relativo a la esencia. El alma es parte esencial del hombre”, define y ejemplifica la RAE. El ejemplo nos deja aún más confusos, pues uno de los elementos sustanciales que nos conforman es el alma, que además es gratis; por eso debe de producir tanta incredulidad.
Hace unas semanas visitó nuestro país James Altucher, un emprendedor que consiguió hacerse millonario dos veces –y se arruinó otras dos– y que ahora se ha reconvertido en maestro del despojamiento. El pasado abril dio un repaso a todas sus posesiones, tangibles e inmateriales, seleccionó 15 indispensables –tres camisetas, tres pantalones, dos calzoncillos, dos pares de calcetines, dos de zapatos, una bolsa de plástico con 4.000 dólares en billetes de dos, un portátil y un iPad–, las metió en una bolsa de deporte y con todo ello se echó a andar el camino de lo esencial. Ni fotos familiares, ni recuerdos, ni regalos, nada. Ni siquiera contesta al teléfono ni lee correos electrónicos. Eso sí, le acompaña una campaña mediática que lo debe de tener muy distraído en su nueva vida frugal.
Altucher apunta contra la lógica autoimpuesta: trabajar más para ganar más, para comprar más y para vivir con mayor insatisfacción. Un bucle del cual la “nueva frugalidad” anima a salir, pero que en verdad es el motor que hace levantarse a muchos de la cama cada día. Igual que tantos manieristas del minimalismo, este nuevo gurú es un frivo-frugal que exhibe el lujo al revés. Lo cual no deja de ser una provocación cuando la pobreza gotea día a día como un grifo mal cerrado.
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26 de octubre de 2016
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Donald, el profeta siniestro

Los profetas no ven el futuro sino el presente. Lo que les hace clarividentes es la ceguera de los otros, no su capacidad para adelantarse a los acontecimientos, que es exactamente la misma que el resto de los mortales. Hay que encontrar las virtudes proféticas en la capacidad para entender las cosas tal como son en vez de adornarlas con nuestros deseos y pasiones.

A veces, la actitud profética no es ni siquiera fruto de una visión intelectual de la realidad sino de una mera expresión del carácter de un personaje público. El profeta es entonces un precursor. Se adelanta en las actitudes que prosperarán en el inmediato futuro.

Aunque parezca una paradoja, por su impresentable desvergüenza, su obscenidad misógina y su racismo apenas disimulado, Donald Trump tiene algo de profeta y de precursor con esa frase que deberá acompañar a su imagen futura como la más perfecta expresión de lo que da de sí políticamente nuestra época:"Aceptaré el resultado de las elecciones, solo si las gano".

El descarado multimillonario estadounidense dice alto y claro, como fruto de su carácter, lo que muchos políticos piensan pero no se atreven a decir, aunque en muchas ocasiones actúen con la misma idea perversa de dar por buena la regla de juego siempre que les favorezca y solo cuando les favorece. Si gano la regla es buena y si pierdo rompo la baraja.

Esta es la época en que avanza la idea de que los primeros que debieran procurar por el respeto de las leyes están autorizados a vulnerarlas o en el caso más leve a erosionarlas. Las leyes están para hacérselas cumplir a los otros, dejando caer todo su peso sobre su cabeza, y para incumplirlas uno mismo cuando no convienen.

Esta es la marca ética de Donald Trump que populistas de todo signo y rango vienen adoptando en todo el mundo y en todos los continentes, en España y en Europa, y que el magnate americano ha sabido levantar como bandera de una anarquía totalitaria, cuyo color solo puede ser negro como un pozo negro y exhibir el luto por la democracia y por la convivencia.

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26 de octubre de 2016
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Poema 10

Pensaba que algo tan violento
como la transparencia del alcohol
determinaba
la fatalidad de su pobreza.
El nivel de un área
o un alma mineralizadas.
Fuera ya de los reinos
de los deseos más lábiles,
niños malheridos
y frondosos naranjos.
Naranjos que incalculables
sobre mantos de tréboles
muy tiernos.
Huertas que alentaban
el poder de su fruto
y los pechos
de las novias
luciendo
como apasionantes mandarinas
o pequeños nidos de azahar.
La flor blanca
o sucinta luz del beso.
Fuego y anís.
La alcohólica fe
de ser todavía adolescente allí,
entre la felicidad
sin seso alguno.
Sexo, zumos y perlas
en la estación sin fin.

