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‘Formentor- sur-mer’

Qué hacen más de ochenta escritores y periodistas concentrados en un hotel de lujo con leyenda literaria y glamur cos­mopolita debatiendo sobre vírgenes, diosas y hechiceras? Sucedía el pasado fin de semana en Formentor, entre cortinas verde pino y azules mansos. Los convocados no se entregaron al sexo libre –y si lo hicieron, habrá que aplaudir su fina discreción–, a diferencia de sus antecesores mucho más libertinos y alcohólicos. No estaban llamados a arreglar el mundo ni a resolver los constructos que han maniatado durante siglos a las mujeres. Pero con ingenio y solvencia mostraron cuán deformes han sido las interpretaciones sobre arquetipos fe­meninos y construyeron un relato conversacional que exaltaba la verdad poética de ­Safo o Virginia Woolf, asumía la ­androginia de la voz creativa, resucitaba a Molly Bloom, Cleopatra, Casandra o Las tres hermanas de Chéjov con lecturas refrescadas.
Qué contar y qué callar; escribir sobre la realidad o desde la fantasía, escapar o enfangarse. Así arrancó la introducción a la obra del ganador del premio Formentor 2018, Mircea Cartarescu, de quien aprendimos algunas palabras de su rumano. “Suena a pura teología”, ­comentaba el editor Jorge Herralde, y así es como el autor de Solenoide (Im­pedimenta/Periscopi), una de las novelas más sorprendentes del año, siente la escritura: una religión. Durante su infancia gris metálico en la periferia de Bucarest guardaba el dinero que su madre le daba para comprar bocadillos y lo convertía en libros. Apenas comía, o mejor dicho, sólo comía libros. “¿Por qué escribo? ¿Porque sí?”, citó de Samuel Beckett.
Emmanuel Carrère también expresó con determinación de qué forma las letras le redimieron: “Escribir en primera persona me salvó la vida, o al menos mi vida de escritor”. “Exponerse y arriesgar”, fueron sus palabras más repetidas, y en verdad sentías el temible fondo de miseria que ha desbrozado el escritor. El director de la Fundación Santillana, ­Basilio Baltasar, alma de les Converses de Formentor, hizo una lectura del Eurípides feminista que acabó por aterrorizar a los atenienses, advirtiéndoles acerca de la tragedia que podía caerles encima si se casaban con otra mujer que no fuera la suya. Y recordó la frase de Jasón a Medea –que hoy en día sigue siendo la frase–: “Si lo hago es por tu bien”. Esa terrible displicencia. Pierre Assouline evocó, a propósito de Marguerite Duras, la escritura desnuda y salvaje, y confesó que se enamoró de su voz: “La voz de un escritor es su escritura”. Mientras que Cartarescu, con su porte aflamencado y otras palabras, venía a decir lo mismo: “Escribir es no decir nada, escribir es escuchar”. Y entonces se dio paso a un bufet de palabras libres.
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3 de octubre de 2018
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Dioses y acróbatas

 

En 1996, cuando inició con ‘Misión: imposible' lo que iba a ser una extensa serie cinematográfica, Brian De Palma hizo una exhibición de ‘hubris' respecto a la divinidad que siempre ha estado en lo más alto de su olimpo: Alfred Hitchcock. Las citas y remedos hitchcockianos, llevados a cabo sin la menor angustia de las influencias, abundan en su filmografía (especialmente en ‘Fascinación', ‘Vestida para matar' y ‘Los intocables de Eliot Ness'), pero en la citada primera entrega fílmica de la serie televisiva creada en 1966 por Bruce Geller De Palma aplicaba con suprema inteligencia y gran despliegue de medios técnicos el molde de los ‘set pieces' del maestro británico, con un peculiar añadido que sellaría el espíritu de las misiones imposibles posteriores: la destreza saltarina del siempre protagonista, Tom Cruise, encarnando a un héroe poco flemático y valiente hasta la extenuación de sus dotes gimnásticas. La larga peripecia final desarrollada en el tren de alta velocidad Londres-París era así una filigrana de montaje vertiginoso y un alarde de malabarismos rayanos en lo milagroso.

