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Eficacia

Al ver la foto de Torrent sentado a la mesa con Puigdemont en la sede de los fascistas (alias nacionalistas) europeos, recordé la frase de Joseph Roth: "Un Viernes fue a visitar a un Domingo por ver cómo era y volvió a casa muy satisfecho, pero triste de ser un Viernes". En un segundo se pusieron de acuerdo. No se sabe en qué ya que cuanto dice esa gente es mentira y la verdad es otra y oculta. A veces sus mentiras son tan enormes que las creen ellos mismos.

Mientras tanto en Madrid un Zoido llamaba al Superior Tupé del Reino y de la Reina (esto era por Sánchez), pero comunicaba. Envió entonces a un propio con un papel, pero por el camino hizo un alto para el café y se olvidó el papel en la cafetería. No importaba, ya el Presidente había terminado con los resultados del Betis-Málaga y frotándose las manos dijo que había que impugnar. ¿El qué?, preguntó su Primera de a Bordo. Tú impugna y déjame en paz, fue la respuesta.

Al día siguiente se supo que habían impugnado el partido del Betis, pero daba igual porque un Par de la Justicia que pasaba por cafetería había visto el papelito, lo había leído y se había dicho para sí,"Esto, fijo que es de Luis Carlos de las Cuevas y los Hoyos, lo pierde todo". Fue a entregárselo, pero estaba tomando café en el mismo lugar del que venía con el papelito así que se lo dejó a la secretaria. Cierto que tampoco estaba, por las rebajas en El Corte Inglés, pero el bedel sí estaba y al ver el nombre del papelito se lo llevó a la Primera de a Bordo. "Esto de parte del señor de las Cuevas y los Hoyos, más conocido como ‘El Perforao". Dejó el papelito sobre la mesa. Por entonces la Primera de a Bordo no estaba, pero sí un Mandoble de Movistar, el cual miró el papelito y pensó, "¡Gran prueba de que hay que subir la tasa de Internet!". Y así se hizo.

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30 de enero de 2018
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El manipulador manipulado

