

Un juzgado de Nicaragua ha sentenciado al poeta Ernesto Cardenal al pago de una multa por 800 000...
Grandes abrazos,
como herramientas
seguras,
colgaban de los
cielos vanamente.
Sin un cuerpo
dónde aferrar
su vocación de amor.
Todos los seres
habían transformado
su corporeidad
en transparencia,
su apariencia
en aire
y en simulacro
el efecto
de su corazón.
Una sangre
,sin embargo
seguía circulando
como una cinta
de satén.
Y esa sangre fue
el principio,
colorado y simbólico,
de una resurrección.
O, también
el vestigio,
flotante todavía,
de una existencia
en extinción.
En extinción
pero aún no exangüe.
La sangre ondeaba
en volutas
y banderolas
que hacían
presagiar,
con sus trazos,
un nuevo boceto humano.
Un conjunto de algunos,
primero
y una muchedumbre empapada
de sangre, después.
El abrazo no hallaba
ahora mismo
un bulto amoroso.
Pero pronosticaba
el futuro de una
multitud
acercándose entre sí
para aglomerarse
en un solo ramo
desinfectado
de rencor.
Apenas he sabido este domingo que Ernesto Cardenal ha sido notificado por medio de una cédula judicial que debe pagar 800 mil dólares en un proceso que le inventaron hace tiempo, cruzo la calle para irlo a ver. Somos viejos vecinos.
Esta casa es el único bien que Ernesto posee sobre la tierra, y nunca ha querido más. Cuando los jueces la subasten, no servirá de mucho para abonar esa deuda de inquina y odio que le cobran. No servirá que sepan que por su puerta entraron un día Günther Grass, Graham Greene, García Márquez, Julio Cortázar, Harold Pinter.
Es la misma casa donde ha vivido por casi cuarenta años, desde el triunfo de la revolución, y desde hace tiempos necesita una mano de pintura. Adentro lo que hay es penumbra, las mismas mecedoras de mimbre en la sala, y en las paredes las fotos desleídas de los muchachos de Solentiname, hijos espirituales suyos, que cayeron en combate o fueron asesinados en las cárceles de Somoza. Y unas cuantas esculturas, cactus, garzas, peces, armadillos, en las que sigue trabajando a sus 92 años, y que son su principal fuente de ingreso.
Entro a su dormitorio conventual. Un catre de monje, otra mecedora, un estante de libros. Por la ventana se mira el verdor del patio. Lo encuentro sentado en el borde de la cama, donde hace sus meditaciones, la primera de ellas a las cuatro de la madrugada. Ha sido fiel con lo que cree, y la pobreza lo acompaña.
Cuando vengan los jueces de Caifás con sus tasadores oficiales a levantar inventario de lo que hay en esta casa para confiscarlo todo, encontraran muy poco. Los mismos viejos muebles, sus libros en los estantes, esos sí, muchos, pero que seguramente no servirán a la voracidad de quienes quieren despojarlo por venganza. Tirria, decimos en Nicaragua. Le tienen tirria por ser tan grande y por hablar tan alto, por no callarse nunca.
Recuerdo a los jueces de Caifás, porque recuerdo su poema de Gethsemani, Ky:
Es la hora en que brillan las luces de los burdeles
y las cantinas. La casa de Caifás está llena de gente.
Las luces del palacio de Somoza están prendidas.
Es la hora en que se reúnen los Consejos de Guerra...
Al poeta más grande de Nicaragua le han notificado la sentencia condenatoria, urdida a medianoche, por medio de cédula judicial, como a alguien que no tiene domicilio conocido. El juez que lo ha condenado va a ordenar que lo saquen de esta casa para entregarla al demandante inventado por el poder que quiere humillarlo. Ninguna otra cosa puede esperarse. La pretensión es dejarlo en la calle.
No hay más, poeta, le digo, son unos pocos pasos, se viene para mi casa con sus cuatro bártulos, y sus libros, si es que no le secuestran sus libros. Tulita mi mujer estará feliz de recibirlo. Imagínese lo bien que la vamos a pasar, conversando.
Eso sí, agrego, prepárese para una gran disputa, porque serán miles en Nicaragua los que querrán llevárselo a vivir con ellos también, un honor así no pasa tan fácilmente desapercibido, como no pasa desapercibida esta injusticia colosal a la que lo someten los jueces de Caifás.
Mac y su contratiempo (Seix Barral) es el título de la nueva novela de Enrique Vila Matas, que...
