


Los profetas no ven el futuro sino el presente. Lo que les hace clarividentes es la ceguera de los otros, no su capacidad para adelantarse a los acontecimientos, que es exactamente la misma que el resto de los mortales. Hay que encontrar las virtudes proféticas en la capacidad para entender las cosas tal como son en vez de adornarlas con nuestros deseos y pasiones.
A veces, la actitud profética no es ni siquiera fruto de una visión intelectual de la realidad sino de una mera expresión del carácter de un personaje público. El profeta es entonces un precursor. Se adelanta en las actitudes que prosperarán en el inmediato futuro.
Aunque parezca una paradoja, por su impresentable desvergüenza, su obscenidad misógina y su racismo apenas disimulado, Donald Trump tiene algo de profeta y de precursor con esa frase que deberá acompañar a su imagen futura como la más perfecta expresión de lo que da de sí políticamente nuestra época:"Aceptaré el resultado de las elecciones, solo si las gano".
El descarado multimillonario estadounidense dice alto y claro, como fruto de su carácter, lo que muchos políticos piensan pero no se atreven a decir, aunque en muchas ocasiones actúen con la misma idea perversa de dar por buena la regla de juego siempre que les favorezca y solo cuando les favorece. Si gano la regla es buena y si pierdo rompo la baraja.
Esta es la época en que avanza la idea de que los primeros que debieran procurar por el respeto de las leyes están autorizados a vulnerarlas o en el caso más leve a erosionarlas. Las leyes están para hacérselas cumplir a los otros, dejando caer todo su peso sobre su cabeza, y para incumplirlas uno mismo cuando no convienen.
Esta es la marca ética de Donald Trump que populistas de todo signo y rango vienen adoptando en todo el mundo y en todos los continentes, en España y en Europa, y que el magnate americano ha sabido levantar como bandera de una anarquía totalitaria, cuyo color solo puede ser negro como un pozo negro y exhibir el luto por la democracia y por la convivencia.

Pensaba que algo tan violento
como la transparencia del alcohol
determinaba
la fatalidad de su pobreza.
El nivel de un área
o un alma mineralizadas.
Fuera ya de los reinos
de los deseos más lábiles,
niños malheridos
y frondosos naranjos.
Naranjos que incalculables
sobre mantos de tréboles
muy tiernos.
Huertas que alentaban
el poder de su fruto
y los pechos
de las novias
luciendo
como apasionantes mandarinas
o pequeños nidos de azahar.
La flor blanca
o sucinta luz del beso.
Fuego y anís.
La alcohólica fe
de ser todavía adolescente allí,
entre la felicidad
sin seso alguno.
Sexo, zumos y perlas
en la estación sin fin.

