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Jaque al ‘finde’

No hay mejor energía semanal que la del viernes por la mañana: el café con leche sabe más fuerte, los jefes visten tejanos y el futuro cercano se extiende de forma parecida a una llanura de tiempo libre para colorear a tu antojo. Pero se trata de una idea obsoleta. De un espejismo, un sentimiento antiguo parecido a la plenitud que te embarga cuando empieza el verano y recuerdas aquella promesa de felicidad interminable. Porque, hoy, el fin de semana casi ha desaparecido, excepto para los niños. Los horarios se difuminan tanto como la frontera entre lo público y lo privado. Se trabaja en casa, y los autónomos hacen facturas los sábados; se va a comprar en domingo, e incluso muchos profesionales planifican la semana mientras emiten esos telefilmes de tarde, que atrapan igual que deprimen.
Cuando alguien dice sentirse muy productivo, y más en fin de semana, siento vergüenza ajena; ante mis ojos esa persona se transforma en máquina, y me pregunto por qué el lenguaje industrial ha logrado colarse por las rendijas de la satisfacción personal. Gente ufana por haber hecho un par de llamadas pendientes, por haber terminado un trabajo extra o por conseguir algo que probablemente acabará torciéndose. Entiendo esa sensación de eficacia que ofrece el trabajo cumplido, pero ¡de ahí a sentirse el empleado del mes!
El fin de semana sirve para despertarse tarde y atrincherarse en la cama a leer. Basta mirar a través de la ventana, como hacen las protagonistas de las películas inglesas, para que un barniz irreal, de minuto perdido en la nada, te haga sentir lo misteriosamente mortales que somos. Durante el fin de semana se va al mercado y se habla con el pescadero. Se llega incluso a sentir algo de temor ante esos guantes negros cubiertos de tripas, y te imaginas al hombre restregándose el olor de las manos, que es más rebelde que el de la mandarina. El finde –así se le llama, y mira que al principio sonaba en­golado y cursi, de chicas de colegio de monjas– también es indicado para arreglar cajones o tirar papeles que un día consideraste importantes, pero su valor ha decaído en un año lo mismo que tu cintura.
Resulta irónico que este 2017 haya comenzado en España con la propuesta por parte del Gobierno de acortar la jornada laboral (hasta las seis de la tarde). La tecnología y las redes, el multitasking y el pluriempleo han desdibujado la línea entre actividad y descanso. Russell decía que “la última consecuencia de la civilización es su aptitud para ocupar inteligentemente los ratos de ocio”.
Ahora nos jubilamos más tarde, le tememos al aburrimiento y ya no osamos ni mirar tras la ventana porque nunca hay tiempo, ni en fin de semana. O eso nos hacen creer si no lo defendemos.
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16 de febrero de 2017
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Poema 87

Grandes abrazos,

como herramientas

seguras,

colgaban de los

cielos vanamente.

Sin un cuerpo

dónde aferrar

su vocación de amor.

Todos los seres

habían transformado

su corporeidad   

en transparencia,

su apariencia

en aire

y en simulacro

el efecto

de su corazón.

Una sangre

,sin embargo

seguía circulando

como una cinta

de satén.

Y esa sangre fue

el principio,

colorado y simbólico,

de una resurrección.

O, también

 el vestigio,

flotante todavía,

de una existencia

en extinción.

En extinción

pero aún no exangüe.

La sangre ondeaba

en volutas

y banderolas

que hacían  

presagiar,

con sus trazos,

un  nuevo boceto humano.

Un conjunto de algunos,

primero

y una muchedumbre empapada

de sangre, después.

El abrazo no hallaba

ahora mismo  

un bulto amoroso.

Pero pronosticaba

el futuro de una

multitud

acercándose entre sí

para aglomerarse

en un solo ramo

desinfectado

de rencor.

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15 de febrero de 2017
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Los jueces de Caifás

Apenas he sabido este domingo que Ernesto Cardenal ha sido notificado por medio de una cédula judicial que debe pagar 800 mil dólares en un proceso que le inventaron hace tiempo, cruzo la calle para irlo a ver. Somos viejos vecinos.

