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Efeméride

Hoy cumplo ochenta y siete años. Una de las ventajas que tiene alcanzar cierta edad es posibilitar la culminación de proyectos como, en mi caso, el mecanismo de clausura de sueños. Llevaba tiempo experimentando pero ha sido ahora cuando lo he rematado. Similar a una cortinilla de tela que al desatarle la cuerda oscurece una habitación, así puedo terminar con un sueño incómodo que, por cierto, siempre está relacionado con el mundo del automóvil: no recuerdo dónde dejé el coche aparcado en la ciudad extraña y si lo recuerdo el coche no está porque ha sido robado.    

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13 de octubre de 2017
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02-01-2013

Dominaba lo oscuro, lo siniestro.

Los rituales eran de sangre.

A merced del caos, con el rostro pegado a la tierra,

los hombres imploraban a la deidad negra

la gracia de la supervivencia.

Sin embargo, luego, lentamente, con un esfuerzo infinito

que se grabó en muchos siglos,

los hombres alzaron la cabeza

para mirar cara a cara la existencia.

Así bautizaron sus sensaciones

con nombres que se hicieron pensamientos.

El caos reculó, sorprendido

por aquellos seres insignificantes pero decididos,

y el sol iluminó las lagunas sangrientas.

Nombre a nombre, en duelo con el terror,

se construyeron los castillos en el aire

donde mirar al cielo desde más cerca.

Con todo, el peligro siempre acecha.

Si los nombres huyen de nosotros

caerán aquellas frágiles fortalezas

y, como en los tiempos del fango,

dominará lo oscuro, lo siniestro.

 

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13 de octubre de 2017
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30-12-2012

He tratado de saborear

la vida que me ha sido ofrecida,

exprimiéndola, como al limón amargo,

verde antes de madurar

y amarillo, luego, en su culminación,

o, como al moscatel de septiembre,

atrapando entre los dientes

los dulces granos de uva.

He procurado beber los jugos de la vida.

Pero sé que no quedaré saciado.

Por eso no me importaría empezar de nuevo.

Ni siquiera me importaría

retroceder humildemente

y ponerme en la cola de los milenios

para avanzar con paciencia,

de forma en forma,

de especie en especie,

hasta volver a vestirme con la piel de hombre.

 

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12 de octubre de 2017
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Puntas de lanza

Hace casi cincuenta años, Carmen Echave, madre de la popular Rossy de Palma, una mujer dotada de espíritu juliovernesco, le dijo a su hija que se no se preocupara por tener un ojo de cada color: “seguro que, cuando seas mayor, inventan las lentillas de colores”. Y así fue, aunque la artista nunca tuviera que recurrir a ellas pues convirtió su complejo en autodeterminación. Por aquel entonces la sociedad creía firmemente en los milagros del progreso: todo aquello que parecía imposible o se nos hacía ingrato acabaría por ser eliminado. Yo recuerdo que, en aquellas cabinas de depilación del pleistoceno, cuando te hacían llorar de dolor tendida sobre papel de estraza, pensaba que más pronto que tarde se inventaría un método indoloro contra el vello indómito. Y llegó el láser. Entonces imaginábamos también que bastaría con que nos implantaran un microchip para poder hablar chino o ruso. Y que los robots nos limpiarían la casa, y hasta reconocerían nuestra huella dactilar para abrir la puerta.
 
Según donde hubieras nacido, tenías más o menos libertades, pero en aquella época era impensable que los gays se casaran, ni tan siquiera que se besaran por la calle de una forma natural, doméstica, sin aspavientos ni disfraces. Que un perro o un gato pudiera viajar en el metro parecía más propio de las fábulas orwellianas; y, por fortuna, los entonces llamados ‘subnormales’, pasaron a personas con capacidades diferentes -que cada vez se incorporan más al mercado laboral sin ser tratados con esa conmiseración que tanto les limita-  aunque se conserve el viejo término en el diccionario, el cual sigue ilustrando a posteriori el desarrollo de nuestra sociedad. Pensemos por ejemplo en la definición de ‘mujer’: “persona del sexo femenino”. Parecerá sensata a la mayor parte de los lectores, pero hay quien se siente incómodo con ella. Hace unos días, el profesor Ilan Stavans contaba en New York Times que se la mostró a un grupo de estudiantes de entre 18 y 22 años, y casi todos estuvieron inconformes. Propusieron otra: “persona que se identifica con el sexo femenino”. Esgrimieron el binomio sexo-género, atributo biológico y constructo cultural, para concluir que una no nace mujer, sino elige serlo.
 