Comparada a ‘Elvis & Nixon', con la que coincide en las pantallas de estreno y en el formato de film-reportaje ficcionalizado, ‘El hombre de las mil caras' tiene una notable ventaja. Todos conservamos -excepto los muy niños y los indígenas de alguna selva intrincada- imágenes faciales y recuerdos, por vagos que sean, de la cara de Richard Nixon, mientras que de Elvis Presley subsisten más mementos, más elementos de identidad: su música (electrizante aún hoy), su sex appeal (antes de que se inflara a pastillas y otros productos intoxicantes), su endiablado ‘body language', sito especialmente en la coordenada de las caderas y la protuberante pelvis. Eso hace que una película como la de Liza Jonson se vea forzada a combatir en todo momento la incredulidad de que Kevin Spacey no se parezca nada al presidente destituido por sus delitos y de que Michael Shannon encarne al Rey del Rock en su decadencia con una mímesis aproximativa, que se concentra en el atrezo, no en el físico. En el caso de la película de Alberto Rodríguez, sólo la calva y la barba poblada de Luis Roldán nos trae reminiscencias a los que tenemos memoria de aquel embrollo; Francisco Paesa es un rostro sin ningún perfil acusado, y de los demás protagonistas de la historia real el ex-ministro Juan Alberto Belloch es el único que sigue visible; las demás figuras de la trama cinematográfica ni siquiera ofrecen a la mayoría de los espectadores un nombre conocido o una efigie.
Frente a esa ventaja, la desventaja del film español es ser un ‘thriller' sin muerto verificado ni siquiera desenlace claro, como es norma del género. El agente doble Paesa puede seguir vivo o quizá fue muerto por cualquiera de sus enemigos, que van desde las altas esferas al submundo. De ahí que la tensión que Rodríguez sabe crear en su relato se desinfle al final y nos deje en la incertidumbre, inevitable pero no por ello menos decepcionante. Una incertidumbre que no es propia de estos docudramas de seres de la política, las ciencias o las artes; sabemos de antemano el final de Truman Capote, de Basquiat y Warhol, de Edith Piaf, de Camarón de la Isla, de Giulio Andreotti, y hasta de los Reyes de España Don Juan Carlos y Doña Sofía, vivos pero en la reserva, y lo que en verdad deseamos como espectadores de sucesos históricos de nuestro tiempo es tener la confirmación ilustrada de que aquello que vimos en su momento con relativo interés ha cobrado por la muerte, la mala salud o la renuncia una dimensión que va de lo heroico (Stephen Hawking) a lo grotesco (caso de ‘Elvis & Presley').
Dramáticamente está mejor construido el guión de esta última, sobre todo en su vertiente esperpéntica, pero Liza Johnson se muestra como una realizadora rutinaria, pese a su currículo de artista plástica de vanguardia, curadora de arte y videoinstaladora con renombre. Los personajes secundarios son figuras esenciales en estas recreaciones de figuras notorias, ya que rellenan con su desdibujamiento y su anécdota, más fácil de reinventar, la rigidez de la Historia. Son estupendos en ese sentido los dos ayudantes de gabinete del presidente Nixon, pareja cómica masculina en la tradición del ‘slapstick americano', hasta el punto de resultar el vehículo de más potencia en el avance del relato. No tienen ese fuerza, por desgracia, los característicos de ‘El hombre de las mil caras', aunque como cineasta Alberto Rodríguez es muy superior. Arranca muy alto, en el firmamento literalmente, haciendo honor a un sello que ya le caracteriza: comienzos de brillantez formal y agudeza metafórica. Pero si en ‘La isla mínima' podía seguir el vuelo alto más allá de las marismas del Guadalquivir, en su nueva obra el fango de las cloacas se le pega a los zapatos. Toda una parte central de trámite e intriga se hace pesante, sólo aliviada de vez en cuando por la densidad que sabe darle a su papel de esposa de Roldán la estupenda Marta Etura. Resulta postizo, aunque lleve la voz narradora, el personaje de Jesús Camoes (el único al que se le ha cambiado el nombre auténtico, Jesús Guimerá), teniendo José Coronado, su intérprete, pocas posibilidades de realzarlo. Quien se luce en la interpretación del enrevesado y traicionero borracho Casturelli es Enric Benavent, si bien a él le toca pechar con la única escena sonrojante de la película, el sueño etílico en el aeropuerto, ciervo incluido, un pegote incomprensible que sería un acierto eliminar del montaje.
Veremos más películas como estas dos aquí comentadas. La fascinación de Hollywood y de los franceses por el ‘biopic', resultona también en las taquillas, se hace insaciable, y los mordiscos de realidad llegan cada día más cerca de nuestras casas, nuestros pueblos, nuestra vida diaria. En España no nos quedamos atrás, aunque era antes ese terreno más propio de la televisión. Pero como el cine tiende cada vez más, en la forma, a asemejarse a la tele, la ósmosis será permanente, y los resultados quizá a la larga indistinguibles. Materia argumental no falta. Yo pagaría una entrada muy gustoso, y a ciegas, para ver en la gran pantalla una saga sobre la Familia Pujol, con exteriores en los diversos paraísos exigidos por el libreto, o un remake de ‘Todos a la cárcel', siguiendo preferiblemente la propia estela berlanguiana, y en el que todos los presuntos ladrones llevaran, sin camuflaje, los nombres del momento que, a día de hoy, conocemos.