Esta casa es el único bien que Ernesto posee sobre la tierra, y nunca ha querido más. Cuando los jueces la subasten, no servirá de mucho para abonar esa deuda de inquina y odio que le cobran. No servirá que sepan que por su puerta entraron un día Günther Grass, Graham Greene, García Márquez, Julio Cortázar, Harold Pinter.

Es la misma casa donde ha vivido por casi cuarenta años, desde el triunfo de la revolución, y desde hace tiempos necesita una mano de pintura. Adentro lo que hay es penumbra, las mismas mecedoras de mimbre en la sala, y en las paredes las fotos desleídas de los muchachos de Solentiname, hijos espirituales suyos, que cayeron en combate o fueron asesinados en las cárceles de Somoza. Y unas cuantas esculturas, cactus, garzas, peces, armadillos, en las que sigue trabajando a sus 92 años, y que son su principal fuente de ingreso.

Entro a su dormitorio conventual. Un catre de monje, otra mecedora, un estante de libros. Por la ventana se mira el verdor del patio. Lo encuentro sentado en el borde de la cama, donde hace sus meditaciones, la primera de ellas a las cuatro de la madrugada. Ha sido fiel con lo que cree, y la pobreza lo acompaña.

Cuando vengan los jueces de Caifás con sus tasadores oficiales a levantar inventario de lo que hay en esta casa para confiscarlo todo, encontraran muy poco. Los mismos viejos muebles, sus libros en los estantes, esos sí, muchos, pero que seguramente no servirán a la voracidad de quienes quieren despojarlo por venganza. Tirria, decimos en Nicaragua. Le tienen tirria por ser tan grande y por hablar tan alto, por no callarse nunca.

Recuerdo a los jueces de Caifás, porque recuerdo su poema de Gethsemani, Ky:

Es la hora en que brillan las luces de los burdeles
y las cantinas. La casa de Caifás está llena de gente.
Las luces del palacio de Somoza están prendidas.
Es la hora en que se reúnen los Consejos de Guerra...

Al poeta más grande de Nicaragua le han notificado la sentencia condenatoria, urdida a medianoche, por medio de cédula judicial, como a alguien que no tiene domicilio conocido. El juez que lo ha condenado va a ordenar que lo saquen de esta casa para entregarla al demandante inventado por el poder que quiere humillarlo. Ninguna otra cosa puede esperarse. La pretensión es dejarlo en la calle.

No hay más, poeta, le digo, son unos pocos pasos, se viene para mi casa con sus cuatro bártulos, y sus libros, si es que no le secuestran sus libros. Tulita mi mujer estará feliz de recibirlo. Imagínese lo bien que la vamos a pasar, conversando.

Eso sí, agrego, prepárese para una gran disputa, porque serán miles en Nicaragua los que querrán llevárselo a vivir con ellos también, un honor así no pasa tan fácilmente desapercibido, como no pasa desapercibida esta injusticia colosal a la que lo someten los jueces de Caifás.

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15 de febrero de 2017
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Reflexión sobre un texto vegano consecuente

Voy a evocar hoy las interesantes, precisamente por radicales,  posiciones  de una investigadora cuya argumentación exige una revisión esquemática  de  la tesis fundamental de un pensador al que cabe aproximarse de muchas maneras, pero que puede indiscutiblemente ser considerado un humanista, me refiero a Kant. Empiezo formulando una pregunta:

¿Puede uno atenerse de comer carne en razón de que una dieta vegetariana es beneficiosa para su salud? Obviamente sí, siempre que efectivamente haya vegetales disponibles, lo que no siempre es el caso tratándose de personas con renta baja que, como es sabido,  son los mayores consumidores de la  llamada comida-basura. Sin embargo la cosa es menos  obvia, si se cambia una sola palabra: ¿Debe uno abstenerse de comer carne en razón de que una dieta vegetariana es beneficiosa para su salud?

