Licores
doncellas
Amantes
percales.
Deshechos
Vertidos.
Amantes
percales.
Textiles.
Hermanas.
Deudas
cavernas.
Esmeros.
Esmeraldas.

Licores
doncellas
Amantes
percales.
Deshechos
Vertidos.
Amantes
percales.
Textiles.
Hermanas.
Deudas
cavernas.
Esmeros.
Esmeraldas.
Latinos, corales
Enjutos,
Pertinaces,
ocultos,
benignos,
descolgados,
Morados,
de cera.
Panes ciegos
comidos
por grietas.
Cañadas
hendidas
por animales
anfibios.
Cercas
dolidas
por su pertenencia.
Cálidos modelos
de cuerpos
ocupados
por el desamor.
Ejemplo. Sabemos que James Joyce fue uno de los artistas que fundaron las vanguardias que arañaban los límites del lenguaje, la luz, los sonidos o la vivienda. Pero no es así como se veía él. En sus conversaciones con Arthur Power (Ed. Universidad Diego Portales), compatriota de pocas luces con quien conversaba a veces en París, el escritor dibuja una imagen de sí mismo bastante inesperada. Opinaba que el cristianismo, ofuscado con la muerte de los humanos, había destruido "el misterio de la vida animal". Admiraba, en cambio, el trato que asirios y egipcios daban a perros y gatos. Lo remataba algo después al asegurar que los paganos tenían una mayor valentía frente a la muerte que los cristianos.
Este arcaísmo babilónico lo confirma su rechazo del Renacimiento al que considera "una vuelta a la infancia" comparado, dice, con el gótico. Y entonces afirma que su escritura está más cerca del medievo que de los tiempos actuales. Cree que, de haber vivido en el siglo XIV, "habría obtenido mucho mayor reconocimiento". Admira que Joyce, el mesopotámico, el pagano, se tuviera por un escriba del medievo, experto artesano en la manipulación de masas pétreas, artífice de laberintos dublineses y retorcidas gárgolas con la cara de Bloom, en un taller lleno de gatos. Y sin embargo tiene sentido: uno entiende perfectamente este Joyce neogótico y (perdón) neogático.
Soñé que,
sin haberlo advertido,
estaba cerca de cumplir 47 años.
Ante esa constatación,
vi abrillantarse la vida alrededor
y me reproché, me maldije
por haber estado deprimido
durante los últimos meses.
Era incompatible esa edad
exultante y hallarse deacaído.
Con esos años 46 y pico
reinando en mi organismo,
desde la cabeza a los pies,
el mundo se redondeaba como una tensa
pelota de goma.
Un balón de reglamento, quizás.
Esos años eran la playa en vacaciones
radiantes,
un proyecto tonificante,
un futuro sin visible final.
Quedé turbado por ese feliz
descubrimiento
tan luminoso como un tesoro
Una realidad que, de ser tan obvia,
me habría pasado desapercibida.
Distraída entre la normalidad
Así que, de paso, sentí que sufría
alguna inapropiada perturbación,
una inculcación pesimista
que no se correspondía con el valor de lo real.
Una degustación, en suma, que no estaba haciendo
debidamente,
de la sustanciosa carne de los cuarenta y tantos años.
Lo saboree, por tanto, unos momentos
dentro del sueño
Y casi sin transición, con el bocado en el paladar
temí haber alterado los números
Del 74 al 47 y un temblor
llegó hasta los labios, el rostro,
el resto de mi figuración.
Nunca había soñado nada parecido.
No era probable que ahora
viniera a desilusionarme
una dislexia vulgar.
Pero así era.
Mi edad pasó de pronto
De 47 a 74 y con ella
bien marcada
se prolongó el sueño hasta despertar.
¡De modo que habría de cargar con 74 años cuando
mmentos antes hacía una fiesta con 47.
La bicicleta, la natación, el footing, las chicas, los libros,
los ambiciosos proyectos,
la tensión de los bíceps,
el color del pelo y del pecho,
el sabor frutal con que obtenía los besos.
La gratuidad de los placeres,
la delectación de la plenitud.
O la dorada madurez de la piel en los estíos,
el vigor de la escritura profesional.
¿Qué me quedaba al fin de todo esto
si tenía ya 74 años?
Restos de todo ello,
cabos de la plenitud,
recortadas parcelas.
Apenas una colilla de la vida para fumar
por estos pulmones que ahora
solicitan como gran slam
salir ganadores en un TAC.
De lugares muy distantes,
de los espacios azules
donde se concebían los auspicios,
llegaron cartas
de variable naturaleza.
Unos días nos notificaban
la transparencia del TAC
y otros se enviscaban
entre filamentos turbios
que hacían presentir
el inicio de una descomposición.
Gradual y fatal.
Con unos y otros mensajes formábamos
un brillante mazo de naipes y
cada tarde,
al caer el día,
junto a la lenta muerte de la luz,
extendíamos sus diagnósticos
sobre la mesa de la cocina,
con un vaso de agua alrededor.
Esa agua contenida
era como la llama de una vela
Y, de hecho,
al repasar cada noticia
buena o mala
sobre la superficie de madera
se veía al líquido
estremecerse o vibrar
a la manera de un lago
sensible a la idea radical
de la muerte o de la navegación.
