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Bogotá contada

Tenía una vieja invitación para ser parte del programa Bogotá Contada. La idea es quedarse diez días, ver, oír y tocar, hablar con todo el mundo, y luego escribir una crónica sobre algún tema de la visita. Ha sido una breve temporada de experiencias espléndidas.

La primera de ellas es que una ciudad está formada por capas, como en la pintura, y que buscar como separarlas, y entrar en su realidad cotidiana, puede tomar toda una vida, sin haber logrado raspar más que la primera capa.
Vine a Bogotá la primera vez en 1965, cuando trabaja para el Consejo Superior Universitario Centroamericano, y debía discutir un convenio de cooperación con las autoridades de la Universidad de los Andes. Mi recuerdo va a dar al campus de esa universidad en una hondonada de intenso verdor, y a la figura de Antonio Montaña que recogía sus papeles, terminada su clase. Me obsequió entonces su hermoso libro de cuentos Cuando termine la lluvia, y nunca volví a saber de él hasta ahora que alguien me dice que ha muerto.

La gente andaba por las calles de gruesos abrigos largos y sombreros de fieltro, los vendedores de la lotería de Cundinamarca asediaban a los viandantes, los ladrones huían cargando las cajas registradoras de los almacenes, y gracias al tipo de cambio enloquecido, se podían comprar barato las esmeraldas, los trajes de casimir en las sastrerías elegantes, o una pila de libros en la inmensa librería Bucholz, como yo le hice con todos los tomos en cuarto mayor de En busca del tiempo perdido, traducción de Pedro Salinas.

Bogotá se parecía aún a aquella que fue estremecida por el "bogotazo", cuando se desató la violencia en las calles tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Mario Jursich me cuenta del descubrimiento de un verdadero tesoro: decenas de fotografías inéditas sobre aquellos sucesos tomadas por Luis Alberto Gaitán, "Lunga", quien trabajaba para el periódico Jornada, y era, además, músico y campeón de maratones.

Con motivo del aniversario del "bogotazo", el Fondo de Cultura Económica va a publicar, bajo el cuidado de Mario, un libro de estas fotografías, que incluirá una memorable: la multitud que arrastra por la carrera séptima, en dirección al palacio de Nariño, el cadáver de Juan Roa Sierra, el supuesto autor del disparo mortal contra Gaitán que prendió en llamas no solo a la capital, sino a la historia de Colombia por décadas.

Como también me toca otra jornada en el Gimnasio Moderno, su rector, el doctor Victor Alberto Gómez, me recuerda que a esos recintos se trasladaron las sesiones de la IX Conferencia Panamericana desde el Capitolio Nacional cuando estalló el "bogotazo". Allí, mientras crepitaba el fuego y sonaban los balazos en el centro de Bogotá, se creó la OEA, en los inicios de la guerra fría, cuando los gobiernos americanos cerraron filas alrededor de Estados Unidos.

Habían pasado menos de veinte años desde el "bogotazo" la primera vez que desembarqué en el aeropuerto El Dorado, y Bogotá era no sólo la misma que había vivido aquellos días trágicos, sino también, yendo más atrás, la ciudad lúgubre de lluvias persistentes cercada por el tañido de las campanas que Gabriel García Márquez describe en Cien años de soledad. Y él estuvo allí ese 9 de abril, y presenció los hechos, como también estuvo por aparte Fidel Castro, muy joven aún, quien había llegado para entrevistarse con Gaitán.

Regresé más de una década después, en octubre de 1977, cuando iba en busca de García Márquez, a quien encontré en los estudios de la RTI porque Jorge Alí Triana estaba filmando una serie de televisión basada en La mala hora, y Gabo la supervisaba de cerca. Fue entonces cuando nos conocimos.

Yo llegaba a proponerle que fuera a convencer al presidente Carlos Andrés Pérez que diera reconocimiento diplomático al gobierno provisional que el mes siguiente instalaríamos en algún lugar de Nicaragua liberado por la guerrilla sandinista. Le dije que teníamos más de mil combatientes listos, y entusiasta conspirador que era, al día siguiente tomó un avión a Caracas, dispuesto a cumplir con la encomienda.

