


El anacoreta llegó a la isla deshabitada
-apenas un kilómetro cuadrado en medio del Egeo-,
y enseguida se puso a la tarea
de construir una pequeña ermita
en un promontorio de roca calcárea.
Rezaba, pescaba para alimentarse y construía.
Construía tanto como rezaba.
Tardó tres años en tener su ermita.
Y en un atardecer tempestuoso
el único rayo que cayó en la isla la quemó.
Reinició su labor.
Rezaba, pescaba, construía.
Como ya tenía experiencia
en dos años vio terminada la nueva ermita.
Y en una madrugada
un terremoto súbito la derribó.
Empezó de nuevo.
Pescaba y construía tanto como rezaba.
Al conocer muy bien su quehacer
en un año tuvo ultimada su obra.
Ahora mira al cielo y al mar
con una confianza ilimitada
pues está convencido de sus fuerzas:
si algo, otra vez, la destruye,
bastará un día, un sólo día,
para reconstruir su hermosa ermita.
Esa era la fe que buscaba al llegar a la isla,
y esa fe le ha sido concedida.

Teníamos detectives un tanto cínicos y muy dados al whisky pero que en el fondo eran marlowianamente sentimentales. Había viejecitas encantadoras que desentrañaban horribles crímenes cometidos por los mayordomos de mansiones aristocráticas. Y otros fachas que lo resolvían todo tirando de pistolones temibles. Los había cinematográficos, televisivos e incluso estaba el inspector Maigret. Y al final llegaron los nórdicos, unos tipos tristes que vivían de café frío y pedazos de pizza recalentados mientras resolvían unos crímenes espeluznantes cometidos por asesinos surgidos de unas sociedades que todo el mundo daba por envidiables en su orden cívico. Pero hasta Antonio Mercero a nadie se le había ocurrido inventar un detective/va transexual. Y el acierto es total porque aun sin proponérselo, y lo que es todavía mejor, sin saltarse los límites y reglas de juego de la novela, El final del hombre irrumpe en territorios que dan tanto juego como puedan ser el machismo, el lento pero irreversible cambio de la percepción social de los paradigmas de hombre y mujer, la culpabilidad o la responsabilidad que inevitablemente recae sobre los hijos que de la moche a la mañana descubren que tienen dos mamás, etc. Un lío, pero que no teman los adictos a la novela negra porque esta lo es.
Mercero no pierde el tiempo para entrar en materia y ya en las primeras páginas se narra qué pasa cuando un talentoso y muy bien considerado inspector de policía llamado Carlos Luna se presenta una buen día en comisaría vestido de mujer y con peluca y les comunica a sus jefes y compañeros que a partir de ese momento han de llamarle Sofía. Que casi de inmediato salten chispas con sus compañeros indica la clase de ambiente que se crea en torno a Carlos/Sofía, y que si puede parecer discriminatorio no es apenas nada comparado con la reacción de los jefes, los más reacios de los cuales pretenden apartarle de inmediato de sus funciones, aunque por suerte hay otros para los cuales un buen policía lo es con o sin peluca y presionan para que siga ocupándose del caso que ya tenía asignado. Esa misma reacción de aceptación y rechazo se irá repitiendo durante la complicada y a ratos laberíntica investigación.
Y como no podía ser menos, el misterio a desentrañar es adecuadamente endiablado: Jon, hijo de un famoso escritor de novelas históricas llamado Julio Senovilla, ha aparecido con un cuchillo clavado en el vientre cuando estaba solo en casa y en apariencia ningún pariente o conocido le visitó la noche anterior. Tampoco se observan signos de violencia o de que el móvil haya podido ser el robo. Era un chico en apariencia normal, y no se le conocían amistades peligrosas ni actividades conflictivas susceptibles de haberle conducido a un violento final. Por su parte, además de muy conocido, el padre escritor pertenece a una familia aristocrática y bien conectada en las altas esferas, razón por la cual las pesquisas deben realizarse con toda clase de precauciones para no suscitar quejas a la superioridad, sobre todo a partir del momento en que se filtra a la prensa que el inspector encargado de resolver el caso es un transexual.
Sin embargo, y pese a las apariencias y las dificultades iniciales, no tardan en surgir grietas y contradicciones entre las diferentes personas que forman el entorno del joven asesinado. Y ahí están vecinos de los Senovilla, los Bálmez, una familia conflictiva: el padre, un abogado de postín, pega unas palizas tremendas a su esposa y tienes aterrorizadas a sus hijas. Alejandra de 22 años y novia de Jon, no es trigo limpio y su agitada vida sentimental deja mucho que desear, mientras que la otra, Mara, es una niña de doce dotada de una fantasía algo perversa porque parece estar convencida de que Jon corteja a su hermana sólo para poder estar cerca su verdadero amor: la propia Mara.
La historia se complica cuando Sofía descubre los lazos que unen a Julio Senovilla con el jefe de la familia Crory, un hombre obsesionado con el glorioso pasado medieval de su familia, o todavía peor, cuando sale a la luz un oscuro accidente de tráfico ocurrido en el pasado y que le costó la vida a varios hijos de ambas familias. Como corresponde a una buena trama de novela policial, Mercero pone en juego al número de sospechosos suficiente como para dar ocasión al clásico juego del ratón y el gato entre el autor (que lanza al ruedo toda clase de pistas falsas) y el lector, obligado a desechar candidatos hasta descubrir (si hay suerte) al asesino.
Aparte de estar muy bien escrita, y desarrollada con la competencia que le confiere a Mercero su larga experiencia como guionista, hay personajes secundarios, como Natalia, la ex esposa, o Dani, el hijo adolescente de ambos, o la propia Laura, la pareja de Carlos de muchos años. A todos ellos les toca aceptar, por amor y fidelidad a la estupenda dualidad llamada Carlos/ Sofía.
El final del hombre
Antonio Mercero
Alfaguara