La respuesta, de inspiración  kantiana, la da la evocada directora de un programa de ética animal en una importante universidad catalana, al sostener en un artículo de opinión que una persona que se somete a una dieta que excluye el consumo de carne animal por motivos de salud, e incluso por considerar que así contribuye al equilibrio ecológico, no puede ser considerada vegana. Aunque, de hecho, un vegano protege efectivamente su salud y la del planeta "no se debería definir por ninguna de estas cosas, sino por el principio ético que las motiva...". Conviene situar la frase en su contexto:

"Una persona que sigue una dieta vegana por motivos de salud o para reducir su huella ecológica no es vegana, sino una vegetariana estricta que se mueve por un beneficio propio (cuidarse a sí misma o cuidar al planeta del que depende). Las personas veganas, aquellas que se mueven por la convicción ética de evitar la violencia, tienen un índice de abandono bajísimo. La confusión entre unas y otras interesa enormemente a algunos. Ser vegano/a implica una dieta y un estilo de vida concretos y tiene excelentes repercusiones sobre la salud humana y la del planeta. Pero no se debería definir por ninguna de estas cosas, sino por el principio ético que las motiva. Este principio prima el respeto al otro sea cual sea su especie. Es una acción directa para acabar con el genocidio que cometemos contra otros seres vivos" (1).

Rara vez he visto expresada con mayor radicalidad (a la vez que  mayor desviación respecto al objeto ) el corolario fundamental del principio de la moralidad kantiana: si la máxima subjetiva que mueve a un individuo a comportarse de tal o tal manera responde al principio absoluto de la moralidad, que Kant llama imperativo categórico, entonces  aunque las consecuencias sean nefastas,  ese individuo es un ser moral, mientras que si tal máxima es contraria al imperativo, aunque las consecuencias sean positivas,  ese individuo falla a la moralidad.

 La diferencia es que, para Kant, el imperativo categórico consistía en no instrumentalizar, en considerar siempre como un fin en sí, al ser de razón y de lenguaje, mientras que en este caso el imperativo consiste en no instrumentalizar a las especies animales "porque (indica la autora) utilizar a un sujeto vivo, sensible, nunca está justificado".

Salvo esta diferencia  (ciertamente  radical)  respecto a lo que no debe ser instrumentalizado, la concordancia con el formalismo kantiano  es total: si el imperativo se convierte en la efectiva razón de tu proceder  ("máxima subjetiva de acción" en la jerga) entonces serás un ser moral (reitero aunque las consecuencias empíricas de la actuación  sean catastróficas)  mientras que si la máxima subjetiva de acción es contraria o simplemente indiferente a tal imperativo, entonces en ningún caso te habrás comportado como un ser moral. Avanzo ahora algunas consideraciones  respecto a cuál sería  una actitud ante los animales sino derivada al menos compatible  con la ética kantiana:

Como  en el mito bíblico de Noé, el hombre ha de cuidar (hasta el extremo de erigirse en  garantía de su subsistencia) aquellas especies que le son beneficiosas, e incluso aquellas que, potencialmente amenazantes, son necesarias al equilibrio de la naturaleza. Pues deseando la preservación y despliegue de su propia especie, el hombre ama naturalmente  esa condición necesaria para tal objetivo que es la diversidad y complejidad del orden natural. En suma: dado que el  primer imperativo moral es el de contribuir a la plenitud de la propia especie humana, infracción a la causa del hombre sería (en términos kantianos)  tener un comportamiento que no respondiera a la máxima subjetiva de acción de mantener la salud y fertilidad de la naturaleza, incluida obviamente la naturaleza animada:  es por  afirmación de la propia especie humana que  toda especie animal que contribuya al saludable equilibrio  del entorno natural   ha de ser  objeto de  atención y cuidado del hombre. Pues bien:

Ello no responde a una verdadera exigencia ética según el criterio del veganismo,  dado que  "utilizar a un sujeto vivo, sensible, nunca está justificado" pues como hemos visto ha de primar "el respeto al otro sea cual sea su especie".