El gobierno no se instaló entonces, porque la operación militar fracasó, pero sí menos de dos años después. Luego, ya la revolución triunfante, y él huésped oficial en Nicaragua, me reclamaría mi exageración de entonces, porque llegó a averiguar que no eran ni sesenta los combatientes. Un reclamo injusto, le respondí, viniendo de él, el rey de las exageraciones.

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21 de marzo de 2018
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Evasión

Gracias a la amabilidad de Luisa Castro y a una invitación del Cervantes de Burdeos, coincidí allí con Fernando Savater y Andrés Trapiello. Charlamos sobre Montaigne con pasión (Fernando), con elegancia (Andrés) y con poca gracia (yo), pero el público se divirtió porque en aquella ciudad Montaigne es como la Pilarica en Zaragoza, aunque pocos vayan a besar al santo. Nosotros fuimos. La torre donde se recluyó no está lejos de la ciudad, aunque los dueños del lugar la tienen muy abandonada. Allí pasó años redactando sus Ensayos, uno de los libros más influyentes de toda la literatura universal. Montaigne, que había sido militar y alcalde de Burdeos, cogió una época de matanzas civiles, de modo que, harto de sus congéneres, se encerró a escribir sobre sí mismo en la apartada torre. Una evasión fructífera.

La hermosa ciudad del Garona invita a la evasión. Si nosotros hubiéramos podido, también nos habríamos evadido, pero los españoles estamos aún muy metidos en nonadas políticas y sociales. No somos suficientemente sabios. Eso sí, hay otra manera de evadirse en Burdeos. El año 1802 llegó hasta allá el mayor poeta moderno, Friedrich Hölderlin, quizás a pie desde su Suabia natal. Hay quien cree que pasó por París y vio la sangre del terror. El caso es que cuando pisó Burdeos ya tenía el cerebro fundido. Aguantó unos meses y se volvió para casa de nuevo caminando. Nadie sabe cómo, pero a su ciudad llegó ya completamente loco y al poco comenzó su encierro en la buhardilla de Zimmer. Treinta años allí metido. Otra evasión, más radical.

Montaigne escapó culebreando por entre los libros que guardaba en su biblioteca; Hölderlin lo hizo sujetándose a los hilos del cielo o sostenido por ángeles compasivos. ¿Cuál es mejor?

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20 de marzo de 2018
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La gula del mundo

Aristóteles llegó a pensar que las anguilas se engendraban espontáneamente en el fondo de los lagos, dada la imposibilidad de encontrar sus huevos en las aguas de la Hélade. Ni una cría, ni un anguililla adolescente, tan solo los miembros adultos de su especie plateaban en las riberas mediterráneas, del Egeo a las Columnas de Hércules. El misterio de su origen resultó un desafío para la zoología, hasta que a comienzos del siglo pasado, en 1920, Johannes Schmidt descubrió que nacían y morían inevitablemente en el Mar de los Sargazos. Después de nacer y dejarse arrastrar por las corrientes marinas, bien hacia las costas norteamericanas, bien hacía las europeas, alrededor de los diez años emprenden un largo viaje cruzando el Atlántico que las llevará a empequeñecerse y morir en ese supermar sin costas ni vientos, el desierto flotante de Verne, tan temido por su calma chicha, cementerio de barcos y marinos.
Los buenos gourmets, y muy especialmente los orientales que las consideran un botín gastronómico, siempre ha sentido fascinación por las anguilas. Moverse como ellas ha sido metáfora de audacia y rapidez, un hacer propio de personas salaces, astutas, pero también livianas. Hoy, la anguila europea ostenta la categoría CR, la que indica que se trata de un animal en peligro crítico de extinción. Era imposible que tanta épica y belleza permaneciera en nuestro mundo; que ese lejano mar que, gracias a la literatura, solo con evocarlo hace sentir el temor por lo desconocido, siga siendo visitado por las anguilas que ya han vivido lo suficiente para cumplir su ciclo. La codicia humana es capaz de crear las variantes más sofisticadas de contrabando. Y el de las anguilas, capturadas como angulas, lleva años generando auténtico furor en muelles y aeropuertos, también los españoles. Y aunque las leyes requieren que el 60% de las menores de 12 centímetros de longitud capturadas se reserven para repoblación (y no para acuicultura ni consumo), los comerciantes japoneses o chinos cuentan con piratas que las pescan y transportan igual que si fueran percebes.
Mi obsesión con la azarosa agonía de las anguilas, escurridizas y brillantes, grandes viajeras y dueñas de varias vidas, se debe a que un contenedor de angulas secuestradas, para proceder a su engorde y acabar siendo degustadas en los restaurantes más caros de Shanghái y Tokio, me ha  servido de espejo. En él se refleja una sociedad cansada y autodestructiva, caprichosa e infantil, ensimismada en sus placeres. Ya lo escribió Chéjov: la absurda lucha por el poder, cinco hombres luchando encarnizadamente contra una pobre anguila. Hoy, estas toneladas de angulas secuestradas para convertirse en criaturas gordas y grasientas, y así poder satisfacer la voracidad de un mundo que deglute leyendas marinas, representan una muestra más de la explotación del planeta, en constante persecución de la belleza.
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20 de marzo de 2018
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Conocimiento y tristeza: «La pasión de Simone Weil»