El  progreso en este siglo XXI no puede dejarse solo en las manos de científicos y economistas, médicos e ingenieros. Su evolución pasa ineludiblemente por el bienestar material, social, moral e intelectual de los ciudadanos Y los retos que se nos plantean (de la consecución de la igualdad plena a la amenaza del cambio climático, pasando por las migraciones masivas o los conflictos motivados por credos religiosos extremos) requieren no solo de términos nuevos, sino  de odiseas cotidianas cuya fe y modernidad son capaces de mover montañas de prejuicios. 
 
Según donde hubieras nacido, tenías más o menos libertades, pero en aquella época era impensable que los gais se casaran, ni tan siquiera que se besaran por la calle de una forma natural, doméstica, sin aspavientos ni disfraces. Que un perro o un gato pudiera viajar en el metro parecía más propio de las fábulas orwe­llianas; y, por fortuna, los entonces llamados “subnormales” pasaron a personas con capacidades diferentes –que cada vez se incorporan más al mercado laboral sin ser tratados con esa conmiseración que tanto les limita– aunque se conserve el viejo término en el diccionario, que sigue ilustrando a posteriori el desarrollo de nuestra sociedad. Pensemos por ejemplo en la definición de mujer: “persona del sexo femenino”. Parecerá sensata a la mayor parte de los lectores, pero hay quien se siente incómodo con ella. Hace unos días se la mostré a un grupo de estudiantes de entre 18 y 22 años y casi todos estuvieron inconformes. Propusieron otra: “persona que se identifica con el sexo femenino”. Esgrimieron el binomio sexo-género, atributo biológico y constructo cultural, para ­concluir que una no nace mujer, sino que elige serlo.
El progreso en este siglo XXI no puede dejarse sólo en las manos de científicos y economistas, médicos e ingenieros. Su evolución pasa ineludiblemente por el bienestar material, social, moral e intelectual de los ciudadanos. Y los retos que se nos plantean (de la consecución de la igualdad plena a la amenaza del cambio climático, pasando por las migraciones masivas o los conflictos motivados por credos religiosos extremos) requieren no sólo términos nuevos, sino odiseas cotidianas cuya fe y modernidad son capaces de mover montañas de pre­juicios.
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11 de octubre de 2017
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27-12-2012

Después de todo,

quizá lo que se ha desvanecido,

casi imperceptiblemente,

haciendo mutis por el foro

como las grandes divas

que, viejas y cansadas,

se retiran con discreción del escenario,

sea la Palabra,

y ahora hemos empezado ya a acostumbrarnos

a vivir sin Ella,

huérfanos de quien nos engendró

como habitantes libres de la Tierra

y nos alentó a sobrevivir toda penuria,

vencidos a los ídolos,

ignorantes de nuestra propia orfandad,

desdeñosos con la luz,

hijos de un nuevo tiempo

de dioses sordos y hombres mudos.

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11 de octubre de 2017
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Día Ciego

Esta columna se publica el día en que Puigdemont amenaza con proclamar la república catalana. Ignoro si lo hará y si el Gobierno se decidirá de una vez a meterlo en la trena. De modo que dedico este espacio minúsculo a mi propia independencia.

Nos reunimos con Rafael Sánchez Ferlosio en la curiosa cafetería china donde solemos hacerlo. Está un poco doblado, torcido, encorvado, pero recio y lúcido. En noventa años ha tenido ocasión de ver todo lo posible y lo que ya nunca será probable. Ha conocido los campos yertos de la meseta y los jardines italianos, ha vivido en el palacio del doctor Camisón y se ha bañado en los ríos transparentes de Coria, ha sido señorito y escritor, guapito de tertulia y viejo león, gramático y samurái. Pero sobre todo ha entendido como nadie en su siglo el espíritu del castellano.

Tomás le pregunta por el volumen de la Historia natural de Plinio que falta en la obra completa que un joven Ferlosio regaló a su padre. Parece que es el dedicado a las corrientes marinas. Breve apunte sobre las corrientes del Atlántico y las del Pacífico, tan opuestas. Luego, los sonetos de Belli que tradujo García Calvo y la inconveniencia de usar la palabra "peatón".

Y comparece su gemelo, Juan Benet, el otro que vivió en la intimidad de la lengua castellana hasta morir. Comenta Tomás la página que publicó Ferlosio sobre Volverás a Región en 1983. Al llegar a casa la releo. Con ojo exacto contrasta Ferlosio paisajes de sol y de viento: "Los prismas de las casas no serán definidos por un sol que se recorte en las aristas, repartiendo las caras de la sombra y las caras de la luz, sino por el viento, que hace gemir esquinas y cumbreras, igual que el arco del violín las cuerdas". Prosa que, como el arco de un violín, hace gemir la lengua.

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10 de octubre de 2017
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07-12-2012

¡Qué libre es el pensamiento

aquí, en los cielos, entre los ángeles,

y qué despreciables parecen las cimas de las montañas!