Naturalmente el cinematógrafo, como las demás artes, vuelve con frecuencia a sus primeros padres, releyendo, acoplando, malentendiendo adrede o desplegando los textos patrísticos que lo fundaron, así como los precedentes dramáticos y narrativos que el propio séptimo arte, por vía teatral, plástica y novelística, heredó de la antigüedad. No hablaremos aquí, dándola por sabida en la enseñanza media de la cinefilia, de la cantidad de edipos y medeas, helenas y ulises, de orestiadas de ciencia-ficción y apostolados del Apocalipsis post-nuclear, de cristos en la cruz y otros dioses que no dieron su vida para redimirnos. ‘El seductor', título español engañoso de ‘The Beguiled' (1971), fue a mi juicio una de las grandes películas del Hollywood de los años 70; la respuesta ‘mainstream' al cine de la conciencia amorosa atribulada que en aquel tiempo hacían gente como Bergman o Antonioni, dada por Don Siegel, antes solo un artesano de formidable instinto, al encontrarse con un impresionante reparto, un rico contexto (la encarnizada guerra civil americana, y dentro de ella la mordiente lucha de sexos) y un guión ambicioso a partir de una novela de Thomas Cullinam que desconozco, aunque conozco casi de memoria, como todo el mundo, la obra que le inspiró, ‘La casa de Bernarda Alba'.

¡Guionista de mis sueños!:
¿cómo podría atraparte, desenmascararte
y, conocida tu enigmática identidad,
juzgarte -como llevas años
haciéndolo tú conmigo-,
acusarte de tus delitos y delirios,
y, si es necesario, ejecutarte?
De lo que no puedes dudar, guionista,
es que en el veredicto
serías declarado culpable
de concebir desvaríos abominables,
de tender trampas
donde se precipitan la sensatez y la mesura,
de adornar la existencia
con el altar barroco de los vicios.
Serías condenado, guionista.
Aunque también debo reconocer
que, tú como director y yo como actor,
hemos pasado juntos momentos muy felices.


Cuando cae la noche,
con el cadáver ensangrentado de Héctor al fondo,
el anciano Príamo, su padre,
y su matador, el terrible Aquiles,
comparten un único lamento
y luego, en silencio,
ensimismado cada uno con sus pensamientos,
también comparten la comida.
No pueden brindar
por una paz que nunca llegará,
pero al levantar las copas
sus miradas se cruzan
y, con ellas, el anhelo
de que un gesto de piedad
congele por un instante
el enloquecido tiempo de la mutilación,
dueño ya de todos y de todo,
de los hombres y de los dioses,
de los héroes y de los cobardes.
"Toma, Príamo, el cadáver de tu hijo,
para que puedas llevarlo a Troya
y darle las honras que merece.
Y, por favor, no olvides en tu oración
dedicar un momento a mi recuerdo,
pues muy pronto he de partir
para hacer compañía a Héctor, como hermanos".
Esta es toda nuestra Historia.
Entre carnicería y carnicería,
un acto de compasión nos redime.