"Tuvo  repentinamente un tan agudo y amargo sentimiento de tristeza, pesar, miedo y cansancio, que de inmediato pronunció, aun en presencia de sus discípulos, estas angustiosas palabras con las que expresaba sus penosos sentimientos: Mi alma está mortalmente triste"  (Tomás Moro, Tristitia Christii)

En la pasada Columna hacía referencia a la compositora  Kaija Saariaho, y con motivo de la representación en París de su última ópera evocaba dos obras anteriores suyas: el oratorio La Passion de Simone  (estrenado en noviembre 2006 en Viena con la dirección teatral de Peter Sellars) y  una ópera dedicada a la pensadora del siglo XVIII Emilie du Châtelet, estrenada en Lyon en 2010.  Hace ya un par de años  dediqué en este  foro una extensa  reflexión a esta segunda pensadora, que fue compañera de Voltaire y que murió a los 43 años como consecuencia de un accidentado parto, tras haber finalizado la traducción de los Principios matemáticos de la Filosofía Natural  de Isaac Newton.  Me ocuparé hoy también con cierta extensión de  la otra protagonista de Saariaho, la filósofa francesa Simone Weil, fallecida en exilio en 1943 con treinta y cuatro años, tras haber dado fin a su libro (o quizás cabría decir proyecto de libro) El arraigo. Avanzaba en la anterior crónica que  El arraigo había sido escrito en situación de extrema debilidad,  y citaba las palabras de Albert Camus editor de la obra en 1949: "libro austero, de una audacia en ocasiones terrible e implacable y a la vez extremadamente mesurado". Veamos más de cerca las circunstancias: En abril de 1943 Simone Weil  es internada en el hospital de Middelsex (Reino Unido) tras un diagnóstico de tuberculosis. Dada de alta, sobrevive tan sólo unos  meses,  sin que haya acuerdo sobre el grado de intencionalidad suicida en la voluntaria privación de alimentos que agravó su frágil estado,  escindida  la autora entre un desapego a la vida y la fidelidad a convicciones contrarias al suicidio (sin adscripción explícita, pues no fue nunca bautizada, sus convicciones le acercaban al catolicismo). En Gran Bretaña desde 1942  tras un paso por Nueva York, Simone Weil manifiesta a las autoridades francesas en exilio su deseo de retornar a Francia e integrarse en los grupos de resistencia interior. Tanto el general de Gaulle como los responsables en la Francia ocupada (entre ellos el filósofo Jean Cavaillès, más tarde fusilado en Arras) se opusieron, convencidos de que la condición de judía de Simone  Weil acentuaba los riesgos de caer en manos de la policía de ocupación  o en  la del general Pétain y ser deportada, por lo que en definitiva era más útil que siguiera trabajando en el exterior. Simone Weil llevó siempre muy mal esta negativa, que acentuaba  en ella un sentimiento de inutilidad, agravado por su mala salud. Hija de un cirujano militar agnóstico, Simone  Weil había tenido la infancia errante que caracteriza a los hijos de funcionarios: diversas poblaciones de la Francia metropolitana, pero también Argelia. Interesada desde muy  pronto por la filosofía entra en la Escuela Normal Superior y obtiene su grado con una memoria sobre "Ciencia y percepción en Descartes", tras la cual aprueba un concurso de profesores que la lleva a enseñar filosofía en diversos institutos de provincia.  En 1932 las noticias de Alemania dan cuenta del ascenso de las ideas nacional-socialistas provocando una tremenda alarma en los medios intelectuales europeos. Simone Weil no se limita a quejarse. Quiere entender lo que ocurre. Se traslada a Alemania y vuelve desazonada, haciendo previsiones de que Hitler sería asumido como líder por las propias clases populares y en consecuencia elegido en un marco formalmente democrático. Pero lo que ocurre en Alemania le parece más bien  síntoma que  causa; síntoma de algo que afectaba directamente a toda Europa y en consecuencia a una gran parte del mundo en la que esta tenía influencia.  