¡Qué libre es el pensamiento

aquí, en las cumbres, junto a las águilas,

y qué despreciables parecen los rebaños de los verdes prados!

¡Qué libre es el pensamiento

aquí, en el valle de los hermosos caballos,

y que despreciables parecen la ciudad y sus habitantes!

¡Qué libre es el pensamiento

en las calles construidas por los hombres,

y qué despreciables parecen las cloacas, reino de las ratas!

¡Qué libre es el pensamiento

bajo la pútrida protección de la alcantarilla,

y qué despreciables parecen los infiernos tutelados por demonios!

¡Qué libre es el pensamiento

con la turbulenta protección diabólica,

y qué despreciables parecen los cielos y sus ángeles!

Cuando se ultima el giro de la rueda

llega hasta nosotros el descubrimiento decisivo.

No son los ángeles o las águilas,

o los caballos o los hombres,

o las ratas o los demonios,

los que hacen libre el pensamiento.

Eres tú quien lo hace,

dondequiera que estés,

y sin importar la compañía.

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10 de octubre de 2017
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La tercera jornada laboral

uando estaba en plena campaña y todos la dábamos por ganadora, recuerdo que Carme Chacón me alertó de los obstáculos de Hillary Clinton: “Demasiado bótox. Nadie se cree su sonrisa, tan artificial. Eso juega en su contra, aparte de estar sobrepreparada”. En verdad, el gesto concienzudo de la candidata a la presidencia con mayor pasado político se había conver­tido en una mueca congelada, mientras su excelencia curricular la lastraba: ya se sabe que las políticas sabiondas nunca han gustado. En cambio, entre los hombres, ni másters ni referencias abruman, te apellides Macron o ­Trudeau.
El caso es que ahora Hillary Clinton, en su libro What happened (Simon & Schuster), ha reconocido que entonces le cayó encima un equipo de asesores de imagen empeñados en sacar su mejor rostro. Un total de 600 horas –el equivalente a 25 días– se entregó Clinton al contrachapado durante aquella campaña. Y hoy lo lamenta. El tan esgrimido argumento freudiano de la envidia del pene se concreta hoy en la facilidad que los varones tienen a la hora de mostrarse en la escena pública. A Clinton no le sirvió de nada su sacrificio. Leía, escribía o llamaba por teléfono mientras le hacían las mechas o le tapaban las ojeras, porque el día en que no iba maquillada saltaban las alarmas: mala cara, enfermedad, decrepitud. Hace unos días confesaba a Paris Match que, cuando perdió, contra su propio pronóstico, tuvo que dar varios paseos por el bosque y hacer mucho yoga para recuperarse del shock: ella se había preparado, vestido y peinado para ganar, pero todo falló. Imagino que fue entonces cuando empezó a contar mentalmente las horas que pasó secuestrada en nombre de lo que Naomi Wolf definió a comienzos de los noventa como la tercera jornada laboral.
De jóvenes, a menudo pensamos que la coquetería es una forma de estar del lado de la luz, mientras que en la madurez importan más las sombras. Intentamos simplificar aquellos rituales de tocador, economizando tiempo y dinero, sabedoras de que el mundo seguirá siendo igual de imprevisiblemente errático por mucho que te pintes los labios de rojo. Hoy se insiste en un oxímoron ampliamente aceptado: maquillaje natural. “Buena cara”, dicen los profesionales, aunque siempre vayan más allá y acaben teatralizando tus párpados. Las mujeres que no suelen maquillarse, como Ada Colau, desafían al estrecho corsé de la representación femenina. No obstante, cuando en un plató de televisión les matizan los brillos y les elevan las pestañas, entran con mayor armonía no sólo en el guión, sino también en el imaginario universal, que nada tiene que ver con las tendencias de moda, ni por supuesto con la originalidad –siempre reñida con el poder–, sino con el dictado de una corrección que sigue cuestionando a aquellas mujeres públicas que se atreven a transgredirla.
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9 de octubre de 2017
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09-11-2012

Cuando los hombres leían la Biblia,

por piedad o por goce poético,

en la iglesia, en la escuela

o en la solitaria habitación de un hotel,

tras extraer el libro

del cajón de la mesilla de noche,

para leer unas líneas

justo antes de apagar la luz,

pronto o tarde se encontraban

con la misteriosa escalera de Jacob,

y con sus ángeles desplazándose

como graciosos arlequines

entre cielo y tierra.

Y por un instante, en efecto,

cielo y tierra quedaban unidos

por un presentimiento o un sueño o un recuerdo,

y el mundo de repente se hacía distinto,

quizá más habitable, quizá más luminoso,

algo mejor sin duda,

aunque fuera únicamente mientras duraba el eco de las palabras

en los solitarios acantilados de la conciencia.

