

Un grupo
de caballos
sin visión
engalanaban
los sueños que,
a su vez,
galopaban
suspendidos
en blandos aires
de caucho
por sendas
paralelas.
Pequeñas estrellas
además,
estrellas puntiagudas
y adyacentes
permitían
concluir
que esa manada
se hallaba agrupada
por la ceguera.
Prosperaban,
como en sueños blancos,
sin relato.
Sólo una idea
vaga y verde,
asociada al
avance,
cumplía el objetivo
de la supuesta
salvación.
La inyección,
el yodo,
los Pet Tac,
los antieméticos
giraban
como el impulso
de una fuga
dirigida hacia otra escena,
fuera del sueño equino,
y en donde la realidad
se convertiría
en algo ordinario,
incompatible
con la excepcionalidad,
y ella se
fijara en el pasado
como sin haber
existido.
Nunca ni más.
Vivía tan absorto
en la enfermedad
que, sin desearlo,
ignoraba los cariños
que me regalaban.
No sentía sino
como otro síntoma
de mi gravedad
sus atenciones
y todo quedaba
empaquetado
en el proceso
del pavor sin dolor.
Envuelto
con la misma
y tan repetida
seda
de la resonancia magnética.
Sonaban
sin ruido
los amores amistosos
de todo lugar
y se posaban
sobre la indiferencia
acuosa
del mediastino.
Se colaban
en ese cuenco
sin dejar
ninguna
señal
rastreable.
Señal
efectiva
de curación.
Líquidos
o gases
inocuos
que enfocaban
la enfermedad
con su luz neutra
para, involuntariamente,
dejar
las cosas igual
Más aún:
extrañamente
la enfermedad
que empezó siendo
un intolerable
personaje intruso
fue ensanchándose
para forjar
mi identidad.
Y ocupó
sin pausa, gradualmente,
el espacio completo del yo.
Así que era difícil
deslindar
la parte sana y la enferma
la salud y la no salud
de mi estado.
Fuera
mediante
el piadoso
afecto de los demás
o mi soledad sin eco,
el proceso derivó
en una suerte
de lago único
Una nueva personalidad
linfática
y, desde ella,
el mundo parecía
otro mundo.
Y yo otro habitante
avanzando dócilmente.
Hacia el final.
La meta
de un camino
natural
que hubiera barrido
las astillas imperfectas
de mi unicidad,
la fetidez del amor propio,
la espesura de la personalidad,
el funesto colgajo
de la singularidad.
Las traviesas. Los raíles,
Las estaciones de tren,
la irrefrenable pérdida del amor,
las fugas de presos,
los cadáveres de la riada.
La lluvia de esparto,
la sangre en la carretera,
el infarto sobre el mármol
del vestíbulo
en el hotel.
La bomba que alza
racimos de niños
sin brazos.
Los racimos de moscas
hambrientas
de ambición.
Los platos sucios
del asesino,
el caudal de las
cloacas,
el destino amenazante.
La mala suerte popular.
Las sombras sin prestación.
La tóxica pobreza
popular.
Los rincones
de arañas
ominosas.
Los pantanos
verdosos,
virulentos.
Las escuelas de cucarachas
huyendo.
Los peces reventados,
las caras tumefactas,
las médulas cancerosas,
las serpientes reptando
sobre los suelos
del templo.
Las caricias falsas, plateadas.
Las mentiras criminales
El aborrecimiento innato.
La necesidad perpetua.
La penuria oxidándose.
El alma humana
en un muladar verdecido.
de orín.
Las viciosas perdices
de los ojos
Los virus incurables.
Corrosivos.
El desánimo
incurable, irredimible.
La lamentación constante.
El color dorado y remachado.
El perfume de un incienso
fétido, constante.
Los millones de bacterias
bullendo para matar.
Los millones de neuronas
sin fundamento defensivo.
El asco del propio cuerpo
en la autopsia o en
el hospital.
La catástrofe del organismo
incendiándose de lástima.
La gratis vulnerabilidad
de los mortales.
Los mortales
vivientes,
vanamente.
Los insomnios selváticos,
plenos de alimañas.
La ilusión cretina
de permanecer.
¡Cómo dejar
de observar
tanta ignominia!
