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En el tunel de Somport: otro reto filosófico generado por la física

En 1968, a la par que se fraguaba en París la atmósfera que conducía a los acontecimientos culturales y sociales conocidos como Mayo del 68, en la también por entonces políticamente convulsa California se confirmaba una hipótesis científica de primera magnitud.

A lo largo de la década de los cincuenta (en experimentos realizados mediante emisiones energéticas que iban de 100 a 1000 mega-electrón voltios) se había consolidado la conjetura de que la apariencia homogénea de neutrones y protones escondía una estructura compleja. Pero sólo en el evocado 1968, gracias al acelerador de electrones de Stanford (que permitía alcanzar niveles energéticos de 10000 mega-electrón voltios) se conseguía penetrar en el núcleo del átomo y descubrir que, efectivamente, la ausencia de carga del neutrón no es sino la expresión del equilibrio entre partículas más elementales, quarks, que comparten con el electrón -de momento al menos- la condición de soporte último de la organización de la materia, y que sí se hallan positiva o negativamente cargadas. Por su parte, la carga positiva del protón expresaba una composición no equilibrada entre tales partículas, las cuales, provisionalmente, pueden ser consideradas como auténticamente elementales.

Se repetía así la historia "leibniziana" de descubrir la pluralidad de lo aparentemente puntual. Al nivel de las partículas elementales seguían entonces dándose grandes incógnitas a las que nadie ha respondido. Nunca se ha conseguido localizar un quark fuera del lazo que le vincula a otros quarks, forjando protones o neutrones, es decir, nunca se ha conseguido apartarlo de ese reducido universo que es la magnitud de un protón o electrón, y nadie ha podido decidir si es una partícula realmente elemental o si su masa (a la cual sólo cabe hacer referencia si se explicita qué criterio se va a utilizar para determinarla) es ya un conglomerado de desconocidas partículas. 

Pese a la persistencia de terrenos ignotos, desde la época en que se avanzaban las hipótesis de la teoría cuántica sobre la estructura de la naturaleza (las conjetura por Bohr sobre la configuración del átomo de hidrógeno por ejemplo), en el plano estrictamente científico, el progreso ha sido enorme. Y sin embargo... en lo referente a lo esencial la interrogación no sólo persiste sino que los elementos de perplejidad se han acentuado. Quiero hoy señalar un caso: El avance que suponía el descubrimiento de nuevas partículas se completaba dialécticamente (me atrevo a decir) con el descubrimiento de las anti-partículas, entidades con las mismas características que las partículas (masa, magnitud, movimiento rotacional y monto de carga eléctrica), pero con el signo de la carga opuesto. El físico siciliano Etore Majorana, desaparecido misteriosamente en el mar Tirreno en 1938 (se ha hablado de una melancolía que le habría llevado al suicidio) consideró la hipótesis de un fermión (los fermiones son partículas así llamadas evocando a Enrico Fermi el maestro italiano de Majorana) cuya singularidad consistiría en ser su propia antipartícula (materia y anti-materia).Pues bien:

En el experimento NEXT (Neutrino Experiment with a xenon TPC) coordinado en el túnel de Somport en Canfranc por el físico español Juan José Gomez Cadenas se intenta probar que efectivamente hay una partícula que sería a la vez su antipartícula, a saber, el neutrino. En física, aun las hipótesis con mayores probabilidades de verosimilitud (en razón por ejemplo de que las alternativas entran en contradicción con fenómenos contrastados) no tienen verdadero peso hasta su confirmación experimental. Pero en todo caso, de llegar a buen puerto la hipótesis del proyecto NEXT, haría por así decirlo modestas algunas de las páginas más tremendamente especulativas de la historia del pensamiento filosófico. Estoy pensando por ejemplo en párrafos de la Ciencia de la Lógica de Hegel (pensador considerado por muchos como "el perro muerto" de la filosofía) en los que la identidad se revela hallarse internamente polarizada en una modalidad de diferencia que se muestra como oposición y finalmente contradicción.

Desde hace ya casi un siglo la física ha dado pie a tremendas interrogaciones sobre la esencia del orden natural. Pues resulta que, en presencia de determinados fenómenos, o bien decimos que las cosas no tienen propiedades independientemente de la constatación de las mismas por los físicos (tras los cuales alguno ve el nosotros designativo del hombre que sería efectiva medida de todas las cosas); o bien la propiedad que una cosa tiene podría ser alterada por el hecho de que hay una modificación en la propiedad de una segunda cosa, alejada de la primera y sin contigüidad de ningún tipo con la misma... y otros asuntos aun más sorprendentes, de los que se infiere que el comportamiento de las partículas no confirma los principios sobre los que se basaba nuestra concepción del orden natural. Pues bien: este caso de la partícula que sería su propia anti-partícula muestra que parte del trabajo actual de los físicos no viene a zanjar tales interrogantes, sino que aporta nuevos elementos de perplejidad.