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26 de octubre de 2016
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‘Shows’ de realidad

Comparada a ‘Elvis & Nixon', con la que coincide en las pantallas de estreno y en el formato de film-reportaje ficcionalizado, ‘El hombre de las mil caras' tiene una notable ventaja. Todos conservamos -excepto los muy niños y los indígenas de alguna selva intrincada- imágenes faciales y recuerdos, por vagos que sean, de la cara de Richard Nixon, mientras que de Elvis Presley subsisten más mementos, más elementos de identidad: su música (electrizante aún hoy), su sex appeal (antes de que se inflara a pastillas y otros productos intoxicantes), su endiablado ‘body language', sito especialmente en la coordenada de las caderas y la protuberante pelvis. Eso hace que una película como la de Liza Jonson se vea forzada a combatir en todo momento la incredulidad de que Kevin Spacey no se parezca nada al presidente destituido por sus delitos y de que Michael Shannon encarne al Rey del Rock en su decadencia con una mímesis aproximativa, que se concentra en el atrezo, no en el físico. En el caso de la película de Alberto Rodríguez, sólo la calva y la barba poblada de Luis Roldán nos trae reminiscencias a los que tenemos memoria de aquel embrollo; Francisco Paesa es un rostro sin ningún perfil acusado, y de los demás protagonistas de la historia real el ex-ministro Juan Alberto Belloch es el único que sigue visible; las demás figuras de la trama cinematográfica ni siquiera ofrecen a la mayoría de los espectadores un nombre conocido o una efigie.

 

     Frente a esa ventaja, la desventaja del film español es ser un ‘thriller' sin muerto verificado ni siquiera desenlace claro, como es norma del género. El agente doble Paesa puede seguir vivo o quizá fue muerto por cualquiera de sus enemigos, que van desde las altas esferas al submundo. De ahí que la tensión que Rodríguez sabe crear en su relato se desinfle al final y nos deje en la incertidumbre, inevitable pero no por ello menos decepcionante. Una incertidumbre que no es propia de estos docudramas de seres de la política, las ciencias o las artes; sabemos de antemano el final de Truman Capote, de Basquiat y Warhol, de Edith Piaf, de Camarón de la Isla, de Giulio Andreotti, y hasta de los Reyes de España Don Juan Carlos y Doña Sofía, vivos pero en la reserva, y lo que en verdad deseamos como espectadores de sucesos históricos de nuestro tiempo es tener la confirmación ilustrada de que aquello que vimos en su momento con relativo interés ha cobrado por la muerte, la mala salud o la renuncia una dimensión que va de lo heroico (Stephen Hawking) a lo grotesco (caso de ‘Elvis & Presley').

    Dramáticamente está mejor construido el guión de esta última, sobre todo en su vertiente esperpéntica, pero Liza Johnson se muestra como una realizadora rutinaria, pese a su currículo de artista plástica de vanguardia, curadora de arte y videoinstaladora con renombre. Los personajes secundarios son figuras esenciales en estas recreaciones de figuras notorias, ya que rellenan con su desdibujamiento y su anécdota, más fácil de reinventar, la rigidez de la Historia. Son estupendos en ese sentido los dos ayudantes de gabinete del presidente Nixon, pareja cómica masculina en la tradición del ‘slapstick americano', hasta el punto de resultar el vehículo de más potencia en el avance del relato. No tienen ese fuerza, por desgracia, los característicos de ‘El hombre de las mil caras', aunque como cineasta Alberto Rodríguez es muy superior. Arranca muy alto, en el firmamento literalmente, haciendo honor a un sello que ya le caracteriza: comienzos de brillantez formal y agudeza metafórica. Pero si en ‘La isla mínima' podía seguir el vuelo alto más allá de las marismas del Guadalquivir, en su nueva obra el fango de las cloacas se le pega a los zapatos. Toda una parte central de trámite e intriga se hace pesante, sólo aliviada de vez en cuando por la densidad que sabe darle a su papel de esposa de Roldán la estupenda Marta Etura. Resulta postizo, aunque lleve la voz narradora, el personaje de Jesús Camoes (el único al que se le ha cambiado el nombre auténtico, Jesús Guimerá), teniendo José Coronado, su intérprete, pocas posibilidades de realzarlo. Quien se luce en la interpretación del enrevesado y traicionero borracho Casturelli es Enric Benavent, si bien a él le toca pechar con la única escena sonrojante de la película, el sueño etílico en el aeropuerto, ciervo incluido, un pegote incomprensible que sería un acierto eliminar del montaje.