El Liceu estrena hoy Quartett, ópera basada en Las amistades peligrosas de Pierre Choderlos de Laclos (1782) y en la obra de teatro homónima de Heiner Muller (1981), con música y libreto del compositor italiano Luca Francesconi. Viene con la impactante puesta en escena de Joan Ollé (La Fura dels Baus) hecha para su estreno mundial en La Scala de Milán. Este es mi ensayo sobre lo que nos propone esta ópera contemporánea. Fue publicado la semana pasada en Cultura/s de La Vanguardia.
* * *
“No se atrevan a venir su no pueden aceptar que deben analizar lo que hacen y quiénes son. Esta pieza es violenta, sexual, blasfema, desprovista de misericordia. Los únicos dos personajes son la definición del cinismo: hicieron un pacto para no amar nunca más. El amor y el sentimiento están prohibidos y lo único que queda e importa es un juego de ajedrez con las almas y los cuerpos”.
Así contestaba hace tres años el compositor italiano Luca Francesconi a la pregunta de Tom Service, del diario The Guardian, sobre cuál es el público que tiene en mente para su ópera Quartett. En 2014 Quartett estaba a punto de convertirse en una de las pocas óperas contemporáneas que poco después de su estreno mundial, tenía una nueva puesta en escena muy distinta de la del teatro que la encargó.
En la respuesta desafiante del compositor, que aparentemente busca ahuyentar al público poco afecto a las obras contemporáneas, se encuentra la clave del éxito de Francesoni. Es una mezcla perfecta de autenticidad artística y marketing. Esa descripción de su obra como no apta para corazones débiles o espíritus tradicionalistas es en el fondo un llamado, un reto.
* * *
Quartett es una recreación de otra recreación, y se desarrolla al mismo tiempo en la época anterior a la Revolución Francesa y la posterior a la Tercera Guerra Mundial. Los personajes principales son los de Las amistades peligrosas, una novela epistolar de Pierre Choderlos de Laclos, el vizconde Valmont y la marquesa de Mertouil (representados soberbiamente en la película de Stephen Frears con la que la mayoría del público identifica la historia por John Malkovich y Glenn Close).
Estos antiguos amantes ya perdieron toda señal de ternura o humanidad, si es que alguna vez la tuvieron, y se dedican a herirse, engañarse, jugar a la crueldad usando el lenguaje del amor y las pulsiones del sexo como armas de ataque y tortura. Es la decadencia de una aristocracia a punto de desintegrarse.
Con estos dos personajes, el dramaturgo alemán Heiner Müller, quien trata a los humanos como si fueran insectos a estudiar en un experimento, monta una obra de cámara, Quartett. El mundo del Antiguo Régimen que se termina a finales del siglo XVIII se mezcla con otro final, aún más apocalíptico: al final de la Tercera Guerra Mundial, estos dos gastados amantes que aman odiarse son los últimos humanos que quedan. No hay revuelta del tercer estado, no hay pueblo redentor ni el hombre nuevo de las revoluciones comunistas. Crueldad y destrucción mutua es lo que hay.
El vacío moral de la historia se profundiza con los saltos rítmicos, las lúgubres fanfarrias de los metales y las declamaciones vocales, secas como martillazos, de la partitura. La música, mayormente atonal, astringente, de una pulsión nerviosa y deliberadamente irritante, lleva a pensar más en la música del invernal Luigi Nono que en la de uno de los maestros de Francesconi, el solar Luciano Berio. De hecho, tanto Nono como Berio y el otro maestro del compositor, el alemán Karlheinz Stockhausen, fueron la punta de lanza del maridaje de música clásica contemporánea y electrónica: de eso hay abundante y muy creativo uso en esta ópera.
* * *
¿Por qué se llama cuarteto si son dos? Porque en sus juegos, cada uno de los dos se disfraza de una conquista o víctima sexual del otro, y así aparecen los cuatro personajes centrales de la novela y de la película: la virginal Volanges (interpretada en la película por una jovencísima Uma Thurman) y la casada y pía madame Tourval (una perturbadora Michelle Pfeiffer). Las dos mujeres son presa de la pareja de libertinos cínicos, el trofeo de su juego perverso.
La versión que se presentó en un teatro pequeño londinense en 2014 fue obra del vanguardista director y coreógrafo John Fulljames, con un mínimo escenario en el centro y butacas a los costados. El público casi podía tocar a los dos cantantes. En cambio, en la versión que se verá en el Liceu, la que presentó Alex Ollé de La Fura dels Baus para La Scala de Milán en 2011, los dos intérpretes están enjaulados lejos de los espectadores, en una caja suspendida en medio del escenario.