Han pasado más de veinte años desde aquel comienzo brillantísimo, en el que las exigencias de lo cosmopolita (el espectador viaja mucho en cada una de las películas acompañando al agente Ethan Hunt) y lo aparatoso (pantallas sabias, armas parlantes, transmisores de alta gama) tenían un complemento artístico de primera magnitud; la constante inventiva visual del narrador De Palma estaba jalonada por los contrapicados de la cámara, creando el efecto metafórico de unas órbitas superiores cernidas sobre los humanos que pululan debajo mientras les amenazan peligros sin cuento.

El estreno del sexto episodio, ‘Misión: Imposible-Fallout', permite repasar un conjunto que, sin haber dado ninguna otra obra del calibre magistral de la firmada por el autor de ‘Carrie', ha mantenido una coherencia temática y estética que no se encuentra, a mi juicio, en películas seriales como las de James Bond, Mad Max o ‘El planeta de los simios'. Esa impronta de las seis misiones consecutivas del agente del FMI (que no responde, hay que aclararlo para los suspicaces, a las iniciales del Fondo Monetario Internacional, sino a una unidad especial del espionaje norteamericano, Fuerzas de Misiones Imposibles) yo la achaco a la personalidad de Tom Cruise, coproductor de todos los títulos, más que a una astucia de los estudios que los financian, Paramount Pictures. Cruise atrae a las mujeres y ellas se sienten -en la ficción al menos, y cuando ya el actor se va aproximando a los sesenta años- poderosamente atraídas por él, pero el rasgo definitorio de Ethan Hunt es su falta de coquetería; se trata de un anti-donjuán, y por ello es la antítesis de James Bond, lo que evita, en las más de trece horas de metraje que acumulan las seis entregas de ‘Misión: Imposible', la reiterada promiscuidad y las picardías de cama del agente creado por Ian Fleming, cansinas a fuerza de ser no solo inevitables sino tan cuantiosas. Cruise/Hunt, fibroso y bien parecido aunque reducido de estatura, gusta de inmediato, y las bellezas femeninas, no pocas de rasgos mestizos, le gustan a él, pero algo se interpone y aplaza el conocimiento carnal del chico y la chica: el deber moral y la falta de tiempo, haciendo así solo imposible -en una saga que posibilita volar sin alas, trepar al Himalaya, sobrevivir a la explosión del Kremlin y a las ‘mascletàs' de las Fallas- la sencilla mecánica erótica. ¿Primacía del amor de verdad o cienciología?

 Si mi memoria libidinal no me traiciona, únicamente en ‘Misión: Imposible II', dirigida en 2000 por John Woo, y famosa por su fusión de procesiones de Semana Santa sevillana y falleras valencianas en un mismo sacrificio ritual, había una escena explícita de sexo. En el resto de las películas hay amores tenues y más bien fieles entre el agente Hunt y unas mujeres caracterizadas no tanto por su hermosura como por su fuerza, su tesón, su pegada y un repertorio acrobático nada desdeñable, llamando la atención asimismo sus apariciones cuando se las creía muertas (Julia, la única esposa llevada al altar, interpretada por Michelle Monaghan) o desaparecidas en la maraña de las dobles y triples identidades, caso de Ilsa Faust (Rebecca Ferguson).

 Escrita y dirigida por Christopher McQuarrie, el único que ha repetido en la puesta en escena, la reciente ‘Misión: Imposible-Fallout' es una película tan previsible como impecable, con dos grandes momentos de bravura. El de mayor tirón comercial es el duelo de los helicópteros en las montañas escarpadas de Cachemira (rodado en unos picos del norte de Europa), trepidante y asombroso en la truca, no toda digital. Más memorable me resulta, sin embargo, un breve lance de la parte que trascurre en París, cuando Hunt ayuda a la mujer-policía francesa herida en la estación de metro de Passy y una mirada les une en el deseo y les abre la promesa de un romance o una cita. Pero ella tiene que ser evacuada en una ambulancia, él ha de seguir salvando el mundo allí donde le necesiten, y está además la traba del francés, que él como buen americano no habla.