   Veremos más películas como estas dos aquí comentadas. La fascinación de Hollywood y de los franceses por el ‘biopic', resultona también en las taquillas, se hace insaciable, y los mordiscos de realidad llegan cada día más cerca de nuestras casas, nuestros pueblos, nuestra vida diaria. En España no nos quedamos atrás, aunque era antes ese terreno más propio de la televisión. Pero como el cine tiende cada vez más, en la forma, a asemejarse a la tele, la ósmosis será permanente, y los resultados quizá a la larga indistinguibles. Materia argumental no falta. Yo pagaría una entrada muy gustoso, y a ciegas, para  ver en la gran pantalla una saga sobre la Familia Pujol, con exteriores en los diversos paraísos exigidos por el libreto, o un remake de ‘Todos a la cárcel', siguiendo preferiblemente la propia estela berlanguiana, y en el que todos los presuntos ladrones llevaran, sin camuflaje, los nombres del momento que, a día de hoy, conocemos. 

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25 de octubre de 2016
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Abuelísimos

Primero hay que imaginar a Marcelino Sanz de Sautuola en 1879, cuando, escoltado por su hija María de ocho años, exploró una gran cueva y tras avanzar un trecho oyó a la niña exclamar: "¡Mira, papá, bueyes pintados!". La criatura señalaba una figura paleolítica de bisonte que se haría tan famosa como la Mona Lisa.

Ese milagro del que apenas sabemos nada, la pintura rupestre, es muy abundante en España y su exploración comenzó pronto, pero el trabajo más intenso lo llevaron a cabo unos tipos apasionados y sin apenas más ayuda que sus piernas, manos y energía. Era gente como el dibujante Juan Cabré o el pintor Francisco Benítez, que había estudiado con Sorolla. Estos espléndidos estudiosos, con unos pocos dineros del marqués de Cerralbo, el arqueólogo, se dedicaron a investigar cientos de cuevas por remotos riscos y a calcar las pinturas. El legado, más de 2.000 láminas, es de una importancia descomunal, pero como suele suceder en nuestro bendito país, pasaron un siglo enterradas en el actual Museo de Ciencias Naturales.

Otro gran personaje, Eduardo Hernández-Pacheco, mantuvo la colección y el impulso de la investigación hasta la Guerra Civil. Luego vino el silencio.

Vi los calcos en el museo gracias a la exposición que tuvo lugar este año y me parecieron de una belleza inaudita. Un amable empleado me contó que él recordaba a su padre, también trabajador del museo, bajar los calcos de una buhardilla cada año, para desempolvarlos y enseñar los ciervos, los caballos, los toros, al niño maravillado.

Ahora ha aparecido el catálogo. Allí están los animales fabulosos, los humanos picassianos, la pelea de arqueros, la recolección de la miel, los chamanes, cientos de imágenes que debemos a un puñado de hombres magníficos y olvidados.

 

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25 de octubre de 2016
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Poema 9

El cariño se convirtió pronto

en un aro de hierro.

Nada de su forma confitada

y el amable son de las circunferencia.

Las circunstancias llegaron

como murciélagos

imprevisibles pero sagaces.

asidos como pieles

rugosas

a las finas melodías

de los buenos tiempos

Asedios de sombras

fuera y dentro del cuerpo.

Heridas de una guerra

desvestida de honor y horror.

Heridas como hogueras

apagadas

que desprendían

pesar

puesto que el anillo

fue silencio.

El fin negro

que auguraba

un porvenir seco

cuando nunca nada

estuvo en el futuro

más cerca que tú.

