La novela Un gigante enterrado (Anagrama) de Kazuo Ishiguro puede sorprender a cualquiera, pues se...

La novela Un gigante enterrado (Anagrama) de Kazuo Ishiguro puede sorprender a cualquiera, pues se...
Es cierto: Trump produce fastidio y repugnancia y es la bestia física lo que levanta un asco tan humano. Quien habla de "coger a las mujeres por el coño" debería ser arrojado de la vida pública. En España hemos expulsado a tipos que no llegan ni a la suela de su grosería. Asquea el iletrado brutal, el matón que desprecia a los mexicanos porque son bajitos y morenos, que juzga a los afroamericanos como un sudista del siglo XIX. Y a pesar de todo, eso no es lo peor.
Lo peor es que fue elegido por millones de ciudadanos que dan el mismo asco, aunque además dan pena. Millones de analfabetos culturales y castrados morales. También Hitler tomó el poder gracias a los votos de los demócratas alemanes y ya en el poder acometió la tarea de crucificar todo lo que le había humillado en su juventud: judíos ricos y cultos, gente de talento en partidos, prensa y universidades, jueces con principios éticos, en fin, todos aquellos que no eran como él, un psicópata ineducado, vil, inmensamente resentido. Pero tampoco esto es lo peor.
Lo peor es que nuestra sociedad es la que ha creado a esa gente vil, resentida y brutal que elige jefes brutales y resentidos, gentes de toda edad y condición que están suplicando que les acaudille un Trump, un Putin, un Chávez, un Castro. Ese es el verdadero huevo de la serpiente. Ahí es donde va a nacer la próxima dictadura, la siguiente guerra. ¿Y cómo la hemos creado? Destruyendo la educación y la ciencia, corrompiendo la Universidad, ennobleciendo a los canallas, calumniando el estudio, el talento, el esfuerzo, la excelencia, usando como único medio de enseñanza esas pantallas cubiertas de grafitos obscenos que dominan a los inmaduros. Ahí está el huevo. ¿Quién lo puede aplastar?
De zonas opacas
procedía
una pregunta
sin neta
audición.
Se trataba, sin embargo,
de algo muy trascendente.
Una interrogación
de vida o muerte,
salud o enfermedad sin fin.
Una cuestión, sin embargo,
Que, a causa de su trascendencia,
se esfumaba pronto
entre areniscas.
Sólo diferenciable
a la vista del ojo
por el inquietante bulto
en que se concretaba
el pavoroso tumor
y su
adscripción.
¿O no era parte de nada?
¿O no era un factor adscrito?
Ahí residía,
sin duda,
su pavor
puesto que
no formando parte
de conjunto alguno
banda u horda
podía asesinar
en el vacío
perfumado de
impunidad.
O bien,
¿por qué atribuir
al crimen
sin causa
alguna culpa?
No había método
alguno
y todo ello se deducía
de la difícil
determinación de su
silueta.
Natural,
Apelativa.
Celada.
No poseíamos
consolación
y, sin ella,
razonablemente,
la interrogación ganaba
poder vermicular.
Una sinuosa potencia
de veneno secretado.
Una potencia
sin antídotos
o, en consecuencia,
una potencia
de libertad
asesina
absoluta y superior.
Una maldad
orgánica
y voraz
que arrasaría
cualquier movimiento
de defensa
o de derecho.
Aún el gesto humilde,
de existir por existir.
Paul Auster dice que durante años le pidieron que dirigiera el PEN América, pero que siempre se...
Conocí a Ricardo García Munarriz en la Universidad de Barcelona durante el curso 1962-1963. Vivaracho, casi nervioso, era ese tipo de persona que mantiene en ascuas a la concurrencia por la agudeza de sus consideraciones y lo chocante del modo de expresarlas. Capaz de dar un giro a la conversación sin perder un ápice de intensidad volvía de súbito a lo que antes se estaba tratando para así dejar descolocados a sus fatuos epígonos. Daba igual que fuera literatura, arte o ciencias de la naturaleza; Ricardo sabía de todo, disponía de una inteligencia natural que lo convertía en el ser plástico por excelencia: adaptaba los razonamientos, el léxico, los gestos, diría que el porte y las líneas de su rostro, a las características de sus interlocutores. Pienso ahora, desde la distancia, que Ricardo García era, ante todo, un farsante, alguien que con vastas y reconocidas lagunas en numerosos campos del saber lograba, mediante su encanto personal y unos elementales y misceláneos conocimientos, convertirse en el centro de atención y, me consta y me duele, en el mentor de condiscípulas no siempre poco agraciadas.
