


Los romanos tenían en el senado un sistema de votación en el que se agrupaban junto al senador cuyo parecer adoptaban. Era un voto por desplazamiento, que llamaban discessio «separación», y donde el efecto intimidatorio del rebaño mayor saltaba a la vista. Cicerón explica que muchas veces era una encerrona para imponer un senadoconsulto mediante un voto precipitado y sin discusión. Séneca cita la frase hecha con que los senadores acomodaticios decidían su desplazamiento: «esa parcialidad parece más numerosa».
Con el voto secreto, que en teoría restaba eficacia a la exhibición amontonada, también se introdujeron refinadas comodidades a favor de ella, y hoy tenemos las encuestas que muestran una separación virtualmente consumada como si fuera la venidera, y para que lo sea. Por su parte, los políticos que peroran delante de su coro de adheridos que asienten y aplauden enternecidos de verse en pantalla, buscan el mismo efecto intimidatorio de la vieja ceremonia del voto por montonera, que sin duda es anterior a los romanos, y data de cuando la marabunta ribonucleica montó su primera asamblea.

Cuando desembalaron el lienzo,
y sacaron la lona que lo envolvía,
se encontraron, sorprendidos,
que una araña había cubierto con su red
el rosáceo vientre de Venus.
Tal si fuese el fruto
de una labor de varios siglos
la telaraña era de una perfección única,
tensa entre las caderas de la diosa,
de la cintura al pubis,
con el ombligo como centro de su universo.
Los restauradores de la pintura
contemplaron el espectáculo en silencio,
como si asistieran a una ceremonia sagrada.
No se atrevían a intervenir.
Mientras, la araña recorría sus dominios,
devota de aquel vientre,
con movimientos ágiles, certeros,
pronta a morir, enamorada.

La tramontana ha barrido el cielo
y la noche es límpida, cristalina,
el perfecto espejo de nuestras ignorancias.
Me cuesta imaginarnos en el halo de la Vía Láctea,
modestamente colocados en uno de sus bordes,
una frágil burbuja que se eleva, entre vacío y vacío,
hacia ese horizonte desconocido
sobre el que penden las preguntas imposibles.
En ocasiones es excitante
sentirse partícipe de ese naufragio perpetuo.
Pero hoy prefiero el color del mito.
Me gustaría que la Vía Láctea fuese, en efecto,
la leche que mana de los pechos de Hera
una vez rechazado el bastardo Heracles.
Me tranquiliza habitar una gota de esta leche,
y pensar en la furia de Hera,
y en el lloro de Heracles,
y en las andanzas galantes de Zeus,
el lujurioso padre de los dioses,
y en la alegre compañía que me ofrecen
los sueños de los sueños.


Tiene que pasar toda una vida
para poder, por fin, intuir
que la verdadera obra maestra,
aquella que justifica los años transcurridos,
es la realización del bien.
Cualquier acto anterior, cualquier esfuerzo
queda empalidecido por este acontecimiento,
una herida de luz en el cuerpo de la tiniebla.
Antes de ese instante -vanidosos, falsos-
nos creemos poseedores de derechos:
hemos sido elegidos para saquear la existencia.
Así caminamos de infierno en infierno,
siempre ávidos de atesorar nuevos errores.
Hasta que, revelada la verdad,
sentimos que solo somos poseedores de un deber.
Y ese deber nos guía al paraíso.

Lo decía cuando quedaba, pongamos, una croqueta o una manzana asada: «akitu ta bake» que viene a ser «acabar y paz». Muchos años después, supe que «akitu» («acabar» o, más literalmente, «acabado») es sumerio. Es el nombre de la fiesta de fin de año, cuando todos los destinos, que eran anuales, se renovaban. En acadio suele aparecer en plural: «akitim». Y en exvotos ibéricos lo leemos en caso partitivo: «akitike», un deseo de mejor destino.
La segunda palabra del refrán vasco de mi abuela, «bake», significa «paz», y es el imperativo sustantivado del mismo verbo «akitu», o sea, «quede acabada». La paz tiene por tanto un significado profundo que remite a la guerra inmediatamente anterior, y a la que se alude con una redundancia imperiosa de la que se espera que refuerce el efecto inmovilizador. Paz es el estado eventual de la guerra, conjurada mediante ese imperativo votivo que ordena y desea que siga parada. Y la guerra detenida, cualquiera lo sabe, Heráclito mío, es una magnitud negativa, mera discontinuidad que lo condiciona todo, como si los actores hubieran quedado fijados en su pose última. Se trata de una sabiduría antiquísima. Hace más de cuatro mil años que se extinguió el sumerio y todas las lenguas que hablamos hoy proceden de él.
Me he acordado al leer esto de Ruiz Quintano: «Venimos de un pueblo guerrero: no llevamos ni tres generaciones sin llegar a las manos».



Es un gesto cotidiano y universal: agarras el palo del artilugio, lo sumerges en agua y lo escurres, habitualmente con fuerza –no hace falta boxear como terapia antiestrés–, para luego deslizarlo sobre el suelo, que va perdiendo su pátina de suciedad y empieza a relucir. Acaso es eso lo que proporciona un sentimiento de higiénica eficacia, una exfoliación interior, un deber cumplido. Fregar también es bailar en solitario, canturrear, hablar con una misma, desesperarse por no poder desincrustar la mancha que se te antoja una metáfora de tu vida. Hace poco más de cincuenta años, las mujeres debían arrodillarse para quitar la mugre de los suelos. De rodillas y con el trasero en alto a fin de imprimir un mayor vigor. El inventor de la moderna fregona fue Manuel Jalón, “un tipo extraordinario” me cuenta Juli Capella, que lo conoció y acaba de escribir sobre él en De la fregona al airbus. Guía para empresarios y diseñadores innovadores (Lid). Jalón era ingeniero aeronáutico militar, y un día, apostado en la barra de El Tubo, una tasca de Zaragoza, cogió al vuelo la recomendación de un colega de “fabricar utensilios prácticos, como por ejemplo alguno que pudiera permitir a las mujeres fregar de pie”, mientras una lo hacía agachada junto a su taburete. Entonces, le vino a la cabeza un invento que había visto en otra base militar, la de Chanute (Illinois): allí había observado que los operarios limpiaban el piso de los hangares utilizando un largo palo de madera con unas tiras de algodón fijadas en uno de sus extremos. Pensó en simplificar aquel sistema y hacerlo doméstico. Con tal propósito, formó con algunos amigos y socios la empresa Rodex –así aún le llamamos algunos, la marca por el objeto– y tras prototipos, mejoras, pruebas y más pruebas llegó a patentar el llamado lavasuelos, del que se han vendido más de cien millones. Pero se acabó imponiendo el nombre que se usaba coloquialmente: “fregona”, ante el disgusto de aquellas que así eran adjetivadas. De hecho, un día se presentó una señora en el taller con una en la mano diciendo: “Vengo a que me cambien este cacharro por otra cosa o me devuelvan el dinero, porque mi marido me lo ha regalado y, como ustedes saben, las mujeres no fregamos de pie, fregamos de rodillas”, según le gustaba contar a Jalón. El diccionario recogió el término en 1974, sinónimo de “aparato friegasuelos”. No obstante, mientras Jalón fue uno de los protofeministas españoles, la Real Academia, en dirección contraria, sigue manteniendo un tercer y denigrante significado del término: “Mujer tosca e inculta”, un anacronismo que duele tanto como la bursitis de rodilla que atormentaba a las genuflexas mujeres antes del invento de la ilustre fregona.