Uno de los films de menos de un minuto recogidos en ‘¡Lumière! Comienza la aventura', el ensayo antológico muy bien "compuesto y comentado" por su realizador Thierry Frémaux, fue seguramente la primera comedia de la historia del cine. Se trata de ‘El regador regado' (‘L´Arroseur arrosé', de 1895), en el que un tranquilo jardinero que riega su jardín es burlado por un muchacho que oprime con los pies la manga de riego, cortando el flujo del líquido hasta que, intrigado, el jardinero se pone a mirar esa boca obstruida, momento que el joven pillo aprovecha para dejar de apretar la goma: el agua sale a borbotones y remoja al regante. Hubo en sus albores otros pioneros (Muybridge, Marey, Edison) del invento aún entonces exento de entidad artística, pero los hermanos Lumière -en particular Louis, el menor, en tanto que ideador y camarógrafo- fueron sin duda los primeros ‘auteurs' en el sentido que la palabra adquirió más de sesenta años después, también en Francia, promovida por Cahiers du cinéma y una pléyade de grandes críticos-cineastas que dieron forma y empuje a la Nueva Ola. Frémaux incluye en su deliciosa antología una segunda versión de ‘El regador regado' más elaborada, en la que el filmador cambia el encuadre, dándole al episodio más profundidad de campo en aras de una mayor comicidad, y haciendo que el chico burlón mire con notable descaro a la cámara antes de salir de cuadro. ¿El primer ‘remake' del Séptimo Arte?
Manuel Martín Cuenca hace cine con soberbio orgullo, y esa condición, evangélicamente tenida por pecado capital, es su gran virtud; se advierte y se le agradece en ‘El autor', su versión de ‘El móvil' de Javier Cercas, la historia de un escritor en ciernes que, falto de inspiración y también de escrúpulos, manipula a los habitantes de todo un inmueble para construir una ambiciosa novela criminal. Trabajar con soberbia y no con servidumbre es el atributo de los buenos adaptadores, y ha sido para mí muy consolador ver a Cercas fotografiado en la promoción de ‘El autor' condonando a su lado las libertades que Martín Cuenca, en colaboración con su co-guionista Alejandro Hernández, se ha tomado respecto al material literario, apenas setenta páginas de texto; lo habitual es que el novelista llevado al cine ponga el grito en el cielo de la traición. Hay que decir que además de la ‘hubris' de sus imágenes, Martín Cuenca es un libertino dotado de imaginación formal: expande, glosa y continúa la línea maestra del fascinante relato escrito, no violentando la razón ni la finalidad que llevó a Cercas a inventar su ingeniosa fábula sin moraleja.
‘El autor' tiene numerosas cortesías con ‘El móvil', pero aquí nos interesan más las arrogancias que, en un cine centrípeto como el español, pueden, al menos en un principio, chocarle al espectador. Así, mientras que el alma de la ‘nouvelle' de Cercas es abstracta y su marco deslocalizado, Martín Cuenca, andaluz de Almería y proclive a situar en su ‘Andalucía de la mente' apólogos cruentos y fábulas salinas, hace que este nuevo film transcurra todo en Sevilla, la ciudad más folklórica de la tierra, sin que le intimide el inherente tipismo de tantas décadas cinematográficas de seseo y ceceo, de taconeo flamenco y tonadilleras espiritosas, de ventanas con rejas y macetas cuajadas de geranios. El habla sevillana se oye, como fondo sonoro y en el marcado acento de María León, uno de los dos personajes añadidos por la película a la novela, las estrechas calles de sabor morisco están ahí, como está el río Guadalquivir en un extremo del fotograma, bajo puentes que nadie cruza en calesa. Y en esa urbe más siniestra que amena, y vista más de noche que al sol, las voces neutras del aspirante a escritor Álvaro (Javier Gutiérrez) y de su profesor de creación literaria (Antonio de la Torre), este último un hallazgo de la película (no existe tampoco en el libro de Cercas) en su función de contrapunto decisivo.
No hay costumbrismo, pero sí peripecia, otra añadidura del ocurrente cineasta al sucinto autor de la novela corta. Cercas desarrolla el caso paranoico de un Álvaro para quien lo esencial es "sugerir ese fenómeno osmótico a través del cual, de forma misteriosa, la redacción de la novela en la que se enfrasca el protagonista modifica del tal modo la vida de sus vecinos que éste resulta de algún modo responsable del crimen que ellos cometen." (Tusquets Editores, páginas 24/25 de la edición de 2003). Martín Cuenca, obligado por su medio de expresión a rellenar los huecos de la palabra, la indeterminación de la prosa, da sus pinceladas de sevillanismo e introduce sin capricho, en una trama empapada de literatura, la casuística de la escritura: dentro del matrimonio en crisis, con la figura citada de María León, escritora de ‘bestsellers', y en el taller dirigido por Antonio de la Torre, conciencia insolente del autor que, vociferando crudamente, permite alivios cómicos en una historia cruel, ofreciendo a los que además de espectadores de cine somos ‘letraheridos' un vislumbre morboso de la mecánica de estas modernas instituciones de enseñanza del genio.
No son los únicos añadidos. Uno, y mejor no desvelarlo aquí, es el desenlace, en el que el cineasta se permite el triple salto sin red en el juego de las manipulaciones encadenadas: una ‘mise en abyme' de lo macabro. Claro que ese sorprendente final carcelario podría ser la relectura humorística por parte de Martín Cuenca de lo último que el autor, el del libro, escribe en su novela antes de terminarla con el mismo párrafo de arranque de ‘El móvil': "Finalmente, comprendió que con el material de la novela que había escrito podía construir su parodia y su refutación" (página 98 de la mencionada edición de Tusquets). El segundo aditamento que no podía provenir de la obra impresa es la banda sonora. El universo aural de Cercas en ‘El móvil' yo lo imaginaría ‘bartokiano'. Martín Cuenca, que no puso músicas a sus últimos films, aquí, por una casualidad, pensó en José Luis Perales. Milagrosamente, para los que no somos afines a las melodías de este compositor y cantante conquense, sus composiciones funcionan en ‘El autor' de manera elocuente, recordándonos (el propio director lo ha hecho en una entrevista) que otra canción de Perales cantada por Jeannette, ‘¿Por qué te vas?', acompañó las mejores escenas de ‘Cría cuervos', además de llamar poderosamente la atención de un gran enamorado de esa película de Saura, Stanley Kubrick.
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30 de enero de 2018
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Valle-Inclan. Obras Completas. IV

Siguiendo su hercúleo propósito de editar las Obras Completas de Don Ramón del Valle-Inclán la Biblioteca Castro presenta ahora el Tomo IV, dedicado al teatro. O por mejor decir, a la primera mitad de su producción teatral porque la segunda mitad y el conjunto de su obra poética, aparecerán próximamente en el Tomo V y último.

