Javier Fernández de Castro
Zbigniew Herbert (1924-1998) fue ensayista, dramaturgo y, sobre todo, un poeta exquisito. Lo tenía todo para haber sido el poeta nacional pero le faltó suerte (gran parte de su vida transcurrió con los comunistas en el poder y ya se sabe que esa gente no es buena para la imaginación y la lírica, aparte de que a sus sucesores nunca terminó de caerles bien). Y al mismo tiempo le sobró ironía: no creía mucho en las medallas y las bandas de honor y su despego le llevó a ser muy crítico consigo mismo, y ya se sabe también que no es bueno darle armas al enemigo porque luego comete la indelicadeza de las usarlas contra ti.
Que era un gran ensayista y un hombre dotado de una curiosidad inagotable los lectores habituales de los libros de Acantilado han tenido ocasión de comprobarlo con Naturaleza muerta con brida (2008), Un bárbaro en el jardín (2010) y El laberinto junto al mar (2013). Lascaux. Los dorios. Arlés. Il duomo. Siena. Los albigenses. Los templarfios. Piero della Francesca. El paisaje griego. La Acrópolis. Samos. Los etruscos. Etc. Basta ojear el índice de esos libros y tratar de seguir el vertiginoso curso de su discurrir para comprobar que además de tener una curiosidad insaciable y multidireccional poseía esa cualidad que luego, al leerlo, puede sintetizarse diciendo que allí donde ponía el ojo ponía la bala.
Con El rey de las hormigas Zbigniew Herbert demostró poseer además la misma laboriosidad y tranquila parsimonia que se atribuye a las hormigas ( los mirmidones de la mitología clásica). Pretender resumir una mitología personal en unas pocas páginas era un empeño muy ambicioso y la obra de toda una vida. Y eso es justamente lo que le ocurrió. Se pasó veinte años tomando notas y desarrollando ideas y al final le sorprendió la muerte con la obra sin terminar. Por fortuna, al cabo de unos años un editor polaco decidió que por muy inconcluso que haya quedado el libro de un gran escritor siempre estará mejor en las estanterías que en la estéril oscuridad de un cajón. Y el lector tiene en sus manos el resultado de tan sabia decisión.
Aparte del siempre útil Google, para leer El rey de las hormigas conviene tener a mano libros como Los mitos griegos, de Robert Graves, o incluso Las metamorfosis de Ovidio, en parte porque cualquier excusa es buena para volver a ellos, pero también porque Herbert trata a sus personajes con una desenvoltura tan campechana que si no se tienen a mano las “versiones oficiales” para refrescar la memoria, a veces puede resultar desconcertante verle decir que Orfeo era “un llorón talentoso”, Narciso un chaval “resultón” y su novia, Eco, “una discapacitada”. Pueden ser apreciaciones muy personales pero no son del todo gratuitas y tiene su aquél averiguar por qué los califica así.
Con quien se muestra particularmente severo es con Ares/Marte, hijo de Zeus y Hera, al que ya de entrada califica de dios de segunda categoría y dice de él que todo el mundo le odiaba porque era un neurasténico. Y para terminar de reducir a escombros su figura recurre a la ayuda de Tintoretto, y más concretamente al cuadro Ares y Afrodita sorprendidos por Hefesto (está en Google). El pintor representó al deforme marido terminando de desnudar a la esposa adúltera, mientras que al poco belicoso amante se limita a esconderlo. Pero Herbert puntualiza implacable: “ … y Ares escondido debajo de la cama, entre las chancletas y el orinal”.
Herbert considera además que como “las guerras pasaron a ser dominio de políticos, sórdidos asesores y cínicos capitalistas”, Ares ya no pinta nada y ha pasado a ser un parado que entretiene sus ocios aliándose con terroristas. En la imagen final lo describe tomando café en una terraza desde la que se divisa toda la ciudad. Nada más consultar el reloj, de entre las casas surge un inmenso fogonazo seguido de los gritos de los heridos y las sirenas de la policía. Ares “paga su café y desciende por los escalones de la infamia”.
Por eso digo que son apreciaciones muy privadas (el libro lleva como subtítulo Mitología personal) pero siempre con su razón de ser. Sin notas y añadidos, el libro apenas llega a las 150 páginas pero cunde como si fueran 500 y te deja con la apetencia de que Zbigniew Herbert hubiese tenido tiempo de completarlas.
El rey de las hormigas
Zbigniew Herbert
Edición y notas de Ryszard Krynicki
Traducción de Anna Rubió y Jerzy Slawomirski
Acantilado