Los franceses como los alemanes o los italianos se veían envueltos en querellas terribles en sus consecuencias y sin embargo quizás  evitables; sectores importantes de la ciudadanía, obreros y campesinos incluidos, erigían en causa absoluta e incondicionada objetivos que de hecho eran contrarios a sus intereses y que de ninguna manera podían ser universalizados, de entrada por ser incompatibles con objetivos simétricos de ciudadanos de otros países. Sean cuales sean las dificultades de un internacionalismo sustentado en la idea de liberación, lo que obviamente no cabe es un internacionalismo solidario en base a la idea  de patria dominante. Ante el eventual fracaso de la primera, más vale un repliegue al cual la idea de arraigo responde. La comunidad relativamente aislada que forman los campesinos de un valle, puede hacer suya la causa de preparar la tierra comunal para una fértil cosecha, con independencia de que en el valle vecino sus congéneres hagan lo propio. Pero una comunidad marcada por objetivos cuya realización  sería vivida como expresión de natural supremacía, choca inevitablemente con otras comunidades, tanto más si se hallan determinadas por el mismo sentimiento. No cabe entonces, ni asociarse al otro ni efectuar una tarea de manera digamos autónoma. El enunciado de la identidad supone que uno no es el otro; mas se da un salto cuando se pasa al enunciado "uno es no ser del otro". Tal salto es un momento de negatividad imprescindible en la  tremenda argumentación hegeliana...tenga o no Hegel razón en general, Simone Weil vio como tal paso marcaba su entorno...y reaccionó a ello. El único internacionalismo compatible con la cerrazón en la propia identidad, pasa por la contingente alianza contra un tercero, y eventualmente por la erección de una fantasmagórica amenaza; amenaza común,  pues arraigada o infiltrada en una y otra comunidad.  Si en nuestras sociedades es el "peligro islámico" el que se usa como espantajo para relativizar el peso de otros problemas, en los años treinta se esgrimía el argumento de  la "turbiedad" judía.  De ahí que el antisemitismo se incrementara fuera de las fronteras de esa Alemania al que ha quedado paradigmáticamente asociado; antisemitismo que canalizaba los sentimientos y resentimientos del pobre, a la vez  que protegía al rico de que la ira se volviera contra él. Era pues totalmente lógica la emergencia en Francia de grupos políticos émulos de ese  nacional-socialismo que se iba a abrir paso en Alemania, de idéntica manera a como el fascismo ya se había abierto paso en Italia. Y el corolario era evidente: alemanes contra franceses; unos y otros contra los pobres de los países mediterráneos vecinos; y muchas de las víctimas contra los judíos. "Le mal c'est l'autre" escribiría más adelante Jean Paul Sartre. Se presagiaba ya entonces  un mundo (que es efectivamente el actual) en el que para un trabajador que acude a su trabajo  a una hora en la que aun no ha amanecido, la presencia de un viandante que se acerca inquieta en lugar de provocar el sentimiento de que ya no se está solo.  Pero es esta y no otra la sociedad que a Simone Weil le tocó  vivir y en ella debía reflexionar sobre Descartes y en general  dar respuesta a sus inquietudes de tipo teórico, que no le parecen disociables de la lucha por intentar precisamente que el mundo sea otro.  En ausencia de compromiso que los ponga a prueba, los posicionamientos ideológicos pueden ser mera trampa farisaica, ocasión para sentirse del buen lado ("Gracias te doy Señor por no ser como ese"). Los intelectuales de izquierdas hacen discursos en nombre de la condición obrera, Simone Weil quiere saber qué es realmente tal condición. Un pensamiento crítico viene de inmediato a la cabeza, pues  una cosa es ser hijo de la esclavitud social y otra cosa es tomar la decisión de adoptar tal destino. Pero también es inmediato el contrapunto:  No se puede morir en efigie o en ausencia, tampoco vivir la vida del otro mientras este siga siendo tal. Para explorar la alteridad hay que salir de sí. Para quien gana su vida con la relativa dignidad de un docente en Francia, la vida los trabajadores de las cadenas de montaje automovilístico es literalmente otra vida. "No es lo mismo ver morir...como cuando a uno le toca", dice una conmovedora canción mejicana. No es lo mismo conocer por dentro las factorías de la moderna esclavitud que especular a partir de narraciones...Simone Weil abandona su carrera de profesor funcionario y se incorpora como trabajadora en algunas de las empresas que encarnan la lucha social en Francia, en especial la empresa automovilística de Renault- Billancourt.  