

En 1996, cuando inició con ‘Misión: imposible' lo que iba a ser una extensa serie cinematográfica, Brian De Palma hizo una exhibición de ‘hubris' respecto a la divinidad que siempre ha estado en lo más alto de su olimpo: Alfred Hitchcock. Las citas y remedos hitchcockianos, llevados a cabo sin la menor angustia de las influencias, abundan en su filmografía (especialmente en ‘Fascinación', ‘Vestida para matar' y ‘Los intocables de Eliot Ness'), pero en la citada primera entrega fílmica de la serie televisiva creada en 1966 por Bruce Geller De Palma aplicaba con suprema inteligencia y gran despliegue de medios técnicos el molde de los ‘set pieces' del maestro británico, con un peculiar añadido que sellaría el espíritu de las misiones imposibles posteriores: la destreza saltarina del siempre protagonista, Tom Cruise, encarnando a un héroe poco flemático y valiente hasta la extenuación de sus dotes gimnásticas. La larga peripecia final desarrollada en el tren de alta velocidad Londres-París era así una filigrana de montaje vertiginoso y un alarde de malabarismos rayanos en lo milagroso.
Han pasado más de veinte años desde aquel comienzo brillantísimo, en el que las exigencias de lo cosmopolita (el espectador viaja mucho en cada una de las películas acompañando al agente Ethan Hunt) y lo aparatoso (pantallas sabias, armas parlantes, transmisores de alta gama) tenían un complemento artístico de primera magnitud; la constante inventiva visual del narrador De Palma estaba jalonada por los contrapicados de la cámara, creando el efecto metafórico de unas órbitas superiores cernidas sobre los humanos que pululan debajo mientras les amenazan peligros sin cuento.
El estreno del sexto episodio, ‘Misión: Imposible-Fallout', permite repasar un conjunto que, sin haber dado ninguna otra obra del calibre magistral de la firmada por el autor de ‘Carrie', ha mantenido una coherencia temática y estética que no se encuentra, a mi juicio, en películas seriales como las de James Bond, Mad Max o ‘El planeta de los simios'. Esa impronta de las seis misiones consecutivas del agente del FMI (que no responde, hay que aclararlo para los suspicaces, a las iniciales del Fondo Monetario Internacional, sino a una unidad especial del espionaje norteamericano, Fuerzas de Misiones Imposibles) yo la achaco a la personalidad de Tom Cruise, coproductor de todos los títulos, más que a una astucia de los estudios que los financian, Paramount Pictures. Cruise atrae a las mujeres y ellas se sienten -en la ficción al menos, y cuando ya el actor se va aproximando a los sesenta años- poderosamente atraídas por él, pero el rasgo definitorio de Ethan Hunt es su falta de coquetería; se trata de un anti-donjuán, y por ello es la antítesis de James Bond, lo que evita, en las más de trece horas de metraje que acumulan las seis entregas de ‘Misión: Imposible', la reiterada promiscuidad y las picardías de cama del agente creado por Ian Fleming, cansinas a fuerza de ser no solo inevitables sino tan cuantiosas. Cruise/Hunt, fibroso y bien parecido aunque reducido de estatura, gusta de inmediato, y las bellezas femeninas, no pocas de rasgos mestizos, le gustan a él, pero algo se interpone y aplaza el conocimiento carnal del chico y la chica: el deber moral y la falta de tiempo, haciendo así solo imposible -en una saga que posibilita volar sin alas, trepar al Himalaya, sobrevivir a la explosión del Kremlin y a las ‘mascletàs' de las Fallas- la sencilla mecánica erótica. ¿Primacía del amor de verdad o cienciología?
Si mi memoria libidinal no me traiciona, únicamente en ‘Misión: Imposible II', dirigida en 2000 por John Woo, y famosa por su fusión de procesiones de Semana Santa sevillana y falleras valencianas en un mismo sacrificio ritual, había una escena explícita de sexo. En el resto de las películas hay amores tenues y más bien fieles entre el agente Hunt y unas mujeres caracterizadas no tanto por su hermosura como por su fuerza, su tesón, su pegada y un repertorio acrobático nada desdeñable, llamando la atención asimismo sus apariciones cuando se las creía muertas (Julia, la única esposa llevada al altar, interpretada por Michelle Monaghan) o desaparecidas en la maraña de las dobles y triples identidades, caso de Ilsa Faust (Rebecca Ferguson).