Y sin embargo una suerte de fidelidad a principios ontológicos y epistemológicos que Einstein mismo consideraba irrenunciables nos empuja a reivindicar digamos al mundo de siempre, es decir, un mundo en el que las mismas causas conducen a los mismos efectos, la única forma de influir sobre un objeto separado es estableciendo algún lazo de contigüidad con el mismo, una peonza o bien gira a la derecha o bien lo hace a la izquierda, y desde luego...una partícula no se confunde con su propia antipartícula. Pero ello no puede hacerse de manera dogmática o ingenua; hay en todo caso que dar la vuelta a la interpretación de fenómenos que parecen testimoniar de lo contrario. Con arranque en la física y quizás jugada por los propios físicos, esta partida es sin embargo esencialmente filosófica, posterior a la física...literalmente meta-física.

 

 

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3 de septiembre de 2018
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Lleida no pasa por London

Lo leo en artículos y en redes, lo escucho a gritos en un plató, con un puntillismo fonético que resulta acaso más violento: “Lérida en castellano se dice Lérida, igual que Londres”. Mira que comparar la capital de la Terra Ferma con la imperial City, ¡qué pomposos son los clérigos de la corrección lingüística española! Estoy por empezar a pronunciar la voz árabe de Larida, o por utilizar el Leyda medieval, que tanto se parece a la fonética que gastaban aquellos voluntariosos al bajar con los esquís y el Moncler en la estación Yeida-Pirineus.
Ha habido un viaje en el tiempo, fractura de por medio, mareas de lazos amarillos combatidas con rojigualdas. Esa es la excusa de los que se autolesionan con los idiomas en lugar de gozar de su vaselina comunicativa. Las lenguas son puro amor de madre: un trasvase emocional desde la canción de cuna, una señal de pertenencia que trasciende al paisaje o la costumbre. Al llegar a un nuevo territorio, aprendemos a decir buenos días y gracias. Nos acercamos a lo autóctono y empatizamos con su habla desafiando el pudor. Desde que fenicios y griegos difundieran el alfabeto, la propagación de las lenguas ha permitido rastrear la historia humana. Cuando desaparece una, todos nos apagamos un poco.
Encuentro en La prosa de Màrius Torres (Edicions Universitat de Barcelona) un artículo publicado en marzo de 1936 en L’Ideal –lo firmaba como Gregori Sastre– en el que comentaba las siete consignas del comité de catalanización. De la séptima, “parleu català a tot arreu”, apostillaba: “Creo que con ‘hablad catalán en Catalunya’ es más que suficiente”. Este verano, en un debate de televisión, una contertulia sentada a mi lado afirmaba: “Es un dialecto del español”. Recordé aquel viejo ardor de estómago: cuando yo era Juana en el DNI y tenía que corregir cada dos por tres a quienes traducían mi nombre.
Me indignaba que mi lengua antigua fuera considerada de segunda, y, a pesar de los casi diez millones de personas que la hablan, de nada valía sacar las plumas: ¿qué podían importarles el origen del catalán, los sustratos que la cimentaron, incluso que palabras como ­añoranza, pincel u orgullo permearan al castellano?
Y ahora comparan mi Lleida con London –ahí está el quid de la cuestión, le otorgan el mismo tratamiento que a una ciudad extranjera–, aunque su denominación original fuera aprobada por real decreto hace 26 años. Mientras unos boicotean el fuet, otros repiten Gerona y Generalidad a modo de un activismo no menos furibundo. La im­posición de una lengua sobre otra, siendo ambas oficiales, promueve un discurso ideológico que no busca sino la justificación de un poder. Hacer polí­tica con la lengua es maltratarla, ol­vidar su naturaleza de canal y no de ­albañal. Porque atizar la discordia con los nombres de ciudades e instituciones demuestra una vez más que, en un conflicto, puede perderse incluso la vergüenza, pero nunca el respeto.
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3 de septiembre de 2018
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Tres periodistas en la revolución de Asturias

  A quien se le ocurrió unir los escritos de tres grandes periodistas, José Díaz Fernández, Josep Pla y Manuel Chaves Nogales,  referidos a un mismo suceso, la revolución de Asturias en octubre de 1934, tuvo una feliz idea.