En casa sólo estábamos mi padre y yo. Mi madre ya había salido a dejar a mi hermano a la secundaria y, sin imaginar la magnitud del desastre, al acabar el temblor lo dejó allí. Creo que apenas vimos caer algunos cuadros y un poco de yeso, pero, en cuanto salimos a la calle, vislumbramos el primer signo de la tragedia: la fumarola negra que ascendía desde los últimos pisos de la torre de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, en Eje Central y Xola. Sin televisión, celulares o redes sociales, hube de esperar a que mi padre volviese de su primer recorrido por las calles aledañas para atisbar la destrucción.
Yo tenía 17 años y creo que al día siguiente, durante la réplica, atestigüé por primera vez el pánico en los ojos de una de nuestras vecinas del edificio de enfrente: tendría más o menos mi edad y no paraba de gritar, llorar y sollozar, aferrándose a sus padres luego de verse obligada a bajar las escaleras a toda prisa. Nuestra colonia, la Álamos, sufrió severos daños: al menos tres edificios en mi cuadra se vinieron abajo y muchos más en las inmediaciones. Desde esa mañana, mi padre se la pasó atendiendo a los heridos de la zona y a la postre recibió la Medalla 19 de Septiembre. Todos tuvimos noticias de muertes cercanas: uno de mis compañeros de salón, la madre de otro y la hermana de uno más. También entonces descubrí la solidaridad: ese respingo que lanzó a miles a colaborar en el rescate y la reconstrucción sin aguardar las instrucciones del gobierno.
Porque, si algo prevaleció en aquellas semanas por parte de las autoridades, fue la parálisis y la opacidad. Al dolor se sumó una rápida e inusual indignación pública: Miguel de la Madrid se demoró inexplicablemente en recorrer las zonas de desastre mientras Televisa parecía más preocupada por confirmar la resistencia de los estadios para el Mundial que por la suerte de las víctimas. Monsiváis tenía razón: una sociedad que el PRI se había empeñado en mantener desarticulada desde el 68 se organizó de pronto.
Más que ante el terremoto, el gobierno parecía aterrado ante la reacción de sus gobernados. Y con razón: a la rechifla sufrida por el presidente en el Estadio Azteca meses después -burdamente silenciada por Televisa-, le siguieron las marchas que acompañaron a Cárdenas en 1988 y, de ahí en adelante, cada jaloneo mediante el cual la "sociedad civil" consiguió arrancarle más derechos y representación a un sistema agonizante hasta su derrota final en el 2000. Vista así, la reconstrucción de la ciudad emprendida desde 1985 se convirtió en el origen de la construcción de ciudadanía que hemos experimentado desde entonces.
Desafortunadamente, esta historia con tantos lados heroicos no es sólo una historia de éxito. El ánimo cívico que transformó a la capital y al país halló su culminación en la alternancia, pero se quedó corto en sus metas: los partidos pronto se adueñaron de nuestra incipiente democracia, al tiempo que los restos del autoritarismo revivieron en la guerra contra el narco -y sus extremos, como Ayotzinapa-, combinados con una corrupción endémica amparada en un sistema de justicia inoperante.
32 años después del sismo del 85, a esa sociedad civil le queda aún mucho por lograr. No hemos concluido el recuento de los daños cuando ya proliferan iniciativas para limitar nuestra perversa partidocracia. Vale la pena combatir por ellas: insistir en la reducción de los presupuestos de los partidos y la comunicación social del gobierno para emplear esos recursos en la reconstrucción, con los ciudadanos supervisando directamente el proceso. (Distinto a permitir que los partidos usen esos recursos, lo cual alentaría una inducción del voto aún peor que la del Estado de México.)
Es momento de arrasar los últimos cimientos del viejo régimen y reedificar, sobre ellos, una estructura social más equitativa y un sistema judicial y de rendición de cuentas en verdad transparente y efectivo. Una lección de 1985 debe quedarnos clara en 2017: la movilización solidaria es capaz de arrinconar a los políticos.
@jvolpi


La batalla postrera
se librará en el campo de los símbolos.
La esfera engullirá al cubo.
La línea se curvará
hasta rendirse al círculo.
La recta, la dura recta,
aún impregnada de sangre y sudor,
de esperma y lágrimas,
entregará sus armas
ante la circunferencia perfecta,
la imagen inédita que contemplarán los hombres,
y asimismo su última visión sobre la Tierra.