Escrita y dirigida por Christopher McQuarrie, el único que ha repetido en la puesta en escena, la reciente ‘Misión: Imposible-Fallout' es una película tan previsible como impecable, con dos grandes momentos de bravura. El de mayor tirón comercial es el duelo de los helicópteros en las montañas escarpadas de Cachemira (rodado en unos picos del norte de Europa), trepidante y asombroso en la truca, no toda digital. Más memorable me resulta, sin embargo, un breve lance de la parte que trascurre en París, cuando Hunt ayuda a la mujer-policía francesa herida en la estación de metro de Passy y una mirada les une en el deseo y les abre la promesa de un romance o una cita. Pero ella tiene que ser evacuada en una ambulancia, él ha de seguir salvando el mundo allí donde le necesiten, y está además la traba del francés, que él como buen americano no habla.
McQuarrie, oscuro cineasta nacido en New Jersey, tenía para mí una nota alta en su curriculum en tanto que seguidor deliberado de la cadena de ‘hubris post-hitchcockianas' en su anterior ‘Misión: Imposible: Nación secreta' de 2015. Sin el talento de Brian De Palma, pero con gran determinación y algún guiño de buena factura cómica, McQuarrie introducía en ese film una variante o trasunto de uno de los más geniales ‘set pieces' del autor de ‘Vértigo', el atentado político durante el concierto en ‘El hombre que sabía demasiado' (1955). El escenario de Hitchcock era el Royal Albert Hall, la música, dirigida desde el podio por el propio ‘compositor de la casa' Bernard Herrmann, una pomposa cantata del inglés Arthur Benjamin, siendo como se recordará responsables de que el magnicidio fracase Doris Day y James Stewart. McQuarrie filma en la Ópera de Viena durante una representación de la póstuma obra maestra de Puccini ‘Turandot', y prolonga los prolegómenos, teniendo él a tres presuntos asesinos, una vistosa escenografía oriental, un teatro mayor y un gran dispositivo de armas, algunas muy ingeniosas. Hitchcock creaba ansiedad con un cortinaje, el cañón de una pistola antigua, el rostro enjuto del asesino en potencia y dos timbales; McQuarrie disfruta como un niño subiéndose, con Cruise y toda su parafernalia, a las altas tramoyas del coliseo, donde se traslada la acción y la resolución feliz. Comparar a cualquier cineasta vivo con Hitchcock es temerario e injusto, pero ser respondón a los dioses constituye un gesto noble digno de reconocimiento.
En mi ya larga vida he visto bastantes obras de Valle-Inclán sobre los escenarios, pero no todas, ni siempre presentadas con acierto. Esto es una extravagancia. En Inglaterra puede uno ver obras de Shakespeare todos los meses del año y todas ellas. ¿Que no cabe la comparación? Pues no sé si habrán observado que Inglaterra se ha ido pareciendo cada vez más al teatro de Shakespeare y España sigue sin tener otro espejo que las obras de Valle. Es nuestro Shakespeare porque nosotros estamos hechos a imagen y semejanza de los personajes de su teatro.
En Inglaterra ya no se matan mediante veneno, puñaladas o espada, pero es porque ahora los asesinatos son inmateriales. La primera ministra recibe todos los días 11 muertes digitales, muchas de ellas enviadas por sus amigos y parientes. Nosotros ya no vemos por las calles a los nómadas mostrando en un carro al niño hidrocéfalo con el que ganan unas monedas limosneras. Ahora el niño hidrocéfalo suele ocupar un puesto en la Administración desde donde hace rodar los dineros hasta las cloacas del comisario. No puedo entender por qué no figura en nuestros teatros, de modo institucional, una semana de Valle-Inclán cada temporada en la que podamos ver reflejado (y quizás corregir) algún vicio nacional o por lo menos avergonzarnos de él. Se acaba de publicar el quinto y último volumen de la obra completa de Valle en la gran Biblioteca Castro. En esta espléndida conclusión, además de un extenso ensayo de Margarita Santos Zas, vienen las 11 piezas de teatro más asombrosas de aquel escritor asombroso. Las 11 deberían figurar en cartel todas las temporadas. Su potencia crece con los años porque cada día nos describen mejor. Constátelo: se estrena ahora, en octubre, Luces de bohemia.
De ese delicado equilibrio dependía el consentimiento, y por tanto la adhesión de todas las fuerzas guerrilleras, que tenían su referente único de autoridad en un colectivo, y no en un solo hombre. La ruptura del equilibrio implicaba el riesgo de una lucha intestina, con miles de armas en manos de los combatientes que apenas tomaban respiro de la guerra de liberación recién concluida, mientras se iba articulando el nuevo poder.
Este fenómeno de mutua contención explica el surgimiento de la figura de Daniel Ortega. No era ni histriónico ni demagogo, como, por ejemplo, Tomás Borge. No tenía dones oratorios, ni era carismático. Lo que para un político resultan desventajas obvias, fueron para él ventajas.
En 1985, por lo mismo, resultó electo presidente de la república, y secretario general de la Dirección Nacional. Pero eso tampoco creó al caudillo. El colectivo, con sus pesos y contrapesos, seguía rigiendo las políticas de gobierno, las fuerzas armadas y de seguridad, y el propio partido.