                De los tres, José Díaz Fernández quizá sea el más tradicional. Pero sus reportajes no servirían como modelo en una escuela de periodismo debido a que concurren en él  dos circunstancias. La primera, que si bien desarrolló la parte más sustancial de su carrera de periodista en Madrid, él era asturiano de nacimiento y aunque trata honestamente de ser objetivo y dar únicamente información, su implicación emocional en lo que cuenta durante su recorrido por las cuencas mineras y los horrores que presenció, o más tarde su visión de la ciudad de Oviedo siendo literalmente volada a golpe de dinamita era demasiado intensa para que no se trasluzca en su escritura. La otra circunstancia que no hace de él un buen maestro es que era un innovador, un creador que iba más allá de ese modelo canónico que unos aprendices deben dominar antes de ser creadores a su vez. Pero el lector, sobre todo el lector actual,  puede tener la seguridad de que la información que va a recibir es veraz y un reflejo bastante verosímil de lo que fue aquella especie de locura sin precedentes en la historia de la crueldad de las guerras civiles españolas. Que ya es decir.

                De los otros dos elegidos, Manuel Chaves Nogales comparte con Goerge Orwell una cualidad que los honra a ambos: fueron tan ecuánimes a la hora de contar sucesos de la guerra civil española que ambos acabaron teniendo que huir porque a los dos bandos les hubiera gustado echarles el guante. Para fusilarlos. Pese a que sus escritos sobre la guerra civil española de 1936 tenían que ser forzosamente trágicos, dada la ferocidad con la que se comportaron ambos bandos, leer a Chaves Nogales es una delicia y causa verdadero asombro la elegancia de su castellano.

                En cuanto a Josep Pla, su lectura exige una cierta labor de ajuste porque era un hombre íntimamente ligado a Cambó y la LLiga y por lo tanto su escritura (para bien y para mal) no pretende ser objetiva. Lo cual no impide que sea un prodigio. En el presente volumen se recogen las crónicas que envió desde Asturias y el País Vadsco a  La Veu de Catalunya. Era probablemente uno de los hombres mejor informados del trasfondo de la vida política de su tiempo, y basta leer sus textos sobre la II República para comprobarlo.

                Leer su visión de los sucesos durante la revolución de Asturias y sus análisis sobre el papel jugado por los protagonistas de aquellos trágicos sucesos produce un cierto vértigo porque es un ejemplo perfecto de aquello que Octavio Paz llamaba la “palabra en el tiempo”, y que resumiendo mucho podría sintetizarse diciendo que los tiempos pasan pero la palabra permanece. El lector encontrará muchos otros ejemplos, pero reproduzco dos para ilustrar lo que digo sobre el vértigo.

                Por ejemplo en la página 133, hablando del papel jugado Cataluña en el proceso que desembocó en aquella sangrienta revolución dice: “Los hombres de Esquerra, que gobernaban en la Generalitat de Cataluña, a pesar de la magnífica posición de privilegio que disfrutaban dentro del régimen, privilegio que no había conocido ningún partido político catalán […] se han equivocado y lo han pagado caro […] No nos corresponde a nosotros emitir un juicio […] Diremos solo que Cataluña sigue con su historia trágica, y que solo eliminando la frivolidad política que hemos vivido últimamente se podrá corregir el camino emprendido”.     

                Y poco más adelante, hablando del mismo tema, insiste:

                “Hemos entrado en un periodo de transición de duración problemática. Un día u otro, sin embargo, cuando el caos administrativo que reina en Cataluña y que hemos heredado de la locura delirante de los hombres de Esquerra llegue a su punto culminante, habrá que sistematizar los instrumentos de gobierno. Debe ponerse de manifiesto, porque es un hecho trascendental, que en la prensa de Madrid, tradicionalmente desafecta a Cataluña, se ha iniciado una ofensiva general contra nuestras cosas que ya no tiene por objeto una crítica contra Esquerra, sino que se refiere a Cataluña como un todo…”.

                Aunque estas afirmaciones tengan unas alucinantes resonancias actuales, quien vea la fecha que figura al final verá que fueron escritas el 12 de octubre de 1934. Pero por eso digo que me parecen un magnífico ejemplo de palabra en el tiempo.

