El tamaño del alma
Ocurrió cuando era muy joven y empezaba a coger aviones por trabajo. Llegué tarde al embarque; atasco, accidente, nervios. La azafata me dijo que la puerta estaba cerrada, y me sofoqué, sentí un clavo en el estómago. Tenía la entrevista de mi vida, o eso creía entonces. El avión aún estaba en tierra, el finger cosido, y entonces le dije a la mujer que se escudaba en que sólo hacía su trabajo: “Estoy segura de que si se tratara de un ministro o de alguien importante, y no de una don nadie como yo, usted le abriría la puerta. ¿Por qué a ellos sí, y a mí no?”. Y aquella mocosa subió al avión.
Tienen santa razón los podemitas: el caso Cifuentes rebosa cultura de casta. Lo afirma la diputada de la Asamblea madrileña Lorena Ruiz-Huerta, que las clava en tono bajo: la inmoralidad que supone el privilegio, incuestionable, del pez gordo que está por encima de todo y de todos. “Estamos gobernados por lo peor de Madrid”, repiten los de la formación morada. Y sirven la imagen en bandeja: la cara dura de la aún presidenta de la Comunidad –a quien presuntamente le brindaron un máster a medida para hinchar su currículum– frente al esfuerzo de los chavales que se curran trabajos y exámenes, que se sientan en un pupitre para sumar horas y créditos, almax e ibuprofenos, apuntes y calificaciones ante un futuro incierto, y aun así avivan su ansia de querer ser mejores. “¿Es más importante lucir un currículum y ostentar un máster supuestamente no cursado que trabajar honestamente por el bien común?
¿No es más importante decir la verdad que exhibir títulos que no han supuesto para uno mismo esfuerzo y conocimiento?”, se preguntaba en voz alta el portavoz del PSOE en la Cámara y catedrático de Filosofía, Ángel Gabilondo.
Y justo cuando asistimos a este espectáculo tan poco ejemplar, una anomía del modelo de vida, según la filosofía de Javier Gomá, aflora la relación pantagruélica del poder con los chanchullos. Casi nos habíamos olvidado de la casta, palabra silenciada por mandato de la cocina ideológica de Podemos cuando, por inteligencia política, se quiso dar unos cuantos pasos atrás respecto al discurso populista. Digamos que hubo propaganda contra las élites y sus ventajas, los logros conseguidos gracias a determinado tipo de influencia: apellidos, cargos, dinero. Un auténtico cambio de mentalidad, junto al surgimiento de nuevos partidos y el afloramiento de un activismo ciudadano, que ha ido oxidando la palabra privilegio. Su estética es rancia, pues no se apoya en los principios democráticos del bien común ni la igualdad. Es exclusiva y discriminadora. Está desprovista de frescura e improvisación, aunque no debemos confundirla con el respeto ni el reconocimiento de aquellos que se han ganado a pulso que les cedamos el paso. Y no por ser mujer, hombre, rico o famoso, sino por el tamaño de su alma.