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9 de octubre de 2017
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De la cárcel a la pasarela

El punto de vista es la madre del cordero. Lo que define la mirada, de cerca o de lejos, esquinada o frontal, envenenada o buenista. Los entresijos del procés están siendo contados con tanta divergencia que ya nadie cree del todo lo que sucede. Lo dejó bien dicho Ortega y Gasset: “hay tantas realidades como puntos de vista. El punto de vista crea el panorama”. Con una prima que vive en la capital evocamos aquellos días en que quedábamos tan bien siendo catalanas en Madrid, aunque siempre se nos ubicara en el puente aéreo. Muchos madrileños continúan creyendo que vivo en Barcelona, cuando hace veinte años que cruzo a diario la M-30. Sin embargo los catalanes saben muy bien dónde moramos. Mi prima barrunta: “Pronto nos van a tratar aquí como a apestadas. Caeremos mal en la ciudad abierta”.
Me dirijo a una cárcel de mujeres, al Módulo 1 de Alcalá-Meco, a chupar realidad a fin de sanear el punto de vista. Huele a desinfectante; un intenso olor a nada. Me invita el diseñador Manuel Fernández –fundador del Fashion Art Institut; él diseña trajes y pintores de todo el mundo, de Manolo Valdés a Rafael Canogar o Juan Genovés, pintan las telas–, que acaba de impartir un taller junto a la Fundación Recicla Futuro, dedicada promover a la reinserción social y laboral. La moda es tan ubicua que se cuela en todas partes, incluso entre rejas, entre mujeres que cruzaron la línea roja cargando kilos de droga en un doble forro del equipaje. Una colombiana llora. “Me ha dado el bajón: me quedan tres meses para salir, después de diez años…”. Todas se adaptan, aprenden a hacer pan. Las que saben coser, hacen trajes que ríete de Galliano, gracias al buen hacer de Fernández y a la ropa donada por un buen grupo de famosas: Cayetana Guillén Cuervo, Amaia Salamanca, Pastora Vega, Loles León… Les preguntó a qué le tienen miedo: “a los partes, a que te nieguen el permiso, y sobre todo a la palabra expulsión. Todas queremos quedarnos en España”, me responde una chica de veintipocos que se ha hecho mayor muy rápido. “Nosotras somos gitanas. A los once años ya no íbamos al colegio; yo no sé hacer nada. Robaba, pero solo a los turistas. Nunca me pillaron hasta que un día vieron mi cara en un vídeo”, me cuenta Nadia, que tiene dos hijos pequeños esperándola en casa. Habitan un “pabellón de respeto” –así le llaman–, también los hay de semi-respeto, y luego están los problemáticos. Todas visten pantalones y deportivas, aquí no hay lugar para los vestidos. Forman parte de la población reclusa, que vive la realidad desde un punto de vista bien limitado. Los trajes ideados por Manuel Fernández, en colaboración del sombrerero sevillano Tolentino, exfolian la imaginación: bolsos que se trasforman en tocados, faldas convertidas en chalecos o pantalones con colas cosidas para auténticas princesas del asfalto. Al salir de Alcalá-Meco, la tarde cae despacio y calculo el espacio mental que dista entre una cárcel y una pasarela.
En París, esta semana se dio por clausurada la temporada de desfiles. El lujo cabalgó de nuevo en el Louvre o la Place Vendôme, ajeno a los problemas del mundo. Su punto de vista es indulgente y a la vez ambicioso, experiencial, un efímero pasaporte a la exclusividad. Louis Vuitton inauguró un auténtico bazar de exquisiteces, con la estatua del rey sol replicada al estilo de un becerro de oro. El desfile de Chanel se sucedió entre cascadas de agua instaladas dentro del Grand Palais. Un tropicalismo impostado, las modelos desfilando por un puente de madera y el equipo de Lagerfeld decidido a capturar la ilusión del paraíso durante media hora. El montaje, según el <em>New York Times</em>, costó cuatro millones de euros Al terminar la colección de tweeds cubiertos de plexiglás, entré a curiosear en el backstage donde habilitaron un saloncito con butacas para que Karl saludara a sus invitados más célebres. El káiser de la moda entra cada temporada en Rolls-Royce dentro del palacio, a las ocho de la mañana. Cindy Crawford –que ahora va de madre de artista, junto a su hija Kaia Gerber– e Ines de la Fressange eran las más jóvenes del grupo. Karl hablaba de su amiga Madame Macron, tan juvenil como él, siempre vestida con cremalleras y faldas cortas. Al saludarlo, exclamó: “Oh là, là, les élections en Catalogne!” agitando las manos igual que un director de orquesta. Diego Della Valle, el mandamás de Tod’s, por el contrario, me aseguró: “La Spagna è un grande paese. Brava Spagna!”. El punto de vista no solo crea el panorama, también lo exalta.
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7 de octubre de 2017
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