

Aunque hubo precedentes griegos y el fecundo modelo senequista, la primera ‘revenge play' propiamente dicha fue ‘La tragedia española' de Thomas Kyd (circa 1587), y de ella saldrían, con tintes no menos sangrientos y mayor genio poético, las tragedias de venganza de Marlowe y Shakespeare. Escribiendo diez años después del presumible estreno de la obra de Kyd, Francis Bacon, el filósofo isabelino, no el pintor, dijo que la venganza es un modo de justicia salvaje, que "cuanto más crece en la naturaleza humana, más debería la ley arrancar". El dramaturgo anglo-irlandés Martin McDonagh empezó su carrera en el cine con una tragedia bufa un tanto shakesperiana titulada ‘Six shooter' (‘Seis disparos'), corto extenso situado básicamente en un tren en el que Brendan Gleeson viaja después de la muerte de su esposa, asiste a otras dos muy truculentas en el vagón y pretende la suya y la de su conejito de indias, sin lograr, a falta de bala, más que la del roedor. Ese cortometraje, que obtuvo el Oscar del año 2006 en su categoría, contenía ya, además del ‘gore' extremo y un esmerado tratamiento tanto de la dicción enfática como de la palabrota, el mayor foco puesto en los actores, algo quizá propio de quien al iniciarse en la dirección cinematográfica contaba en su haber muchas piezas teatrales de éxito, de las que al menos tres han sido traducidas y representadas en España. El naturalismo agridulce de su teatro apenas aflora en sus películas, que, de tener un entronque escénico propio, sería con ‘The Pillow Man' (2003) y ‘Hangmen' (2015), parábolas alegóricas más que estampas costumbristas.
Su primer largo, ‘In Bruges' (aquí ‘Escondidos en Brujas', 2008) resultó deslumbrante y lleno de invención, como si al alejarse del paisaje y la tipología irlandesa McDonagh enriqueciese su personalidad, se extranjerizase y fuera, en suma, más Beckett que O´Casey, más Mamet que Synge. Había algo muy ‘mametiano' en la figura filosófica de los tres matones, sin perder nunca la impronta ‘shakesperiana', sobre todo en el excelente final de exterminio ‘gore' en la plaza central de la ciudad belga. No eran malos influjos, como puede verse, si bien McDonagh se enredaba en la sub-trama del enano y el rodaje dentro de la película, una exigencia de guión sugestiva pero demasiado hinchada. En su segunda película, ‘Siete psicópatas' (2012), rodada en Estados Unidos con un reparto aún más estelar que en la anterior, el pastiche fílmico auto-referencial se hacía indigesto, desembocando en un fracaso completo. Cinco años después, con ‘Tres anuncios en las afueras' (‘Three Billboards Outside Ebbing, Missouri'), McDonagh parece haber encontrado la clave del éxito en un film que, de manera a mi modo de ver incongruente, se ha asociado al cine de los Coen en función sobre todo de la presencia protagonista de Frances McDormand, esposa de Joel y actriz relevante de al menos cinco títulos de los hermanos; menos humorística y menos elíptica que las de ellos, a mí me parece de nuevo tangente, aun en su atmósfera rústica, a la esfera de Mamet.
‘Tres anuncios en las afueras' ha perdido, para acercarse al ‘mainstream' de calidad, la parte oscura que daba su brillo a ‘Escondidos en Brujas', película misteriosamente divertida y seductoramente insensata, como si la prosa del ‘thriller' y el drama sanguinolento al modo ‘Tito Andrónico' se amalgamaran en una accesible poesía hermética. Sabiendo que el director es un hombre de letras, pensé, antes de entrar al cine, que la localización en un ficticio pueblo de Missouri podría esconder un homenaje críptico a T.S. Eliot, que nació en Saint Louis, la gran ciudad portuaria de ese estado del Medio Oeste. Nada ‘eliotiano' hay sin embargo en el film, que, contando una historia de meandros insospechados, de aparecidos, de sorpresas, tiene un arranque no diré que lento pero sí algo lerdo: la mística rural ya ha dado, en el cine de Hollywood, todo lo que tenía que dar, y para trascenderla hay que poseer un genio superior al de McDonagh. Este, sin embargo, y es justo decirlo, no incurre en la mirada turística del extranjero, al hacer, tanto en ‘Siete psicópatas' como en la nueva, fábulas enraizadas en el territorio norteamericano.
Una vez superada esa traba inicial de las presentaciones pueblerinas y los estrambóticos genios del lugar, la película alza el vuelo, descansando de manera firme en sus tres actores centrales, McDormand, que tiene el papel antipático de la vengadora inclemente, Woody Harrelson y Sam Rockwell, los policías más bien corruptos pero con corazón. Ellos tres, y el inteligente diseño de los giros argumentales, dan grosor a la historia, enriqueciendo el molde de la venganza salvaje -a ratos fatigoso- de la mujer que denuncia en sus carteles la inoperancia policial. Así, mientras Mildred, la madre coraje, va humanizándose sin perder su furia, Willoughby (Harrelson) y Dixon (Rockwell) adquieren la densidad de los perversos de Shakespeare: seres incompletos, implacables, violentos, pero no por ello privados de incertidumbre, de temor y necesidades. Y de elocuencia.
La despedida del sheriff Willoughby en la jornada campestre, su intimidad hogareña, las cartas de adiós y el disparo en el cobertizo de los animales no sólo sirven para colorear la trama sino que marcan los siguientes estadios de la peripecia: el visitante sospechoso que amenaza a Mildred en la tienda, el exmarido y su boba novia adolescente que algo sabe de los clásicos, el incendio intencionado de los anuncios, la relación de la madre televisiva con su hijo el castigado policía Dixon, personaje que paulatinamente se adueña del film para terminarlo en esa hermosa indeterminación del viaje a la venganza que nunca sabremos si llega al derramamiento de sangre o se queda en la conciencia.



