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Cambio de zancada

Pertenezco a esa clase de editoras de revistas que piden a los fotógrafos que las modelos sonrían, que no perpetúen ese mohín mustio, frío y moderno, ni paseen el encanto de la autosuficiencia por el plató. No siempre me hacen caso. Responde al canon de la belleza poco complaciente. A la pose que no quiere ser una invitación a la empatía. También les digo que abusan de las modelos sentadas, abiertas de piernas y con tacones; una actitud, el manspreading, que tanto criticamos en los hombres. Y entonces, Florence, exquisita estilista francesa, me dice: “¿Y qué hacemos con la seducción?, ¿ya no podemos ser sexis?”.
Hace cuatro años, la moda descubrió las zapatillas deportivas. No por su uso práctico, sino por su plus de tendencia. El lujo no tardó en hacerse eco y firmó las sneakers más caprichosas. Aunque lo interesante sucedía en nuestra propia mirada: nada que ver con aquellas pioneras ejecutivas de Wall Street que combinaban zapatillas y traje chaqueta con hombreras produciendo un efecto forzado y ortopédico. Hoy, en cambio, la profusión de sandalias de hotel o de chanclas peludas por dentro causa furor, y a pesar de su feísmo, hay algo liberador en ello. Porque desnudar los pies significa también desnudar una feminidad subida a unos tacones. Y llenar las calles de abuelas, madres, estudiantes o abogadas andando con una resolución liberadora.
La representación estética de la feminidad ha virado hacia el confort y la sobriedad. El nuevo imaginario expulsa la silueta con curvas, escote y los icónicos stilletos, y los relega al uniforme de azafata de congreso. Según el Retail Tracking Service de la consultora NPD, los tacones medios han aumentado sus ventas en los últimos meses, incrementándose un 71%, mientras los altos han caído un 36%. El año pasado, en Reino Unido, por primera vez en la historia se vendieron más sneakers que tacones de aguja. La comodidad, la salud y la cuarta ola feminista han destronado a uno de los estereotipos más emblemáticos para mujeres y fetichistas.
Estos días, acaba de llegar a las librerías el último libro de la siempre interesante y polémica Camille Paglia, Feminismo pasado y presente (Turner). Autodenominada “feminista prosexual”, Paglia siempre se ha mostrado sensible a la belleza, y allí donde otras denuncian imposición y martirio, ella aplaude la celebración estética. “El problema del feminismo con la belleza es un prejuicio provinciano. Tenemos que superarlo”, afirma. Para algunas, subirse a unos tacones equivale a tomarse un antidepresivo. Para otras es un artefacto de tortura. Pero, en ambos casos, quien decide la naturaleza de la zancada no es Cannes ni el #MeToo, la pasarela ni los podólogos, sino cada mujer reconciliada con sus pies.
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11 de abril de 2018
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Un paseo ameno en una mañana soleada

Un libro es como una casa de muchas habitaciones, cada una con un decorado diferente, y uno puede asomarse, primero desde fuera, a través de las múltiples ventanas, y, así seducido, entra a vivir en esas estancias cordiales y acogedoras, porque siempre hallará abiertas sus puertas. Y como estamos en abril, el mes de Cervantes, quiero recordar al libro de los libros, el que más ventanas, puertas, pasadizos y corredores tiene, El Quijote.
Si alguien pregunta por qué debe leerlo, y le respondemos que es imprescindible porque contiene una filosofía de la vida, o porque nos revela un mundo de enseñanzas morales, habremos perdido de seguro un lector de ese libro imprescindible sin el cual viviremos una vida disminuida.
Por el contrario, debemos tener el valor de responder que se trata de un libro divertido, lleno de risa y disparates, acerca de un loco que anda por los caminos en busca de enfrentarse con los fantasmas de su imaginación, y ha convencido a un vecino suyo, simple, ambicioso y crédulo, que lo acompañe en sus aventuras de las que le promete va a sacar ventajas, entre otras nada menos que la gobernación de un país de mentira llamado Barataria.
En el camino el loco se dispone al combate contra molinos que cree un ejército de gigantes desaforados y espantables, y al atacar valeroso a uno de ellos ensarta su lanza en las aspas movidas por el fuerte viento que sopla, que para su imaginación descalabrada son los brazos del poderosísimo gigante, con lo que se hace "la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo".
Se topa con un carro donde llevan en unas jaulas dos leones africanos, hembra y macho, enviados de regalo al rey por el general de Orán, y se empeña en abrir la puerta de la jaula diciendo: "¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas? Pues ¡por Dios que han de ver esos señores que acá los envían si soy yo hombre que se espanta de leones!".
No menos risible, descabeza a los títeres de un retablo donde se representa la huida de un caballero que rescata a su dama de entre los moros que salen en su persecución, y, de pronto, decidido a acudir en auxilio de los amantes, "con acelerada y nunca vista furia, comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a otros, estropeando a éste, destrozando a aquél..."
Lo importante es que ese candidato a lector ande por el libro con pies ligeros, y se convenza de que no se le caerá entre las manos, la cabeza pesada de sueño. Hay que proponerle la lectura como un paseo ameno en una mañana soleada, no como una penitencia.
Solamente después, cuando haya terminado de leer, después que aquel triste hidalgo, de regreso a la cordura, muera en su cama, ya tendrá tiempo de lamentarse junto con Sancho: "no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía...". Porque para entonces su deseo encandilado será que el libro debió seguir, que debió haber más aventuras de aquellas donde el caballero andante que don Quijote cree ser, se queda haciendo la penitencia de fingirse loco, él, que ya está loco, puesto cabeza arriba, con las nalgas al aire, mientras envía a Sancho con una carta para su dama, que es analfabeta, y siendo tan hermosa se ve reducida a criar cerdos por obra de malvados encantadores.
Y la nostalgia por lo leído llevará entonces a ese lector, así ganado, a emprender dos o tres relecturas, y luego muchas otras, porque aquel libro se le habrá vuelto infinito, en el sentido de que siempre estará recomenzando, y esas nuevas lecturas llegará a hacerlas ya no en el orden en que están puestos los capítulos, sino entrando por cualquier de ellos, que son sus múltiples puertas y no tienen cerrojo.
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11 de abril de 2018
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Van llegando

