Vicente Verdú
El cuerpo es,
se dice,
donde vivimos.
Y claro que no es exacto.
El cuerpo es donde habita
la vida entera y el yo flamante.
La existencia exhausta
que absorbe por sus
junturas y porosas superficies
la vida
de otros y otras,
para escupirlas
o hacerlas sonreír.
Otros seres y otras cosas
merodean al cuerpo
pero la salud que llega
o la enfermedad
son la tinta
de colores
(tinta china, a menudo)
que le concede
una evidencia provocadora,
mollar.
Más que la buena salud,
casi imperceptible,
la enfermedad
entusiasma el clamor del cuerpo,
lo marca sin confusión.
La enfermedad nos viste
de una rara distinción
Nos inviste,
nos define,
nos circunvala.
Fuera se halla
cualquier otro ser vivo,
en el cuerpo enfermo
se halla el grado
importante de la luz.
La luz verdadera y su iridiscencia.
El dolor y su rúbrica.
La muerte deslizándose
Como una seda.
Incluso el cerebro
que trata de comportarse
con alguna independencia
encimado en su trono,
no podrá soslayar
el destino que el bulto
de la carne más vulgar
impone como
testigo de unidad.
Unidad de la materia
personal
llamada cuerpo.
Alegre en las verbenas
con orquesta y bailes.
Unidad de la pena y sus moirés
Unidad para amar
sin visible resquicio.
Unidad, sobre todo, para ser odiado
como un todo sin excepción.
Cuerpo mío.
Cuerpo enajenado
del granel.
Propenso a la soledad,
a la ira incólume,
a la desesperanza
y no tanto a la salvación.
Vulenerable, expuesto,
desarmado de recursos
seguros.
Cuerpo líquido bebiendo
la humedad
o los aguaceros.
Cuerpo mío
que recibiendo
emanaciones ajenas
las traduce en células
de su particularidad.
Cuerpo absoluto,
cuerpo inocente e impío,
fardo complejo que
sucumbiría íntegro
con tan sólo
arrimarle un puñal.