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25 de octubre de 2016
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Mito y consuelo de la ruptura

La idea de una ruptura con la legalidad constitucional se ha convertido en Cataluña en un marchamo de autenticidad. La sostiene la CUP, naturalmente, pero la comparten otros componentes del frente independentista e incluso de la nueva izquierda. Contiene una descalificación del status quo, despectivamente identificado como el régimen del 78, y la promesa de un momento estelar, un asalto a los cielos.

Siempre hay una teoría a mano para sostener su necesidad: desde la centralidad española jamás se cederá nada si no se fuerzan las cosas hasta el límite, de la legalidad constitucional no surgirá nunca un reconocimiento de la personalidad diferenciada de Cataluña, todo se ha probado dentro de un sistema que se ha revelado irreformable y corrupto de forma que ahora solo queda hacerlo fuera. Y no solo hay teorías a mano, también unas prácticas que las estimulan, concretamente las del Gobierno del PP, que utiliza la legalidad constitucional y sus instituciones como cachiporra.

El rupturismo es la garantía de autenticidad para el procesismo, como el quietismo lo es de la defensa del status quo. Es sospechoso un proceso independentista que no contenga una previsión de ruptura a plazo, porque fácilmente se desviará hacia una negociación en vez de un cambio de régimen. Como es sospechoso de complicidad con el independentismo un defensor de la actual legalidad con veleidades sobre el derecho a decidir o las terceras vías.

En otro tiempo los parabienes eran para el consenso. Ahora su lugar lo ocupa el disenso y a ser posible con los vidrios de la legalidad hechos añicos. Del consenso salen las complicidades y los pactos de silencio de una democracia falsa. Del disenso saldrá la democracia auténtica.

El rupturismo tiene algo de nostálgico. Permite la pervivencia de la identidad revolucionaria en los actuales tiempos pacifistas y posrevolucionarios. Es el paliativo de las insurrecciones armadas de antaño. Son habituales y lógicas las simpatías o al menos las actitudes indulgentes del rupturismo con quienes han renunciado por motivos tácticos a la violencia política.

La ruptura también sustituye al mito de la revolución. Sirve para imaginar un corte rápido y limpio con el pasado, aunque solo sea, y ya es mucho, con la legalidad constitucional. Todo lo que suceda luego es una hoja en blanco que solo tienen derecho a emborronar quienes han protagonizado el asalto. En Cataluña es la independencia, una palabra limpia y deslumbrante.

En esta idea hay también un propósito revisionista. Romper con la legalidad constitucional española es una corrección de la transición tal como se hizo. Si no hubo ruptura entonces, sino el pasteleo de la ruptura pactada entre los reformistas del régimen y la oposición democrática, hagamos ahora en diferido aquel acto definitivo que se identifica con el derrocamiento del régimen e incluso del dictador.

El rupturismo carga las tintas hasta la caricatura como si se cargara también de razones. De ahí la resurrección de Franco y del franquismo, cuya sombra impregna la entera historia democrática en la visión rupturista de hoy. La transición, la Monarquía, la Constitución, el Estado de las autonomías, todo es franquismo. El PP lo es por antonomasia, pero también el PSOE y, qué caray, el pujolismo, por corrupto y por cómplice, aunque su inventor diera con los huesos en la cárcel franquista.

No hay que extenderse sobre la dificultad e improbabilidad de la ruptura. De momento no llega, por más que se la invoque, cosa que obliga a corregir las hojas de ruta para aplazarla una y otra vez. O a esmerar la imaginación, como hace el procesismo con su rupturismo homeopático. En vez de la gran noche de la independencia, minirupturas a disposición de todos, desde los ayuntamientos hasta el parlamento, en forma de declaraciones, resoluciones, leyes de desconexión, desobediencia a las órdenes y citaciones de los jueces, e incluso vulneración del calendario laboral de las administraciones como sucedió el pasado 12 de octubre.

Sobre el papel, deberán conducir por acumulación a un salto cualitativo. Sus estrategas cuentan con la inestimable ayuda del Gobierno del PP, que acude puntualmente con personal y arsenal jurídico a neutralizarlas. Si unos blanden la independencia como objetivo final, los otros esgrimen la suspensión de la autonomía como callada amenaza.