 

Tres periodistas en la revolución de Asturias

Manuel Chaces Nogales, José Díaz Fernandez, Josep Pla

Prólogo de Jordi Amat

Libros del Asteroide

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31 de agosto de 2018
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TLS

El viernes 17 de febrero de 1902 el lector del periódico más prestigioso de Gran Bretaña encontró una sorpresa en sus páginas, que por entonces salían de lunes a sábado (desde finales del siglo XVIII) en formato sábana ("broadsheet"). Encartado en The Times podía verse, respetando el formato y la tipografía del diario, un a secas llamado Literary Supplement, que no se vendía por separado y anunciaba en un ladillo de su propia portada un índice de contenidos muy variado, pues junto a las reseñas de libros de distinta naturaleza y el comentario de espectáculos escénicos y musicales incluía también la ciencia, el verso y, en una contraportada miscelánea, los movimientos de una partida de ajedrez planteada por correspondencia, comentados, en los dos tableros adjuntos, por otros aficionados al juego. Releído ciento dieciséis años después y superados los seis mil números, ese primer Suplemento Literario del Times londinense aparecía ya marcado por la impronta de la diversidad temática, mantenida hasta hoy sin apenas cambios, así como por dos formidables características: el toque excéntrico y la solvencia crítica. Todos los colaboradores eran entonces -y lo siguieron siendo durante más de siete décadas- anónimos.

El anonimato legendario del pronto conocido por sus allegados como ‘TLS', lejos de ser siempre frustrante iba a convertirse en un alimento de las suspicacias, malhumores y adivinaciones malévolas, sin las que, seamos francos, los cuerpos auxiliares de la literatura tendrían menos pegada. Disfrutada por los lectores neutrales y poco cotillas pero odiada por las víctimas de críticas devastadoras e innominadas, esa política editorial cambió en 1974, cuando el suplemento, bajo la dirección de John Gross, decidió consignar el nombre de sus colaboradores y añadir al final de cada número un perfil profesional en dos o tres líneas de los firmantes. Así surgió la parte escondida de una labor colectiva que causaría asombros y confirmaba secretos a media voz. Era por ejemplo sabido que Virginia Woolf había colaborado con frecuencia y desde muy joven en el suplemento, pero hubo que esperar al primer volumen de la inmejorable edición de los ensayos completos de la autora, iniciada en 1986 por Andrew McNeillie, para calibrar la enorme cantidad e importancia de los artículos, largos y cortos, que Woolf, tan eminente ensayista como novelista, escribió por encargo de Bruce Richmond mientras este fue ‘editor', entre 1902 y 1938. Woolf cumplió su primera comisión en marzo de 1905, a los 23 años, y dejó de publicar en el TLS cuando aquel se retiró, diciendo de Richmond en un tributo anotado en su ‘Diario' (entrada del 27 de mayo de 1938) que "aprendí mucho de mi oficio escribiendo para él: cómo condensar; cómo vivificar; y también me hizo leer con lápiz y cuaderno, seriamente". Son numerosas las grandes piezas ensayísticas de la creadora de ‘Orlando' que proceden del TLS, desde las primeras y ya magistrales ‘El genio de Boswell' o ‘Sterne', de 1909, hasta ‘Horas en una biblioteca' (1916), ‘Un príncipe de la prosa' (1921, sobre Conrad y Henry James), ‘Las novelas de Turgenev' (1933) y el último, excelente, sobre ‘Las comedias de Congreve' (1937).

Es tentador preguntarse si hay un misterio en la larga permanencia, más que centenaria y nunca devaluada, de la revista, superando las crisis del grupo empresarial que le daba cobijo y en el cual opera actualmente de modo autónomo al del diario, dentro ambos del conglomerado de Rupert Murdoch. ¿Mera suerte, un buen ojo gestor, personas muy capaces en su staff, niveles culturales que sólo un país de larga y rica tradición letrada puede permitirse? Hace dos años hubo un momento de pánico cuando la empresa colocó como ‘editor' o director del suplemento a Stig Abell, un hombre de 38 años que procedía del tabloide sensacionalista The Sun, otra propiedad del magnate Murdoch, y que, contra lo temido, no adocenó el TLS ni cambió su rumbo, logrando por el contrario, al poco de llegar, algo prodigioso en estos tiempos de adelgazamiento creciente de las humanidades: aumentar ocho páginas el espacio semanal (36 en la edición impresa que llega a los kioskos y a sus suscriptores). En estos dos años su circulación ha crecido casi un 40%, y todo ello sin incluir desnudos capciosos ni titulares exclamativos. 

