

La obra maestra del diablo
es habernos convencido
de que el diablo no existe,
y de que, en consecuencia,
tampoco existe un dios,
ni el mal ni el bien,
ni las preguntas sobre la muerte,
ni las preguntas sobre la vida.
Ni siquiera existimos nosotros
aunque, como mercancías vivientes,
tengamos un precio fijado en el mercado
por el gran maestro de los tramposos.
Es decir, incrédulos, por el diablo mismo.
Supongo que tiene algo que ver con Kandinski.
En ti estuve alojado
cuando eras un cuerpo joven y vigoroso,
y ahora te observo anciana,
mientras tus escasas palabras,
ancladas en lo esencial,
expulsan del lenguaje todo lo superfluo,
y comprendo, madre, a través de la carne,
lo que ninguna doctrina explica:
el cambio y el acontecer,
lo fugaz, que escapa a toda doma,
y lo que en medio del vértigo,
fijo como el ojo del huracán,
despreciando la apariencia, permanece.
Salimos, al fin, de las ciudades.
Corremos por los bosques sagrados.
Llegamos a las estepas
por donde se desplazan, vigilados, los ejércitos invisibles.
Extenuados, entramos en combate.
Luchamos con valentía, esforzadamente,
aun sabiendo, de antemano, el desenlace.
Y cuando es descargado sobre nosotros
el golpe definitivo, y caemos en la caída final,
tenemos una última mirada
para el cielo, el signo de nuestra victoria.
Trato de liberar a la mariposa amarilla
que ha quedado atrapada en la alambrada.
Rota una de sus alas, el polvo como de oro
riega el sucio hierro oxidado.
Ya en mi mano, intenta reemprender el vuelo.
No puede, ni podrá, y, de súbito,
percibo que aquí se concentra
todo el dolor del universo.
No me entendáis mal:
sé que es mucho peor el hambre y la violencia
que en este mismo momento sufren tantos hombres.
Pero eso son sólo pensamientos,
mientras la mariposa herida en mi mano
es, creedme, pura vida.