Víctor Gómez Pin
Recientemente ha tenido lugar en el Palacio Macaya de Barcelona un debate sobre la tan reiterada como inevitable pregunta relativa a lo que singularizaría al ser humano, no ya en relación a otras especies animales sino también a entidades artificiales como eventuales robots dotados de inteligencia e incluso de inteligencia empapada de afecciones, esa "inteligencia sentiente" a la que se refería Zubiri, la cual hasta nuestros días parecía obvio que era una facultad (o expresión de juego de facultades) exclusivamente humana.
En el coloquio participaron investigadores de primera línea en materias tan imprescindibles para la cuestión como la robótica, la llamada inteligencia artificial, la neurociencia y la biología. Junto a ellos (que no frente a ellos, pues la división de disciplinas no coincidió con las diferencias de posicionamiento) representantes de las llamadas humanidades, antropología o sociología pero también filosofía y lingüística.
El intercambio dialéctico no careció de acuidad y hasta de tensión, pues obviamente lo que estaba en juego nos concierne quizás en mayor grado que ninguna otra cuestión teorética. La controversia no venía dado por aspectos técnicos, pues ninguno de los participantes ponía en tela de juicio la competencia en la materia desde la que cada uno de sus colegas abordaba el problema. Cuando el ponente que abrió el coloquio (director de un prestigioso instituto de biología evolutiva) expuso las razones experimentales que abren la puerta a considerar que un primate sería susceptible de simbolización matemática (cosa para la cual Platón consideraba condición necesaria y suficiente ser un ser de lenguaje (1)), nadie puso en cuestión lo riguroso del experimento evocado; y lo mismo ocurrió cuando otro de los conferenciantes expuso los sorprendentes avances en materia de robótica que permiten homologar parcialmente el aprendizaje de los robots al de los niños, posibilitando en consecuencia hablar de un estado "infantil"de los primeros. La polémica, que surgió de inmediato, vino dada a la hora de posicionarse sobre la significación profunda de tales experimentos, una polémica de tipo hermenéutico.
Cabe decir que todos razonaban en base a asumir los resultados experimentales expuestos por los científicos, mas no lo hacían desde un lugar común, desde un postulado compartido, y por ello idénticos hechos empíricos confortaban posiciones bien diferentes y hasta contrapuestas. Una de las ponentes, ilustre filóloga, veía en tales exposiciones técnicas razones suplementarias para defender la conveniencia de una tesis gradualista que, entre otras cosas, evitaría establecer una diferencia cualitativa entre lo que supuso la aparición de códigos de señales animales complejos y lo que supuso la emergencia del lenguaje humano. Significativo fue al respecto la discusión en relación al peso de la metáfora en el lenguaje humano. Cuando uno de los participantes defendió la tesis de que la metáfora, tan inútil para la mera subsistencia, es un rasgo de nuestro lenguaje imprescindible para la propia recreación del mismo, por parte de dos ponentes se dio como contrapunto el hecho de que habría (el condicional es mío) personas absolutamente impermeables al deslizamiento metafórico, como serían absolutamente impermeables a los chistes. Y en la pregunta que lanzaban al oponente había una sombra de acusación de segregacionismo: ¿es que dejaríamos por ello de considerarlos humanos?
La respuesta iba por el lado de que la impermeabilidad a la metáfora, de darse efectivamente, no sería consecuencia de incapacidad originaria como de capacidad mutilada, al igual que la innata capacidad para la música, es en tantas ocasiones atrofiada en los niños por la misma educación que debería fertilizarla. Pero la parte que en el coloquio defendía la tesis del papel central del hombre sólo llegó a barruntar tal respuesta, quizás ante la evidencia de que en ese ring dialéctico triunfaba el postulado que conduce a enfatizar la continuidad del comportamiento humano con el comportamiento animal y, en particular, del lenguaje humano con los códigos de señales animales.
Es de señalar que esta tesis gradualista se complace en reivindicar una afinidad con la ciencia, pues posibilita esa aproximación reductora a nuestra especie inherente a la expresión misma ciencia del hombre. Expresión que parecería como mínimo abusiva si se considera: por un lado que la aparición de un código de señales como el lenguaje (en el que la metáfora y otros expedientes sustentados en la equivocidad son determinantes), constituye un momento radicalmente singular, una auténtica emergencia, de la historia evolutiva; por otro lado que sólo cabe hablar cabalmente de hombre cuando tal salto cualitativo se ha dado. En tal perspectiva efectivamente el verbo -surgido en la evolución de una determinada especie de primates- se halla en el principio de cada individuo potencialmente humano, individuo que llegará a ser humano en acto cuando su nacimiento biológico se complete con ese segundo nacimiento que supone su inserción en la lengua materna.
Si en la senda de Pinker, Chomsky y tantos otros que les precedieron, se considera la capacidad de lenguaje como la auténtica naturaleza humana, y si el lenguaje tiene entre sus rasgos determinantes la potencialidad de la metáfora y otros expedientes análogos, entonces, hablar de ciencia del hombre (ciencia de lo intrínsecamente equívoco) supone una distorsión radical del significado de la palabra ciencia. Pero sobre todo no cabe ciencia del hombre porque siendo la ciencia (como el arte) un resultado del lenguaje humano, la reducción de su objeto que toda ciencia supone equivaldría para el lenguaje a dar cuenta de sí mismo.