Voy a evocar hoy las interesantes, precisamente por radicales, posiciones de una investigadora cuya argumentación exige una revisión esquemática de la tesis fundamental de un pensador al que cabe aproximarse de muchas maneras, pero que puede indiscutiblemente ser considerado un humanista, me refiero a Kant. Empiezo formulando una pregunta:
¿Puede uno atenerse de comer carne en razón de que una dieta vegetariana es beneficiosa para su salud? Obviamente sí, siempre que efectivamente haya vegetales disponibles, lo que no siempre es el caso tratándose de personas con renta baja que, como es sabido, son los mayores consumidores de la llamada comida-basura. Sin embargo la cosa es menos obvia, si se cambia una sola palabra: ¿Debe uno abstenerse de comer carne en razón de que una dieta vegetariana es beneficiosa para su salud?
La respuesta, de inspiración kantiana, la da la evocada directora de un programa de ética animal en una importante universidad catalana, al sostener en un artículo de opinión que una persona que se somete a una dieta que excluye el consumo de carne animal por motivos de salud, e incluso por considerar que así contribuye al equilibrio ecológico, no puede ser considerada vegana. Aunque, de hecho, un vegano protege efectivamente su salud y la del planeta "no se debería definir por ninguna de estas cosas, sino por el principio ético que las motiva...". Conviene situar la frase en su contexto:
"Una persona que sigue una dieta vegana por motivos de salud o para reducir su huella ecológica no es vegana, sino una vegetariana estricta que se mueve por un beneficio propio (cuidarse a sí misma o cuidar al planeta del que depende). Las personas veganas, aquellas que se mueven por la convicción ética de evitar la violencia, tienen un índice de abandono bajísimo. La confusión entre unas y otras interesa enormemente a algunos. Ser vegano/a implica una dieta y un estilo de vida concretos y tiene excelentes repercusiones sobre la salud humana y la del planeta. Pero no se debería definir por ninguna de estas cosas, sino por el principio ético que las motiva. Este principio prima el respeto al otro sea cual sea su especie. Es una acción directa para acabar con el genocidio que cometemos contra otros seres vivos" (1).
Rara vez he visto expresada con mayor radicalidad (a la vez que mayor desviación respecto al objeto ) el corolario fundamental del principio de la moralidad kantiana: si la máxima subjetiva que mueve a un individuo a comportarse de tal o tal manera responde al principio absoluto de la moralidad, que Kant llama imperativo categórico, entonces aunque las consecuencias sean nefastas, ese individuo es un ser moral, mientras que si tal máxima es contraria al imperativo, aunque las consecuencias sean positivas, ese individuo falla a la moralidad.
La diferencia es que, para Kant, el imperativo categórico consistía en no instrumentalizar, en considerar siempre como un fin en sí, al ser de razón y de lenguaje, mientras que en este caso el imperativo consiste en no instrumentalizar a las especies animales "porque (indica la autora) utilizar a un sujeto vivo, sensible, nunca está justificado".
Salvo esta diferencia (ciertamente radical) respecto a lo que no debe ser instrumentalizado, la concordancia con el formalismo kantiano es total: si el imperativo se convierte en la efectiva razón de tu proceder ("máxima subjetiva de acción" en la jerga) entonces serás un ser moral (reitero aunque las consecuencias empíricas de la actuación sean catastróficas) mientras que si la máxima subjetiva de acción es contraria o simplemente indiferente a tal imperativo, entonces en ningún caso te habrás comportado como un ser moral. Avanzo ahora algunas consideraciones respecto a cuál sería una actitud ante los animales sino derivada al menos compatible con la ética kantiana:
Como en el mito bíblico de Noé, el hombre ha de cuidar (hasta el extremo de erigirse en garantía de su subsistencia) aquellas especies que le son beneficiosas, e incluso aquellas que, potencialmente amenazantes, son necesarias al equilibrio de la naturaleza. Pues deseando la preservación y despliegue de su propia especie, el hombre ama naturalmente esa condición necesaria para tal objetivo que es la diversidad y complejidad del orden natural. En suma: dado que el primer imperativo moral es el de contribuir a la plenitud de la propia especie humana, infracción a la causa del hombre sería (en términos kantianos) tener un comportamiento que no respondiera a la máxima subjetiva de acción de mantener la salud y fertilidad de la naturaleza, incluida obviamente la naturaleza animada: es por afirmación de la propia especie humana que toda especie animal que contribuya al saludable equilibrio del entorno natural ha de ser objeto de atención y cuidado del hombre. Pues bien:
Ello no responde a una verdadera exigencia ética según el criterio del veganismo, dado que "utilizar a un sujeto vivo, sensible, nunca está justificado" pues como hemos visto ha de primar "el respeto al otro sea cual sea su especie".