McQuarrie, oscuro cineasta nacido en New Jersey, tenía para mí una nota alta en su curriculum en tanto que seguidor deliberado de la cadena de ‘hubris post-hitchcockianas' en su anterior ‘Misión: Imposible: Nación secreta' de 2015. Sin el talento de Brian De Palma, pero con gran determinación y algún guiño de buena factura cómica, McQuarrie introducía en ese film una variante o trasunto de uno de los más geniales ‘set pieces' del autor de ‘Vértigo', el atentado político durante el concierto en ‘El hombre que sabía demasiado' (1955). El escenario de Hitchcock era el Royal Albert Hall, la música, dirigida desde el podio por el propio ‘compositor de la casa' Bernard Herrmann, una pomposa cantata del inglés Arthur Benjamin, siendo como se recordará responsables de que el magnicidio fracase Doris Day y James Stewart. McQuarrie filma en la Ópera de Viena durante una representación de la póstuma obra maestra de Puccini ‘Turandot', y prolonga los prolegómenos, teniendo él a tres presuntos asesinos, una vistosa escenografía oriental, un teatro mayor y un gran dispositivo de armas, algunas muy ingeniosas. Hitchcock creaba ansiedad con un cortinaje, el cañón de una pistola antigua, el rostro enjuto del asesino en potencia y dos timbales; McQuarrie disfruta como un niño subiéndose, con Cruise y toda su parafernalia, a las altas tramoyas del coliseo, donde se traslada la acción y la resolución feliz. Comparar a cualquier cineasta vivo con Hitchcock es temerario e injusto, pero ser respondón a los dioses constituye un gesto noble digno de reconocimiento.

 

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2 de octubre de 2018
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Rey de tablas

No puedo entender por qué no figura en nuestros teatros, de modo institucional, una semana de Valle Inclán cada temporada
 

En mi ya larga vida he visto bastantes obras de Valle-Inclán sobre los escenarios, pero no todas, ni siempre presentadas con acierto. Esto es una extravagancia. En Inglaterra puede uno ver obras de Shakespeare todos los meses del año y todas ellas. ¿Que no cabe la comparación? Pues no sé si habrán observado que Inglaterra se ha ido pareciendo cada vez más al teatro de Shakespeare y España sigue sin tener otro espejo que las obras de Valle. Es nuestro Shakespeare porque nosotros estamos hechos a imagen y semejanza de los personajes de su teatro.

En Inglaterra ya no se matan mediante veneno, puñaladas o espada, pero es porque ahora los asesinatos son inmateriales. La primera ministra recibe todos los días 11 muertes digitales, muchas de ellas enviadas por sus amigos y parientes. Nosotros ya no vemos por las calles a los nómadas mostrando en un carro al niño hidrocéfalo con el que ganan unas monedas limosneras. Ahora el niño hidrocéfalo suele ocupar un puesto en la Administración desde donde hace rodar los dineros hasta las cloacas del comisario. No puedo entender por qué no figura en nuestros teatros, de modo institucional, una semana de Valle-Inclán cada temporada en la que podamos ver reflejado (y quizás corregir) algún vicio nacional o por lo menos avergonzarnos de él. Se acaba de publicar el quinto y último volumen de la obra completa de Valle en la gran Biblioteca Castro. En esta espléndida conclusión, además de un extenso ensayo de Margarita Santos Zas, vienen las 11 piezas de teatro más asombrosas de aquel escritor asombroso. Las 11 deberían figurar en cartel todas las temporadas. Su potencia crece con los años porque cada día nos describen mejor. Constátelo: se estrena ahora, en octubre, Luces de bohemia.

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2 de octubre de 2018
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De dónde salió todo esto

La Nicaragua bajo opresión hoy día, nunca la hubiéramos imaginado cuando luchábamos por la utopía de la revolución. Los jóvenes de ahora, perseguidos a muerte, son como nosotros entonces, una generación que, igual que esta, convirtió sus ideales en convicciones.
 
El poder pasó de manos de una casta familiar a las de unos guerrilleros inexpertos. Y, por primera vez, no había un caudillo. Las tres tendencias en que el Frente Sandinista se hallaba dividido poco antes del triunfo, aportaron cada una tres miembros a la Dirección Nacional, un cuerpo de nueve personas sin cabeza visible.