Desde luego, en la práctica, una sociedad consecuente con estos  principios  es imposible, entre otras cosas porque las razones para no extenderlos a las especies vegetales son difusas, con lo cual la rectitud con el imperativo amenaza con imposibilitar la alimentación humana.  Pero ello no vale como argumento para pensar  que el veganismo como ideología esta llamado al fracaso.  Nunca ha habido vida perdurable, y sin embargo la apuesta por tal causa alimenta a una gran religión desde hace más de veinte siglos; de la misma manera el triunfo de la religión vegana implicará una nueva doctrina de la doble verdad: mientras haya hombres se alimentarán de otras especies, pero se conseguirá  quizás que tal consumo no sea esa ocasión de agradecimiento y celebración que se da entre tantas comunidades campesinas, perfectamente armonizadas con el entorno natural, a pesar de que  en las mismas ( y quizá  precisamente por ello ) el  celebrado acontecimiento que es el nacimiento de un ternero no es sin embargo jamás  confundido con el nacimiento de un niño.

La cuestión es de principio más que de resultados. Sólo un ser humano puede llegar a adoptar posiciones veganas, pero se tratará de un ser no conforme con la condición humana, aunque ello no le libre de verse irremediablemente concernido por la trágica singularidad  de la misma.

En varias ocasiones he presentado aquí como una intuición común (antes de ser una tesis filosófica) que la presencia   intrínseca de la muerte  es correlativa de la apertura al lenguaje ("con la Muerte como único testimonio, pronunció su primera palabra", escribe la  narradora catalana Teresa Colom). De ahí que los animales no humanos,  poseyendo  prodigiosos  códigos  de señales útiles para la subsistencia, pero ajenos al lenguaje, tengan por así decirlo la compensación de vivir de espaldas a su finitud, de espaldas al tiempo que sin embargo les reduce. Obviamente, el instinto de un animal  le hace temer aquello que puede diezmarle, pero carecen de ese sentimiento verídico  de la irreversible e irremediable finitud en acto, que en toda circunstancia acompaña al animal humano y que sólo puede ser momentáneamente neutralizado  o encubierto, nunca abolido,  sea mediante alguna distracción, sea mediante alguna expectativa imaginaria. 

De ahí que los negadores de la singularidad del único animal para el que  la finitud no es un (ignorado) destino biológico, sino un hecho siempre presente, los que homologan la  vida humana y simplemente la vida, los que en suma aman la vida más que la palabra, deban no sólo asumir  sino reivindicar su condición  de anti-humanistas, contrarios a otorgar a  la humanidad un papel central, con independencia de que busquen con sinceridad el acercamiento a la naturaleza y a la variedad de sus especies.

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 (1) Nuria Almirón, artículo de opinión en El periódico de Cataluña 27 de enero de 2017

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14 de febrero de 2017
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Poema 86

Creemos

que somos

nosotros

quienes exclusivamente

miramos al objeto.

Pero el objeto también mira

Nos mira,

nos seduce,

mediante

el exclusivo valor

de su mirada

insobornable.

Libre y autónoma

que sabe bien

a través

de el foco

que le dirigimos

la calidad y contenido

de nuestro deseo.

Interpreta así

el mapa de nuestra

cercana ansiedad

y cómo 

siendo ella

la presa codiciada

nuestra ambición

hierve.

Mirada del objeto,

 mirada objetiva,

e incandescente

que investiga

el grado

de nuestra azuzante

observación

Y si en ella existe odio,

necesidad o erotismo.

El apego

Proviene de este

grueso surtido subjetivo

plasmado

en el efecto

hacia el objeto.

Mirada de seres humanos.

Vivos y humanos.

Sujetos y objetos a la vez

a la manera de sanos

y enfermos,

hombre y mujer

lleno y vacío,

felicidad y dejación.

Gracias al objeto

en cuyo rango

se halla Dios,

artefacto máximo

de la producción humana,

nos volvemos

seres mortales y vivos.

Así nos distinguimos

de los animales

que al descubrir una cosa

la toman o la descartan

sin amor o dolor.

Sin quedar en su interior

al no alcanzarla

el residuo brillante

de decepción

el serrín del fracaso.

Es así como no somos tan solo bestias.

El objeto hace sujetos.

Crea dolor,

melancolía,

jolgorio.