Perdí su rastro en 1968. Yo había acabado Derecho e ignoro si él acabó Filosofía. Corrió entonces el rumor, quizá el bulo, de que había ingresado, como ornitólogo becario, en un centro pirenaico de investigación. Poco a poco su recuerdo se fue borrando y, nadie, que yo sepa, volvió a hablar de él en las tertulias y otros foros, al tiempo que se rompían los sólidos vínculos que había establecido con la prensa escrita donde, en aquellos años, su presencia, mediante artículos suyos o dedicados a su persona, era constante y abrumadora. Por eso hoy, nueve de febrero de 2009, al recibir un paquete remitido por Ricardo García Munarriz mi corazón ha dado un vuelco. Un pequeño y delgado paquete rectangular que me llega por correo postal ordinario y en el que con caligrafía vacilante, a bolígrafo de bajo precio, se escribe en el anverso mi nombre y dirección con algunos errores y, en el reverso, dentro de un círculo trazado en el ángulo superior derecho, los datos del remitente: R. García Munarriz / Farmacia, 3, 3º, dcha. / 28004 Madrid.
“Querido Pedro”, dice la breve misiva en un papel suelto cuadriculado, “aquí tienes mi legado. Creo que eres merecedor de poseerlo porque fuiste la persona con quien sostuve más abundantes y extensas conversaciones sobre arte y literatura. Verás que junto a esta carta va un sobre. En su interior encontrarás anotadas las frases, las palabras que me han emocionado a lo largo de mi vida. Son pocas y forman tres bloques. Recibe un abrazo de tu amigo Ricardo que ya habrá muerto cuando me estés leyendo. En Madrid a las 11 horas del jueves 5 de febrero de 2009.” Llamé a mi abogado por si la comunicación de ese posible suicidio pudiera comprometerme y luego, ya con la policía avisada, el piso inspeccionado y el juez movilizado para levantar el cadáver, me dispuse a disfrutar con el ramillete de citas que iluminaron, sin duda, toda una existencia.
De la prensa diaria:
“Los preparativos para la Fiesta Provincial del Fiambre Casero.”
“Fueron compañeros de la sección de lengüetas.”
“Recorrió junto a Smith el circuito de garitos de mala muerte.”
“Donde la ciudad acaba, donde las ciudades son como islas, cortadas, de límites definidos.”
“A su madre el suceso no le quitó el apetito de hacer música.”
“Discos eclécticos, repletos de dobles sentidos y simpáticos exotismos.”
“Una de las femmes fatales más intensas que ha dado el género.”
“El Baile de las Monjas de Roberto el Diablo, la Danza de las Monjas Espectrales en el interior de la Catedral de Palermo. “
“Vagaba por las calles de Baltimore con ropas que no eran las suyas.”
“En Formentera se cazaban las pardelas a mordiscos.”
“Millares de animales simples forman un cerebro colectivo que toma decisiones.”
“Nunca buscó simetría (estética) sino eficacia.”
“Una mujer paralizada de cintura para abajo y que se negaba a ir en silla de ruedas.”
En libros y revistas:
“Fue una picadura de escorpión que dejó una mancha en forma de escorpión donde picó el escorpión.” Sara. Frank Ferris.
Señora Píbodi. (Común)
Señora Bíguelou. (Común)
“Era una mujer de cara mutable, con un amplio repertorio de apariencias que iban desde la fealdad hasta un particular modo de belleza.” Ella. Jean de Erin.
“Uno de mis defectos es que no he podido acostumbrarme a la fealdad humana.” El filo de la navaja. William Somerset Maugham.
“Las largas peregrinaciones hacen a los hombres discretos.” El licenciado Vidriera. Cervantes.
“Ningún artista tiene inclinaciones éticas. En un artista, una inclinación ética es un amaneramiento estilístico imperdonable.” Óscar Wilde.