Primero hay que imaginar a Marcelino Sanz de Sautuola en 1879, cuando, escoltado por su hija María de ocho años, exploró una gran cueva y tras avanzar un trecho oyó a la niña exclamar: "¡Mira, papá, bueyes pintados!". La criatura señalaba una figura paleolítica de bisonte que se haría tan famosa como la Mona Lisa.
Ese milagro del que apenas sabemos nada, la pintura rupestre, es muy abundante en España y su exploración comenzó pronto, pero el trabajo más intenso lo llevaron a cabo unos tipos apasionados y sin apenas más ayuda que sus piernas, manos y energía. Era gente como el dibujante Juan Cabré o el pintor Francisco Benítez, que había estudiado con Sorolla. Estos espléndidos estudiosos, con unos pocos dineros del marqués de Cerralbo, el arqueólogo, se dedicaron a investigar cientos de cuevas por remotos riscos y a calcar las pinturas. El legado, más de 2.000 láminas, es de una importancia descomunal, pero como suele suceder en nuestro bendito país, pasaron un siglo enterradas en el actual Museo de Ciencias Naturales.
Otro gran personaje, Eduardo Hernández-Pacheco, mantuvo la colección y el impulso de la investigación hasta la Guerra Civil. Luego vino el silencio.
Vi los calcos en el museo gracias a la exposición que tuvo lugar este año y me parecieron de una belleza inaudita. Un amable empleado me contó que él recordaba a su padre, también trabajador del museo, bajar los calcos de una buhardilla cada año, para desempolvarlos y enseñar los ciervos, los caballos, los toros, al niño maravillado.
Ahora ha aparecido el catálogo. Allí están los animales fabulosos, los humanos picassianos, la pelea de arqueros, la recolección de la miel, los chamanes, cientos de imágenes que debemos a un puñado de hombres magníficos y olvidados.

El cariño se convirtió pronto
en un aro de hierro.
Nada de su forma confitada
y el amable son de las circunferencia.
Las circunstancias llegaron
como murciélagos
imprevisibles pero sagaces.
asidos como pieles
rugosas
a las finas melodías
de los buenos tiempos
Asedios de sombras
fuera y dentro del cuerpo.
Heridas de una guerra
desvestida de honor y horror.
Heridas como hogueras
apagadas
que desprendían
pesar
puesto que el anillo
fue silencio.
El fin negro
que auguraba
un porvenir seco
cuando nunca nada
estuvo en el futuro
más cerca que tú.