La semana pasada presenté un libro con dos imputados. Durante la presentación el autor, el catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Barcelona Jordi Matas, me preguntó si era mi primera vez. Y sí. Pero no me dio miedo.
El otro presentador era Carles Mundó, quien fue Conseller de Justicia del gobierno catalán de su tocayo Puigdemont. Mundó pasó de visitar las cárceles como ministro a estar alojado un mes en una de ellas por su participación en la declaración de independencia catalana. Su juicio apenas está empezando. Por su parte, Matas, está acusado de participar en la organización del referéndum ilegal del 1 de octubre del año pasado.
El acto, en la Facultad de Derecho de la UB, corría el riesgo de transformarse en una tribuna política, y en cambio fue una calmada reflexión a tres voces sobre la necesidad de pensar, dialogar, estudiar, leer y sobre todo, recuperar la calma y el silencio, aún o sobre todo desde la discrepancia.
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El libro de Matas, “Opinión política: artículos en tiempos convulsos”, es el número 12 de la colección Periodismo Activo que desde el 2012 dirijo en la Editorial de la UB, y consiste de medio centenar de columnas de opinión sobre política, partidos, alianzas y peleas en España y Cataluña, pero también sobre la función y el futuro de la universidad, sobre la sociedad y la cultura catalana, sobre Europa y el mundo.
Todos fueron publicados en el diario El País hasta que dicho medio decidió no publicar un artículo sobre los hechos ocurridos durante el referéndum (y que está incluido en el libro). Matas enfatizó en la presentación que en los siete años en que colaboró con El País nunca le había sido cortado, censurado o rechazado un artículo o un tema. Esta fue la primera y la última.
Este es un resumen de algunas cosas que dije en la presentación y que escribí en la contraportada del libro.
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Un viejo maestro de periodismo solía enseñar que para escribir una columna política solo hacían falta dos cosas: 1. Tener algo que decir. Y 2. Decirlo.
Suena bastante obvio, pero en el actual avispero catalán, español, europeo, mundial, me aventuro a postular que más de la mitad de los opinadores no cumple con al menos uno de estos preceptos. O porque no tiene nada que decir o porque, teniéndolo, prefiere no ser claro. La frase tan hispánica, tan intraducible, de “no me gustan según qué cosas” para no decir exactamente qué cosas no le gustan, es solo ejemplo.
Jordi Matas siempre tiene algo que decir. Y siempre nos queda claro a sus lectores cuáles son las cosas que le gustan y no le gustan. Y en el breve espacio de un artículo de opinión, acaba diciéndolo todo. Sus columnas pueden responder todas al título de una de ellas. Se llama “Identificar lo esencial”.
El 2 de noviembre de 2015, Matas publicó una de sus habituales columnas de análisis de la situación política catalana en El País. Allí definió en cuatro pinceladas por qué la CUP recelaba de Mas, por qué a la vieja Convergencia le costaba tanto desembarazarse de su President, y cómo podría zanjarse el problema. En una cuartilla y media, Jordi Matas identificaba lo esencial.
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Pero la columna más alabada entre las que recoge este libro es otra. Data del 25 de febrero de 2017. Se llama “Silencio, por favor”, y a diferencia del sutil análisis psicológico-político de “Identificar lo esencial”, se adentra en el mundo filosófico-literario de Fray Luis de León y su “Vida retirada”.
Dice el adusto fraile:
“Un no rompido sueño,
un día puro, alegre, libre quiero;
no quiero ver el ceño
vanamente severo
de a quien la sangre ensalza
o el dinero.”
Busca Matas un silencio que ayude a pensar: “Son tiempos que requieren de una profunda reflexión social y política para lograr salir de la crisis poliédrica en la que estamos inmersos. (…) Para ello es imprescindible evadirse de una coyuntura política asfixiante, de la tiranía comunicativa de la inmediatez y de la precipitación de la actividad cotidiana, y buscar la introspección que permita recuperar el sentido de la política y de la acción social. Necesitamos recuperar, más que nunca, el silencio.”
¿A qué se dedica un opinador político que se precie? A esto. A comentar, contextualizar y encontrar sentido en lo que pasa, lo que importa, lo que afecta la vida de los lectores, lo que todos deben saber si quieren ser ciudadanos informados y con conciencia, lo que no se ha informado bien, lo que no se ha entendido correctamente.
Para hacerlo con fundamento debe aportar datos para avalar su posición, tener clara la historia, conocer el contexto internacional, presentar con claridad y justicia ejemplos y personajes que sean genuinamente representativos de sus argumentos.
Esto hace en sus textos políticos el profesor devenido periodista Matas. A veces va de la idea central a los ejemplos. Otras veces, al revés, del ejemplo a la idea. En la mayoría de sus ensayos disfrazados de columnas empieza fuerte, llamando la atención. Y siempre se sabe dónde terminar. Llega al punto final con claridad y elegancia.
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En su libro de memorias periodísticas, El fin de una época, Iñaki Gabilondo critica al periodismo actual a propósito del lema de la rapidez superficial de los medios audiovisuales de hoy. ‘Está pasando, lo estás viendo’, nos dicen los jóvenes presentadores de la televisión.
Gabilondo das vuelta el lema. El periodista debe preguntar a su público: ‘Está pasando; ¿lo estás entendiendo?’.
El articulismo político es un encuentro entre opinión, información, análisis, crónica y ensayo. Un terreno en el que descollaron catalanes de todas las vertientes como Josep Pla, Gaziel y Manuel Vázquez Montalbán. Al leer a estos grandes maestros, como cuando se lee a Jordi Matas, los lectores no solo nos alegramos de interactuar con una mente aguda y culta, sino que también nos sentimos más abiertos, más inteligentes, más entendidos nosotros mismos.
¿No es ese el propósito de las mejores columnas políticas?