“La filosofía es el manejo de lo obvio (o del sentido común, que es lo mismo) mediante el uso de herramientas sofisticadas.” Revista Pensar.
“Viajar es esa actividad en la que uno paga por sufrir todo tipo de incomodidades.” Selecciones del Reader’s Digest.
“Le gustan las mujeres húmedas de sobacos.” Libro de Buen Amor.
“Un cazador con pinta de idiota.” John Berger.
En la calle:
“Tenía oído de tísica.”
“La compré las mamaderas.”
“Era hijo de un sastre ambulante.”
“He llegado a casa y me he lavado la boquita.”
Por momentos,
la vida se
detiene a veces
a la manera
de un paseante
que hubiera
perdido
la orientación de la hora
y del lugar.
En ese especial
intervalo
pasmado o cerúleo
se crea
un cantón de existencia
sin realidad.
Gruesa gota de tiempo
que no enlaza
con la lluvia
de episodios
frecuentes y
de significación
sino que,
a su aire,
emerge
con una autonomía
sin centro
o hueso,
lo que la hace
inconfundiblemente
atónita.
Atóna.
Madera derretida
o quemada que
,en el itinerario de vivir,
boga como una
sorda excrecencia.
Una ampolla
sin sustancia
sin sustento.
Muda o ahogada
en la limpia ciénaga
de la inanidad.
Ocupan la gran pantalla en tropel los escritores, mostrados en facetas heroicas, ruines y consuetudinarias. De los siete principales contabilizados en un par de meses de novedades, cuatro existieron, Pablo Neruda, Emily Dickinson, Thomas Wolfe, William Carlos Williams (que no sale en persona pero personifica la trama de ‘Paterson'), y tres son de ficción Entre los últimos, el más atractivo a priori es el Edward Sheffield (Jake Gyllenhaal) de ‘Animales nocturnos', que escribe una novela para resucitar y aparecerse a la mujer que lo abandonó, devolviendo a la literatura una de sus armas más mortíferas, la venganza. Otro vengador concienzudo imaginado por los argentinos Mariano Cohn y Gastón Duprat en ‘El ciudadano ilustre', el novelista Daniel Mantovani, regresa tras ganar el premio Nobel de literatura a su ciudad natal de los horrores, Salas, en la que los honores que se le dispensan abren ante él la antesala del infierno. Son muy brillantes los apuntes grotescos de Cohn y Duprat: el calamitoso traslado por carretera del premiado, el concurso de pintura parroquial en el que debe ser juez, las reinas de la belleza afectadas por la magnitud del encomio, la estatua al prócer y los vejámenes que sufre. Cuando llega el drama del amor truncado y los celos, la película se espesa en una melaza onírica y trascendental que no cuaja.
También se tambalea el justiciero ficticio de ‘Animales nocturnos'. Tom Ford, tan elegante con la cámara como con la aguja, construye bien la trama en tiempos y escenarios alternos, pero se pierde en la costura: hace holgadas las escenas que pedían estar ceñidas (como el asalto y los abusos de los pandilleros), verbosas las de conflicto transitorio (las dos cenas centrales, Sheffield con Susan, ésta con su madre) y, atraído por las formas del arte visual a la moda se queda en la superficie de una interesante historia de gran calado.
Por el contrario, el japonés Hirokazu Kore-eda, depurado hasta la frugalidad en ‘Después de la tormenta', imprime a sus habituales fábulas de familia un sesgo insólito, haciendo de Ryota, el padre separado que la protagoniza, un novelista fallido que busca como salida laboral un empleo de detective. El investigador privado tiene en inglés una bella palabra de definición, ‘gumshoe' (título, por cierto, de la magnífica opera prima semi-policial de Stephen Frears), y la sugerencia de lo conveniente que es para un detective (y no digamos para un escritor) pisar la realidad con zapatos de suela blanda y así no hacerse de notar, le cuadra perfectamente al film de Kore-eda. La tormenta del título estalla, alterando las vidas, pero Ryota vive su otoño con parsimonia y dulzura: los falsos finales felices de este magnífico director.