El TLS publica todos los viernes una buena cantidad de reseñas y comentarios que a mí, que lo sigo desde hace varios lustros, no me hacen detener la mirada más allá del titular: horticultura (siguiendo la tradición pastoral tan británica), economía, heráldica, novela gráfica (una servidumbre ya obligada hasta en las mejores casas), y antes de que se pusiera de moda, la glosa gastronómica. Pero 36 páginas dan para mucho, y estoy seguro de que esas materias que a mí y a tantos otros nos causan inapetencia serán devoradas con fruición por las personas que, a su vez, encuentran aburrida la poesía contemporánea, la última ficción coreana o la ópera. Todos, quiero pensar, somos lectores fieles de lo que nos interesa, y a todos nos compensa comprar el semanario, otra de cuyas virtudes ha sido consolidar la atención prestada al cine, que cuenta con extensas críticas de películas de estreno firmadas por el magnífico novelista Adam Mars-Jones. Se ha producido asimismo un evidente rejuvenecimiento, ya que no pocos de los colaboradores tienen como perfil el de ser becarias o doctorandos. A su lado la edad provecta es gloriosamente respetada. John Ashbery publicaba allí sus poemas inéditos hasta poco antes de morir a los 90, y también reseñan con asiduidad Edmund White, Frederic Raphael, Gabriel Josipovici y una estupenda veterana como Margaret Drabble.

Ahora bien, junto a las novedades, la fidelidad a sus principios, que por algo hablamos de la parsimoniosa alma inglesa. En el TLS no falta nunca Shakespeare, como no decae la producción de sesudos estudios sobre el Bardo, ni la literatura greco-latina, donde brilla a menudo Mary Beard, ni la rúbrica oriental, supervisada por un especialista como Robert Irwin. Y la preponderancia que dentro de las lenguas extranjeras tenía antaño la novelística franco-alemana ahora se ha diversificado notablemente, siendo muy de apreciar la atención a clásicos del siglo XX y nuevos nombres de las letras españolas y latinoamericanas, en una sección al cuidado de Rupert Shortt, un hispanohablante.

La extravagancia a que nos referíamos antes se refleja especialmente en dos apartados que gozan de gran solera y amplia devoción, las Cartas al Editor y la página de cierre NB, con notas misceláneas muy jugosas, entre la erudición y el chisme, de un embozado J.C, reminiscencia quizá del pasado encubrimiento individual. De J.C. son memorables sus invectivas burlescas a la jerga académica, fundamentalmente norteamericana, y deliciosos sus "recorridos" por las tiendas de segunda mano, donde siempre encuentra a bajo precio ediciones valiosas, así como libreros chispeantes. Respecto a la infalible y últimamente mejor colocada correspondencia dirigida al editor, da cabida a piques desabridos, respuestas aún más ácidas, desdenes y venganzas, por lo general de la grey universitaria. Los poetas, como ya sabíamos, son los más sensibles, tanto al halago como al anatema, y repasar históricamente las cartas cruzadas entre beligerantes traza una pintoresca historia paralela de la infamia literaria. A la vez, también es confortante advertir que lectores desde Singapur o una perdida aldea de los Abruzos puntualizan inexactitudes o facilitan datos recónditos con buena disposición y admirable sabiduría. También ellos enriquecen el caudal y la leyenda del TLS.

Como curiosidades recientes de la sección son de destacar, el año pasado, la carta de Martin Scorsese discrepando sin petulancia de una apreciación sobre novela y cine y corrigiendo un error cometido por el antes citado Mars-Jones en la reseña de su film ‘Silencio', así como, en las últimas semanas, un intercambio de pareceres que se sigue como una serie de suspense sin graves crímenes; la inició la escritora (y traductora de Proust al inglés) Lydia Davis contando sus dudas en la elección de título del primer volumen, el que en español llamó su primer traductor Pedro Salinas ‘Por el camino de Swann', y las variantes sugeridas, debatidas o vilipendiadas por los lectores del TLS son tantas que entran ganas de hacer el mismo juego en nuestra lengua. ¿Dónde?

 

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29 de agosto de 2018
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Elogio del olvido en el Museo de la Memoria

La convocatoria era estimulante: David Rieff, el polémico autor de Elogio del olvido, iba a hablar esta noche en el Museo de la Memoria en Santiago de Chile.

Y no solo eso: habían pasado pocos días desde que el recién nombrado ministro de Cultura, Mauricio Rojas, tuvo que renunciar 70 horas después de asumir por haber dicho en un libro que este mismo museo era un engaño, un montaje, un uso mentiroso de una tragedia nacional.