Nadie se atreve ya a defender seriamente la posibilidad de un progreso social continuo. Sólo los intelectuales y políticos más adocenados se presentan aún como "progresistas". Frente a este fenómeno se alzó, tiempo atrás, el nihilismo, sobre todo entre los lectores de Nietzsche, pero tampoco quedan hoy muchos nihilistas de cartel. Ningún político serio se presentaría con un manifiesto nihilista para pedir votos. Entiendo por nihilismo la destrucción, a causa de un acontecimiento inesperado, de lo que se tenía por "real y verdadero". Así lo definía Blumenberg hace medio siglo. Y si casi no hay políticos o intelectuales que planteen el nihilismo (paradójicamente) como nuestra única realidad verdadera es por ser algo tan obvio que ya ni siquiera se concibe como anomalía. Algún ciudadano, sin embargo, puede no percatarse de nada y "creer que tiene en la mano su propio destino, cuando hace ya mucho tiempo que se lo han arrebatado".

 

Tras una catástrofe algunos acontecimientos pueden encender en grupos extensos la negra llama del nihilismo, de la realidad hundida, del mundo arrasado. Así, por ejemplo, la gran inquietud provocada por la extinción de las pensiones o la convicción de que "no viviremos tan bien como nuestros padres" es la nuda percepción de un mundo arrasado, el de la socialdemocracia. Ha provocado un nihilismo evidente entre los desesperados de Podemos. O la constatación de que la nación catalana sólo era otro sueño burgués, lo que va incrementando masas nihilistas con la identidad devastada que ya no tienen más argumento que la violencia. Semejantes al personaje de Kafka, se despiertan convertidos en escarabajos, es decir, en españoles. A nadie puede extrañar su pulsión autodestructiva.

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10 de abril de 2018
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El tamaño del alma