                Dado el carácter polémico, provocador y aparentemente desenfadado de Valle-Inclán (y digo aparentemente desenfadado porque sus bromas solían ser lo más parecido a dardos afilados y dirigidos directamente al corazón del  beneficiado), tratar de poner orden y ofrecer una visión coherente de su obra es, además de hercúleo,  un propósito casi imposible porque, como ya se dijo  con motivo de la publicación de los Tomos I, II y III, Valle-Inclán entendía la escritura como un proceso de creación continuo  y que no se terminaba cuando el manuscrito era llevado a la escena o aparecía en formato de libro o de revista (folletón). Lejos de ello parece como si Valle-Inclán se complaciese en confundir a sus seguidores introduciendo entre una entrega y otra cambios muy notable y que podían afectar al concepto mismo de la naturaleza de la obra.    

                Como señala a modo de ejemplo en la Introducción Margarita Santos Zas, coordinadora y máxima  responsable de esta edición, en su afán por  infringir los códigos genéricos convencionales en nombre de la invención y la experimentación, Valle-Inclán transgredía sistemáticamente incluso  los fronteras entre teatro y novela. Aunque no pase de ser un detalle más arbitrario que estructural, es bien sabido que en el momento de su aparición en la revista España Nueva, la obra Águila de Blasón llevaba como subtítulo Novela en cinco jornadas, mientras que al aparecer como libro se llamaba igual, Águila de Blasón, pero  su denominación había cambiado a Comedia bárbara dividida en cinco jornadas. Lo mismo cabe decir de La Cabeza del Bautista o La Rosa de papel,  editadas conjuntamente como Novelas macabras y más adelante rebautizadas como Melodrama para marionetas.

                Claro que, a lo mejor para llevar el equívoco hasta sus últimas consecuencias, pese a tener en su haber una veintena larga de obras teóricamente teatrales, Valle-Inclán siempre negó categóricamente ser un autor teatral y, otra vez para demostrar en la práctica lo que parecían simples provocaciones callejeras, no solía tener la menor consideración con los actores, directores y empresarios que osaban llevar alguna de sus obras al escenario. Se podrían poner decenas de ejemplos, pero para  no dispersar en exceso la atención, me limito a abrir al azar las Comedias Bárbaras y no tardo en preguntarme cómo se las arreglará un director de teatro para desarrollar a la vista del público una escena precedida de una acotación como esta, que por cierto es la que abre la Jornada primera de Cara de Plata:

Alegres albores, luengas brañas comunales en los montes de Lantaño. Sobre el roquedal la ruina de un castillo, y en el verde regazo, las Arcas de Bradomín. Acampa una tropa de chalanes al abrigo de aquellas piedras insignes (…). A la redonda los caballos se esparcen mordiendo la yerba  sagrada de las célticas mámoas. En las alturas una vaca montesa embravecida muge por el vitelo que se lleva a la feria un rabadán.

O qué decir de  personajes como: Pichona la Bisbisera, el Ciego de Gondar, la Hija Bigardona y el coro de Crianzas, Fuso negro el Loco o  Ludovina la Ventorrilla. Y si se trata de  hacer las veces de coro ahí están  Clamor de mujerucas, una Voz en la chimena, Salmodia de Beatas o Reniegos y Espantos.

También debe de tener su miga encontrar el tono para un diálogo que tiene lugar después de una acotación en la que se presenta al Abad de Lantañón entre “un tumulto de voces  que quiebra el verde y aldeano silencio”. Y sobre el patín de la Rectoral  aparece una dueña pilonga, muy halduda, que con la rueca en la cinta tuerce el gesto y escupe en el dedo. Es Doña Jeromita, la hermana del abad:

DOÑA JEROMITA.-¡Jesús con las voces!¡Pues aunque estuvieseis en la puerta de un ventorrillo!¡No habléis todos, selváticos!¡Hermano, ponga paz!

EL ABAD.-No me sale del bonete.

DOÑA JEROMITA.-¡Ave María!

EL ABAD.-¡Mi tonsura ha sido ultrajada por un carajuelo!

DOÑA JEROMITA.- ¡Jesús mil veces!

 

Pero lo mejor de todo es que a pesar de un lenguaje muchas veces barriobajero y en gran parte inventado, pese a lo disparatado de muchas situaciones  y aunque sea manifiesta la imposibilidad de pone en escena lo que se dice en el texto, de pronto el lector cae en la cuenta de que está escuchando  el tono de voz inequívoco de Shakespeare. Y eso que todavía no hemos llegado al tomo de los esperpentos, en los que la apuesta por lo imposible parece como si diese todavía más sonoridad al diálogo shakesperiano.