De ese delicado equilibrio dependía el consentimiento, y por tanto la adhesión de todas las fuerzas guerrilleras, que tenían su referente único de autoridad en un colectivo, y no en un solo hombre. La ruptura del equilibrio implicaba el riesgo de una lucha intestina, con miles de armas en manos de los combatientes que apenas tomaban respiro de la guerra de liberación recién concluida, mientras se iba articulando el nuevo poder.

Este fenómeno de mutua contención explica el surgimiento de la figura de Daniel Ortega. No era ni histriónico ni demagogo, como, por ejemplo, Tomás Borge. No tenía dones oratorios, ni era carismático. Lo que para un político resultan desventajas obvias, fueron para él ventajas.

En 1985, por lo mismo, resultó electo presidente de la república, y secretario general de la Dirección Nacional. Pero eso tampoco creó al caudillo. El colectivo, con sus pesos y contrapesos, seguía rigiendo las políticas de gobierno, las fuerzas armadas y de seguridad, y el propio partido.

En cada sesión el primer punto de la agenda era la crítica y autocrítica. Cualquiera que hubiera sobrepasado sus límites tenía que mostrar firme propósito de enmienda. Pecados de vanidad y soberbia, exceso de figuración.

Estos antecedentes no los ofrezco para arrojar luz sobre los aciertos y fracasos de la revolución, sino para explicar cómo la utopía ha llegado a convertirse hoy en distopía. Esa forma de poder equilibrado se hizo pedazos con la derrota electoral de 1990, cuando la dirección colectiva terminó desintegrándose.

Y la revolución misma, con su cauda de ideales y promesas, desaciertos y errores capitales que fueron pagados al precio de la derrota electoral, desapareció para siempre. Es de esa dispersión y de esa desarticulación que Ortega fue surgiendo como caudillo cuando sembró la primera semilla de su poder arbitrario al proclamar que iba a "gobernar desde abajo".

Es decir, con asonadas en las calles, huelgas fabricadas, barricadas, choques con la policía con saldo de muertos y heridos, decidido a frustrar el gobierno legítimo de doña Violeta de Chamorro. Así se ganó la lealtad de quienes, engañados por la promesa de retorno al poder por la fuerza, empezaron a verlo, con nostalgia agresiva, como encarnación de la revolución perdida, y se reagruparon a su alrededor. Viejos combatientes, colaboradores históricos, líderes de los sindicatos en escombros, remanentes de las organizaciones populares.

Se reinventó a sí mismo en la soledad, y se apropió de los símbolos de la vieja revolución, de sus consignas, de su retórica antimperialista y anti oligárquica, y soportó tres derrotas electorales, sin lograr superar nunca la cota de un tercio de los votos.

En el 2000 pactó con el expresidente liberal Arnoldo Alemán una reforma de la Constitución que rebajaba al 35% los votos para ser electo en primera vuelta. A cambio, le abrió al otro las puertas de la cárcel, condenado por lavado de dinero. Ortega controlaba ya los tribunales de justicia.

Y aunque la Constitución le prohibía reelegirse, hizo que sus fieles magistrados de la Corte Suprema decretaran que semejante prohibición era nula. Es decir, la Constitución fue declarada inconstitucional.

Cuando en 2006 ganó otra vez la presidencia, se prometió que nunca volvería a perder. Y con los centenares de millones proveniente del petróleo de Chávez, asumió también el control del Consejo Supremo Electoral y los demás poderes del estado. Y fue copando a la Policía Nacional, y al Ejército.

También pactó con su acérrimo enemigo el cardenal Obando y Bravo, arzobispo de Managua. Y con los empresarios: a cambio de plenas garantías para prosperar en sus negocios, les quedaba vedado el territorio político. Y creó, con ventaja, su propio poder empresarial, gracias al petróleo venezolano.

Sin embargo, ahora, tras más de 400 muertos, todo ese poder pensado para siempre se ha cuarteado. La última encuesta de Cid Gallup así lo muestra: Ortega conserva apenas un poco más del veinte por ciento del electorado, es decir, la fidelidad básica que consiguió en sus años de soledad.