Al igual que le ocurría a tantos otros, el trabajo en la fábrica quiebra la salud de Simone Weil, pero a diferencia de sus compañeros, ella tiene la posibilidad de abandonar, retornando a la enseñanza de la filosofía en un instituto. Su tranquilidad no dura mucho,  pues  conmovida por  la noticia del levantamiento franquista  siente la exigencia de vivir por dentro lo que ocurre tras los Pirineos. En el mismo 1936 abandona la docencia y viaja a Barcelona. La iconografía de la guerra de España está plagada de imágenes de heroicidad, de resistencia de un pueblo alzado contra la barbarie y de solidaridad de personas de los más diversos lugares movidos por un ideal de fraternidad. Simone Weil no contribuirá a esta visión. Ya en Barcelona afianza sus lazos con los anarquistas, llegando a formar parte de la filas de Durruti. Es lúcido pensar que,  por desgracia,  una revolución motivada por imperativos de razón y justicia no puede sin embargo hacerse con guantes blancos; pero Weil descubre horrorizada  que las manos también  se ensucian  incluso cuando no es necesario y en el seno mismo  de un combate que ella considera no exactamente subversivo sino de legítima defensa:  En la columna Durruti se fusila, a veces con trágico fundamento, a veces de manera arbitraria. Simone Weil se rebela, no sólo contra los que dan la orden de tales fusilamientos, sino contra testigos presenciales de su propio país, cuyo sentimiento de pertenecer a  causa justa les hace asistir impasibles a los mismos. Weil descubre así no ya que la buena conciencia autoriza lo insoportable, sino que quizás lo genera... Asiste a múltiples escenas atroces (entre ellas el "ajusticiamiento" de un muchacho de quince años enrolado a la fuerza por los falangistas), que denuncia en su correspondencia con George Bernanos, quien por su parte asiste a un horror simétrico en Mallorca descrito  en sus Grandes Cementerios bajo la luna.   Herida gravemente por aceite hirviendo en un desafortunado accidente, se ve obligada a volver a Francia. Tiene entonces 26 años y se acentúan sus convicciones religiosas, asistiendo en 1937 a las ceremonias de semana santa en la abadía de Solemnes. La guerra de España sigue su curso y la guerra mundial se acerca. Su proximidad al catolicismo no le hace olvidar su origen judío y la amenaza que pende sobre ella y su familia. Sufre una gran decepción al constatar que Paris es ocupado sin resistencia, lo que deja sin sentido la propuesta que había hecho de constituir un cuerpo de enfermeras, no de retaguardia sino de primera línea de frente. Perdida toda ilusión respecto a la marcha de la contienda, tras la caída sin resistencia de París en junio de 1940 se instala  en Marsella (que abandona  un tiempo para trabajar como operaria agrícola). Su desazón y fragilidad física no le impiden colaborar con la resistencia al tiempo que mantiene una riquísima actividad intelectual, traduciendo textos de Platón, San Juan de la Cruz, Esquilo y Sofocles,  y realizando  seminarios sobre textos en Sánscrito. Simone Weil se halla en las antípodas  de la suficiencia que arriba evocaba consistente en sentirse del buen lado a bajo precio. De ahí  su terquedad  por integrarse en la lucha por la resistencia en Francia y no permanecer en Londres como observadora. Todo ello manteniendo la más rigurosa exigencia intelectual, fiel a los grandes temas que habían atravesado su espíritu desde los años de adolescencia; entre ellos por supuesto la presencia del mal (que tanto obsesionó a su gran admirador Albert  Camus), pero también la verdad y la belleza.  La ciencia fue una preocupación de primer orden en  esta pensadora y una de sus publicaciones tardías ((Sur la science. Paris Gallimard 1966)  recoge los trabajos al respecto que van de 1932 (es decir cuando tenía 22 años) a 1942 (año anterior a su muerte). La enorme inquietud intelectual de Simone Weil y su afinidad con las preocupaciones indisociablemente científicas y filosóficas de la época (profundamente agitada por la subversión que suponía la física  cuántica y la revolución en el concepto de naturaleza que implicaba) queda bien reflejada en los títulos de alguno de los capítulos de la obra: "Reflexión a propósito de la teoría de los quanta", "A propósito de la mecánica ondulatoria", "Sobre el fundamento de una nueva ciencia" y sobre todo "Cómo los griegos han creado la ciencia", en los que se introduce en el enorme problema de las condiciones mismas de posibilidad de que surja algo como la ciencia,  esa disposición del espíritu humano que anima a entender el orden natural, lo que supone considerar que este es realmente inteligible. Hermana del gran matemático Eric Weil también juega un gran papel en sus reflexiones la matemática y su papel en el orden del conocimiento.   