Una y otra estrategia minimalista y gradualista sirven de paliativo y consuelo para todos, pero tienen sus riesgos y límites. Llega un momento en que se agotan. Puede surgir además el accidente de recorrido. Sobre todo si no intervienen otras estrategias más eficaces y políticas que rompan la dinámica viciada de esos dos vectores opuestos que se retroalimentan.

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24 de octubre de 2016
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Bolsillos cerrados

Fue un invento sutil el del bolsillo aunque enormemente simbólico. Por un lado, ratificaba el ansia de una mayor ligereza sobre el cuerpo, y por otro, de autonomía al liberar al cuerpo de los fardos que hasta finales del XVI se ataban en la cintura. Aquellas pequeñas sacas de tela anudadas con lazos y cordones fueron sustituidas por la bolsa frontal de los calzones, pero el abultado tamaño que adquiría resultaba embarazoso, de forma que la audacia humana abrió una ranura en los ropajes. Un siglo más tarde, las capas y los abrigos ya llevaban bolsillos, primero en los bajos y después a la altura de las caderas, aunque los de ellos siempre eran más voluminosos. La vestimenta occidental fue dinamitando los caprichos cortesanos y en 1885 se impuso el traje masculino de un solo color y de la misma tela, tres piezas que al menos sumaban una decena de bolsillos, inimaginables en las ropas femeninas. “Existe una supremacía en la ropa de los hombres: su adaptación a los bolsillos”, denunciaba en 1905 Charlotte P. Gilman, para el The New York Times.
Así era, las mujeres continuaron dependiendo de un bolso, a fin de no engrosar su silueta con promontorios en caderas o pecho. Dior avisó: “Los hombres tienen bolsillos para mantener las cosas en su sitio, las mujeres, para la decoración”. Aquello enfureció a varias defensoras de los bolsillos de las sufragistas: ¿por qué los trajes de ellos tienen que ser útiles, con sus grandes bolsillos, mientras que los de ellas sólo han sido diseñados para ser bellos?
Leo en la revista Racked un análisis de lo que supone la permanencia de ranuras apenas decorativas en faldas y vestidos. Y de cómo Hillary Clinton, en sus discursos de candidata a la presidencia, luce vestidos con las costuras cerradas, sin llevar nada encima. Únicamente solapas de postín, falsos bolsillos cerrados. “Los bolsillos para las mujeres son por si acaso: un papel, un billete, un pañuelito, una llave sin llavero, un secreto. No están hechos para llevar peso ni bulto, como los hombres. Son para emergencias o como mucho para meter en ellos las manos en plan chulo”, me dicta mi amiga Silvia Alexandrowitch, una de las firmas más brillantes del periodismo de moda. Silvia me confesó en una ocasión que incluso llevaba el bolso encima para moverse por la casa. Una cuestión práctica; “ya no voy a ninguna parte sin él”. Porque en un bolso se cristaliza la ilusión de juntar todo lo importante, o su representación. A veces es un gran bazar que contiene lo inimaginable, otras es un resumen de la huella cotidiana.
Lejos de sentirnos menos livianas, muchas agradecemos evitar la frialdad de la calderilla sobre el muslo, o de andar con la carga de resignados varones que acumulan los rastros de su existencia sobre sus piernas; preferimos colgarla del brazo. De nada envidio esos bolsillos llenos a reventar que de vez en cuando se vuelcan y desparraman las huellas del día en la medianoche del cuarto.
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24 de octubre de 2016
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Poema 8

Aparecen días
cetrinos, pobres
y descabellados
de los que nada puede esperarse
sino un ambular.
Ambular sobre
sucios institutos
de dolencias
vulgares.
Espacios de rala comunicación
y degradantes.
Cuerpos macilentos
encharcados por peces
ciegos y ambiguos.
Deseos
de conducir el deseo
al éxito del
encumbrado vertedero
o su desolación.