En cualquier caso pareció en este coloquio triunfar la denuncia de la erección del hombre es una suerte de etapa final de la evolución, a la vez que se avanzaba la idea la idea de que el hombre es superable. Y así, además de la reivindicación del cyborg, la relativización del peso del ser humano adopta también (y quizás sobre todo) forma de dilución de lo que se consideraba singularidad vertical de nuestra especie en la condición animal e incluso en la mera condición de ser vivo. Y la calidad científica de los que defendían tales posicionamientos sólo dejaba a la posición cercana al humanismo el consuelo final de felicitarse por haber pasado dos tardes seguidas en una suerte de ring dialéctico (la disposición topológica invitaba a esta metáfora, con los ponentes en torno a una mesa rectangular rodeados de la asistencia): prueba dónde las haya de la radical singularidad de nuestra especie.
Hace unas semanas evocaba aquí la tesis mantenida por la responsable de un programa de ética animal en una importante universidad catalana, según la cual una persona que se somete a una dieta que excluye el consumo de carne animal por motivos de salud, e incluso por considerar que así contribuye al equilibrio ecológico, no puede ser considerada vegana. Pues aunque, de hecho, un vegano protege efectivamente su salud y la del planeta no se debería definir por ninguna de estas cosas, sino por el principio ético que las motiva". Decía entonces que rara vez he visto expresada con mayor radicalidad (a la vez que mayor desviación respecto al objeto) el corolario mayor del principio de la moralidad kantiana: si la máxima subjetiva que mueve a un individuo a comportarse de tal o tal manera responde al principio absoluto de la moralidad, que Kant llama imperativo categórico, entonces, aunque las consecuencias sean nefastas, ese individuo es un ser moral, mientras que si tal máxima es contraria al imperativo, aunque las consecuencias sean positivas, ese individuo falla a la moralidad. Y señalaba que la diferencia estriba en que, para Kant, el imperativo categórico consistía en no instrumentalizar al ser de razón y de lenguaje, mientras que en este caso el imperativo consiste en no instrumentalizar a las especies animales "porque utilizar a un sujeto vivo, sensible, nunca está justificado"
La singularidad humana resuena tras las expresiones con las que, por ejemplo, una persona se refiere a su actitud, considerada valiente sino heroica, ante unos hechos trágicos. Tras los disparos que el pasado miércoles 20 de febrero acabaron con la vida de un ingeniero y dejaron malherido a otro en un bar de Kansas (por el único delito de ser oriundos de la India), un hombre llamado Ian Grillot se lanza tras el homicida, con la consecuencia de recibir él mismo un disparo. Ante el cúmulo de alabanzas, protesta con la siguiente declaración: "Hice lo que cualquiera habría de hacer por otro ser humano" Y desde luego la expresión es leída en los periódicos sin reserva alguna por todo el mundo… Espontáneamente a nadie se le ocurre que la frase habría de ser: "hice lo que cualquiera habría de hacer por otro animal" Y sin embargo esta empatía que jerarquiza al ser humano, esta empatía que aun sigue imperando como una suerte de universal antropológico y determina los sentimientos espontáneos, deja de operar cuando pasamos al plano literalmente de la ideología, es decir a la trama imaginaria que se superpone a las vivencias efectivas, sean estas naturales (como la reacción del evocado ciudadano) o impuestas por relaciones de fuerzas.
La escisión entre cómo se vive de hecho y la vivencia en conformidad a la ideología es quizás inevitable, o al menos siempre se ha dado: se vivía en la finitud pero se afirmaba la vida perdurable (tesis que nutre literalmente a una gran religión desde hace más de veinte siglos). Pero ideologías diferentes tienen implicaciones diferentes. Los postulados que conducen a la declaración de derechos del hombre son en gran medida meramente ideológicos (de lo cual es síntoma el hecho de que tales derechos nunca se han cumplido), pero en cualquier caso hoy pueden estar en vía de sustitución por unos presupuestos no menos ideológicos que tenderían a afirmar la carta de los derechos generales de los animales y aun la carta de los derechos generales de los seres vivos. Por ello, si a las condiciones de objetivo embrutecimiento a las que se halla sometida la gran mayoría de los humanos, que les impiden realizar plenamente su condición de seres de razón, añadimos el peso creciente de las ideologías que diluyen la naturaleza humana en la generalidad de la naturaleza de los seres, vivos cabe preguntarse si la causa del hombre no es hoy una causa perdida.
(1) "¿Es griego y habla griego?" pregunta Sócrates a Menón en relación a su esclavo adolescente y analfabeto, como único requisito para llegar a probar que necesariamente el muchacho encerraba un conocimiento matemático, del que simplemente no era consciente. El ejercicio concreto consiste en que, guiado por las preguntas de Sócrates y sin que este de información positiva alguna, el esclavo de Menón logre responder a la pregunta siguiente: si a una superficie cuadrada de área 4 corresponde un lado de magnitud 2, ¿Cuál será el lado que corresponde a una superficie cuadrada de área 8? El simple hecho que la respuesta suponga magnitudes irracionales es buena muestra de que la cuestión no es baladí desde el punto de vista estrictamente matemático.
Respecto a la condición: "¿habla griego?" ha de considerarse que para los griegos su lengua era realmente la lengua cabal, de tal manera que la pregunta en el seno de una concepción de la equivalencia salva veritate de toda lengua con toda otra lengua sería simplemente: "¿habla?". Indico con ello que las objeciones que quepa hacer a las premisas del texto desde una perspectiva precisamente humanística, defensora de la inter-paridad de lenguas y razas, no afectan en absoluto a la cuestión sobre el estatuto de la matemática que en el mismo se plantea.