 

OBRAS COMPLETAS, IV. Teatro

Ramón del Valle-Inclán

Edición de Margarita Santos Zas

Biblioteca Castro

         

 

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29 de enero de 2018
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El nuevo petróleo

¿Quién no se ha sentido ridículo confirmando su propia identidad y teniendo que interpretar unas letras retorcidas y distorsionadas que deben de hacer las delicias de algún psicópata?
No sólo nos piden nuestros datos personales, que se desploman indefectiblemente al terminar de cumplimentar el formulario online porque se ha agotado el tiempo o la contraseña no es segura, también nos preguntan el nombre de pila de nuestra abuela a fin de demostrar que somos nosotros y no unos suplantadores. E incluso nos bloquean la entrada a nuestro buzón de correo como si nos prohibieran entrar en nuestra propia casa, porque sospechan que cualquier desaprensivo, o tu mismísimo marido, vete tu a saber, han querido fisgar en tu bandeja de entrada, hoy un delito parecido a hurgar en los cajones de la ropa interior ajena.
Sin embargo, la porosidad de la red es escandalosa. El tráfico de datos –y hasta el robo, como hemos visto esta semana con la supuesta oferta de una cuenta prémium de Spotify, que era en realidad un timo– pretende hacerse con el alma de todo aquel que clique. Lo ha declarado el presidente ejecutivo de Telefónica, José María Álvarez-Pallete: “Los datos son el petróleo del siglo XXI”. Además de suponer la materia prima del negocio, necesitan ser refinados para cotizar, igual que el crudo. Alphabet, la multinacional que engloba Google, Amazon, Apple, Facebook y Microsoft, las cinco compañías más valiosas, no hace más que multiplicar beneficios: juntas sumaron 20.130 millones de euros durante el primer cuatrimestre del 2017.
A pesar de su inmaterialidad, ya no hay plan de negocio que no incluya el estudio de datos. En este Gran Hermano panóptico, un ojo informático escruta cada uno de nuestros clics persiguiendo nuestro perfil de consumidor. Y le sigue una insidiosa persecución virtual mientras asistimos impertérritos a las propuestas que nos lanzan los algoritmos y que oscilan entre las ofertas de balneario o los milagrosos alargamientos de pene. Pero, ¿por qué seguimos considerando un acto privado el de navegar por internet, e incluso el de escribir correos donde damos rienda suelta a nuestra naturaleza confesional, al estilo de las viejas cartas? Narcisistas redomados, nos permitimos exhibirnos sin cautela aunque simultáneamente glorifiquemos nuestra privacidad.
Las empresas cruzan millones de datos para establecer tendencias y predicciones, patrones de comportamiento e indicadores de consumo. Datos, inteligencia artificial y tecnología conforman el futuro digital, que de humano sólo tiene los dedos. La banca, la información o la moda triplican sus presupuestos online: ahí está el nuevo mundo, el que se desviste de materialidad y ya no abre enciclopedias ni escribe diarios. Los secretos ya no existen: nuestro punto débil se ha convertido en la gran fortaleza del big data.
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29 de enero de 2018
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Bufonía

Es la ceremonia sacrificial más antigua que tenemos en catálogo. El ilustre antecedente está en la lidia y muerte del toro celeste en la epopeya de Gilgamesh. El rey de Uruk, tras desaforada faena con la heroica ayuda del  noble subalterno Enkidu, mata al toro por descabello con hacha. A continuación se infligen al bicho muerto diversas sevicias. La más notable es, según las traducciones convencionales, cortarle una pata y arrojársela a la compungida diosa Ishtar que le hace honras fúnebres. Seguramente se ha malentendido decorosamente el eufemismo de turno, que quería decir «testículos». Las imágenes de la época, como la de arriba, que se vería si no fuese porque el algoritmo se ha escandalizado y no la quiere subir, sugieren que el toro era capado post mortem, lo cual quedaba subrayado por el contraste entre los atributos de Enkidu y la ausencia de ellos en el cornúpeta. La faena no fue olvidada por los dioses y constituyó la acusación principal que motivó la trágica condena a muerte del matador y el subalterno.
 