A otros catalanes les cuesta más escapar de la censura e intentar ejercer la libertad de expresión. Los del Centro Libre de Arte y Cultura (CLAC) trataron de montar un espectáculo, Help Tabarnia, para el 27 de febrero. Alquilaron un local en el centro cívico La Casa Elizalde y lo pagaron, pero once días antes del estreno los responsables (por darles un nombre) de La Casa Elizalde anularon el alquiler. Todo había sido un error humano, dijeron, sin detallar ni el error ni el humano. Bien es verdad que los medios del Régimen ya habían alertado a sus empleados del peligro que corrían acogiendo el espectáculo. No era la primera vez que censuraban los actos del CLAC y por supuesto nadie movió un dedo en defensa de la libertad de expresión.
Lo cierto es que los del CLAC tienen la desdicha de ser catalanes, pero no nacionalistas, y eso está muy mal visto en aquella parte así que no les dejan respirar. Ellos no tienen millonarios de ultraizquierda que de inmediato pongan sus mansiones al servicio del teatro de ideas. Son víctimas de unos censores que controlan la totalidad de la ciudad de Barcelona como si fuera la Praga de los tanques soviéticos, pero en carlista.

A excepción de la de Lola Flores, no recuerdo una muerte tan unánimemente llorada entre nosotros como la de Antonio Fraguas, alias Forges. Vaya mi respeto para la tonadillera y artista de tronío, cultivadora de géneros que no son los míos, pero el planto por Forges le llena a uno de alegría, aunque sea una alegría paradójica: llora por él la España que compartía su "risa amarilla", el "rire jaune" -según la antigua y bella expresión francesa- que esconde una rabia biliar y un disgusto indignado ante la realidad, y también es llorado por el país imaginario -desgraciadamente tan verdadero- que él retrató, el de la cruda y autosatisfecha España negra, ignorando quizá, o queriendo olvidar, que el genial humorista les tenía a ellos de blanco.
A todos nos apuntaba Forges, y de ahí su honestidad en la burla.
Nadie plasmó mejor que él el hartazgo por el flamenquismo desbordante de nuestra cultura popular, en aquella viñeta inolvidable del condenado a muerte al que llevan a un tablado-patíbulo, donde le espera un cuadro flamenco al completo, con faralaes, peineta y sombrero cordobés, para ajusticiarle. Y nadie tan ácido con la figura del "progre" revenido, en ese otro chiste gráfico del joven treintañero con melena desgreñada, "gafapasta" y símbolo pacifista que le anuncia a su atónito padre, ya entrado en años, que quiere hacer, tardíamente, la primera comunión.
Guardo mi galería recortada de "forges", con un original que Antonio Fraguas tuvo la generosidad de regalarme por un modesto artículo admirativo que escribí sobre él. Repaso ahora uno de los más recientes que recorté, publicado en El País a finales del año 2016, cuando en España no había gobierno y el señor Rajoy hacía sus cambalaches ministeriales como quien juega a los cromos o al dominó. En ese dibujo un mayordomo de la Moncloa, con impecable aspecto inglés, recibe en la puerta del palacio a un repartidor de figuritas humanoides que lleva plegadas bajo el brazo: "Soy de Mercaministro y vengo a traerles el pedido", dice el repartidor. "Ya era hora, tronk", le contesta el criado circunspecto.
La risa amarilla de Forges serviría hoy, en las interminables circunstancias catalanas, que ya él reflejó con gracia infinita en los últimos meses, para acompañarnos más, acompañarnos en nuestro estupor con una lucidez que ha durado más de cuarenta años y no se extinguirá con su desaparición.


" Amstedam lloviendo". Acrílico y óleo sobre tela. 116x80. 2016
