Vicente Molina Foix
A excepción de la de Lola Flores, no recuerdo una muerte tan unánimemente llorada entre nosotros como la de Antonio Fraguas, alias Forges. Vaya mi respeto para la tonadillera y artista de tronío, cultivadora de géneros que no son los míos, pero el planto por Forges le llena a uno de alegría, aunque sea una alegría paradójica: llora por él la España que compartía su "risa amarilla", el "rire jaune" -según la antigua y bella expresión francesa- que esconde una rabia biliar y un disgusto indignado ante la realidad, y también es llorado por el país imaginario -desgraciadamente tan verdadero- que él retrató, el de la cruda y autosatisfecha España negra, ignorando quizá, o queriendo olvidar, que el genial humorista les tenía a ellos de blanco.
A todos nos apuntaba Forges, y de ahí su honestidad en la burla.
Nadie plasmó mejor que él el hartazgo por el flamenquismo desbordante de nuestra cultura popular, en aquella viñeta inolvidable del condenado a muerte al que llevan a un tablado-patíbulo, donde le espera un cuadro flamenco al completo, con faralaes, peineta y sombrero cordobés, para ajusticiarle. Y nadie tan ácido con la figura del "progre" revenido, en ese otro chiste gráfico del joven treintañero con melena desgreñada, "gafapasta" y símbolo pacifista que le anuncia a su atónito padre, ya entrado en años, que quiere hacer, tardíamente, la primera comunión.
Guardo mi galería recortada de "forges", con un original que Antonio Fraguas tuvo la generosidad de regalarme por un modesto artículo admirativo que escribí sobre él. Repaso ahora uno de los más recientes que recorté, publicado en El País a finales del año 2016, cuando en España no había gobierno y el señor Rajoy hacía sus cambalaches ministeriales como quien juega a los cromos o al dominó. En ese dibujo un mayordomo de la Moncloa, con impecable aspecto inglés, recibe en la puerta del palacio a un repartidor de figuritas humanoides que lleva plegadas bajo el brazo: "Soy de Mercaministro y vengo a traerles el pedido", dice el repartidor. "Ya era hora, tronk", le contesta el criado circunspecto.
La risa amarilla de Forges serviría hoy, en las interminables circunstancias catalanas, que ya él reflejó con gracia infinita en los últimos meses, para acompañarnos más, acompañarnos en nuestro estupor con una lucidez que ha durado más de cuarenta años y no se extinguirá con su desaparición.