Por el objeto llegamos

al amor, al odio, 

a la catástrofe

de la bomba

o la felicidad

del pastel. 

 

El helado de turrón. 

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14 de febrero de 2017
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Falta dato

En su clásico El arte de escribir columnas, el maestro de la crónica periodística Paul Johnson señala como requisito imprescindible para todo oficiante del género tener conocimientos, no sólo sobre el tema que tratar. No hace falta que sean abrumadores, pero sí sólidos y contrastados. Y subraya: “Es interesante señalar que las mujeres no nos aburren con datos, sino con opiniones. No conozco a ninguna columnista que meta demasiados datos en sus notas: la debilidad de su sexo consiste en ofrecer demasiado pocos”. El reproche va cargado de conmiseración, aludiendo al sexo como condicionante que impide elaborar una tesis científicamente, y no a la bimbambú, huyendo de lo factual. Johnson creaba intriga acerca de la inconsistencia de las columnistas, aunque tal aseveración hubiera precisado de un porcentaje: la proporción de articulistas mujeres respecto a la de los hombres que leía en la prensa.
Siempre ha habido columnas que no se entienden sin datos y otras donde marean y sobran. El columnista, sea hombre o mujer, cuando se abraza al dato, lo pule para no agotar al lector y lo contrasta antes de plantarlo en el folio. Los datos son armas y escudos. La estadística es fría, no habita en ella ningún calor humano, sólo matemática, aunque ejerce de indicador de la humanidad, y ni la demografía o las epidemias, el paro o la pobreza, el cáncer o los accidentes de tráfico, se entenderían si no fueran anclados a un dato. Uno de cada tres españoles padecerá cáncer. Los tres españoles más ricos acumulan lo mismo que el 30% de la población. 20 de cada 100 niñas españolas sufren abusos sexuales…
Las estadísticas –siempre variables según quien las encarga y paga– acusan una gran crisis de fe. Fenómenos como Wikileaks, que han puesto firmes a gobiernos y grandes compañías internacionales, contribuyen a reforzar la premisa de que no hay que fiarse del todo de los números. Y las oleadas de populismo han negado lo que consideran cifras amañadas por las élites. Las actuales teorías conspiratorias, sumadas a la sensación de que el Gran Hermano no sólo nos observa y gobierna, sino que nos estafa, se han acrecentado con la llegada de Trump y su reiterada denuncia de un supuesto fraude electoral. El mundo se ha formateado en bits, pero la sobreabundancia que registra cada suspiro de vida ha provocado un efecto rebote.
William Davis, en The Guardian, analiza la autoridad cada vez menor de las estadísticas y lo considera “un fenómeno localizado en el seno de la crisis que ha dado en denominarse ­como políticas de la posverdad”. Añade que la incertidumbre ante un mundo nuevo las ha desacreditado debido a la creencia de que “hay algo arrogante y despectivo en ellas”. Pero este tipo de descreimiento suele ir acompañado de un idealismo temerario, de una obcecada negación de la realidad, de una visión del mundo donde datos y cifras se sustituyen por mantras demagó­gicos.
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13 de febrero de 2017
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El fracaso no existe