Ocurrió cuando era muy joven y empezaba a coger aviones por trabajo. Llegué tarde al embarque; atasco, accidente, nervios. La azafata me dijo que la puerta estaba cerrada, y me sofoqué, sentí un clavo en el estómago. Tenía la entrevista de mi vida, o eso creía entonces. El avión aún estaba en tierra, el finger cosido, y entonces le dije a la mujer que se escudaba en que sólo hacía su trabajo: “Estoy segura de que si se tratara de un ministro o de alguien importante, y no de una don nadie como yo, usted le abriría la puerta. ¿Por qué a ellos sí, y a mí no?”. Y aquella mocosa subió al avión.
Tienen santa razón los podemitas: el caso Cifuentes rebosa cultura de casta. Lo afirma la diputada de la Asamblea madrileña Lorena Ruiz-Huerta, que las clava en tono bajo: la inmoralidad que supone el privilegio, incuestionable, del pez gordo que está por encima de todo y de todos. “Estamos gobernados por lo peor de Madrid”, repiten los de la formación ­morada. Y sirven la imagen en bandeja: la cara dura de la aún presidenta de la Comunidad –a quien presuntamente le brindaron un máster a medida para hinchar su currículum– frente al esfuerzo de los chavales que se curran trabajos y exámenes, que se sientan en un pupitre para sumar horas y cré­ditos, almax e ibuprofenos, apuntes y ­calificaciones ante un futuro incierto, y aun así avivan su ansia de querer ser mejores. “¿Es más importante ­lucir un currículum y ostentar un máster supuestamente no cursado que trabajar honestamente por el bien común?
¿No es más importante decir la verdad que exhibir títulos que no han su­puesto para uno mismo esfuerzo y cono­cimiento?”, se preguntaba en voz alta el portavoz del PSOE en la Cámara y catedrático de Filosofía, Ángel ­Gabilondo.
Y justo cuando asistimos a este espectáculo tan poco ejemplar, una anomía del modelo de vida, según la filosofía de Javier Gomá, aflora la relación pantagruélica del poder con los chanchullos. Casi nos habíamos olvidado de la casta, palabra silenciada por mandato de la cocina ideológica de Podemos cuando, por inteligencia política, se quiso dar unos cuantos pasos atrás respecto al discurso populista. Digamos que hubo propaganda contra las élites y sus ventajas, los logros conseguidos gracias a determinado tipo de influencia: apellidos, cargos, dinero. Un auténtico cambio de mentalidad, junto al surgimiento de nuevos partidos y el afloramiento de un activismo ciudadano, que ha ido oxidando la palabra privilegio. Su estética es rancia, pues no se apoya en los principios democráticos del bien común ni la igualdad. Es exclusiva y discriminadora. Está desprovista de frescura e improvisación, aunque no debemos confundirla con el respeto ni el reconocimiento de aquellos que se han ganado a pulso que les cedamos el paso. Y no por ser mujer, hombre, rico o famoso, sino por el tamaño de su alma.
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9 de abril de 2018
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Épico

Debemos aguzar la imaginación para ver a cuatro náufragos españoles que hacia 1528 chapotean, se arrastran o dan manotazos entre manglares, pantanos, junglas. Llevan luengas barbas, cabellos enmarañados y van desnudos como lombrices. Así anduvieron durante nueve años, a través de toda la América sureña, lo que es hoy el Misisipi, Luisiana y Texas. Eran esclavos. Los abuelos de los sioux, gente que vivía en el neolítico, se los cambiaban de una a otra tribu porque ejercían de curanderos. ¿Curaban de verdad? Nunca lo sabremos, pero ellos se lo acabaron creyendo, como contó uno de los cuatro, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, en su fabulosa autobiografía Naufragios y Comentarios, editada ahora con un gran prólogo de Juan Gil (Castro).

Nueve años pasaron desnudos, atacados por insectos, fieras, caníbales, pero, sobre todo, por el hambre. Esa fue, sin embargo, solo la primera aventura. En 1537 arribaron por fin a tierra cristiana, seguidos por un numeroso grupo de indios que creía en la divinidad del cuarteto. Entonces empieza la segunda aventura. En cuanto los recogen, lo primero que hacen los cristianos es esclavizar a los indios contra las protestas de Cabeza de Vaca. Tiempo después vuelve a España y la Corona lo nombra gobernador de Río de la Plata, adonde viaja, pero, una vez allí, choca con los vascos de Irala y comienza la tercera aventura. Tras ordenar el cierre de los harenes de esclavas sexuales fue calumniado, encarcelado y condenado por tribunales corruptos. Eso dejó a Cabeza de Vaca más desnudo, arruinado y desesperado que con los indios y la jungla. Muere en la miseria.

Tremendos y magníficos personajes que en la actual universidad podemizada seguramente deben de pasar por explotadores capitalistas. O ni eso.

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7 de abril de 2018
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King Size

Aún se emprenden en este país grandes empresas intelectuales. Acaba de ver la luz el monumental comentario de Ramón Valls a la Enciclopedia de las ciencias filosóficas de G. W. F. Hegel (Abada). La Enciclopedia ya había sido publicada en bilingüe por los mismos heroicos editores. Lo peculiar es que la traducción también era de Ramón Valls. Todo en esta empresa es grande: la Enciclopedia cuenta con más de mil páginas y los comentarios, casi setecientas. Enorme fue el trabajo de aquel hombre excepcional.

 

Este conjunto de casi dos mil páginas no ha sido editado para entusiastas de Operación Triunfo. El pensamiento de Hegel es muy arduo y se abre en espiral, pero aquellos que se hayan rendido a la trivialidad de la teoría populista tienen aquí la mejor introducción posible a la filosofía en tanto que ciencia. Es una exigente gimnasia para desentumecer el cerebro, quien lo tenga.