La versión ateniense de la corrida épica mesopotámica se llamaba Bufonía y se celebraba en honor de Zeus Urbano, el protector de la ciudad. Se conducían unos toros bien cebados ante al altar sobre el que había una bandeja broncínea con una pan de ofrenda y un montón de cebada. Entretanto,  unas vírgenes selectas traían agua bendita para pasar por la piedra y amolar un hacha y un cuchillo. El afilador del hacha se lo pasaba a otro y éste a otro más, hasta que uno de los toros comía de las ofrendas. Entonces le daban el hacha al sumo sacerdote que sacrificaba al animal al estilo gilgamésico. El sacerdote se hacía entonces el horrorizado, tiraba el hacha y hacía una espantada aparatosa. Los expertos carniceros y desolladores ejecutaban luego su trabajo, y a continuación venían los cocineros que preparaban el asado. Todo el público comía piadosamente. Sin embargo, no dejaba de estar claro que se había cometido un asesinato horroroso, y todos los responsables se ponían a disposición del arconte. Se echaba la culpa al afilador, a las que trajeron el agua, al desollador, en fin a todo el mundo, porque el principal culpable, el sacerdote, había huido cual vil puchimón. Tras arduas deliberaciones jurisprudentes, se declaraba culpable al hacha que era condenado a hundirse en la mar salada. Como colofón chispón rellenaban la pelleja, y hacían un bonito toro aparente que ponían ante un arado, cosa que también viene de los sumerios pero que ya explicaremos otro día.
 
En fin, todo viejo y renovado como la vida misma. Lo más bonito es que los animalistas, con su sensibilidad exhibicionista que humaniza al toro y cosifica al torero, sean antiquísimos elementos corales con su papelón obligado en la representación.
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28 de enero de 2018
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Luna nueva

De pequeña quería ser farmacéutica, envolver los medicamentos con aquellos gestos rápidos, sin apenas mirar, y saber de todos los males. Hasta que cayó en mis manos un libro del Círculo de Lectores: Tiempo de nacer, tiempo de morir, del Dr. Christiaan Barnard, un dramón que narraba una pasión amorosa y al tiempo una historia médica. Barnard, autor del primer trasplante de corazón, era bronceado,  lántropo y escribía libros. Yo quería ser él, en mujer. Hasta que tropecé con las matemáticas y me convertí en estudiante de letras. Es curioso, porque nunca fantaseé con ser plumilla como los de Luna Nueva, en la que los reporteros de sucesos trataban a su única colega femenina, la deliciosa Rosalind Russell, entre la condescendencia y la burla. No quise ser periodista, me hice. Estudiaba Filología, y empecé a trabajar en un periódico. Se hacía casi a mano; aún existían las linotipias, que mis amigas confundían con las lipotimias. Y sin épica, como si el destino me saliera al paso con una máquina de escribir, el periodismo se instaló en mi vida y en mi estómago como una helicobacter pylori, hasta convertirse en un marido vigoroso.
En las primeras redacciones que pisé siempre había mujeres, excelentes profesionales que nunca pasaron de jefa de sección. Estaba de moda repetir aquello de “hay que feminizar la prensa”, pero la cuota de informaciones protagonizadas por ellas era ínfima, y solo cabía en las páginas de sucesos o de espectáculos. Me considero afortunada: he asistido a una transición de los medios, no solo la digital. Por entonces, la violencia de género era tratada como “crimen pasional”, cosas del querer, del amor y los celos. La representación de lo femenino, y ahí están las hemerotecas, resultaba marginal y ociosa, ridícula y estereotipada. Y también he presenciado una congelación del liderazgo femenino. ¿Por qué las mujeres no son directoras de periódico? En este número recordamos la historia de Katharine Graham, a propósito del estreno de Los archivos del Pentágono, y como a afirma Montserrat Domínguez, directora del Huffington Post: “Ser mujer y aceptar un puesto directivo en entornos tan masculinizados es sólo para valientes. Entiendo que muchas mujeres lo rechacen porque, además de asumir las responsabilidades del cargo, hay que contar con el plus de desdén, machismo y condescendencia”.
Existe una cultura paternalista, cargada de superioridad, además del café, copa y puro, que sigue dominando los medios. Hace poco, Gloria Lomana, que fue una de las primeras directoras de informativos en televisión, contaba que en su despacho no se permitía tener las fotos de sus hijos. No podía ceder en ningún detalle que la debilitara acordonada por un tronío varonil. Las Katharine Graham, Barbara Walters, Oriana Fallaci, Joan Didion, Jill Abramson, Carmen de Burgos, Rosa Montero, Victoria Prego o Soledad Gallego-Díaz han ocupado la primera la de la prensa. Algunas renunciaron a la tarea de dirigir. Otras salieron corriendo. Pero sin su versión del mundo, sin su compromiso con la verdad, el periodismo que se hace hoy sería muchísimo peor.
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25 de enero de 2018
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