Desde luego, en la práctica, una sociedad consecuente con estos principios es imposible, entre otras cosas porque las razones para no extenderlos a las especies vegetales son difusas, con lo cual la rectitud con el imperativo amenaza con imposibilitar la alimentación humana. Pero ello no vale como argumento para pensar que el veganismo como ideología esta llamado al fracaso. Nunca ha habido vida perdurable, y sin embargo la apuesta por tal causa alimenta a una gran religión desde hace más de veinte siglos; de la misma manera el triunfo de la religión vegana implicará una nueva doctrina de la doble verdad: mientras haya hombres se alimentarán de otras especies, pero se conseguirá quizás que tal consumo no sea esa ocasión de agradecimiento y celebración que se da entre tantas comunidades campesinas, perfectamente armonizadas con el entorno natural, a pesar de que en las mismas ( y quizá precisamente por ello ) el celebrado acontecimiento que es el nacimiento de un ternero no es sin embargo jamás confundido con el nacimiento de un niño.
La cuestión es de principio más que de resultados. Sólo un ser humano puede llegar a adoptar posiciones veganas, pero se tratará de un ser no conforme con la condición humana, aunque ello no le libre de verse irremediablemente concernido por la trágica singularidad de la misma.
En varias ocasiones he presentado aquí como una intuición común (antes de ser una tesis filosófica) que la presencia intrínseca de la muerte es correlativa de la apertura al lenguaje ("con la Muerte como único testimonio, pronunció su primera palabra", escribe la narradora catalana Teresa Colom). De ahí que los animales no humanos, poseyendo prodigiosos códigos de señales útiles para la subsistencia, pero ajenos al lenguaje, tengan por así decirlo la compensación de vivir de espaldas a su finitud, de espaldas al tiempo que sin embargo les reduce. Obviamente, el instinto de un animal le hace temer aquello que puede diezmarle, pero carecen de ese sentimiento verídico de la irreversible e irremediable finitud en acto, que en toda circunstancia acompaña al animal humano y que sólo puede ser momentáneamente neutralizado o encubierto, nunca abolido, sea mediante alguna distracción, sea mediante alguna expectativa imaginaria.
De ahí que los negadores de la singularidad del único animal para el que la finitud no es un (ignorado) destino biológico, sino un hecho siempre presente, los que homologan la vida humana y simplemente la vida, los que en suma aman la vida más que la palabra, deban no sólo asumir sino reivindicar su condición de anti-humanistas, contrarios a otorgar a la humanidad un papel central, con independencia de que busquen con sinceridad el acercamiento a la naturaleza y a la variedad de sus especies.
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(1) Nuria Almirón, artículo de opinión en El periódico de Cataluña 27 de enero de 2017
Creemos
que somos
nosotros
quienes exclusivamente
miramos al objeto.
Pero el objeto también mira
Nos mira,
nos seduce,
mediante
el exclusivo valor
de su mirada
insobornable.
Libre y autónoma
que sabe bien
a través
de el foco
que le dirigimos
la calidad y contenido
de nuestro deseo.
Interpreta así
el mapa de nuestra
cercana ansiedad
y cómo
siendo ella
la presa codiciada
nuestra ambición
hierve.
Mirada del objeto,
mirada objetiva,
e incandescente
que investiga
el grado
de nuestra azuzante
observación
Y si en ella existe odio,
necesidad o erotismo.
El apego
Proviene de este
grueso surtido subjetivo
plasmado
en el efecto
hacia el objeto.
Mirada de seres humanos.
Vivos y humanos.
Sujetos y objetos a la vez
a la manera de sanos
y enfermos,
hombre y mujer
lleno y vacío,
felicidad y dejación.
Gracias al objeto
en cuyo rango
se halla Dios,
artefacto máximo
de la producción humana,
nos volvemos
seres mortales y vivos.
Así nos distinguimos
de los animales
que al descubrir una cosa
la toman o la descartan
sin amor o dolor.
Sin quedar en su interior
al no alcanzarla
el residuo brillante
de decepción
el serrín del fracaso.
Es así como no somos tan solo bestias.
El objeto hace sujetos.
Crea dolor,
melancolía,
jolgorio.
Por el objeto llegamos
al amor, al odio,
a la catástrofe
de la bomba
o la felicidad
del pastel.