Ramón Valls murió en 2011 tras una vida entregada al pensamiento y la enseñanza. Nadie le premió, nadie celebró su trabajo, solo los amigos sabemos que era una persona y un pensador fuera de lo común. Entre otras tareas fundó la Facultad de Filosofía de Zorroaga, en San Sebastián. Hasta ese momento todo el estudio de la filosofía en el País Vasco estaba en manos del PNV, es decir, del clero, pero el PSOE, que aún era de izquierdas, quiso remediarlo. Allí coincidimos Savater, Gómez Pin, Lobo, Arteta y tantos otros hasta que los batasunos nos fueron echando por extranjeros. Valls fue grande en su obra, en su pedagogía, en su honradez, en casi todas las virtudes que aquí suelen ser duramente castigadas. No le recuerda ni una placa en las calles de su moribunda Barcelona donde sí hay una calle de Sabino Arana. Esta colosal edición será, ahora, su cenotafio.

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4 de abril de 2018
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El pensamiento literario y su poder

No existe algo tan cierto como el poder de la escritura. Los textos fundan naciones, producen guerras, desnudan y denuncian; hacen memoria; sirven para hacer declaratorias de guerra e igual destruyen individuos. También fundan al amor. Pero el poder de la escritura no es lo mismo que el poder de la literatura, aunque a veces se confundan y en ocasiones se nutran. El pensamiento literario posee características únicas que se organizan en el texto y toman distancia de la funcionalidad práctica del lenguaje que edifica normas y leyes, pensamiento y ciencia. A diferencia de la filosofía el valor central de la literatura está en la contradicción. A diferencia de la política que miente para trastocar la realidad, la literatura miente para inventarla. Del mismo modo, la literatura usa a la historia para ponerla al servicio de sus propios intereses. Mientras que la historia reconoce en la memoria a su instrumento de trabajo, la literatura la utiliza (a veces abusivamente) para edificar aparatos textuales que no necesariamente tienen que ver con la verdad y que, sin embargo, son capaces de emularla, incluso de comprenderla mejor. Guerra y Paz de Tolstoi ayuda a vislumbrar el espíritu ruso durante las guerras napoleónicas mucho mejor que cualquier tratado histórico o sociológico. Mientras que el poder de la política está en su ejercicio, el poder de la historia se encuentra en el dominio de los datos. Del mismo modo, mientras que el poder del pensamiento se encuentra en la comprensión, el poder de la literatura (particularmente el de la novela) se localiza en su capacidad de influencia a partir de los tejidos (textos) que muestran las contradicciones, los matices y las tensiones de una forma que ninguna otra escritura puede logar.

            Si nos preguntamos cuál es el verdadero poder de la literatura, la respuesta final no está en cambiar al mundo, ni en promover la lectura o ayudar al beneficio de alguna causa particular.   Cuando la literatura se vuelve militante produce panfletos, cuando se propone aconsejar, amanece convertida en cartilla moral. El valor literario tiene un núcleo que le permite flotar por encima del devenir. Los universos literarios no son los libros sino la relación que se teje entre ellos, cosa que va mucho más allá de la idea del libro como objeto inanimado. Así, el poder de la literatura tiene una garantía que se nutre de su origen oral y se reafirma en su condición única de mundus imaginalis que, al final, siempre es capaz de sobrevivir a quienes, ingenuamente, amenazan de su destrucción.

            Vivimos tiempos que aparentan un cambio de paradigma. El transfuguismo y la política ambidiestra que ha perdido los lugares de la sala; la desconexión entre sociedades y partidos; la anulación discursiva de lo alto y lo bajo, el regreso a los nacionalismos, el miedo a contiendas tan importantes como el feminismo, la revolución digital, la inserción global democrática o la defensa del medio ambiente y, finalmente, el tremendo cambio en las formas de relación que el ciudadano (espectador, lector, consumidor) mantiene con el espacio público y sus estamentos, han producido una suerte de caída en el presente. El Estado no sabe qué hacer ni cómo conectarse con quienes firmó el pacto social.

Estos son tiempos pasmados y por eso la reacción de los excluidos por la globalización construye narrativas tan apocalípticas (el fin del futuro) o estadios de nostalgia absoluta por un pasado heroico y palpable en sus objetos, hechos y símbolos. El futuro ha dejado de ser, el pasado es presente continuo. Ya en 1934 Paul Valéry escribía en La conquista de la ubicuidad: "Al igual que el agua, el gas o la corriente eléctrica llegan desde lejos a nuestras casas para satisfacer nuestras necesidades con el mínimo esfuerzo, llegaremos a ser alimentados con imágenes y sonidos que surgirán y desaparecerán al mínimo gesto, con una simple señal".

