Vicente Verdú
Laminábamos el dolor
para absorberlo
en suaves obleas
de tonos azules.
No era menos intenso
el daño, al final,
pero se recibía,
al principio,
como una
caricia femenina
en el paladar y la lengua
maternal.
Boca que ardía como una hoguera
y se llagaba entera
hasta no dejar
un resquicio por donde
pasar el paliativo
de un humedal.
Una cavidad que,
de no existir antes
en la consciencia,
se convirtió en el horno perfecto
de un buque ardiendo.
Una embarcación
en la que me encontraba
preso y humillado.
Y una navegación
por completo
imposible de abandonar
fuera mediante una fuga
nocturna,
con la luna refrescante,
o un naufragio
imposible,
amanecer tras amanecer.
Ni hundirse en las frescas aguas
De ultramar.