El pasado martes, en Madrid, mientras preparaban los teléfonos y los traductores se aclaraban la garganta para que Rajoy y Trump conversaran a distancia, en un bar-librería de Madrid, Tipos infames, el poeta y escritor maño Manuel Vilas presentaba “América”. Vilas dedica el libro a todos los desesperados estadounidenses. También a los autopistas, a los hoteles y a los camioneros americanos: “dedico este libro al error, a las vidas erradas. A quienes aún sabedores de que el fracaso no existe, siguieron fracasando”. El caso es que Rajoy, apodado “el mayordomo de Trump” por la oposición, se ofrecía al monstruo peludo para tender puentes entre América Latina y la Casa Blanca. Pero no solo eso. Rajoy, también se postulaba para mediar en el Norte de África y Oriente Medio, donde arrecia el temporal, y según parece sin consultar a nadie.
Vilas es uno de los mayores poetas errantes que ha dado este país, o mejor dicho Barbastro –Barbi, como lo llama con tanto amor como condena en sus versos–. En 2016 publicó, en Visor, una “Poesía completa” de infarto, y apenas salió una crítica en la prensa. No pertenece a capillas ni círculos, es un expatriado de sí mismo, aunque su club de fans haya engordado con el boca a oreja, y lo tenga hiperactivo: hace apenas un mes publicó con Malpaso “Lou Reed era español”. Llegó a Madrid –a Pozuelo–, al apartamento de su novia y musa Ana Merino, hace tres años. Había dejado atrás las clases en el instituto, el alcohol, el divorcio y el Ebro. Reventó las costuras del poema con “El hundimiento” (2015), se dejó ver en festivales y recitales, y hasta Juanjo Millás leyó sus versos en la Cadena Ser. Con Ana, escritora y profesora del Máster de escritura creativa en español de la Universidad de Iowa, se embarcó hacia las Américas, donde se propuso descansar de ser español. “Un cuerpo sin nacionalidad y deseando ser solo un hombre que paseara por América con unos headphones en donde suena la voz de Johnny Cash”. Vilas cena bisonte en Atlanta, reza un Walk on the wild side en la tumba de Scott Fitzgerald –“y una lágrima verde resbala por mi mejilla”– y es invitado a leer poemas en la Biblioteca del Congreso de Washington: “cruzamos un comedor espacial. También se pasea por las ciudades desiertas del Misisipi, sin calles, sin nadie; y va a ver casinos: “casi nunca vi una simultaneidad tal en la acción de esos tres verbos: fumar, jugar y engordar”, lugares donde a nadie le preguntan su nombre: “que allí el mundo te deja en paz sin abandonarlo”.
La editora de Círculo de Tiza, Eva Serrano, cuenta como la victoria de Trump le hizo adelantar la salida del libro. En verdad anticipa la gesta del millonario. Nuria Labari, la autora revelación del pasado año lo resumió a la perfección: “Vilas le devuelve el alma a América en un diálogo interestelar entre vivos y muertos. Te deja tumbado. Sin pompa, sin narcisismo”. Pero, sobre todo, refleja el estropicio del sueño americano, tan solo sostenido por sus mitos y por sus grandes almacenes, que te devuelven por un instante de felicidad prometida. El autor alimenta la paradoja de cómo el cimiento idealista de los EEUU, obsesionado con el control del mundo, desconoce a dónde va. “América está abierta de par en par a lo desconocido, y lo desconocido tiene un profeta, que no es otro que ese salido de la profundidad del Midwest, ese ser llamado Donald Trump”.
Un par de días después de que en Tipos infames, cuando Rajoy debía ya probar los altavoces para hablar con Donald, Juan Cruz ejerciera de maestro de ceremonias, subrayando esa mirada compasiva y enamorada de Vilas con la que tantos nos reconocemos al mirar a América, se preestrenaba al tiempo en Madrid y Barcelona “Jackie”, el biopic de Jackie Kennedy por el que Natalie Portman ha vuelto a ser nominada a un Oscar por tercera vez. La cinta narra los cuatro días posteriores al asesinato de JFK en Dallas y el impacto que este causó en una mujer que nuca volvería a ser la misma, pero sería única hasta el último de sus días. En la première ya se echaba de menos al exembajador Costos que sofisticó la noche madrileña juntando a los pijos de toda la vida con artistas americanos y españoles, editoras de moda, e incluso a hijos de antiamericanos recalcitrantes. Hoy, en la América de Trump y de Vilas, el español -más que nunca- se habla entre susurros.
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13 de febrero de 2017
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La muñeca de nieve y otros cuentos

Las narraciones de Nathanierl Hawthorne suenan hoy anticuadas y deliciosamente pasadas de moda pero, ojo, porque se trata de uno de los grandes creadores de la literatura norteamericana. Para Harold Bloom, Hawthorne es una de las cien mentes creativas y ejemplares que él reunió en su famosa antología Genios. Sin embargo, sus contemporáneos no le pusieron fácil el  camino hacia la cumbre. Como él mismo dice en el prefacio a la presente edición, “¿acaso alguien ha tardado tanto como yo en obtener el más leve reconocimiento del público? Me senté a la orilla de la vida, como un hechizado, y a mi alrededor brotaron matas; y las matas se hicieron arbustos y los arbustos árboles, hasta que pareció no haber salida posible de las enmarañadas profundidades de mi oscuridad”.