Chile es tal vez el único país donde un poeta puede liderar una revuelta de artistas e intelectuales que logra tumbar a un ministro en un fin de semana. El venerable Raúl Zurita, conciencia moral del país, había desencadenado el “basta ya”: en un breve texto difundido en redes sociales, en el que anunció que se negaba a participar en ninguna actividad con Rojas.

Ardieron Facebook y Twitter. Tan rápido renunció el ministro, que ya no estaba cuando al siguiente fin de semana, el Museo de la Memoria se llenó de voces de protesta, de músicos de tres generaciones, de niños y de defensores de una memoria de los crímenes de la dictadura que acuerparon “su” museo al grito de nunca más al olvido.

Una semana más tarde, Rieff se presentaba allí mismo con su denuncia de los peligros de la memoria histórica.

Estaban presentes, entre muchos protagonistas del debate, como las autoridades del museo, el escritor Patricio Fernández, editor por muchos años de The Clinic, que mezcla sátira con investigación sobre los crímenes del presente y de la dictadura y autor de una luminosa reflexión sobre los años de Pinochet desde la memoria de su abuelo; la novelista, dramaturga y actriz Nona Fernández, en cuyas obras, como la excelente novela La dimensión desconocida, la memoria individual se cruza con las culpas y vergüenzas colectivas del país, y el mismo Zurita.

El momento más impactante de la noche fue cuando el viejo poeta, con el cuerpo achacoso y la voz grave de los vates de la tribu, tomó el micrófono para sentenciar que el olvido no existe.

“El olvido es imposible; estamos condenados a recordar como el Funes el memorioso de Borges. Dijiste que en diez mil años nadie recordaría Auschwitz,  pero tenemos el lenguaje, yo creo que sí se va a recordar. El olvido es lo utópico”.

Rieff es un historiador y ensayista autor de libros donde ataca la desigualdad y la pobreza (El oprobio del hambre), los crímenes de las grandes potencias y la inoperancia del sistema de Naciones Unidas en los conflictos (A punta de pistola). Pero, pese a sus 65 años y sus muchos logros, todavía es presentado en primer lugar como hijo de Susan Sontag, a cuya enfermedad y agonía dedicó un libro desgarrador.

En un excelente castellano, replicó al poeta. Dijo que la humanidad había ya olvidado crímenes aún peores que el del holocausto nazi. Que por ejemplo, el rey Leopoldo II de Bélgica era culpable del asesinato de más de 20 millones de africanos, y hoy casi nadie lo recuerda. Que le gustaría tener la pasión y la seguridad de Zurita.

Con pena, le dijo: “Me gustaría estar de acuerdo contigo, pero no puedo”.

Antes de ese momento precioso en la historia del Museo de la Memoria, Rieff había desgranado los puntos centrales de su libro polémico.

Dijo que por supuesto en muchos lugares y momentos la memoria colectiva es útil e importante. Sin ir más lejos, por lo que sabía, en el mismo Chile el museo que cobijaba su charla era un aporte valioso y valiente. Pero en otros sitios, como en los Balcanes, en cuya sangrienta guerra Rieff pasó tres años, “la memoria fue un instrumento del nacionalismo criminal”.

Ante estos usos tóxicos de la memoria, abogó por “el olvido, no neurológico, sino como silencio público”.

Puso un ejemplo del pasado reciente: los católicos y protestantes de Irlanda del Norte lograron una paz frágil pero funcional, donde las armas callaron y el tejido social se reconstruye, con un pacto de no seguir tirándose el pasado a la cabeza. “No hay manera de reconciliar las memorias”, dijo. Entonces el silencio público sirvió para alcanzar la paz.

Y puso otro ejemplo hipotético: en el caso improbable de que israelíes y palestinos lleguen a un acuerdo de paz, deben intentar dejar atrás el pasado en el que cada bando trata al otro como criminales a juzgar y sentenciar.

Este es un punto conflictivo, sobre todo en América latina. En la propuesta de Rieff, pesimista y posibilista, se debe renunciar a la justicia absoluta en aras de una paz posible. Olvidar para poder convivir. Muchos presentan las transiciones de España y Chile como modelos de olvidar y perdonar para ganar la paz. Pero ese pasado de olvido deliberado está en tela de juicio en ambos países ahora.

Esta misma semana visitó el Museo de la Memoria el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, quien ordenó exhumar del engendro revanchista del Valle de los Caídos, que todavía glorifica el fascismo en su país el cuerpo del dictador Francisco Franco. Un gesto de memoria contra el olvido.  