Y ahora, los que pisan fuerte y hacen ruido siempre que pueden
Como era previsible viniendo de un cineasta tan impar como Pablo Larraín, Neruda rehuye ser la biografía de Pablo Neruda, deteniéndose en la alegoría del creador con ínfulas. El director de ‘El club' combate cuerpo a cuerpo con el autor de ‘Canto general', y la inmodestia y el genio de ambos asegura el espectáculo. Más titanes de pisada y voz tronante: por ejemplo Ernest Hemingway, que sale de comparsa junto a un pez espada gigante en ‘El editor de libros', cuyo título original es ‘Genius'; la aseada pero banal película de Michael Grandage retrata a tres, Wolfe, Scott Fitzgerald y el citado Hemingway, enfrentándolos a un personaje fascinante, el editor Maxwell Perkins, que por culpa del rostro impenetrable de Colin Firth y las carencias fílmicas de Grandage no cobra relieve como el hacedor en la sombra que fue. Una lástima, porque el ambiente, el lugar de los hechos, los dólares gastados en la producción y el esfuerzo colosal de Jude Law por hacer de Wolfe un ‘overreacher' del párrafo largo apuntaban más alto.
‘Paterson' no permite el juego habitual de las comparaciones odiosas entre el libro y la película, por la sencilla razón de que su guionista y director Jim Jarmusch utiliza ese título, esa pequeña ciudad de New Jersey y al poeta Williams Carlos Williams sólo como excusa para hacer su propia meditación poética, tenue pero elocuente. El libro no es, a mi juicio, la obra maestra del autor de ‘In the American Grain'; el renombre lo debe a su envergadura en tanto que novela poemática de más de doscientas páginas o poema en versiprosa salpicada de pensamientos y apotegmas. Publicado por entregas entre 1946 y 1958, el ‘Paterson' del Doctor Williams no existiría probablemente sin los precedentes compositivos de Ezra Pound, aunque la verbalidad y las aspiraciones de ambos poeta sean muy distintas. El libro está concebido como una narración zigzagueante en la que la poesía, predominante, se quiebra a menudo por las citas, los slogans, las noticias de corte periodístico, los diálogos, las opiniones y unas cuantas cartas. Lo narrativo, casi nunca novelesco, se funde con la lírica más desnuda, un dispositivo especialmente logrado en su Libro Tres, que constituye el centro de la obra.
Jarmusch cita al escritor, bromeando un par de veces con las tres cláusulas de su nombre, sitúa en Paterson y llama Paterson al personaje protagonista, conductor de autobuses y poeta amateur (un ‘gumshoe' desarmado aunque perspicaz), pero ni la poesía que el joven o la graciosa niña admiradora de Emily Dickinson, en el más delicioso episodio de la película, escriben es la de Williams, sino la de un poeta algo posterior, y yo diría que bastante inferior, Ron Padgett. El perfume de la poesía de la Escuela de Nueva York flota sin sobre el film, y más de una vez se reconoce la fuente de los hallazgos del cineasta; es evidente, por ejemplo, que el trazado tan atractivo de la pareja de Paterson y su novia Laura remite, más que a Petrarca, a una imagen muy bella del arranque del Libro Uno de ‘Paterson': "Un hombre como una ciudad y una mujer como una flor - que están enamorados". Así es el ‘Paterson' de Jarmusch: fluctuante, caprichosa metáfora de la ciudad que da alimento al joven y de los vestidos y adornos florales con los que emplea su tiempo Laura.
Para mi gusto sobran los planos de mirada lánguida del conductor-poeta a las cosas y al paisaje, como preanuncio mecánico de su inspiración. En cuanto al bulldog Marvin, encarnado por el animal de nombre Nellie, es tan buen intérprete que el director, sacrificando a veces a sus actores, le da demasiado papel. El perro en sí es sublime, como todos (esto lo saco de un verso de Mark Strand), pero las monerías de Marvin chillan en un curso tan ameno y remansado como el del film.
Soy consciente de que los poemas que voy publicando en el blog de El Boomeran(g) están poblados de erratas, inconcordancias y faltas de puntuación. Pero este es el poema que nace crudo e inmediato, sin aquellos atildamientos que parecerían pretender su perfección. Esto lo dejo para un libro más lento, de papel.