Aunque por la forma elegante y poco vengativa de decirlo no lo parezca, Hawthorne estaba aludiendo a los vintitantos años de silencio e indiferencia transcurridos desde que en 1928 publicó su primera novela, Fanshaw (pagándola encima de su propio bolsillo) y la aparición de La letra escarlata (1850), una de las más grandes novelas de la literatura norteamericana. En pleno entusiamo, Bloon llega a decir que Hester Prynne, el principal personaje femenino de esa novela “es la Eva americana” y la compara con ventaja  con cualquier otra heroína de la literatura mundial.

Entre una novela y otra escribió varias novelas más que en su momento pasaron desapecibidas, y gran cantidad  de narraciones cortas que salieron a luz en pequeñas revistas de provincias y muchas veces sin firma, aunque finalmente las más vistosas fueron recopiladas en dos antologías, Cuentos contados dos veces (1837) y La muñeca de nieve y otros cuentos (1851).  Cabe decir que si bien para entonces La letra escarlata  ya estaba recibiendo los más encendidos elogios por parte de escritores de la talla de Emerson, Thoreau, Longfellow o Melville (que incluso le dedicó su Moby Dick), la presente antología se publicó gracias al aval de un amigo. Claro que no es menos significativo el hecho de que su mejor novela solo se llegaron a vender 8.000 ejemplares durante la vida del autor.

Aparte de la elegancia y la precisión de su prosa, lo primero que llama la atención al leer a Hawthorne es la riqueza espiritual de sus personajes. Si describe a un poeta dice que “el mundo cobraba otro aspecto, un aspecto mejor, cuando los ojos felices del poeta lo bendecían […] La Creación sólo había concluido con la llegada del poeta para interpretarla y, así, completarla”. Me pregunto qué poeta actual dejaría que se hablase de su obra en estos términos.  Otra cualidad muy notoria en las narraciones de Hawthorne es la sensación de reposo que transmiten. Casi todas ellas están ambientadas en Nueva Inglaterra y aunque la independencia y sus lances bélicos están muy presentes, el tiempo transcurrido les había borrado los rasgos más duros y sangrientos y le permitía contarlos con serenidad y el mencionado reposo. Y eso que hay personajes tan desgarrados como Prudence Inglefield, la bella pero desdichada hija del herrero John Inglefield que regresa a casa para la comida de Acción de Gracias y que está a punto de ser perdonada y readmitida en la familia pero “inmóvil por un instante, Prudence observó la habitación iluminada por el fuego; parecía luchar con un demonio capaz de apoderarse de ella inluso si se refugiaba en los dominios sagrados del corazón de su padre”.  El demonio, helás, es más furte y la muchacha desaparece en la oscuridad de la noche. Cuando reaparece, entre las maquilladas bellezas de la ciudad vecina, puede verse a una en cuya sonrisa disoluta no hay el menor asomo de compasión por los afectos puros y las alegrías y pesares que los acompañan . “La misma potencia oscura que había arrancado a Prudence del hogar de su padre […] podría arrebatar a un alma culpable de las puertas del Cielo y hacer del pecado y el castigo algo igualmente eterno”. Casi lo mismo puede decirse de la muñeca de nieve que da título a la antología: desde el primer momento se adivina que la equivocada solicitud del padre va a provocar una tragedia que hará irremediablemente desgraciados a sus hijos. Y es que, a veces, la bondad puede ser tan destructiva y maligna como el demonio. Pero todo ello, como digo, Hawthorne lo cuenta con una admirable serenidad y reposo.

 

La muñeca de nieve y otros cuentos

Nathaniel Hawthorne

Traducción de Marcelo Cohen

Acantilado

 

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13 de febrero de 2017
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