Dentro de su riqueza, el cine francés actual cuenta con el lujo de tener dos directores del mismo nombre. Primero surgió Bruno Dumont el oscuro, el elíptico, que trabajaba ya entonces, sin embargo, con materiales de clara raíz demótica: la provincia, el campesinado, la voracidad de los apetitos. En su segundo largometraje, ‘L´Humanité' (1999), que le puso en el mapa del prestigio tras obtener dos premios en Cannes, el deseo se manifiesta con algo de dolencia y bastante urgencia, coincidiendo más de una vez la una con la otra: el protagonista Pharaon, superintendente de la policía en un medio rural, se apiada tanto de los detenidos que les besa, queriendo trasmitir no deseo sino conmiseración. Y la vecina de Pharaon, Domino, copula de forma mecánica con su frenético novio Joseph, en un sacrificio que parece dispuesta a realizar con los hombres necesitados de su entorno. Todo ello en el contexto de violencia brusca que caracteriza el cine de Dumont. En otro de sus grandes títulos, ‘Flandres', quizá el más famoso al haber ganado el Gran Premio del Jurado en Cannes 2007, hay una joven del pueblo que elige a los hombres sin recato, como al azar, y cuando todos los de su edad son movilizados para combatir en una guerra abstracta, de paisaje africano y escenas de batalla cruentas, los añora y enferma, de un mal venéreo o una pérdida de la razón. La exacerbada carnalidad de sus películas se ensarta en la locura, de un modo singular en la que para mí es hasta hoy su obra maestra, ‘Camille Claudel 1915' (2014), con una Juliette Binoche en estado de gracia demente interpretando a la escultora dañada por su obsesión con Rodin, que la amó y se aprovechó de ella, rodeada la actriz en la filmación de pacientes reales de los manicomios, que Dumont, con autorización médica, incorporó a su reparto de alienadas.
‘La alta sociedad' (‘Ma Loute', que es el raro nombre del protagonista barquero), nos confirma, tras su anterior ‘El pequeño Quinquin' (‘P´tit Quinquin', estrenada en cines en formato reducido de la mini serie del mismo nombre, muy popular en Francia), la personalidad del segundo Dumont, el chocarrero, el caricaturista de trazo grueso, que hace de sus actores monigotes de comic insuflados por la bufonería del vodevil picante. Hay que señalar como rasgo distintivo que las dos almas dumontianas se funden en el intenso color local de su región de nacimiento, el Nord-Pas-de-Calais, una especie de territorio claustral, nada mítico, en el que trascurren sus peripecias, las verosímiles y las que brotan del puro disparate. Ahora bien, Dumont siempre es, más allá de su paisanaje, gran artista, con un don plástico a veces estilizado y otras seco, tajante, y un uso muy elocuente del cinemascope, que utiliza como un vasto lienzo que se va llenando de pequeños cuadros, o como página en blanco por la que irrumpen, sin prelación narrativa ni lógica plástica, las acciones, los rostros, las figuras.
Es curiosa la afinidad de Dumont a la policía, prominente también en las tramas de la citada serie televisiva y muy protagonista en el film coral y desmadrado que es ‘La alta sociedad'. Situada la acción en una zona costera atlántica, pocos años antes de la Gran Guerra, el inspector Machin, hombretón hinchado que al andar hace ruidos de goma, llega a ese escenario con su escuchimizado ayudante Malfoy para investigar unas misteriosas desapariciones ocurridas en torno al estuario de un río donde los burgueses se hacen transportar de una a otra orilla por los lugareñoss, ocupados en la pesca, el cultivo de ostras y algún otro hábito alimenticio que mejor es no contar. La mansión más grandiosa de la zona, de estilo neo-egipcio, y la familia más poderosa, los Van Pethegem, tienen perfiles oníricos deformados por lo histriónico, vena en la que destacan los mayores del clan, Juliette Binoche, Fabrice Luchini y Valeria Bruni Tedeschi, tres grandes comediantes a los que Dumont encomienda la sobreactuación, a veces casi insoportablemente gamberra, de la historia.
Frente a esa familia refinada de los Van Pethegem, cuyo miembro más oblicuo es la joven que oscila entre lo masculino y lo femenino, están los Bruforts, ásperos y desaliñados pero igual de feroces que los aristócratas. La primera mitad del relato, con la presentación de una galería de personajes a cual más manierista, es la mejor, como si, una vez que hubiera cumplido con el deber de su ‘dramatis personae', la comicidad se le fuera de las manos, queriendo Dumont demostrarnos su ligereza aerostática y burlesca, con guiños a los hermanos Lumière, al mundo astral de Méliès, a las payasadas sublimes de Chaplin y el mejor slapstick americano. Una fábrica del artista grotesco en la que el cineasta quizá afila sus armas más punzantes antes de volver, quién sabe, en su nueva película sobre Juana de Arco recién estrenada en Francia, al espíritu grave y concienzudo.
Perder la estimación por alguien
es un desprendimiento, un alivio,
una pérdida acaso sin previsión.
Sin embargo,
día a día,
al estilo de las células
que mueren envejecidas
sobre nuestra piel
nos descamamos de amistades
y conocidos.
Nos vamos desnudando de relación
y protección sentimental.
Nos convertimos así
gradualmente
en sujetos puros
y prestos
para que no yerre
el tiro ejecutor.
Ni siquiera "muerte"
es tan apropiada como "fallecimiento".
La muerte quita la vida
pero el fallecimiento
es la representación del fallo fatal.
Morimos habiendo fallado el organismo
Pero ¿quién no piensa que también todo lo demás?