En cada sesión el primer punto de la agenda era la crítica y autocrítica. Cualquiera que hubiera sobrepasado sus límites tenía que mostrar firme propósito de enmienda. Pecados de vanidad y soberbia, exceso de figuración.
Estos antecedentes no los ofrezco para arrojar luz sobre los aciertos y fracasos de la revolución, sino para explicar cómo la utopía ha llegado a convertirse hoy en distopía. Esa forma de poder equilibrado se hizo pedazos con la derrota electoral de 1990, cuando la dirección colectiva terminó desintegrándose.
Y la revolución misma, con su cauda de ideales y promesas, desaciertos y errores capitales que fueron pagados al precio de la derrota electoral, desapareció para siempre. Es de esa dispersión y de esa desarticulación que Ortega fue surgiendo como caudillo cuando sembró la primera semilla de su poder arbitrario al proclamar que iba a "gobernar desde abajo".
Es decir, con asonadas en las calles, huelgas fabricadas, barricadas, choques con la policía con saldo de muertos y heridos, decidido a frustrar el gobierno legítimo de doña Violeta de Chamorro. Así se ganó la lealtad de quienes, engañados por la promesa de retorno al poder por la fuerza, empezaron a verlo, con nostalgia agresiva, como encarnación de la revolución perdida, y se reagruparon a su alrededor. Viejos combatientes, colaboradores históricos, líderes de los sindicatos en escombros, remanentes de las organizaciones populares.
Se reinventó a sí mismo en la soledad, y se apropió de los símbolos de la vieja revolución, de sus consignas, de su retórica antimperialista y anti oligárquica, y soportó tres derrotas electorales, sin lograr superar nunca la cota de un tercio de los votos.
En el 2000 pactó con el expresidente liberal Arnoldo Alemán una reforma de la Constitución que rebajaba al 35% los votos para ser electo en primera vuelta. A cambio, le abrió al otro las puertas de la cárcel, condenado por lavado de dinero. Ortega controlaba ya los tribunales de justicia.
Y aunque la Constitución le prohibía reelegirse, hizo que sus fieles magistrados de la Corte Suprema decretaran que semejante prohibición era nula. Es decir, la Constitución fue declarada inconstitucional.
Cuando en 2006 ganó otra vez la presidencia, se prometió que nunca volvería a perder. Y con los centenares de millones proveniente del petróleo de Chávez, asumió también el control del Consejo Supremo Electoral y los demás poderes del estado. Y fue copando a la Policía Nacional, y al Ejército.
También pactó con su acérrimo enemigo el cardenal Obando y Bravo, arzobispo de Managua. Y con los empresarios: a cambio de plenas garantías para prosperar en sus negocios, les quedaba vedado el territorio político. Y creó, con ventaja, su propio poder empresarial, gracias al petróleo venezolano.
Sin embargo, ahora, tras más de 400 muertos, todo ese poder pensado para siempre se ha cuarteado. La última encuesta de Cid Gallup así lo muestra: Ortega conserva apenas un poco más del veinte por ciento del electorado, es decir, la fidelidad básica que consiguió en sus años de soledad.
Tarde o temprano tiene que aceptar que el país no puede volver a las condiciones en que se hallaba antes del 18 de abril, cuando empezó la ola de protestas masivas. Que no hay compatibilidad posible entre el caudillo que se apropió de una revolución ya muerta, y la sociedad nicaragüense de hoy, que no acepta nada que no sea la democracia.
Ha aquí una pequeña antología de aforismos del excelente libro Aire de comedia de Ramón Eder:
La vida entendida como una alegre búsqueda de tesoros.
Algunos obstinados se emborrachan de mala leche.
Regalar libros que nos gustan es la forma más generosa de ejercer la crítica literaria.
Los pequeños abismos son los más peligrosos porque son en los que caemos.
Comportase honestamente nunca sale gratis.
Hay tristezas secretas en las bodas y secretas alegrías en los funerales.
Uno de esos que no tiene un pasado sino dos.
La vida, de vez en cuando, nos soborna con milagros.
Algunos de Paraíso solo recuerdan su expulsión.
Algunos asuntos nos salen bien precisamente porque alguien no ha cumplido con exactitud nuestras instrucciones.
Los amores imaginarios son siempre correspondidos.
Sin compasión la vida es una fría partida de ajedrez.
Un consejo: regalad este libro (y otros de Ramón Eder) a los buenos y malos amigos. Nunca decepcionan y se leen en un santiamén.