En la misma tradición que su compañero de generación Cavaillès, Simone Weil también vio en la matemática algo así como la prueba de que  la necesidad social es algo más que una prolongación de esa sumisión traducida en la degradación de los  cuerpos que es la necesidad natural. Pues el sufrimiento psíquico y moral, cuando es plena y lucidamente asumido, es susceptible de una suerte de redención que toma forma de conocimiento: to pathei matos (τῷ πάθει μάθος), por la afección el  saber, es la frase de Esquilo que Simone Weil se complacía en repetir jugando con la unidad etimológica de matemática y conocimiento.  Simone Weil se quejaba de que cuando la necesidad interior es reducida al imperativo de la fuerza  acontece que dónde había un ser humano de repente ha dejado de haberlo ("il y avait quelqu'un et un instant plus tard il y a personne"). Se quejaba de la ceguera de la necesidad social, la cual sustentada en el poder genera una modalidad de sufrimiento que Weil califica de desgracia (malheur) de la cual hace esta descripción estremecedora:  "Si el mecanismo no fuera ciego, no habría desgracia en absoluto. La desgracia es ante todo anónima, priva a sus presas de su personalidad, convirtiéndolos en cosas. La desgracia es indiferente, y el frío de esta indiferencia, un frío metálico es lo que apaga el alma a los afectados. No encontrarán nunca más el calor. Nunca más podrán creer que son alguien" (  L'Iliade ou le poème de la force, p.697).  El filósofo francés F. Worms (« Les effets de la nécessité sur l'âme humaine. Simone Weil et le moment philosophique de la seconde guerre mondiale» Les études philosophiques, 2007/3 n0 82.  p.15) cuenta la visita que Jean Cavaillès hace a Simone Weil en su exilio de Londres. La pensadora le pide, como ya he dicho, que acepte su integración en la resistencia activa. Cavaillès le responde que admira su coraje, pero que en las circunstancias del momento no procede (« C'est un cas d'une noblesse exceptionnelle, mais aujourd'hui il n'y a plus de cas. »). Sólo unos meses separan la muerte de Weil en Londres y el fusilamiento de Cavaillès en Arras. El segundo siguió en su militancia sin renunciar a su "Lógica". Es obviamente imposible saber el grado de desazón de la escritora en ese año de 1943 en el que, como tantos otros, antes de la muerte se esfuerza por dar forma a su último libro, L'enracinement,  (El arraigo), que constituye una tremenda reflexión sobre las raíces perdidas, perdidas en gran parte por nuestra propia falta de coraje para estar a la altura de las mismas.  En un paisaje de Mein Kampft  el futuro guía de las pulsiones más bajas del pueblo alemán, ve en la necesidad natural un ejemplo de que "la fuerza reina en solitario y por doquier ante la debilidad" y sostiene que la relación entre los hombres no debe  en absoluto constituir una excepción. Pues bien, refiriéndose a este pasaje, Simone Weil escribe estas líneas tremendas: "No es justo acusar a este adolescente abandonado, vagabundo miserable,   de alma hambrienta sino a aquellos que lo han alimentado en la mentira, esos a quienes en realidad nos parecemos".  ¿Y a quienes nos parecemos pues? Simplemente a los que confunden el conocimiento con el dominio del orden natural, a los que han reducido todo a valor de cambio, a los que en nombre del progreso desarraigan a pueblos enteros, y se hallan incluso dispuestos al desarraigo propio: "Los cambios de influencias entre medios muy diferentes no son menos indispensables que el arraigo en el entorno natural. Pero un medio determinado debe recibir una influencia exterior no como una aportación, sino como un estimulante que hará más intensa su vida propia. La nutrición de la aportación exterior pasa por haberla digerido (...) Cuando un pintor de real valía va a un museo, su originalidad encuentra confirmación. Así debe ser para las diferentes poblaciones del globo terrestre y los diferentes medios sociales"  La autora evoca el desarraigo de las poblaciones aborígenes de Oceanía, tan amadas por Gauguin, y el de las poblaciones colonizadas  de Niger, obviamente evoca el desarraigo que supone la ocupación de su país. Pero sobre todo nos habla de un desarraigo casi banal, determinado por la sumisión de todo valor a la mediación de esa abstracción que es el dinero, "de raíces allí dónde penetra, al sustituir toda motivación por el deseo de ganar"  La capacidad de encaje de los contratiempos que encuentra en sus proyectos y en consecuencia de asumir sin depresión o resentimiento el eventual fracaso en sus expectativas, es un signo mayor del grado de equilibrio y cabe decir de salud de una sociedad determinada.  