La idea de una ruptura con la legalidad constitucional se ha convertido en Cataluña en un marchamo de autenticidad. La sostiene la CUP, naturalmente, pero la comparten otros componentes del frente independentista e incluso de la nueva izquierda. Contiene una descalificación del status quo, despectivamente identificado como el régimen del 78, y la promesa de un momento estelar, un asalto a los cielos.
Siempre hay una teoría a mano para sostener su necesidad: desde la centralidad española jamás se cederá nada si no se fuerzan las cosas hasta el límite, de la legalidad constitucional no surgirá nunca un reconocimiento de la personalidad diferenciada de Cataluña, todo se ha probado dentro de un sistema que se ha revelado irreformable y corrupto de forma que ahora solo queda hacerlo fuera. Y no solo hay teorías a mano, también unas prácticas que las estimulan, concretamente las del Gobierno del PP, que utiliza la legalidad constitucional y sus instituciones como cachiporra.
El rupturismo es la garantía de autenticidad para el procesismo, como el quietismo lo es de la defensa del status quo. Es sospechoso un proceso independentista que no contenga una previsión de ruptura a plazo, porque fácilmente se desviará hacia una negociación en vez de un cambio de régimen. Como es sospechoso de complicidad con el independentismo un defensor de la actual legalidad con veleidades sobre el derecho a decidir o las terceras vías.
En otro tiempo los parabienes eran para el consenso. Ahora su lugar lo ocupa el disenso y a ser posible con los vidrios de la legalidad hechos añicos. Del consenso salen las complicidades y los pactos de silencio de una democracia falsa. Del disenso saldrá la democracia auténtica.
El rupturismo tiene algo de nostálgico. Permite la pervivencia de la identidad revolucionaria en los actuales tiempos pacifistas y posrevolucionarios. Es el paliativo de las insurrecciones armadas de antaño. Son habituales y lógicas las simpatías o al menos las actitudes indulgentes del rupturismo con quienes han renunciado por motivos tácticos a la violencia política.
La ruptura también sustituye al mito de la revolución. Sirve para imaginar un corte rápido y limpio con el pasado, aunque solo sea, y ya es mucho, con la legalidad constitucional. Todo lo que suceda luego es una hoja en blanco que solo tienen derecho a emborronar quienes han protagonizado el asalto. En Cataluña es la independencia, una palabra limpia y deslumbrante.
En esta idea hay también un propósito revisionista. Romper con la legalidad constitucional española es una corrección de la transición tal como se hizo. Si no hubo ruptura entonces, sino el pasteleo de la ruptura pactada entre los reformistas del régimen y la oposición democrática, hagamos ahora en diferido aquel acto definitivo que se identifica con el derrocamiento del régimen e incluso del dictador.
El rupturismo carga las tintas hasta la caricatura como si se cargara también de razones. De ahí la resurrección de Franco y del franquismo, cuya sombra impregna la entera historia democrática en la visión rupturista de hoy. La transición, la Monarquía, la Constitución, el Estado de las autonomías, todo es franquismo. El PP lo es por antonomasia, pero también el PSOE y, qué caray, el pujolismo, por corrupto y por cómplice, aunque su inventor diera con los huesos en la cárcel franquista.
No hay que extenderse sobre la dificultad e improbabilidad de la ruptura. De momento no llega, por más que se la invoque, cosa que obliga a corregir las hojas de ruta para aplazarla una y otra vez. O a esmerar la imaginación, como hace el procesismo con su rupturismo homeopático. En vez de la gran noche de la independencia, minirupturas a disposición de todos, desde los ayuntamientos hasta el parlamento, en forma de declaraciones, resoluciones, leyes de desconexión, desobediencia a las órdenes y citaciones de los jueces, e incluso vulneración del calendario laboral de las administraciones como sucedió el pasado 12 de octubre.
Sobre el papel, deberán conducir por acumulación a un salto cualitativo. Sus estrategas cuentan con la inestimable ayuda del Gobierno del PP, que acude puntualmente con personal y arsenal jurídico a neutralizarlas. Si unos blanden la independencia como objetivo final, los otros esgrimen la suspensión de la autonomía como callada amenaza.
Una y otra estrategia minimalista y gradualista sirven de paliativo y consuelo para todos, pero tienen sus riesgos y límites. Llega un momento en que se agotan. Puede surgir además el accidente de recorrido. Sobre todo si no intervienen otras estrategias más eficaces y políticas que rompan la dinámica viciada de esos dos vectores opuestos que se retroalimentan.


Aparecen días
cetrinos, pobres
y descabellados
de los que nada puede esperarse
sino un ambular.
Ambular sobre
sucios institutos
de dolencias
vulgares.
Espacios de rala comunicación
y degradantes.
Cuerpos macilentos
encharcados por peces
ciegos y ambiguos.
Deseos
de conducir el deseo
al éxito del
encumbrado vertedero
o su desolación.