En su charla, Rieff expresó sus diferencias con museos de la memoria como el del genocidio ruandés en Kigali, el de la Escuela de Mecánica de la Armada en Argentina y el museo del Holocausto en Washington, “cuyo recorrido contiene las banderas de los regimientos norteamericanos que liberaron campos de concentración pero no los del ejército rojo que entró a Auschwitz y tantos otros campos, y termina con una oda al sionismo y al Estado de Israel”, como si este fuera la solución buena y lógica a los crímenes nazis. Usos políticos presentes de la forma de presentar el pasado.

Arturo Fontaine, el intelectual chileno, miembro del directorio del Museo de la Memoria, al que defendió con denuedo ante los ataques del efímero ministro, llevó con Rieff un diálogo iluminador pero no exento de divergencias.

Por ejemplo, sobre la utopía. Para Rieff, la utopía era siempre peligrosa y negativa. Sus ejemplos, las utopías nazi, leninista y maoísta y los sueños nacionalistas de la Europa reciente. Fontaine le replicó con las posibilidades de otras utopías democráticas: los Federalistas y la constitución de Estados Unidos, el sueño de los derechos humanos en la formación de las Naciones Unidas.

La respuesta de Rieff: el sueño democrático en todo el mundo, que Yemen pueda convertirse en Dinamarca, es “tonto” e “imposible”.

“No creo que aprendamos de la memoria”, sentenciaba Rieff, ante la visible tristeza y ofuscación de gran parte del público. “Soy griego, no cristiano: no creo que una historia que progresa, sino cíclica”.

Una señora de entre el público preguntó: “¿Y entonces qué hacemos?”

El historiador del olvido no tenía respuesta.

Pero el hecho de que el Museo de la Memoria, defendido y protegido por miles de ciudadanos hace tan poco, le haya dado cobijo y una escucha atenta en la fría noche santiaguina, ya es una respuesta.

El olvido está lleno de memoria. Con copas de vino en la mano, acabada la charla, Rieff y Zurita se quedaron compartiendo risas y, sí, también recuerdos de los que abrigan y sanan. 

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29 de agosto de 2018
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Sabrina: un cómic en tierras del Booker

Pese a que vivimos en un tiempo en el que los productos de la cultura alta se juntan sin problemas con los de la cultura popular, todavía hay barreras que impiden que esa mezcla sea todo lo libre que pudiera ser. Una de ellas, la de los grandes premios literarios, fue cruzada hace poco cuando los jurados del Booker incluyeron entre sus finalistas de este año a la novela gráfica Sabrina, del norteamericano Nick Drnaso (1989). A Drnaso no solo lo elogian historietistas como Adrian Tomine, sino escritores del nivel de Zadie Smith ("el mejor libro que he leído -en cualquier medio- sobre nuestra situación actual") y Jonathan Lethem ("asombroso"). Faltará saber si Sabrina es solo una excepción a la regla o el inicio de un nuevo momento cultural, en el que se podrá ver a novelas gráficas compitiendo por el Herralde o el Goncourt.

            Sabrina comienza de manera modesta, como una historia doméstica más: Sabrina hace planes de salir de excursión con su hermana ("suena muy bien.. escaparse de la ciudad, de internet"). Al rato, la historia se enfoca en Teddy, que viene a quedarse en el departamento de un amigo de los tiempos de colegio, Calvin. Teddy está desesperado: su novia, Sabrina, ha desaparecido. Calvin, que trabaja en el ejército -un puesto de oficinista, operaciones de apoyo técnico-, trata de buscar una conexión con su viejo amigo, pero es imposible: Calvin está en su propio calvario.

            Los dibujos de Drnaso son austeros, con abundancia de colores en tonos pastel; los rostros inexpresivos y los diálogos escuetos transmiten la aparente anomia emocional de los personajes. A través de cuadros pequeños en los que no hay florituras en el trazo -uno recuerda a Chris Ware-, la historia avanza lentamente, hasta que de pronto, de una manera nada obvia, Sabrina adquiere fuerza y atrapa nuestro zeitgeist: no se trata solo de la desaparición de una mujer, sino también de su manipulación mediática. Pronto habrá un video sobre lo que ocurre con Sabrina, y eso desatará el infierno de las acusaciones y manipulaciones en las redes sociales. Aparecen las teorías conspiratorias, y el inocente de Calvin será acusado por agitadores de la radio como un actor que trabaja para el gobierno.