Zbigniew Herbert (1924-1998) fue ensayista, dramaturgo y, sobre todo, un poeta exquisito. Lo tenía todo para haber sido el poeta nacional pero le faltó suerte (gran parte de su vida transcurrió con los comunistas en el poder y ya se sabe que esa gente no es buena para la imaginación y la lírica, aparte de que a sus sucesores nunca terminó de caerles bien). Y al mismo tiempo le sobró ironía: no creía mucho en las medallas y las bandas de honor y su despego le llevó a ser muy crítico consigo mismo, y ya se sabe también que no es bueno darle armas al enemigo porque luego comete la indelicadeza de las usarlas contra ti.
Que era un gran ensayista y un hombre dotado de una curiosidad inagotable los lectores habituales de los libros de Acantilado han tenido ocasión de comprobarlo con Naturaleza muerta con brida (2008), Un bárbaro en el jardín (2010) y El laberinto junto al mar (2013). Lascaux. Los dorios. Arlés. Il duomo. Siena. Los albigenses. Los templarfios. Piero della Francesca. El paisaje griego. La Acrópolis. Samos. Los etruscos. Etc. Basta ojear el índice de esos libros y tratar de seguir el vertiginoso curso de su discurrir para comprobar que además de tener una curiosidad insaciable y multidireccional poseía esa cualidad que luego, al leerlo, puede sintetizarse diciendo que allí donde ponía el ojo ponía la bala.
Con El rey de las hormigas Zbigniew Herbert demostró poseer además la misma laboriosidad y tranquila parsimonia que se atribuye a las hormigas ( los mirmidones de la mitología clásica). Pretender resumir una mitología personal en unas pocas páginas era un empeño muy ambicioso y la obra de toda una vida. Y eso es justamente lo que le ocurrió. Se pasó veinte años tomando notas y desarrollando ideas y al final le sorprendió la muerte con la obra sin terminar. Por fortuna, al cabo de unos años un editor polaco decidió que por muy inconcluso que haya quedado el libro de un gran escritor siempre estará mejor en las estanterías que en la estéril oscuridad de un cajón. Y el lector tiene en sus manos el resultado de tan sabia decisión.
Aparte del siempre útil Google, para leer El rey de las hormigas conviene tener a mano libros como Los mitos griegos, de Robert Graves, o incluso Las metamorfosis de Ovidio, en parte porque cualquier excusa es buena para volver a ellos, pero también porque Herbert trata a sus personajes con una desenvoltura tan campechana que si no se tienen a mano las “versiones oficiales” para refrescar la memoria, a veces puede resultar desconcertante verle decir que Orfeo era “un llorón talentoso”, Narciso un chaval “resultón” y su novia, Eco, “una discapacitada”. Pueden ser apreciaciones muy personales pero no son del todo gratuitas y tiene su aquél averiguar por qué los califica así.
Con quien se muestra particularmente severo es con Ares/Marte, hijo de Zeus y Hera, al que ya de entrada califica de dios de segunda categoría y dice de él que todo el mundo le odiaba porque era un neurasténico. Y para terminar de reducir a escombros su figura recurre a la ayuda de Tintoretto, y más concretamente al cuadro Ares y Afrodita sorprendidos por Hefesto (está en Google). El pintor representó al deforme marido terminando de desnudar a la esposa adúltera, mientras que al poco belicoso amante se limita a esconderlo. Pero Herbert puntualiza implacable: “ … y Ares escondido debajo de la cama, entre las chancletas y el orinal”.
Herbert considera además que como “las guerras pasaron a ser dominio de políticos, sórdidos asesores y cínicos capitalistas”, Ares ya no pinta nada y ha pasado a ser un parado que entretiene sus ocios aliándose con terroristas. En la imagen final lo describe tomando café en una terraza desde la que se divisa toda la ciudad. Nada más consultar el reloj, de entre las casas surge un inmenso fogonazo seguido de los gritos de los heridos y las sirenas de la policía. Ares “paga su café y desciende por los escalones de la infamia”.
Por eso digo que son apreciaciones muy privadas (el libro lleva como subtítulo Mitología personal) pero siempre con su razón de ser. Sin notas y añadidos, el libro apenas llega a las 150 páginas pero cunde como si fueran 500 y te deja con la apetencia de que Zbigniew Herbert hubiese tenido tiempo de completarlas.
El rey de las hormigas
Zbigniew Herbert
Edición y notas de Ryszard Krynicki
Traducción de Anna Rubió y Jerzy Slawomirski
Acantilado
Dudamel ha interpretado con gran frecuencia las sinfonías de Mahler. Su visión es aún apolínea, sin el despeñadero que sólo la edad pone ante los espantados ojos del artista, sin el laberinto neurótico de una sinfonía que agota a la sección de metales y aúlla diabólicamente. Pero es la musculatura, la energía, la audacia lo que quiere vivir el público de Dudamel, así que el Auditorio estalló en una ovación atronadora e interminable. Es una música democrática.