Tarde o temprano tiene que aceptar que el país no puede volver a las condiciones en que se hallaba antes del 18 de abril, cuando empezó la ola de protestas masivas. Que no hay compatibilidad posible entre el caudillo que se apropió de una revolución ya muerta, y la sociedad nicaragüense de hoy, que no acepta nada que no sea la democracia.

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2 de octubre de 2018
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¡Guardadles la espalda!

En los años de plomo, cuando ETA afinaba su puntería con propios y extraños, el número de escoltas llegó a rozar en Euskadi los 3.000, y hasta 5.500 hubo en toda España, según cifras de la Asociación Española de Escoltas y Profesionales de Seguridad (ASES). Llegaban a la simbiosis con aquellos que protegían, discretos aunque con mirada de águila y los pómulos marcados a fuerza de contraer los músculos en señal de alerta. Algunos de sus usuarios, los más laxos, querían imaginarlos como esos guardianes de los ricos que acaban haciendo de chico para todo: aún recuerdo cómo dos hombretones, custodios de la entonces ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, le sacaban a sus perros en el barrio de las Salesas. Los que frenaban insultos y balas trabajaban entre 12 y 15 horas diarias, y cobraban en 1997, el año del asesinato de Miguel Ángel Blanco, alrededor de un millón de pesetas al mes. Un dinero que nadie cuestionaba, todo era poco cuando se trataba de plantar cara a la amenaza terrorista. Esta encuadraba en su punto de mira a políticos, empresarios, periodistas e incluso disidentes de la banda; hubo años en que las víctimas casi llegaron a cien. Después de anunciarse la disolución de ETA , los escoltas empezaron a reciclarse. Y algunos se propusieron asistir a las víctimas –mejor dicho, supervivientes– de los malos tratos. En 2016 se creó en Bilbao una asociación sin ánimo de lucro, Edemm, que ofrece guardaespaldas a mujeres amenazadas por la violencia machista, y hoy más de cincuenta mujeres vascas cuentan con su protección, según el Departamento de Seguridad del Gobierno vasco.
Ya van 26 mujeres y 23 niños asesinados en lo que llevamos de año. La pasada semana escuchábamos una doliente petición de perdón, la del presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, Juan Luis Ibarra, tras el asesinato de Maguette Mbeugou, quien había pedido una orden de alejamiento que nunca obtuvo. “Esto es un fracaso de la justicia con mayúsculas”, asumió Ibarra. El primer mea culpa que recuerdo por parte de aquellos que deberían proteger con todos los recursos a quienes son perseguidos por la sinrazón de un machismo totalizador, propietario de vidas subrogadas que aniquila a su antojo ante un clima de fatiga social. Con prejuicio y distancia.
A las malas lo sabe Itziar Prats, a quien una magistrada –no es la primera– le cuestionó si su miedo era de verdad o de pacotilla, y le negó la tutela judicial. Sus dos hijas murieron esta semana acuchilladas por su padre. Que me expliquen por qué ella o cualquiera de las que denunciaron amenazas, no han podido tener protección policial en casa y en la calle. Salvar sus vidas y las de sus hijos debería quedar al margen de cuestiones monetarias: ni la sociedad ni el Estado pueden seguir echando cuentas ante una de las lacras más abyectas que destripa un futuro manchado de sangre inocente.
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1 de octubre de 2018
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Aire de comedia. Pequeña antología

Ha aquí una pequeña antología de aforismos del excelente libro Aire de comedia de Ramón Eder:

La vida entendida como una alegre búsqueda de tesoros.

Algunos obstinados se emborrachan de mala leche.

Regalar libros que nos gustan es la forma más generosa de ejercer la crítica literaria.

Los pequeños abismos son los más peligrosos porque son en los que caemos.

Comportase honestamente nunca sale gratis.

Hay tristezas secretas en las bodas y secretas alegrías en los funerales.

Uno de esos que no tiene un pasado sino dos.

La vida, de vez en cuando, nos soborna con milagros.

Algunos de Paraíso solo recuerdan su expulsión.

Algunos asuntos nos salen bien precisamente porque alguien no ha cumplido con exactitud nuestras instrucciones.

Los amores imaginarios son siempre correspondidos.