            Así como la literatura se anticipa a la historia, influye en el mundo y recrea la verdad, el pensamiento literario es el vaso comunicante que la conecta con la condición humana, es decir, con nuestra imaginación y nuestra percepción. Asumiendo el pasmo y la caída en el presente, parte del pensamiento literario que se hace en español (la crítica en concreto) enfrenta una doble tarea: la de construir aparatos reflexivos que vayan más allá del reseñismo y, en esa vía, aprovechar la crisis del paradigma presente (el derrumbe del neoliberalismo y el proteccionismo de la era Trump) para también reflexionar sobre los muebles que nos hemos construido para hablar de la literatura y sus categorías ¿Qué relación hay entre el poder y la literatura? Cuando la Tierra cambia es hora de redibujar todos los mapas. Frente a un mundo donde ya no tiene sentido hablar de literaturas nacionales o literaturas femeninas o masculinas, porque la literatura es literatura antes que el sexo o la nacionalidad de sus autores; pero también frente a una sociedad que puede interpelar cada vez con mayor facilidad al emisor literario, resulta interesante escribir y dialogar fragmentariamente sobre estas ideas, ir construyendo un corpus de espejos, que (egoístamente) se encamine a ejercer el principal poder literario: la comprensión de uno mismo y los modos en que narro mi relación con las circunstancias. Si el milagro sucede, el poder de la literatura estará en convertir eso en un asunto que también pertenezca al resto. Diálogo que enfrente, corrija o subraye. Como decía Octavio Paz, los actos míos son más míos si son también de todos, para que pueda ser he de ser otro.

Es con estas líneas que delineo las razones de este blog. 

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4 de abril de 2018
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El ruido y la prisa

Me ocupo en revisar las nuevas tendencias, que acostumbran a ser un espejo de cómo nos apañamos en el mundo: dicen que en Francia la hamburguesa ha derrotado por primera vez a la baguette, y, paralelamente, los nortea­mericanos, a quienes siempre había avergonzado el bidet, empiezan a descubrir las ventajas del chorro de agua a fin de com­batir los graves problemas de contaminación producidos por el abuso de toallitas húmedas.
Son tiempos con una elevada tasa de cambio. La palabra prestigio ha perdido su ascendente, y los cargos públicos, pero también los artistas o los intelectuales, huyen de ella como de la peste. El populismo hace tabla rasa, y las sociedades creen no tener líderes capaces, creíbles y con ­fondo, pero aun así los votan. En Occidente, estalla una gran crisis de repu­tación, favorecida por la plaga de fake news, la masiva fuga de datos de Facebook y la ciberpiratería, todas ellas señales de la inconsistencia de los mensajes que nos rodean. ¿Cuánta palabrería hueca escuchamos al día? ¿Cuánta miseria de pensamiento se promueve desde las redes, y cuánta ­permanece?
Al igual que el fast food, el pensamiento rápido es indigesto y poco saludable. Y, si a mediados de los años ochenta el denominado “movimiento slow” surgió en respuesta al atropello cotidiano que encumbraba la velocidad como antídoto ante el tedio, me encuentro ahora con un manifiesto firmado por el profesor de psiquiatría Vincenzo Di Nicola en favor del pensamiento lento. Asentado en cimientos filosóficos que van de Sócrates a Badiou, pasando por Erasmo de Rotterdam, Walter Benjamin o Lévinas, el pensamiento lento promueve la ­concepción de nuestra vida como un largo camino que no debe jalonar la inmediatez de la e-comunicación. Por encima de todo, apela a la reflexión antes que a la convicción –de la que nuestra sociedad va muy sobrada– y reivindica los verbos demorar, esperar, apelar o resistir, porque la claridad mental tiene que ser previa a la acción. El profesor recuerda aquella recomendación de Wittgenstein para todo aquel que quisiera filosofar que hoy sólo pronuncian los mejores vendedores ante la puerta del probador: “Tómate tu tiempo”.
La noción de lo útil ha aparcado a la de valioso. Que los currículums escolares hayan prescindido de la filosofía en secun­daria, que las humanidades sean tratadas como basurilla y que importe más llenar las aulas de iPads que de contenidos re­sultan claros síntomas de empobrecimiento cultural así como de la mentalidad taquicárdica que nos domina. El pensamiento lento propone una actitud reposada, dispuesta a desenmascarar y decodificar automatismos, a escuchar y repensar. A abstraerse del ruido y la prisa. A liberar al propio pensamiento de sus limitaciones. El pensar relajado.
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4 de abril de 2018
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El Boomeran(g)
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