El helado de turrón.
Las narraciones de Nathanierl Hawthorne suenan hoy anticuadas y deliciosamente pasadas de moda pero, ojo, porque se trata de uno de los grandes creadores de la literatura norteamericana. Para Harold Bloom, Hawthorne es una de las cien mentes creativas y ejemplares que él reunió en su famosa antología Genios. Sin embargo, sus contemporáneos no le pusieron fácil el camino hacia la cumbre. Como él mismo dice en el prefacio a la presente edición, “¿acaso alguien ha tardado tanto como yo en obtener el más leve reconocimiento del público? Me senté a la orilla de la vida, como un hechizado, y a mi alrededor brotaron matas; y las matas se hicieron arbustos y los arbustos árboles, hasta que pareció no haber salida posible de las enmarañadas profundidades de mi oscuridad”.
Aunque por la forma elegante y poco vengativa de decirlo no lo parezca, Hawthorne estaba aludiendo a los vintitantos años de silencio e indiferencia transcurridos desde que en 1928 publicó su primera novela, Fanshaw (pagándola encima de su propio bolsillo) y la aparición de La letra escarlata (1850), una de las más grandes novelas de la literatura norteamericana. En pleno entusiamo, Bloon llega a decir que Hester Prynne, el principal personaje femenino de esa novela “es la Eva americana” y la compara con ventaja con cualquier otra heroína de la literatura mundial.
Entre una novela y otra escribió varias novelas más que en su momento pasaron desapecibidas, y gran cantidad de narraciones cortas que salieron a luz en pequeñas revistas de provincias y muchas veces sin firma, aunque finalmente las más vistosas fueron recopiladas en dos antologías, Cuentos contados dos veces (1837) y La muñeca de nieve y otros cuentos (1851). Cabe decir que si bien para entonces La letra escarlata ya estaba recibiendo los más encendidos elogios por parte de escritores de la talla de Emerson, Thoreau, Longfellow o Melville (que incluso le dedicó su Moby Dick), la presente antología se publicó gracias al aval de un amigo. Claro que no es menos significativo el hecho de que su mejor novela solo se llegaron a vender 8.000 ejemplares durante la vida del autor.
Aparte de la elegancia y la precisión de su prosa, lo primero que llama la atención al leer a Hawthorne es la riqueza espiritual de sus personajes. Si describe a un poeta dice que “el mundo cobraba otro aspecto, un aspecto mejor, cuando los ojos felices del poeta lo bendecían […] La Creación sólo había concluido con la llegada del poeta para interpretarla y, así, completarla”. Me pregunto qué poeta actual dejaría que se hablase de su obra en estos términos. Otra cualidad muy notoria en las narraciones de Hawthorne es la sensación de reposo que transmiten. Casi todas ellas están ambientadas en Nueva Inglaterra y aunque la independencia y sus lances bélicos están muy presentes, el tiempo transcurrido les había borrado los rasgos más duros y sangrientos y le permitía contarlos con serenidad y el mencionado reposo. Y eso que hay personajes tan desgarrados como Prudence Inglefield, la bella pero desdichada hija del herrero John Inglefield que regresa a casa para la comida de Acción de Gracias y que está a punto de ser perdonada y readmitida en la familia pero “inmóvil por un instante, Prudence observó la habitación iluminada por el fuego; parecía luchar con un demonio capaz de apoderarse de ella inluso si se refugiaba en los dominios sagrados del corazón de su padre”. El demonio, helás, es más furte y la muchacha desaparece en la oscuridad de la noche. Cuando reaparece, entre las maquilladas bellezas de la ciudad vecina, puede verse a una en cuya sonrisa disoluta no hay el menor asomo de compasión por los afectos puros y las alegrías y pesares que los acompañan . “La misma potencia oscura que había arrancado a Prudence del hogar de su padre […] podría arrebatar a un alma culpable de las puertas del Cielo y hacer del pecado y el castigo algo igualmente eterno”. Casi lo mismo puede decirse de la muñeca de nieve que da título a la antología: desde el primer momento se adivina que la equivocada solicitud del padre va a provocar una tragedia que hará irremediablemente desgraciados a sus hijos. Y es que, a veces, la bondad puede ser tan destructiva y maligna como el demonio. Pero todo ello, como digo, Hawthorne lo cuenta con una admirable serenidad y reposo.
La muñeca de nieve y otros cuentos
Nathaniel Hawthorne
Traducción de Marcelo Cohen
Acantilado