Vicente Verdú
Vivía tan absorto
en la enfermedad
que, sin desearlo,
ignoraba los cariños
que me regalaban.
No sentía sino
como otro síntoma
de mi gravedad
sus atenciones
y todo quedaba
empaquetado
en el proceso
del pavor sin dolor.
Envuelto
con la misma
y tan repetida
seda
de la resonancia magnética.
Sonaban
sin ruido
los amores amistosos
de todo lugar
y se posaban
sobre la indiferencia
acuosa
del mediastino.
Se colaban
en ese cuenco
sin dejar
ninguna
señal
rastreable.
Señal
efectiva
de curación.
Líquidos
o gases
inocuos
que enfocaban
la enfermedad
con su luz neutra
para, involuntariamente,
dejar
las cosas igual
Más aún:
extrañamente
la enfermedad
que empezó siendo
un intolerable
personaje intruso
fue ensanchándose
para forjar
mi identidad.
Y ocupó
sin pausa, gradualmente,
el espacio completo del yo.
Así que era difícil
deslindar
la parte sana y la enferma
la salud y la no salud
de mi estado.
Fuera
mediante
el piadoso
afecto de los demás
o mi soledad sin eco,
el proceso derivó
en una suerte
de lago único
Una nueva personalidad
linfática
y, desde ella,
el mundo parecía
otro mundo.
Y yo otro habitante
avanzando dócilmente.
Hacia el final.
La meta
de un camino
natural
que hubiera barrido
las astillas imperfectas
de mi unicidad,
la fetidez del amor propio,
la espesura de la personalidad,
el funesto colgajo
de la singularidad.