Sin compasión la vida es una fría partida de ajedrez.

Un consejo: regalad este libro (y otros de Ramón Eder) a los buenos y malos amigos. Nunca decepcionan y se leen en un santiamén.

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1 de octubre de 2018
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El amarillo es el nuevo negro

Qué ha ocurrido para que las prendas negras hayan empezado a reducir ventas mientras los colores flúor, clorofila y magenta desbordan las pasarelas y copan la principal calle de la moda que es Instagram? La hegemonía del azabache, que durante décadas ha sido símbolo de elegancia, rigor y esbeltez, minimalista y sexy, capaz de transmitir ascetismo o rock & roll, se desvanece ­incluso como color protesta. Según la agencia WGSN, el pasado enero la ropa de colores brillantes suponía un 20,2% de la oferta del mercado británico, al tiempo que la de color negro caía y el amarillo vivía una evolución espectacular, con un aumento de hasta el 50%. Este fue siempre un color optimista y vacacional; un color de ricos de Palm Springs o Montecarlo. Aunque pocas famosas se atreven con él: Amal Clooney lo eligió para casarse ajena a supersticiones, y la reina de Inglaterra –que no escatima en visibilidad– lo utiliza sin reparos, igual que el verde lima. En las calles catalanas, los independentistas han elegido esta tonalidad gritona para pedir la libertad de sus políticos encarcelados.
Del negro victoriano, significante de clase y luto, al little black dress de Coco Chanel –inspirado en los uniformes del servicio–, este no color ha sido durante décadas algo más que un código de moda, un emblema existencialista al que el punk le añadió agujeros, suciedad y desafío. Y ya no tuvo adversario en la posmodernidad. Hoy, en cambio, los analistas de tendencias pronostican su declive, que responde a la suma de varios factores: para empezar, nos hallamos en la era más visual de la historia a golpe de clic. También pesa –y mucho– la cuestión del género y la afirmación de la propia identidad. Nuria Basi, según ella misma una de las primeras mujeres cuota, me explicaba que cuando iba a ser la única fémina en un consejo elegía un traje rojo. Porque vestirse de oscuro o con tonos neutros, “como un hombre más”, ha sido un recurso entre aquellas que han ejercido poder, sin riesgo de despertar efectos secundarios: sea mofa, lujuria o desprecio. ¿En qué estado mental vivíamos al considerar que una mujer con mando vestida de colores vivos podía resultar una provocación o una frivolidad?
Nuestra sociedad infantilizada se comunica con dibujines heredados de la cultura pop y los cómics manga. Las relaciones se han digitalizado abrazando un mundo animado con todo tipo de mohines que parece sustraído de las factorías Disney o Pixar, porque vestir a un bebé de negro sigue siendo una excepción. Las pasarelas demuestran que el color saturado ya no equivale al exceso, sino que responde a una actitud empoderada por mucho que pierda glamur y hiera a los ojos.
¿O la vida no era un circo?
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26 de septiembre de 2018
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El rey de las hormigas

Zbigniew Herbert (1924-1998) fue ensayista, dramaturgo y, sobre todo, un poeta exquisito. Lo tenía todo para haber sido el poeta nacional pero le faltó suerte (gran parte de su vida transcurrió con los comunistas en el poder y ya se sabe que esa gente no es buena para la imaginación y la lírica, aparte de que a sus sucesores nunca terminó de caerles bien). Y  al mismo tiempo le sobró ironía: no creía mucho en las medallas y las bandas de honor y su despego le llevó a ser muy crítico consigo mismo, y ya se sabe también que no es bueno darle armas al enemigo porque luego comete la indelicadeza de las usarlas contra ti.

                Que era un gran ensayista y un hombre dotado de una curiosidad inagotable los lectores habituales de los libros de Acantilado han tenido ocasión de comprobarlo con Naturaleza muerta con brida (2008), Un bárbaro en el jardín (2010) y El laberinto junto al mar (2013). Lascaux. Los dorios. Arlés. Il duomo. Siena. Los albigenses. Los templarfios. Piero della Francesca.  El paisaje griego. La Acrópolis. Samos.  Los etruscos. Etc. Basta ojear el índice de esos libros y tratar de seguir el vertiginoso curso de su discurrir para comprobar que además de tener una curiosidad insaciable y multidireccional poseía esa cualidad que luego, al leerlo, puede  sintetizarse diciendo que allí donde ponía el ojo ponía la bala.