En esta jaula móvil, el público del Liceu verá una performance que impactó a los críticos que vieron el estreno en Milán o su reposición en el Teatro Colón de Buenos Aires. El periodista musical del diario argentino La Nación, Jorge Aráoz Badí, calificó la puesta de Ollé como “magistral”. Allí, como en La Scala y ahora en el Liceu, los intérpretes son Robin Adams y Alison Cook, a quienes los críticos de ambas orillas encontraron una pareja de ensueño (o de pesadilla, según se vea) para estos dificilísimos papeles que aúna gran dificultad vocal y un viaje tremendo al abismo de la inhumanidad en algo más de 100 minutos.
“Así que no vengas si tienes problemas con tu pareja: ¡puedes descubrir algo que no querías ver!”, sigue diciendo Francesconi en aquella entrevista para The Guardian.
¿Quién se atreve?
El amor.
La falta de amor.
La soledad doliente.
La ansiedad de amar
La angustia de no ser amado
tras su dolor.
El dolor de querer
incalculablemente.
La dicha sencilla
de querer
como los dulces
y los helados de fresa.
El extraño gozo
de ser querido
sin justificada razón
La excelente felicidad
del cariño menudo.
Las menudencias
de los detalles amables.
La piedad deplorable,
siempre algo sucia.
El odio infame
y abominablemente oscuro.
La caridad amante
y condescendiente.
La orgía espontánea
y ciega.
El sexo tronante.
El sexo fatigado de sí.
La tragedia omnímoda
de la sexualidad.
La idealización
como un licor transitivo.
El sentimiento
invasor de la memoria
el sentimiento
en la sangre circulante.
sin cesar.
La adoración.
La penitencia romántica
de la subordinación.
La seducción imprevista,
el ensimismado yo
del amado e hiriente dolor.
El dolor absoluto
del desdén.
La conquista simple
sin hacedera.
El objeto adorado
por destino.
La adoración de la figura
y su voz.
La figura de la belleza
deslumbrante.
El incólume pleito
de no acoplarse.
La cópula abstracta.
La cópula sin lenguaje
o mediante el silencio.
La comunicación.
¿La comunicación?
El fracaso de la unión.
La catástrofe de la pareja.
El abrupto lenguaje sin traducción.
El bellos lenguaje del silencio
sin embargo,
el silencio del buen amor.
Misha Dmitri Tippens Krushnic resulta demasiado complicado de retener o pronunciar, y no sirve para una estrella de la televisión; de modo que debemos hablar de Misha Collins, el actor de la serie Supernatural, donde interpreta a Castiel, un ángel benefactor que tampoco tiene reparos en matar inocentes.
No conozco a Misha, aunque un día espero hacerlo. Una vez hace 15 años vino a Nicaragua con un grupo de voluntarios, entre ellos su padre, que traían la misión de dotar de un laboratorio de computación a una escuela de secundaria para adultos en San Juan del Sur, un puerto turístico del Pacífico. La escuela había abierto sus puertas ese mismo año.
Ahora Misha tiene una fundación llamada Random Acts que ha donado los fondos para levantar el primero de los edificios de esta escuela que antes andaba posando en casas alquiladas, o buscando aprovechar las horas muertas de las escuelas públicas.
Se trata del Instituto Libre para Adultos, fundado por iniciativa de dos mujeres fuera de serie, Rosa Elena Bello, nacida en el propio puerto, y Margaret Morganroth, quien llegó a finales de los años ochenta, los años de solidaridad con la revolución, a crear una hermandad entre Newton, Massachusetts, y San Juan del Sur.
El instituto, sin ninguna clase de apoyo estatal, admite estudiantes que generalmente no tienen cabida en el sistema educativo público: adultos fuera de la edad escolar, madres solteras, jóvenes embarazadas, empleadas domésticas, pescadores, vendedores callejeros, peones agrícolas, que quieren salir del túnel de la pobreza. Muchos de ellos viven en zonas lejanas, y son capaces de viajar kilómetros, cruzando ríos a pie, o a lomo de bestia, para asistir a las clases, como lo han hecho hoy para estar presentes en la inauguración del edificio.
He sido invitado por Margaret para hablar en la ceremonia de inauguración. Y el tema que he elegido es para mí una especie de parábola, la del solista y la orquesta.