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24 de octubre de 2016
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Libros contra el hielo

La ciudad bulle tan rabiosamente en octubre que apenas deja adivinar sus plumas de colores. ¡Ocurren tantas cosas en el Madrid de los teatros, los festivales y los cafés! Pero acabaron los días en que cabalgábamos la urbe a lo largo y ancho. El tiempo tenía otra medida, soliviantado por el ansia juvenil de atravesar las diferentes capas que envuelven la ciudad igual que una cebolla. Ahora apenas absorbo una milésima porción de su energía; se acabaron las fantasías de ubicuidad, el no querer perderse estrenos y recitales, incluso alguna fiesta de postín en ese paisaje hiperrealista del Madrid que ha crecido desordenado y espumoso, como si hubiera sido agitado en una coctelera.
Esta siempre ha sido una ciudad muy libresca, y no solo en las páginas de Pérez Galdós, Valle-Inclán, Baroja o Cela. Ahí está su calle de los Libreros, que nace en la mismísima Gran Vía, donde resiste la librería más antigua de la ciudad: la de Nicolás Moya, abierta en 1862 y que ya proveía a Ramón y Cajal. El encanto de la Cuesta de Moyano, a espaldas del jardín botánico, permanece intacto gracias a esas casetas tan parisinas que te hacen soñar con el Sena. Desde hace una década, cada dos por tres se anuncia el cierre de una librería histórica –o un cine, o un café– y, sin abrumar, han ido desapareciendo Rumor, Altaïr o Paradox. Eso sí, nacen nuevas fórmulas, como las librerías café, que, al amparo de la wi-fi gratis y el piscolabis, acercan la lectura a la barra.
Antonio Méndez y su librería, fundada en 1977, se cuentan entre los supervivientes de la crisis. Es fácil cruzarse allí, ojeando ejemplares, a Javier Marías (Méndez es el librero real en el Reino de Redonda, la novelesca isla antillana de la que Marías es monarca). También es cliente asiduo el más Alatriste que nunca Arturo Pérez-Reverte, que ha protagonizado estos días un duelo de capa y espada con Francisco Rico. Y lo primero que pienso, no importa que sea varón, es ese decir de Sabina: “Ay, esa falda tan corta y esa lengua tan larga” (mira que emplear ese registro pseudoporno para definir a alguna académica como “tonta de la pepitilla”).
Méndez es un librero que después de ocho años de crisis ha visto cómo muchos regresaban del e-book al papel, mucho más cómodo para el lector de fondo de armario. “El que hayan desaparecido un montón de librerías en Madrid, algunas de ellas verdaderamente míticas, es un síntoma de cómo está la ciudad. No solo su cultura, también la educación de una ciudad se mide por la cantidad de librerías que tiene y aquí cada vez quedamos menos”, dice.
La librería Antonio Machado, en el Madrid afrancesado de las Salesas y la plaza Villa de París, fue una de mis primeras guaridas. Sus libreros, eruditos y poetas, siempre me conducían al hallazgo. La Machado, custodiada entre fruterías y pescaderías, sacia parte de nuestra gula por las palabras. Representa la élite librera, igual que la Rafael Alberti, en el oeste de la ciudad, donde esta semana Marta Sanz ha presentado su sabroso libro Éramos mujeres jóvenes. Una educación sentimental de la transición. ¡Cuánto me reconozco en sus páginas cuando habla de los chicos wranglers y la pasión por los feos imaginativos!; “la metrosexualidad, la pilofobia y sus variantes, a nosotras ya nos pillaron mayores. Los tíos con las cejas más arregladas que Audrey Hepburn. Y Cristiano Ronaldo, que a mí y a todas mis compañeras nos da un poco de grima”, escribe.
De Poemad, en el que Pere Gimferrer recitará sus nuevos versos, hasta la poesía en escena del Fernán Gómez –con Cervantes en el Parnaso–, pasando por el desayuno en petit comité con la mítica Edna O’Brien, Madrid ameniza el otoño con letras en vena. En la residencia del embajador de Irlanda, un pequeño grupo de invitados desayuna con O’Brien y cubertería de plata. La autora presenta su primera novela en casi una década, Las sillitas rojas (Errata Naturae). En el salón con chimenea de mármol blanco y tapizados de seda dorada, un poema de Yeats convertido en canción popular destaca entre cuadros con firma. O’Brien lo tiene claro: “La literatura nos hace intelectual, espiritual, moral y sentimentalmente mejores”. Los libros van fundiendo la marca de los años del hielo en este otoño amarillo.
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22 de octubre de 2016
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