                Con El rey de las hormigas Zbigniew Herbert demostró poseer además la misma laboriosidad y tranquila parsimonia que se atribuye a las hormigas ( los mirmidones de la mitología clásica). Pretender resumir una mitología personal en unas pocas páginas era un empeño muy ambicioso y la obra de toda una vida. Y eso es justamente lo que le ocurrió. Se pasó veinte años tomando notas y desarrollando ideas y al final le sorprendió la muerte con la obra sin terminar. Por fortuna, al cabo de unos años un editor polaco decidió que por muy inconcluso que haya quedado el libro de un gran escritor siempre estará mejor en las estanterías que en la estéril oscuridad de un cajón. Y el lector tiene en sus manos el resultado de tan sabia decisión.

                Aparte del siempre útil Google, para leer El rey de las hormigas conviene tener a mano libros como Los mitos griegos, de Robert Graves, o incluso Las metamorfosis de Ovidio, en parte porque cualquier excusa es buena para volver a ellos,  pero también porque Herbert trata a sus personajes con una desenvoltura tan campechana que si no se tienen a mano las “versiones oficiales”  para refrescar la memoria, a veces puede resultar desconcertante verle decir que Orfeo era “un llorón talentoso”, Narciso un chaval “resultón” y su novia, Eco, “una discapacitada”. Pueden ser apreciaciones muy personales pero no son del todo gratuitas y tiene su aquél averiguar  por qué los califica así.

                Con quien se muestra particularmente severo es con Ares/Marte, hijo de Zeus y Hera, al que ya de entrada califica de dios de segunda categoría y dice de él que todo el mundo le odiaba porque era un neurasténico. Y para terminar de reducir a escombros su figura recurre a la ayuda de Tintoretto, y más concretamente al cuadro Ares y Afrodita sorprendidos por Hefesto (está en Google). El pintor representó al deforme marido terminando de desnudar a la esposa adúltera, mientras que al poco belicoso amante se limita a esconderlo. Pero Herbert puntualiza implacable: “ … y Ares escondido debajo de la cama, entre las chancletas y el orinal”.

                Herbert considera además que como “las guerras pasaron a ser dominio de políticos, sórdidos asesores y cínicos capitalistas”, Ares ya no pinta nada y ha pasado a ser un parado que entretiene sus ocios aliándose con terroristas. En la imagen final lo describe tomando café en una terraza desde la que se divisa toda la ciudad. Nada más consultar el reloj, de entre las casas surge un inmenso fogonazo seguido de los gritos de los heridos y las sirenas de la policía. Ares “paga su café y desciende por los escalones de la infamia”.

Por eso digo que son apreciaciones muy privadas (el libro lleva como subtítulo Mitología personal) pero siempre con su razón de ser. Sin notas y añadidos, el libro apenas llega a las 150 páginas pero cunde como si fueran 500 y te deja con la apetencia de que Zbigniew Herbert hubiese tenido tiempo de completarlas.

 

El rey de las hormigas

Zbigniew Herbert

Edición y notas de Ryszard Krynicki

Traducción de Anna Rubió y Jerzy Slawomirski

Acantilado

    

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26 de septiembre de 2018
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Musicalia

Quizás por eso Dudamel no puede dirigir en Venezuela. La mitad de su orquesta está en el exilio gracias al régimen de Maduro
 
En el fantástico ciclo Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo le tocó el turno a Gustavo Dudamel. Este hombre, a pesar de su juventud (no ha cumplido los cuarenta), es ya una leyenda en los muy selectivos medios melómanos. Nacido en una familia venezolana sin recursos, se ha convertido en el director sinfónico más demandado por los mejores teatros del mundo. Su estilo sigue siendo vehemente, impetuoso y afirmativo, así que la Tercera de Schubert salió a todo trapo y volaron nieblas y nocturnos románticos. Luego, en la Cuartade Mahler, no valen las prisas. Es una máquina compleja, densa, retorcida y siempre asomada al abismo de la muerte. No pude dejar de pensar en Mahler, judío bajito de ambición colosal y alma atormentada, que casó con la mujer más guapa e insufrible de Viena. Ella le despreció y humilló hasta que, una vez muerto, se convirtió en el Genio Internacional. A partir de entonces, Alma se dedicó a escribir sobre lo excelso que había sido su marido y la grandiosa música que compuso. Elias Canetti la conoció personalmente cuando ya era vieja y estaba arrasada por el Marie Brizard. Dejó de ella un retrato devastador.
 