Pero esta capacidad se ve mermada seriamente cuando, por unas u otras razones, cabe atribuir la causa de la quiebra no a la ausencia de fuerzas para asumir lo excesivo del reto, al surgimiento de dificultades imprevistas o incluso a la mala suerte, sino a una interferencia tan  ajena como insidiosa. Es entonces muy fácil que el encaje de los hechos  sea sustituido por la depresión, el resentimiento o ambas cosas.  Obviamente esto último no cabría en una sociedad no relacionada con otras, o sólo relacionada en aspectos superficiales. Ejemplos contrapuestos serían: por una lado una sociedad aislada de las demás por razones geográficas o de otro tipo; por otro lado una sociedad auténticamente global, es decir, regida por el imperativo de responder a un proyecto común a la entera humanidad.  Pero obviamente el problema sólo tiene sentido considerando las sociedades concretas o realmente existentes, en el seno de las cuales es fácil encontrar ejemplos  tanto de las que, relativamente, muestran que están en condiciones de asumir lo real (que tienen el sentimiento de determinar con mayor fortuna ellos mismos) como de las que se ven forzadas a una permanente proyección sobre el otro de las vicisitudes propias. En ocasiones este otro ni siquiera lo es realmente, su alteridad constituye una construcción del mismo que, con idénticas razones hubiera podido nutrir el sentimiento de compartir  identidad. Pero en todo caso la relación al otro sólo es saludable si supone un reforzamiento de sí mismo, si es un estímulo en la siempre dura  asunción de lo que uno es.   L'enracinement,  lleva como subtítulo  Preludio a una declaración de los deberes ante el ser humano. Entre las preocupaciones directamente políticas, la enfermedad y finalmente la muerte, la autora no tuvo oportunidad de ir más allá  del preludio. El ensayo se encuadra, dentro de la editorial Gallimard, en la colección l' Espoir fundada por Albert Camus, en homenaje  precisamente a Simone Weil.  Y al respecto, una vez más he de repetir lo dicho en otro momento en relación a Ernst Bloch: lo importante en Simone Weil no es tanto la esperanza como el ejemplo; ejemplo en primer lugar de un radical compromiso con la verdad y que entra  siempre en contradicción con los clichés y los prejuicios, ya sean bien-pensantes.  La resistencia a la inercia a deslizarse en la pendiente, resistencia que implica siempre toda apuesta por la verdad, toma en Simone Weil la forma de un triple desafío: fidelidad a la  exigencia cognoscitiva, respuesta a  la belleza y resistencia ante la injusticia. El esfuerzo de guerra marca la vida cotidiana de la ciudad y el país en los que  la caída de Francia había obligado  a Simone Weil a refugiarse. Nada invitaba  siquiera al optimismo respecto al resultado final de ese combate, no sólo por la relación de fuerzas militar, sino porque una modalidad  de abismo moral había llevado en muchos lugares de Europa  a responder con entusiasmo, indiferencia, o cobarde inhibición al ascenso de sistemas políticos que representaban en toda su pureza el mecanismo ciego de la fuerza; la pura fuerza al servicio de la cosificación de categorías enteras de seres humanos.  En una edad que Albert Camus designaba como "la force de l'âge", Simone Weil percibe que su cuerpo no da para más...y es en tales circunstancias que emprende la tarea de escribir un libro que ella misma vive como un testamento; libro que tiene muchas lecturas posibles pero una de las cuales (a la que desde luego el título mismo invita) es la exigencia para el ser humano de reivindicar su filiación en el ciclo de las generaciones, conciliando la universalidad y el arraigo en una lengua, un paisaje, una atmósfera espiritual y en definitiva un legado que la memoria conserva, pues "la pérdida del pasado, colectiva o individual es la mayor tragedia humana y nosotros hemos arrojado el nuestro como un niño destruye una rosa".