Empiezo diciendo que el nuestro es un país de contrastes, porque cuando Rubén Darío nació en 1867, las guerras civiles y las pestes habían despoblado Nicaragua dejándola reducida a 150 mil habitantes, como resultó del censo que mandó a hacer el presidente Tomás Martínez, quien, preocupado de que los nicaragüenses fueran tan pocos, ordenó aumentar 100 mil almas más. Ya antes había mandado cambiar la Constitución Política para poderse reelegir, viejo vicio del que aún parece no haber cura.
Había sólo 92 escuelas de primaria para varones en todo el país, y 9 escuelas para niñas, y ya podemos imaginar la tasa de analfabetismo. Ni se publicaban ni se importaban libros. No había tampoco bibliotecas públicas.
Rubén Darío es el solista que no tiene orquesta. La palabra solista viene de solo. ¿La orquesta completa, dónde estaba? Nacía un poeta capaz de transformar la lengua desde el traspatio, mientras la oscuridad de la ignorancia y del atraso seguían sin disiparse en un país rural, como lo sigue siendo ahora.
Si una sociedad tiene una orquesta completa, entonces cada quien será ingeniero, arquitecto, constructor de carreteras, de presas, biólogo, matemático, médico, enfermera, químico, especialista en computadoras, inventor de programas digitales, traductor, artista, escritor, actor de teatro, director de cine.
Una de las primeras mujeres que entró a estudiar en el Instituto Libre aseaba los baños en el Centro de Salud del puerto. Se bachilleró y luego se graduó de enfermera profesional. Tenía un instrumento que tocar, en una orquesta muy incompleta.
No hay buenas orquestas con músicos que tocan de oído, desconocen los instrumentos que tienen en sus manos, o son incapaces de leer una partitura. Y no se puede improvisar. Antes de presentarse en público, una orquesta ensaya. Cada quien ha estudiado el papel que tiene colocado en el atril.
¿Cuántos ingenieros químicos se han quedado de carretoneros? ¿Cuántos que hubieran podido descubrir una vacuna en un laboratorio se han quedado cargando sacos? ¿Cuántas mujeres que pudieron ser cirujanas capaces de trasplantar un corazón, un hígado, se quedaron en la cocina, soportando los golpes y los abusos de un marido borracho?
Pero no tendremos orquesta mientras sigamos a la cola. En un estudio de la UNESCO sobre educación primaria, Nicaragua ocupa el puesto 13 entre 15 países. No habrá orquesta mientras los niños asistan a clases sentados en el suelo, o mientras un solo maestro, en la
Y sin la orquesta completa, la democracia tendrá poco sustento.
Borges publica en 1985, un año antes de morir, su último libro de poemas, Los conjurados, donde incluye el poema “Un lobo”, no asociado a la moderna preocupación por el agotamiento de los activos faunísticos sino al espacio literario de “la última vez”, ese recurso en el que, con señalamiento preciso de las coordenadas temporales, se registran las últimas veces que se llevan a cabo determinadas tareas.
UN LOBO
Furtivo y gris en la penumbra última,
va dejando sus rastros en la margen
de este río sin nombre que ha saciado
la sed de su garganta y cuyas aguas
no repiten estrellas. Esta noche,
el lobo es una sombra que está sola
y que busca a la hembra y siente frío.
Es el último lobo de Inglaterra.
Odín y Thor lo saben. En su alta
casa de piedra un rey ha decidido
acabar con los lobos. Ya forjado
ha sido el fuerte hierro de tu muerte.
Lobo sajón, has engendrado en vano.
No basta ser cruel. Eres el último.
Mil años pasarán y un hombre viejo
te soñará en América. De nada
puede servirte ese futuro sueño.
Hoy te cercan los hombres que siguieron
por la selva los rastros que dejaste,
furtivo y gris en la penumbra última.