            Drnaso está obviamente inspirado por las masacres de Sandy Hook y las de Stoneman Douglas High School, en las que no faltaron agitadores de derecha como Alex Jones para insinuar que esas matanzas no ocurrieron y fueron orquestadas por el gobierno como una forma de quitarles sus derechos a los dueños de armas. En Sabrina, Drnaso sabe que en tiempos de internet no hay una verdad absoluta, sino "verdades" de acuerdo a la postura ideológica de los medios. Se ha roto el tenue tejido que unía a una comunidad, y ahora solo hay intereses que defender. Calvin, que solo quería ayudar a su amigo, terminará recibiendo e-mails de odio y gugleándose para ver qué es lo que se dice de él.

            Sabrina es una novela gráfica profundamente política, con una postura crítica sobre la forma en que las nuevas tecnologías están creando un clima social tóxico. Drnaso logra un tono ominoso de manera subrepticia; llega incluso un punto en el que buscar un gato en el barrio provoca inquietud. Asistimos al esfuerzo de tres individuos -está también la hermana de Sabrina, que lucha por desahogarse y es el personaje menos trabajado- por expresar sus emociones más genuinas en un tiempo que conspira contra ellos. Drnaso logra que ellos transmitan la quieta angustia-a veces no tan quieta- que significa vivir en los Estados Unidos de Trump.

 

(La Tercera, 25 de agosto 2018)  

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25 de agosto de 2018
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Tempus

Aconsejado por mi higienista urogenital, leo, el pasado martes, la novela Sale el espectro, del escritor norteamericano de origen judío Philip Roth. No me sorprende, ya que estaba advertido, el alto número de coincidencias entre la peripecia del protagonista y la mía propia, sin embargo, hay algo, que sí constituye una sorpresa: no recordaba la historia de Rip Van Winkle, utilizada metafóricamente por Roth, y que no deja de ser un remedo de otra mucho más sustanciosa y mucho más próxima. 

 

Leemos en Wikipedia: 

Rip van Winkle es un cuento corto de Washington Irving, y también el nombre del protagonista. Fue parte de una colección de cuentos titulada The Sketch Book of Geoffrey CrayonEl cuento, escrito mientras Irving vivía con su hermana Sarah y su cuñado Henry van Wart en Birmingham, Inglaterra, sucede en los días antes de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. Un aldeano de ascendencia holandesa, harto de que su esposa le regañe, huye y se interna en el bosque. Después de varias aventuras, se sienta bajo la sombra de un árbol y se queda dormido. Se despierta 20 años después y regresa a su aldea. De inmediato se mete en problemas cuando alaba al rey Jorge III, sin saber que había tenido lugar la Revolución estadounidense y que ya no era un súbdito de los británicos. 

 

Leemos en Ciudad propia. Poesía autorizada. 

Virila fue, a finales del siglo IX, monje del monasterio de San Salvador de Leyre, Navarra, del que llegó a ser abad y su figura histórica está perfectamente documentada en el Libro gótico de San Juan de la Peña (fol. 71). Mantenía el bueno del abad tremendas dudas sobre cómo sería el gozo de la eternidad. Es así que un día de plenitud primaveral se interna en el bosque cercano, sumido en estas meditaciones y auxiliado por un libro. En la espesura del bosque aparece un ruiseñor, que con sus trinos distrae su atención de la lectura escatológica, conduciéndole hasta una fuente. Allí queda prendado del canto del pájaro, hasta que se adormece. Cuando despierta, la naturaleza ha cobrado nueva vida y no encuentra el camino de regreso. Al final lo halla y camina hasta el monasterio, que ahora es más grande, con iglesia monumental y nuevas dependencias. En la portería ha de identificarse porque nadie le conoce. Buscando en el archivo del cenobio encuentran un abad Virila “… perdido en el bosque…”, pero hace trescientos años. Entonces, en el  monasterio, se produce una explosión de alegría por el milagro acaecido, y en pleno Te Deum de acción de gracias se abre la bóveda de la iglesia y se oye la voz de Dios “… Virila, tu has estado trescientos años oyendo el canto de un ruiseñor y te ha parecido un instante. Los goces de la eternidad son mucho más perfectos …”. Un ruiseñor entra entonces por la puerta de la iglesia con un anillo abacial en el pico, y lo coloca en el dedo del abad, que lo fue hasta que Dios lo llamó a comprobar la gloria eterna.

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22 de agosto de 2018
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El Boomeran(g)
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