Dudamel ha interpretado con gran frecuencia las sinfonías de Mahler. Su visión es aún apolínea, sin el despeñadero que sólo la edad pone ante los espantados ojos del artista, sin el laberinto neurótico de una sinfonía que agota a la sección de metales y aúlla diabólicamente. Pero es la musculatura, la energía, la audacia lo que quiere vivir el público de Dudamel, así que el Auditorio estalló en una ovación atronadora e interminable. Es una música democrática.

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25 de septiembre de 2018
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No me llames loca

Un tribunal francés ha dictado que a Marine Le Pen se le practique un examen psiquiátrico, y la croissanterie política se ha arrugado al completo, desde la discretona burguesía hasta la izquierda despeinada de Mélenchon: mon Dior!, cómo van a psiquiatrizar la política, por disparatada que sea, han reaccionado. El caso de Marine, dejando de lado su freudiano combate con el padre –un ultra desfasado que quería convertir el país en un salchichón con denominación de origen–, ha preocupado a los jueces, que ignoran si es capaz de distinguir entre el bien y el mal.
Le Pen es una mujer didáctica que no conoce melifluidades, siempre a la greña con propios y extraños. En el 2015, un periodista comparó la propaganda de su partido con la del autodenominado Estado Islámico y ella respondió implacable, sin tonterías: ¿Cómo podían compararla con los bárbaros salafistas radicales? Por ello colgó en su cuenta de Twitter varias fotografías de ejecuciones yihadistas. “¡Esto es Daesh!”, escribió en uno de sus tuits junto a las fotos de un soldado sirio aplastado por un tanque, un piloto jordano quemado vivo dentro de una jaula y el cuerpo decapitado del periodista norteamericano James Foley, cuya familia tuvo que apelar al respeto. A Le Pen se le atribuye un delito de difusión de imágenes violentas que atentan contra la dignidad humana. Me pregunto qué ocurriría si todas aquellas personas que son a menudo acusadas –muy banalmente– de nazis inundaran las redes con los horrores del Holocausto a fin de defenderse. La piel descarnada de la humanidad seguiría sangrando. El caso es que Marine ha dicho que ni loca dejará que le hagan el test de salud mental.
La relación entre política y desórdenes mentales es ya muy extensa, e incluso parece demostrado que el 75% de quienes han ejercido de prime minister en Gran Bretaña sufrieron desórdenes mentales significativos. Los ha habido en todos los continentes: megalómanos, obsesivos, narcisistas y psicópatas. Rafael Trujillo, dictador de la República Dominicana, nombró coronel a su hijo de siete años; Lindon B. Johnson, sucesor de Kennedy tras el magnicidio de Dallas, probó al llegar todas las duchas de la Casa Blanca y, días más tarde, ingresó en un hospital preso de un ataque de nervios porque ni la temperatura ni los chorros de agua eran los adecuados; y Kim Jong-Il, padre del actual mandamás norcoreano, sólo comía aquel arroz que había sido cocinado sobre un fuego hecho con madera traída del sagrado monte Paektu. Por no recrearnos en Trump y sus patologías confesas. Ahora bien, ojalá estos líderes que actúan como niños malcriados y tiranos aprendieran de la sensibilidad, la resiliencia y la empatía que poseen muchas personas con trastornos mentales. Bien lo dejó dicho Julio Cortázar: “No cualquiera se vuelve loco, esas cosas también hay que merecerlas”. Porque los locos de verdad acostumbran a estar mucho más cuerdos que quienes se presentan cual mesías justicieros.
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24 de septiembre de 2018
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El Boomeran(g)
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