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14 de marzo de 2018
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Mala mujer

Los estercoleros de Twitter y Facebook han chapoteado en su propia inmundicia, amasando odio y propagándolo con lengua muy sucia, ante el terrible desenlace de la desaparición de Gabriel Cruz, el pequeño de Níjar nacido de Patricia y Ángel, pero ahora hijo y nieto de España entera. Su sonrisa, su inocencia, su amor por el mar, sus 22 kilos: todo eso lo siente como suyo un país soliviantado por el mal, atrapado en un suceso contado a capítulos que va supurando morbo a medida que se alimenta la narración y se abren sus costados.
Ocurre pocos días después de las manifestaciones feministas que han metido en la agenda política el debate de la igualdad real –hasta ahora esquinado, con la teoría bien aprendida y la práctica desastrada–. El pasado 28 de febrero buceaba en este mismo espacio en el componente genérico de violencia y agresividad. Los hombres también copan los rankings luctuosos, los de crímenes y suicidios. Según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), más del 90% de los homicidas a nivel mundial lo son. Se trata de datos fríos, constantes, indomables. La masculinidad pide a gritos una reformulación, pero, que nadie crea en la santificación universal de las mujeres ni en que su genética las ­exonera del mal.
Desde Medea hasta aquella Mónica Juanatey, mentirosa y calculadora, que ahogó a su hijo de 9 años en la bañera y siguió cobrando el subsidio de desempleo con la prestación de madre soltera durante 28 meses, o la veinteañera que golpeó mortalmente a su bebé en Florida hace un par de años porque no le dejaba jugar al videojuego Farmville. La desnaturalización de la maternidad siempre se ha vivido como una anomalía aberrante. Mucho se ha abundado en el mito de la mala madre, formulado invariablemente desde el modelo dual de la pérfida progenitora y la amantísima pero débil mamma. Probablemente no soportaríamos los cuentos infantiles si, en lugar de la madrastra, fuera la propia madre quien desea que Hänsel y Gretel mueran en el bosque. De ahí esa terrorífica figura de la madre postiza, la que se convierte en adversaria por el amor paterno y lucha para postergar al que no es fruto de su vientre. Cuando las parejas se separan, siempre existe cierta prevención hacia la novia de papá o el novio de mamá. La madurez de una sociedad se mide por su capacidad de adaptación: cómo se encajan las nuevas familias y construyen un nuevo orden en el que la aceptación y el esfuerzo son las bases. El crimen de Gabriel se circunscribe de nuevo en la dicotomía bondad-maldad. La presunta asesina, sobreactuada y perversa, frente a la madre que elimina el odio del recuerdo de su hijo, dispuesta a transformar el dolor desgarrado en un ejemplo de vida.
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14 de marzo de 2018
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El Boomeran(g)
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