No se sabe qué día murió ese último lobo salvaje inglés. Aunque sí que a principios del siglo XVI, en ese país, ya habían sido exterminados. En cambio, por lo que respecta al continente, disponemos de algunas efemérides lobunas. Paul Mégnin, en su Gibiers rares de France (París, 1942) cuenta que en Morbihan, en el invierno de 1880, una niña que jugaba en una granja fue parcialmente devorada por un lobo y que en 1914, en La Coquille, en el Perigord, otra niña, a las ocho horas de la tarde, cuando atravesaba un bosque al regresar de la escuela, fue sorprendida por una manada que sólo dejó algún hueso, los vestidos y una cestita. Sin embargo es M. Tripier, nos dice Mégnin, quien en un estudio titulado Les derniers loups de France, ofrece la fecha del último ataque mortal en Francia a un ser humano por parte de lobos. Lacónico, el especialista, asevera: “El último francés caído bajo los dientes del lobo fue una anciana devorada el 2 de octubre de 1918 cerca de la Chapelle-Montbran, en Alto Vienne”. Por lo que respecta a España, reseñar el ataque, a lo mejor el último con esas peculiaridades, que narra el mastozoólogo Ángel Cabrera en su obra Mamíferos (Madrid, 1914): “En Diciembre de 1895, la diligencia que hace el servicio entre Riaza y Segovia fue asaltada por una manada de lobos, que llegaron hasta ocasionar el vuelco del carruaje, resultando heridos dos viajeros y con graves mordeduras las caballerías.”
Jorge Luis Borges murió en Ginebra el 14 de junio de 1986. Y murió ciego. De hecho lo fue desde muchos años antes. Los documentos que dan fe de ese proceso de pérdida de visión nos dicen que fue hereditario y paulatino. Imaginamos a Borges imaginando los libros de su biblioteca a medida que día a día va cobrando conciencia de que no volverá a poner los ojos en ellos. Ese diccionario, ese manual, esa tragedia, debieron de tener una última fecha de lectura; luego, a lo que parece, alguien, su madre, su secretaria, pudieron leérselos. Todos pasamos o pasaremos por esa dolorosa circunstancia. No quizá por la ceguera sino por esa muerte, más cruel que la definitiva, que es la enfermedad o la invalidez. Tengo ante mí, al alcance de la mano, un libro extraordinario; se trata de Il Cavallier del Sole, che con l’ arte militare dipinge la peregrinatione della via humana, et le proprietà delle virtù, e de vitti, et come s’ ha da vivere per ben morire. Tradotto nuovamente di Spagnolo in Italiano per Messer Pietro Lauro. Lo adquirí en Madrid en una subasta. Es la traducción al italiano de El Caballero del Sol, libro de caballerías a lo divino, que con el título Peregrinación de la vida del hombre puesto en batalla debajo de los trabajos que sufrió el Caballero del Sol en defensa de la Razón fue publicado en Medina del Campo en 1552 y cuyo autor fue el presbítero palentino Pedro Hernández de Villaumbrales. Explica el catálogo del subastador que ese ejemplar, en 8º, publicado en Venecia en 1557, disfruta de bella tipografía cursiva y de hierros dorados en el lomo aunque, lo que me inclinó a pujar por él, fue el final del informe: “Primera edición italiana, de la que no hay referencias de ejemplar en biblioteca pública española. El autor es uno de los buenos prosistas ascéticos del XVI. Rarísima.”
Pasan los meses y no me atrevo a cogerlo. Sé que cuando lo haga será la primera y última vez. No me queda tiempo para más. Quizá entonces anote, en un papelito que pondré en su interior, la fecha y la hora en que lo abrí y, también, la fecha y la hora en que agotada la lectura me dispuse a dejarlo en su lugar para que descanse puede que un siglo; seguro que no le resultara extraño permanecer callado, intocado, durante ese periodo.
Relámpagos de murciélagos,
manchas celestiales.
Grandes campanas de muerte.
Y una circunferencia rosa
ribeteada de angustia
en el cenagal.
Hermanas,
sumidas en hábitos,
descendiendo
como una sucia cascada
a pies de la gran marea.
Mantas, camiones embarrados
sacos cargados de pan.
Medicamentos, ahogados,
hectáreas de naranjos
podridos.
Ahogados por el agua
de la inundación.
Cuerpos desnudos
o despedazados.
Hinchados los ojos.
Ahítos los labios
y azulado el corazón.
Ruedas de caucho,
oraciones
sin respuesta alguna.
Una lluvia caudalosa
con biseles de burdel.
Invasión de espléndida
cólera sin color.
El pesar de los olivos,
las higueras,
los granados,
los naranjos.
Las cabezas del vergel.
No había fuga
ni alimento.
Ascendieron los desperdicios
y la tremenda basura
fue el balance
de esta enlutada riqueza
del estercolero.
Del negro a la realidad.
De la veneración a la chimenea
infame
o el conducto
por donde
subían plegarias o pavesas,
ansiando restituir
un brillo claudicante
al filo deslucido
del pulmón.